ARTURO AMBROGI
1874-1936

        Arturo Ambrogi nació en San Salvador, hijo de un inmigrante italiano, es el mejor cronista en la historia de la literatura salvadoreña, quizá también el más riguroso estilista. Fué Director de la Biblioteca Nacional, periodista prolífico y censor. Su pluma se forjó en las redacciones de prestigiosos diarios como La Ley de Santiago de Chile y El Nacional de Buenos Aires. Fué amigo de Rubén Darío, de Leopoldo Lugones, de Enrique Gómez Carrillo; por eso se le ha clasificado cómo Modernista. Pero también compartió aventuras con José Ingenieros y conoció a Paul Groussac (maestro de Darío y de Jorge Luis Borges).
        Viajó por Europa, cruzó el Canal de Suez y escribió sus impresiones sobre Japón y China. No es aventurado decir, pues, que Ambrogi fue el primer escritor cosmopolita de El Salvador -y probablemente el más informado de su tiempo. La crítica literaria ha destacado la precisión de Ambrogi para el detalle, su capacidad descriptiva, la elegancia y propiedad de su prosa, pero no ha insistido suficentemente en su virtuosismo como retratista de personalidades, ni en su estilo irónico que a veces llega al sarcasmo (llama a Darío "Sumo Pontífice de la pose" y dice que Francisco Gavidia -en la caricatura de Toño Salazar- aparece "engrifado como chancho de monte").
        Algunas crónicas de Ambrogi podrían ser descritas con una frase que él mismo aplicó al francés Octave Mirabeau: "Esa pluma que suele ser un estilete envenenado". Sus evocaciones de la vida en el San Salvador finisecular, de los ambientes intelectuales de Santiago y Buenos Aires, de las figuras cumbres de la literatura europea de su época, están escritas con un lenguaje fresco, mezcla de la nitidez en el trazo y de la acotación puntual. La sugerencia y la seducción son virtudes de esta prosa.
        Como escritor de cuentos, Ambrogi se ubica en la corriente denominada Costumbrista. Su Libro del Trópico y El Jetón contienen instantáneas de la campiña salvadoreña, de sus hombres y sus paisajes: son el precedente indispensable de la corriente que culmina con Salarrué.
       Publicó las siguientes obras:
Bibelots (1893), Cuentos y Fantasías (1895), Manchas, Máscaras y Sensaciones (1901), Sensaciones Crepusculares (1904), El Libro del Trópico (1907), Marginales de la Vida (1912), El Tiempo Que Pasa (1913), Sensaciones del Japón y de la China (1915), El Segundo Libro del Trópico (1916), Crónicas Marchitas (1916), El Jetón (1936) y Muestrario (1955).

PAISAJE DEL CAMINO

        Cae perpendicularmente el sol, encendiendo ofuscantes reflejos en el polvo calizo de la carretera. Es la hora del mediodía, la hora propicia en que los garrobos toman el sol en la cúspide pelada de los árboles, y en que las culebras se enroscan, amodorradas, entre las requemadas macollas. La naturaleza toda parece aletargada, sumida en un sopor de plomo, en el que apenas repercute estridente, el agrio chirriar de las chicharras y los chiquirines. A ambos lados del camino se enristan, hasta perderse de vista, las cercas de piña, cuyo verde de esmalte, deslustra espesa capa de polvo. Las enredaderas, interpoladas entre las pencas espinosas, se han marchitado; y el entreveramiento de sus bejucos tostados, figura enjambre de víboras en celo. La hora es ardiente. Los pájaros enmudecen, dormitando la siesta. Sólo unos cuantos pijuyos resisten la temperatura, saltando con torpezas de tullidos por entre los varejones de las escobillas, armando una batahola de mil diablos. Para los pijuyos la hora del mediodía, es hora de delicias, y en medio al fuego canicular, ellos están como en su elemento, felices y satisfechos. En la soledad de un potrero, unos cuantos bueyes, echados a la sombra enrarecida de unos guachipilines, rumian despaciosos, lentos, entrecerradas las pupilas, la última brizna de hierba ramoneada. Los moscardones la asedian tenazmente, entre zumbidos que repercuten en vibraciones de bronce; pero ellos parecen no darse cuenta, sumidos por completo en la beatitud del momento. El cono de paja de un rancho, resplandece como una colmena de oro. Al abrigo del comedor, sobre el suelo apisoneado, unos perros héticos dormitan, mientras unas gallinas les picotean entre las costillas, persiguiéndoles las pulgas. En el poyo, el rescoldo humea. La mano descansa en la piedra de moler acabada de lavar. Unos cuantos pollos desplumados revuelven en un rincón un destripado matate de tusas. El rancho duerme, rodeado de las inmóviles matas de plátano, bajo la lluvia de flores rosadas que botan los caraos.
       En el promedio de la carretera, entre los troncones macheteados de unos quijinicüiles, y al abrigo de sus tupidos follajes, están, desunidas, hasta ocho carretas, cuyo cargamento cubren cueros de res sujetos por redes de lazos. Los bueyes desenyugados, apersogados a los troncos de los árboles, mascan el huate, desparramados. Las doradas hojas, los tostados tallos, crujen entre los dientes que los trituran. Bajo la cama de las carretas , sobre el caldeado colchón de polvo, con la charra embrocada a la cara, los carretones duermen a pierna suelta. Por entre la abierta sesgadura de la camiseta grasienta, el velludo pecho asoma, que ronca como fuelle en acción. Los moscardones zumban, y la monotomía de sus monocordios, arrulla el descanso de los rudos trabajadores. Por el tupido follaje de los quijinicuiles, cuelan encajes de sol, que se calcan sobre el piso, poniendo en la uniformidad gris de la capa de polvo la alegría de frágiles bordados de oro, como en una frazada de gigante.
        De pronto, una nube de polvo se levanta a lo lejos, al término del camino. Primeramente aparece fija, como si fuese la humareda de una quema; luego por momentos, se agranda, al acercarse, ascendiendo en espeso manchón que se dilata ensuciando la límpidez reverberante del cielo en el que el azul es de cobalto. Entre la cloumna de polvo, suena el pisotear de una recua de mulas cargadas, que llega, que pasa, que se aleja, estimulada por los propios pujidos, y por el restallar de los aciales. Y conforme la estruendosa recua se aleja, la espesa nube de polvo se aclara poco a poco, descubriendo trozos de paisaje, hasta que la última partícula se asienta, y todo, uniformemente, brilla como antes, bajo el sol ardiente e ímpetuoso.

EL CHAPULÍN

        La noticia cayó inesperada, brutal.
        Al mozo, que ño Nacho tenía esa mañana aporcándole unas tareitas de milpa, se la dio, al paso, el manco Ulalio que corría, desalado, a llevarla también al huatal de su madrina Escolástica Peñate, que además de madrina era tía en segundo grado de consanguinidad, por el lado de su señora madre la finada Macaria de idéntico apellido. El mozo, al oírla, arrojó el azadón al surco y, a su vez, salió disparado en dirección al rancho de ño Nacho Campos.
        Ahogándose, casi, del sofoco de la carrera, apenas pudo gritar:
-¡No Nachóoo!
        Del fondo de la cocina salió una voz recia que respondía:
-¿Qui'ay?
        El mozo, que había avanzado hasta cerca del rancho, volvió a gritar, ya un poco calmado del sofoco, mas no de la alarma que dentro le palpitaba todavía.
-!Ou'el chapulfn está onde ño chele Josí'Angel!
        Ño Nacho Campos, que en esos precisos momentos se encontraba almorzando con su mujer y sus cinco hijos en el habitual, rinc6n de la cocina, bastante apropincuados todos al poyo para disfrutar del tibio y confortable calorcillo de los tizones, lanzó una maldición, y apartando bruscamente el cuenco de loza vidriada en que humeaba el sabroso arroz con hueso de tunco y talios de quilite, se puso de pie con la ligereza que sus sesentiocho octubres bien cumplidos le permitieran.
        Se asomó a la puerta y, apoyando el codo en el contramarco, y en la mano la sien, se le quedó viendo, fijo, al despavorido mozo.
-¿Qué decís?
-Nada ño Nacho. Que se pasó de l´asienda.
        Ño Nacho se rascó la cabeza.
-¡Mal rayo parta al don Gulyermo'emierdal
        (En la hacienda, cuando el chapulín hacía irrupción, la costumbre, en lugar de matarlo, como parecía lo natural y hasta lo humanitario, era arrearlo hasta que lograban sacarlo del litoral. Ya fuera de ahí, les importaba un ardite que se repasease en las siembras de los infelices colindantes).
        Ño Nacho se mesaba los cabellos. Imploraba la misericordia divina, que nunca llega cuando de veras se la necesita, y que, sobre todo, brilla por su ausencia cuando quien la implora es un pobre diablo como lo era ño Nacho. En medio de su congoja, comprendió perfectamente que no había que perder el tiempo en inútiles lamentaciones, ni esperar auxilio del cielo, sordo, como siempre, a sus reclamos. De cualquier manera había que tratar de salvar la milpa de la voracidad implacable de la mancha de acridios que la amenazaba.
-¡Séya por la voluntá del Señor! -clamaba, siempre mesándose las casposas greñas y yendo de arriba abajo sin saber qué determinación tomar.
        De pronto, deteniéndose, gritó:
-¡Canséee!
        El grito se diluyó en la ardiente atmósfera del mediodía. Como nadie le contestara, volvió a repetir el llamado:
-¡Conséee!
        En esta vez una voz contestó, a lo lejos:
-¿Qui'ay?
-¡Veni apriesa!
        Conse, el primogénito de ño Nacho, andaba en esos momentos ocupado por el chiquero, echándole a la mancuerna de tuncos una guacalada de mondadura de yuca y renovándoles el agua de la canoa. Llegóse a donde su tata estaba, grandullón, desmadejado, con flacuras de gavilán, salidas las faldas de la camiseta de manta, los pantalones sebosos sujetos a la cintura por un pedazo de lazo tostado.
-¡Apuráte, Consito! Apuráte. Andá´blale al señor Natividá. Decíle que se venga con todos los muchá lo más apriesa que pueda. Yo guir'a ber la milpa.
Pero no se movía.
        Conse, mientras tanto, descolgaba de una estaca ensartada en la pared su charra de palma y, encasquetándosela, salía de barajustada.
        Ña Chepa, la cónyuge de ño Nacho, había salido al patio junto con é1, y a su lado, avizoraba el horizonte. Junto a él clamaba, ella también, la misericordia divina, y se lamentaba del destino que de manera tan despiadada y cruel se ensañaba en ellos. Cuando, al cabo de tantos sacrificios, habían logrado sembrar ese año una milpa tan macanuda, la desgracia, inesperada, les caía encima. Toda la milpa, las cuatro manzanas completitas, habían nacido uniformes, parejitas. Los tallos se alineaban en los surcos hasta perderse de vista de manera simétrica. Daba encanto a los ojos y alegría al alma, contemplar aquel inmenso lienzo cuyo verdor tremaba y resplandecía a la suave brisa de la mañana y al flechazo del sol de la tarde. Ño Nacho Campos y ña Chepa Vásquez, su cónyuge, se recreaban embelesados, largos y largos ratos en la contemplación de aquello que, para ellos, lo representaba todo. En el resultado de la cosecha cifraban la realización de uno de los grandes proyectos de su vida: comprarle a Benito Pérez una cuchilla de tierra que aquél poesía, encajada en su terrenito, y que les cerraba la salida al camino de Nejapa. Muchas veces, ño Nacho había hablado del asuntito de la compra con Benito; pero éste se negaba siempre, rotundamente, a vender.
-Ay le guá'bisar, ño Nacho, in cuantito nomás me desida a bender. ¿Alóye?
        Y no hubo más. Pasaba el tiempo; y el pistillo que habían logrado reunir para la compra, se empleaba, de junto, en otra cosa distinta, o se les iba gastando poco a poco en perentorias necesidades. Ño Nacho tenía aquella cuchilla de tierra zurdida en el alma como una estaca. Por fin, hacía unos días, el propio Benito había llegado hasta el rancho a proponerles la venta. Ño Nacho, que esta vez no contaba con fondos disponibles ni tenía tiempo para juntarlos tan pronto, le había dicho:
-Por agora no puedo, Benito. Si te asperás unos diyas pa'ber como resulta la cosechita.
        Benito, que había visto la milpa al pasar, dijo, por toda respuesta:
-Ya la bide, ño Nacho. Está mera pencona.
        Y no quedaron en nada. Pero hasta el día, Benito no había podido encontrar comprador. Ni lo encontraría.
        Pero el destino, o más bien su mala suerte quiso que esa milpa, que apuntaba que era un gusto de mera buena, prometedora de los colones que se necesitaban para mercarle la tierra a Benito, estuviera en inminente peligro de perderse. Todo el andamiaje de ilusiones forjadas estaba a punto de venirse al suelo. Los ojos de ño Nacho se mojaban en lágrimas, y en su alma fermentaba la amargura y el sedimento de la inconformidad.

        Los cipotes, que almorzaban con su tata cuando la noticia cayó, brusca y aplastante, se habían quedado, quietos, en el mismo sitio. Parecían amedrentados. Se callaban, pegados los unos a los otros, los cinco, sin atreverse a mover. Se miraban con ojos de congoja, sin saber por qué. Comprendían, tal vez, la gravedad de lo que acontecía, y trataban, al ver la atribulación en que andaban sus padres, de pasar desapercibidos más bien; de que su presencia no fuese advertida, y se ganasen, por estorbosos, algún pescozón, o se extraviase algún puntapié. y más que todo mordidos de curiosidad por imponerse de lo que estaba pasando fuera, se decidieron a salir. El primero que lo hizo fue el güis, un pellizco de hombre, que corrió, directo, a donde su nana estaba, y se agarró, tenaz, a sus naguas.
        Luego, uno a uno, fueron saliendo los cuatro restantes.
        Sobre el rancho, momentos antes tranquilo, feliz en su humildad, pesaba ahora la misma ansiedad, la misma angustia que si se esperase lo más tremendo. Lo inaudito. Que la vaca lechera, que todas las mañanas ordeñaba ña Chepa para sacar de la lechita la cuajada del día, se había embarrancado, desnucándose; o ahorcándose uno de los novillos de la yuntita nueva; o fenecida, de mala manera, la mancuerna de tuncos que engordaban para las fiestas patronales.
        Sacudiendo el fardo abrumador de su consternación, surgió en ña Chepa el espíritu de lucha, de lucha por la vida, y en contra del infortunio ensañado. Ña Chepa era "muy mujer". En el matrimonio, luego ya de veintiocho años, era ella quien llevaba los pantalones". Se sacudió de encima el nudo de cipotes y comenzó a recorrer el rancho y sus aledaños, en busca de todo trasto viejo, o artefacto inutilizado que pudiese hacer bulla, mover estruendo, y espantar con ella la horda nauseabunda de invasores. Así fue como encontró un guacalón de hojalata, que sirviera un día para ordeño de la vaca... un par de baldes defondados, que prestaban ordinariamente, servicio de ponedero a las gallinas... un abollado sartén de peltre, con el mango retorcido. . . una regadera sin pitón, cribado el asiento por el orín y la humedad... una lata de gasolina, que fue macetero de una mata de albahaca que se secó... unos retazos de lámina de zinc, chelosa de titilcuíte de gallina... en fin, un tronco roñoso de cañería, un azadón desportillado, una varilla de hierro, costrosa de herrumbre. Todo aquello que pudiera producir ruido, armar alboroto, fue arrambiado por la diligente mujer. Eran todos esos chismes que andan rodando por los rincones; que se echan de lado, que suelen servir, alguna que otra vez, de juguetes a los cipotes, y los que, muchas veces, nadie sabe ni le importa saber de dónde vienen y cómo llegaron ahí. Los acarreó todos al corredor, y los dejó amontonados contra la pared.
        El mozo, portador de la primera noticia, apareció de nuevo. Venía de la orilla del río y había visto la punta de la manga que comenzaba a caer del lado de acá, en los terrenos de la sucesión del señor Leandro Paredes, en los que habían alquilado tierras para sembrar sus milpas Leonardo Cruz y el pishque Felipón Sosa, la misma fatídica voz de la primera vez, gritó:
-Dése apriesa, ño Nacho. Vel chapuJín está pasad'uel riyo y'stá onde el señor Liandro hartándose la milpa de Lionardo Crus.
        Ño Nacho, sin decir nada, alzó a mirar el horizonte espejeante de sol. Y bien cercano, casi sobre su cabeza vio que revolaban algunos nudos de insectos, menuda vanguardia de la espesa nube que se notaba avanzar hacia el rumbo oeste. Los insectos, cuyas formas casi diluía la fuerza del resplandor, flotaban, inciertos, vacilantes, sin resolverse, así aislados, a tocar tierra. En tanto, la nube parda, espesa, tramada, se mantenía en equilibrio, seguramente por no haber viento favorable que la empujara, obligándola a seguir el curso que traía. Ño Nacho la observaba. No estaba todavía en el meridiano de sus terrenos; pero lo estaría muy pronto. No cabía la menor duda. En las milpas de Cruz y de Felipón Sosa, que estaban "riata", y en unas que otras próximas, tendrían ocupación para rato, que ellos deberían aprovechar en preparar la defensa.
-¡El Señor del Rescate nos ayude!
        Era ña Chepa que, parada al lado de su marido, una vez terminada la requisa, alzaba, ella también la cabeza, y fijaba los ojos, húmedos de lágrimas, en el cielo, no se sabe a punto exacto si para implorar la misericordia divina, o para seguir las evoluciones de la pavorosa manga, relativamente alta todavía. Un fugaz chispazo de esperanza prendió en el ánimo abatido de ña Chepa.
-¿Si se jueran pasando, bos Nachóoo?
-Dios ti'oiga, Chepa.
        Pero el Dios invocado tantas veces, el tan lejano Dios, o no oyó, o si oyó se hizo el baboso, como buen viejo lleno de mañas y resabios, estragado ya de escuchar a tanto pedigüeño.
        De pronto, las pobres gentes notaron que la manga descendía, afectando la forma de un embudo en punta. Un sordo rumor de remolino se dejó oír. Crepitó al aire, como si pateasen hojas secas. Contra el sol la manga cabrilleaba.
        Ño Nacho, ña Chepa, el mozo agorero, los tres zanateros que se habían reconcentrado, hasta los cipotes que, en ello encontraban inesperada entretención, echaron mano de los trastos amontonados en el corredor y corrieron desalados hacia la milpa amenazada. Tras ellos corrieron también los chuchos, saltando y ladrando. La milpa se extendía ancha, larga, ondulante la puntería verdegay de las hojas con cambiantes de prisma en ciertos puntos. Se movía toda, compacta, de una sola vez, con cierto aspecto de mar, a la hora en que no hay oleaje y parece la superficie regada de aceite. El chapulín caía, como quien dijera, a dos pasos. Caía en la milpa, dos manzanitas apenas, del pobrecito de Braulio Gumero, un guatal en despojo, apenas, de por medio, y que nadie había querido tomar para sembrarlo. El resto de la manga, que no se había levantado, merodeaba todavía en el linde de los terrenos de la hacienda, a pesar de los esfuerzos que hacían para echarlo al río. Otra sección del alado ejército despedazaba, en esos momentos, acá del río las siembras de Cruz y de Felipón Sosa. La ofensiva era formidable. Comenzaron a sonar los trastos. Los golpeaban desaforada, locamente, acompañando el estrepitoso cencerreo con gritos estentóreos, tratando, de tal manera, de intensificar el estruendo. El ruido, de pronto, pareció contener el avance de los invasores y detenerse, precisamente, perpendicular al sitio en que la milpa de ño Nacho apenas acaba, a lo largo de surcos a medio aporcar, su tallerío tierno. Comenzó a revolotear, arremolinándose, y luego, describiendo una dilatada espiral, fue descendiendo de nuevo. A cierta altura ya, se dejó caer, violenta, ruidosa, como una tromba. La manga cayó toda, completa, de una vez. Los tallos tiernos, de hojas verdegay; los pardos surcos, los brunos terrones, la hierba intrusa que estaba aporcándose, todo, todito desapareció bajo el desplome de aquella masa, que hedía como un infierno y bullía, inquieta, como una gusanera. En los madrecacaos floridos, en los elevados cocos, en los leprosos jocotes, en los chilamates desmedrados, en los guachipilines lustrosos, quedó prendida parte de ella, en racimos, en guirnaldas viscosas, en sucios florones, devorando las hojas, arrasando los retoños, carcomiendo lo frágil de las cortezas. Los árboles así cundidos así arropados de arriba a abajo, semejaban grandes lampadarios de bronce. Se oía el crujir de las antenas, el agrio rozar de las alas, el arañar áspero de los millares de dentadas patas. Se encaramaban unas sobre otros, en un violento forcejeo; se hacían nudos apretados, como si riñesen, con los ojitos saltones y las cabecitas como calavera.
        En lo duro de la lucha, se quebraban patas; se magullaban alas que quedaban pendientes como piltrafas; morían pateados, ahogados por el peso de los que pasaban por encima en aluvión. Y hervía, como marmita infernal, todo aquel enjambre devastador. Crujía, a lo infinito, como pataleo sobre alfombras de hoja seca. Los trastos sonaban; pero el ruido que producían no daba resultado alguno. La desgracia de ño Nacho era abrumadora. Parecía que el furor de destrucción, que poseía el chapulín, le hubiese hecho perder el sentido del oído. Y en balde la herrumbrosa marmita, la regadera despistonada, la lata de gasolina, el fragmento de sartén de peltre, el guacalón de hojalata, se acabaron de despedazar sonando, sonando estruendos, alaraquientos, tumultuosos, sin reposo, sin tregua alguna. Los insectos bullían cada vez más, enredándose los unos a los otros, como si se acoplasen en capas superpuestas.

        En esos críticos instantes, llegó el señor Natividad, acompañado de cinco gentes más que había recogido en el camino.
        -¡Jesús Mariya! -exclamó, al no más ver aquel espectáculo desolador.
        Y todos ellos se unieron a la banda de defensa encabezada por ño Nacho. Bajo sus pies, la espesa capa de chapulín crujió, chirriante y glutinosa. Comenzaron a golpear, a diestra y siniestra, con los garrotes que llevaban preparados, acompañando su rudo aporrear, de desaforados gritos. Ño Nacho y su mujer se habían detenido y, mudos, con ojos atónitos, contemplaban aquella invasión, peor todavía, más destructora aún, que la del chapulín. No había que hacer. Al principio acariciaron la remota idea de levantarlo, salvando así parte tal vez de su afanosa siembra. Pero ahora, viendo que la salvación era punto menos que imposible; que todo, por el momento, estaba perdido, la furia hizo presa de ellos. Tiraron a un lado los estorbosos como inútiles trastos, y echando mano de gruesos y bien sólidos leños, comenzaron todos a golpear, como fuera de sí. Acompañaba de truculentas interjecciones cada garrotazo ño Nacho. Cada vez que los garrotes se levantaban para volver a caer, veíaseles completamente cubiertos de chapulines destripados, de chapulines hechos papilla. La matanza era atroz. Pero acontecía que, cuanto más se destruía, la tierra parecía vomitar nuevos y nuevos nudos, incansable, fecunda. Por momentos, alguna que otra miríada se levantaba, revoloteaba un instante, incierta, y volvía a caer, un poco más lejos. Los pies estaban ya cansados de despachurrar; los brazos, de esgrimir los garrotes; las gargantas, de gritar tanto y tanto. Ardíanles los ojos; y las narices habíanseles irritado de la acre pestilencia que aquella masacre despedía.
        De pronto, hacia el lado del "cerco de piedra'', camino de Mapilapa, se vio aparecer una nueva manga, menos copiosa que la primera, indudablemente, pero no por eso menos fatídica y destructora. La manga volaba casi a flor de tierra. Más bien que volar, parecía venir rastreando, salvando, pausada, a saltos, los cercos que dividían las propiedades. Se oían todavía al otro lado del río, hacia el lomerío de La Cruz, gritos desaforados, estruendo de latas, disparos de escopetas, redoble de tablas. Era el resto de la manga, retrasado en el solar de ño chele Josi'Angel, que después de hacer añicos las siembras que cubrían una parte de la ladera del cerro de Nejapa, se levantaba de mutuo propio y no por los cuatro golpes de latas vacías y unos cuantos gritos desabridos e ineficaces. La intención, ilusoria, de los arreadores era empujarla hacia el río, en dirección a la Junta, para que, si no caía al agua, fuera exterminada por los moradores del rancherío. Pero los condenados invasores, previendo la celada, cambiaron de rumbo inesperadamente, y fueron a caer en la milpa de ño Nacho. Se confundieron con los que ahí ya devastaban y formaron con ellos una sola masa compacta.
        Ño Nacho, en medio de la gente, se mesaba las casposas greñas y con voz sorda, enronquecida por los gritos, ordenaba.
-iArréyenle, mucháaa! Arréyenle juerte.
        Y sonaban los garrotazos; pero flojos, distanciados uno de otros, ya sin el brío de antes, sin el furor del principio. Los defensores de la milpa habían perdido toda esperanza de salvarla y hacían aquel vano esfuerzo nada más que porque ño Nacho y su pobre mujer les daban lástima.
        Y en ese inútil afán, el crepúsculo se fue avecinando. La mole del cerro de Nejapa ocultó, prematuramente, al sol. Franjeóse de vivísimo carmín, el fondo de desvaído nácar. Fluyó menuda ceniza, opacando la atmósfera. La rodela de la luna, toda fuera, era a esa hora de sordo platino. Chistó la lechuza. Lloró el pájaro-león. Comenzó a chirriar, persistente, el millar de grillos habituales por aquellos sitios. Todo se puso triste, con esa tristeza que acompaña la agonía de la tarde.
        Los garrotes, impotentes, habían, por fin dejado de aporrear. Humanamente, era imposible proseguir en el esfuerzo. ¡Aquello no acababa nunca! Parecía cosa de brujería No sonaban más, también, los inútiles trastos. Los gritos se habían apagado en las gargantas resecas. No había más remedio que resignarse. Era necesario abroqueilarse de paciencia, y volver a comenzar. Abandonaron el campo, y uno tras otro, caminaban en silencio, inclinada la cabeza, caídos los brazos, como siguiendo un funeral, que era el de todos. Regresaban al rancho. Mordiéndose los labios exangües, la mirada torva y rojiza, en livor la faz, marchaba ño Nacho. Tras él, su mujer iba derramando lágrimas. Muequeaban, por mero contagio, los cipotes. Los chuchos, como a la ida, brincaban y ladraban a la vuelta. El hocico les hedía a chilate de chapulín. Ellos también habían participado en la matanza.
        Y durante todo el curso de la noche, hasta el rancho, bajo la techumbre de caldeadas tejas en que ño Nacho y su mujer rumiaban su desgracia en pleno insomnio, llegaba el estridente crujir de las antenas, el agrio rozar de las alas, el arañar áspero de los miles y miles de dentadas patas de los voraces acridios que, en el claro resplandor de la luna llena remataban tranquilamente, su tarea de destrucción y de ruina.

LA SIGUANABA

        A Punto de salir del pueblo y embocar el camino que llevaba al rancherío del Sitio, comenzó a sopiar un viento de lluvia. Cargado de nubarrones estaba el cielo, circunstancia que hacía que la obscuridad fuese más intensa, más impenetrable. El tío Hilario regresaba a su vivienda, más tomado, esta vez, de lo que le era habitual. Iba caballero, desmadejado en su macho retinto. Para no caerse, como en esos trances le acontecía, habíase agarrado fuertemente con ambas manos a la manzana de la montura, y a ella misma había anudado las riendas, como medida de precaución. El macho se sabía, de memoria, la costumbre. Al no más sentir flojas las riendas e inseguro al jinete, no se detenía. Seguía caminando, al paso, cauteloso, procurando llevarle a pulso, evitando que su amo, al menor movimiento brusco, pudiera caerse. Además, la querencia le atraía. El macho conocía bien a su amo. No en balde habíale acompañado luengos años. Estaba acostumbrado ya a "su modo". Diríase que ambos se comprendían, completándose. Sabía el macho que, en ciertas circunstancias, el tío Hilarlo no le abandonaba..y veía y cuidaba de él. Entendía que si bien, con bastante frecuencia, la espera resultaba prolongada y fastidiosa. atado corto a la argolla de hierro clavada a un poste de madera. sembrado frente a la puerta del estanco la peche Chabela, o en el trascorral de la cervecería billar de la dama del Comandante Local, el amo no 1e olvidaba nunca. Le zafaba el freno. Le aflojaba la cincha. Y luego de picarle cogollo de caña en un cajoncito de candelas, le pagaba a un cipote para que fuese a la pila pública a traerle un balde de agua y se quedara ahí a su cuidado. Cuando la cosa era mayor, cuando asistía a algún "rezo", a alguna atolada, a algún velorio, los cuidados para con el macho eran más extremosos. El propio tío lo desensillaba, lo conducía al potrero, y lo apersogaba en el mejor sitio. Todos esos cuidados habían hecho que entre el patrón y el macho se anudase un especial afecto.
        Esa noche, pues, el percibirse de que el tío Hilarlo, se había quedado dormido a horcajadas en sus lomos amenguó el paso que llevara, y, con la mayor cautela, fue, entré la obscuridad cerrada de la noche que apenas aclaraban de vez en cuando los fogonazos de los relámpagos, sorteando los peligros del camino, lleno de las zanjas y los hoyancos ocasionados por las lluvia torrenciales. Por entre lo espeso de los zacatales y lo malezales tupidos, se encendían y se apagaban los chispazos efímeros de las luciérnagas. En los rancho escalonados a lo largo del camino, toda luz se había extinguido. Comenzó a escucharse, todavía débil, el rumo de la quebrada que al llegar a ese lugar se despeñaba en cascada entre el amontonamiento de unos talpetates, y formaba ancha poza bajo un chilamatal.
        El viento había calmado. Pero el cielo seguía encapotado, siempre amenazando lluvia. De cuando en vez un relámpago rubricaba la negrura. Al fulgor de ese relámpago, y a la fuerza del instinto, era que el macho se orientaba en aquella negrura.
De ahí en adelante el camino se hizo más estrecho, y más obscuro aún. Los follajes de los grandes quebrachos, de los desmedidos conacastes, de los gigantescos guarumos, de los añosos cedros, tejían tupida nave, entenebreciendo el paso. El frescor nocturno trascendía a lodo podrido, a hojas machucadas, a savia acre y dulzona de las cortezas rajadas, al álcali del estiércol y a la acidez de los meados de zorrillo, todo ello formando una amalgama capitosa que se subía a la cabeza, y producía mareo. Era que iban pasando por el medio de la montaña, y les envolvía el aliento de la naturaleza que dormía despatarrada y jadeante.
        Algún misterioso arrastre paraba, de punta, los pelos al macho. Un tropezón contra un pedazo de tronco atravesado en el camino, hizo tambalearse al dormido Jinete. Mas éste no cayó. Ni tan siquiera se despertó. A ese paso iban llegando a los lodazales que enmarcan (y¡ cauce de la quebrada de los Jutes. El paso era, por eso mismo, peligroso, aun durante el curso del día La arboleda raleó. Ya no eran los grandes quebrachos, ni los desmedidos conacastes, ni los gigantescos guaruinos, ni los añosos cedros,' los que tejían sombrosa nave. Libre veíase el cielo. Negro y profundo. Eran los retorcidos morros, los guayabos deshojados, los tihuilotes varejonudos, los higuerales, los arbustales de sispino blanco, los tupidos zarzales hirsutos, los que cubrían aquella tierra chagüitosa.

        Entre los quequeishcalos frondosos, los helechos arborizantes y los bejucos (le come mano que se agarraban a las ramas bajeras anudando sus guías con apretazón de nudo de culebra manaba el agua entre las piedronas musgosas. entrar al cauce, el macho se detuvo, y bajando la cabeza, se puso a olisquear el agua pútrida. luego se percibió, en el silencio, el sorber ruidoso de los W sedientos. Una vez aplacada la sed, esa sed instintiva que experimentan las bestias a la vista del agua, p siguió su marcha. Los cascos chapoteaban. El agua lodosa, llena de ligamentos, salpicaba en cuajarones. llegar al medio M cauce, se sintió correr el agua m libremente.
        Era que la quebrada, como una vena abierta, corría sin el estorbo del lodo. Se sentía ascender frescura M agua clara. El olor al agua filtrada en raíces. El macho, de nuevo, inclinó la cabeza, y bebió unos cuantos tragos. Cuando ya salía a la orilla, uno los bejucos que avanzaban sobre el paso como un garra, le botó el sombrero al tío Hilario, y el roce á pero de las hojas en la cara, le despertó sobresaltado El tío Hilario recorrió de un rápido vistazo, el lugar en donde se encontraba. ¿Pero por dónde demonios andaría? Trató de darse cuenta. la memoria, embotada por el sueño, perturbada por la vahada del alcohol ingerido tan copiosamente, no le dejaba percibir, con claridad, los detalles, ni menos aún darse cabal cuenta d la realidad del momento.
        Súbitamente, el macho relinchó, y al querer saltar fuera, atascó la parte trasera en el lodazal de la orilla, que le llegaba cerca de la corvas. El tío Hilario comprendió el peligro que corría, ligero, echó mano de las riendas que colgaban de¡ pescuezo, y sofrenó la bestia, al mismo tiempo que 1 espueleaba de firme. El macho resopló, forcejeando por salir de aquel pegadero, que parecía querer tragarlo En un supremo esfuerzo, contrayéndose todo en un máximum de energía, logró saltar fuera. Al sentirse libre, el macho se sacudió. Sonó la montura entera. Rechinó el cuero de las arganillas. Tintineó el hierro del freno. El tío se reacomodó en el asiento. Se afianzó un los estribos. Y dándole al macho un riendazo en el sitio lo quiso caminar. Al intentarlo, los cuatro cascos -so deslizaron sobre lo liso del barro, y el macho casi se despatarró. El terreno volvíase, de nuevo, montañoso.
        La sombra de los árboles ensombrecía el camino padregoso que comenzaba a. ascender recuestándose. n esos momentos el viento volvió a desencadenarse. ¡Esta vez sí que aquello iba de veras!-. Azotaba, impetuoso, las copas de los árboles, que se sacudían, haciendo volar las hojas, y produciendo un vasto rumor de marea. El relampagueo era más continuo e intenso. Estalló un trueno, largo, ensordecedor. Luego otro más distante, pero no menos fragoroso. Emanaciones de, azufre impregnaron la atmósfera. Cayeron las primeras gotas, unos goterones que se aplastaban, al caer como salivazos en la tierra, al estrellarse contra la corteza de los árboles, al perdigonear las ancas y el pescuezo del macho. Iban llegando a una bajadita que conducía al cauce seco de una quebrada.
        El monte se apiñaba de tal manera que parecía caminarse bajo tupido dosel. Súbito, pareció que la tramazón de bejucos se desgajaba. Que alguien, que trataba de abrirse paso, quebraba ramas, tronchaba tallos, apachaba hierba. El no Hilario detuvo, en seco, al macho. -¿Qué sería vos?-. Instintivamente llevó la mano al mango de la daga que llevaba siempre amarrada a un lado del arzón. Pero, de manera inexplicable, le asaltó el miedo. Miedo de qué, por qué-. No se lo explicaba, pero sintió que por todo el cuerpo le corría una comezón nerviosa, y que se le paraba el cabello y la sangre se le helaba en las venas. -¿Qué demonches sería aquello?-. ¿Miedo él, quién no lo conocía, que había pasado mil veces por aquel paraje y por otros peor afamados que éste sin sentir absolutamente nada? Sin embargo esta vez, sin explicarse el motivo, lo sentía -¡y de que manera!- Sentía que la cabeza se le hinchaba y lo oídos le zumbaban, aturdiéndole. Espoleó, recio, los ijares del pobre macho. Este, en vez de arrancar al estímulo del acicate, como era lo natural, se encabritó d nuevo, resoplando desesperado, y queriendo volver ancas, como si algo, que le asustara, le cerrase el paso. El pánico del macho, acabó de desconcertar al tío Hilario.
        Fue entonces que recordó, sin ningún esfuerzo de memoria, lo que la gente supersticiosa contaba de aquel paraje montañoso y el cauce seco de aquella quebrada. En él se aparecía, con harta frecuencia, la Siguanaba. Más arribita del paso, en una rinconada qué abrigaban unos cuantos chilamates sarmentosos y hojosos, el agua escasa que manaba del pie de una gran roca musgosa, formaba poza, entre un amontonamiento de piedras. En esa poza la Siguanaba se ponía a lavar. Decía esa misma gente que no era ropa suya ni de su hijo el Cipitío la que lavaba, sino que era con su chiches terrosas y arrugadas, que le caían flojas, como vejigas desinfladas hasta más abajo del ombligo, con las que golpeaba contra la superficie de la laja para hacer creer, a los incautos, que lavaba. En ese propio sitio decía haberla visto el señor Magdaleno Urquías una vez que a la oración, pasaba por ahí. La había visto sentada en una piedrona, después de haberse bañado, peinándose y espulgándose la abundante y undosa cabellera completamente canosa, toda alborotada como nido de urraca. A la vez que procuraba domar las indómita cerdas, canturreaba una canción plañidera. El susto del señor Magaleno al verla fue archimorrocotudo.
        Medio loco, volvió grupas a la yegua tordilla que montaba salió en barajustada, quebrada arriba, gritando despavorido:
           
        -¡Ave María Santísimal ¡Jesús mi´ampare!

        Cuando, a lo lejos, volvió la cabeza, alcanzó a divisar a la Siguanaba que, puesta de pie sobre la piedra en que estaba sentada, le llamaba a gritos jajayándose de manera estentórea al verle huir como huía.
       Otra vez fue a ño Jerónimo Chavarriyas a quien se le apareciera. Los años habían pasado y ño Jerónimo no había podido olvidarlo. Volvía del pueblo el buen hombre, de comprar unas medicinas para su mujer que estaba enferma, cuando al terminar la bajadita e ir a cruzar el cauce pedregoso, se le ocurrió volver la vista hacia el lado de la poza de los chilamates. Más le hubiera valido el no haberlo hecho.
        Hacía un pellizco de luna, y a la difusa claridad que proyectaba, alcanzó a distinguir a una mujer que estaba acabando de desvestirse para meterse al agua. La mujer, que no era otra que la Siguanaba, al reconocer a ño Jerónimo le gritó:
       
-¡Venga bañémonos ño Jerónimo!
Ño Jerónimo sintió que el alma se le iba, y después de hacer un chiquero de cruces y clamar, en su auxilio, a la Corte Celestial, salió de estampida. En el ímpetu de su desaforada carrera no pudo dejar de oír que la Siguanaba se habla tirado al agua, y zambulléndose y chapaleando el agua, se tiraba los grandes jajayos, que resonaban horrorizantes, en la oquedad del monte. El eco de esa carcajada burlesca, le daba fuerzas a ño Jerónimo para correr, y cuando llegó a su rancho, cayó al suelo tiritando de miedo, calenturiento de pavor, sin tener siquiera la fuerza necesaria para relatar lo que había visto.
       Pero el tío Hilario, que frecuentaba ese camino y que por él pasaba a toda hora del día y de la noche. nunca había visto nada. -¿Qué era entonces ese miedo insólito que ahora experimentaba?-. Con ojos encandilados paseó una vacilante mirada por todo el alrededor, explorando, ansioso, las tinieblas. Ningún otro ruido. Ningún bulto. No más que el rumor de marea del viento tempestuoso sacudiendo el ramaje de los árboles. Y de cuando en vez el fogonazo de un relámpago y el fragor de un trueno. No cabía la menor duda. ¡El tío Hilario, el hombre de pelo en pecho, se estaba cagando en los calzones! A punta de espuela y riendazos, hizo que el macho avanzara un trecho escaso en el camino. Pero de nuevo sintió que, a su lado, muy cerca, el bejucal prendido a las ramas, y que formaba espeso tejido, se desgajaba, como que si alguien viniese dando empellones, y a embestidas, franqueárase paso al camino. Un intenso relámpago iluminó en ese instante el sitio, al propio tiempo que una voz de mujer hueca y fúnebre, le decía:
       
-¡Señor Hilario! Lléveme al'arica.
       
Y a la luz del relámpago el tío Hilario había alcanzado a divisar un bulto negro, que luego se precisó en la-forma de un mujer alta y flaca, de una flacura esquelética, que avanzaba agarrándose de los bejucos con las manos huesudas, y con los pies descalzos, venía apartando las carnudas hojas de quequeishque y, apachaba con sus plantas los helechos rastreros que tapizaban aquel suelo chagüitoso. El pavor hizo al tío Hilario ver más borrosa aún de lo que era la aparición. Fuera de la camisa negra, desgarrada, se le salían colgándole hasta más abajo del ombligo, las chiches flojas y enjutas, que se le mecían y le golpeaban la barriga hundida, como badajos de campana. La cabellera, abundante y undosa, completamente canosa, toda alborotada como nido de urraca, le fluía por la espalda, como un manto de nieve. Los ojos le brillaban como brasas, y la nariz se le curvaba como pico de guara, sobre los labios chupados, por entre los que se aparecían, a flor de boca, las jachas amarillentos y puyudas. El cuello, desnudo, era largo y seco, en el que un amago de bocio apuntaba.
        Sin que el tío Hilarlo tuviese tiempo de nada, sintió que la Siguanaba, ágilmente, se le subía, de un solo salto, en ancas y se lo apercollaba a la espalda. Sintió que se aseguraba, anudando sobre su pecho las manos huesudas y frías, y que las uñas, unas uñas largas y curvas, se le hundían, afiladas, en la piel, arañándole y desangrándole. El aliento de aquella boca apestaba a infierno. El tío Hilario lo sentía caldeándole la nuca. El macho, al sentir aquel peso extraño, saltó, relinchando, y salió disparado. Tratando, en sus corcovos, de deshacerse de aquella odiosa carga. El tío Hilario, instintivamente, apretó los muslos a los flancos de la bestia y se afianzó en los estribos con todas las fuerzas que su angustioso estado dejábale sin amenguar. También la Siguanaba temiendo caerse en el ímpetu de la carrera loca de la bestia espantada, agarraba con mayor fuerza al jinete. Aquel contacto estrecho empavorecía más y más al tío Hilorio. Contra su carne, caldeada por la fiebre, sacudido por los nervios, sentía la marea helada de aquel cuerpo momificado, que se adhería, tenaz, al suyo. Las uñas se le incrustaban cada vez más hondo en el pecho. La Siguanaba, como si tratase de estimular al macho en su carrera desalada, gritaba, desgañitándose:
        -¡Upa! ¡Upa!
       
O bien:
       
-¡Andele, macho viejo!
        Y taloneábale en la barriga con los calcañales huesudos. En sus pies, como en sus manos, las uñas le habían crecido duras y costrosas. Eran como garras de buitre. Aquel grito, rasgando, tétrico, pavoroso, el silencio cargado de la noche, era como un chicote que azotase las ancas de la bestia. Al estímulo de tal acicate, corría más desalada y veloz, atropellándolo todo, ciega de espanto y jadeante de cansancio. El tío Hilario llegó en ese punto, a perder conciencia de todo. Y así, milagrosamente sostenido, en aquel desmadejamiento del cuerpo que te producía, a la vez que el agotamiento de los nervios, por lo agudo de la impresión, la velocidad de la carrera, cabalgó hasta el instante en que el macho, al tropezar en las raíces resaltantes de un amate que cruzaban el camino, le hizo embrocarse. Ambos jinetes saltaron, el uno, disparado por el pescuezo de la bestia, y la otra, resbalando por las ancas, quedó sentada en el suelo. La Siguanaba, al caer, permaneció tal cual, despatarrada, riéndose a carcajada limpia del percance ocurrido; mientras que el tío Hilario, había ido a caer, de bruces, a unos cuantos pasos de distancia, y metido la cabeza entre un zarzal. La fuerza del golpe, le hizo perder, por completo, el sentido, y ahí quedó desamparado. Mientras tanto la Siguanaba se había incorporado, sacudiéndose las harapientas faldas negras, y sin dejar un solo instante en sus jajayos, se alejó, adentrando en la espesura de la arboleda; deslizándose, cauta, como una sombra más oscura aún que la sombra de la noche. Y al perderse, por fin, su forma entre el tronconal y los matorrales fueron sus jajayos incesantes, los que, disminuidos por la distancia, denunciaban su paso.
       Transcurrió e1 resto de la noche amenazando tempestad, que no llegó a desatarse . Sopló viento huracanado, que levantó torbellino de hojas secas. Rubrica el tenebroso espacio, repetidas veces, el acialazo de relámpago. Retumbó el trueno. Y hasta volvieron a caer, a intervalos, golpes de goterones de lluvia que se aplastaban contra el suelo, con el mismo chasquido sonoro de los salivazos.

      

        Los primeros albores del alba, iluminaron al tío Hilario, tendido de bruces en el zarzal. A esa hora matinal acertó a pasar la primera carreta, que se dirigía al Sitio sobre la cama de la carreta, tendido en un cuero de res, iba dormitando, el carretero, mientras el hijo, un cipote desastrado, guiaba, ayudado de la puya, la tarda yunta. Cuando iban pasando frente al zarzal, uno de los bueyes se espantó, parando una oreja y sacudiendo el escobillón de la cola. El cipote volvió la vista y alcanzó a divisar, saliendo de entre el zarzal, unos pies calzados con unos zapatones de polvillo.
       -¡Táta!- gritó, asustado.
       El carretero se despertó, sobresaltado:
       
-¿Qui'hay?
       
El cipote, con el cabo de la puya, señalaba hacia donde asomaban los pies.
        -¡Véya, táta!
       
La carreta seguía caminando, al tardo paso de los bueyes.
       
-Detené la carreta- ordenó el carretero.
        El cipote, golpeando con la puya en el yugo, detuvo los animales. La carreta se paró, y el carretero saltó a tierra.
       Iba a aproximarse al zarzal, cuando se detuvo. Tuvo recelos. ¿Y si aquél que estaba ahí tendido, fuese alguien que hubiesen matado en la noche, y tirado así a la orilla del camino? ¿Si llegase la autoridad, y te sorprendiese?... Ya se alejaba, prudente, tratando así de evitar ulteriores complicaciones con la justicia, cuando el cipote, en quien la curiosidad pudo más que la prudencia, y que se había aproximado al zarzal y
había reconocido al que estaba tendido, le gritó, espantado:
       
-¡Táta! Venga. Si'es el tiyo Hilario.
       
De tres zancadas el carretero estuvo a su lado.
       
-¿Oué decís?
       -Que'-s el tiyo Hilario, el qu'está aquí!
       
El carretero se acurrucó, y con la ayuda del muchacho, le dio vuelta al cuerpo. El que estaba ahí tendido, y al que si no fuese por el resuello que le alzaba, el pecho se le hubiera creído difunto, era el propio tío Hilarlo.
       
-¿Qué le habrá pasado? -se preguntó el carretero.
       Lo registraron para ver si tenía alguna herida. Solamente la cara presentaba los rasguños que las zarzas le habían producido al caer, y por entre la camisa desgarrada veíase la piel del pecho llena de araños, unos araños largos y entrecruzados como los araños del coyote. El cipote le había puesto la mano en la frente.
       
-Tóquelo, táta. Está qui' arde.
       
Ardía. Ardía en fiebre. Su solo contacto quemaba. Apretados los dientes. Cerrados, con fuerza de los párpados, como si quisiese, por el gesto, alejar alguna horrorosa visión. En los labios, congelada, una mueca de espanto.
       
-Tiene fiebre. Ayudáme a levantarlo
       
Y entre ambos lo alzaron en vilo, Y lo colocaron1 lo mejor que les fue dable, sobre el cuero de res extendido en la cama de la carreta. El carretero se encaramó de nuevo, sentándose al lado del tío Hilario, y el cipote, echando mano a la puya, prosiguió el camino.

Tamen

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