MIGUEL ÁNGEL ESPINO
1902 - 1967

        Nació en Santa Ana. En 1919 publicó "Antología de Cuzcatlán", que fue una recreación legendaria de antiguos mitos y leyendas pipiles en las que trata de resaltar el arte indígena, entre estos mitos están "La Siguanaba" (versión distinta a la colonial española) y "Cipitín". También escribió "Trenes" (1940) que es una novela poemática. En "Hombres Contra La Muerte" (1947) M.A.Espino trae el tema de la posesión de Belice, reclamada legítimamente como suya por Guatemala a Inglaterra.

        Esta novela le ganó un premio por el gobierno salvadoreño de entonces, pero poco después un derrame cerebral daño tanto a Espino, intelectualmente, que le impidó terminar otra novela inspirada sobre el caudillo centroaméricano Francisco Morazán.

        Miguel Ángel Espino murió en San Salvador , el 1 de Octubre de 1967.

    El Viejo de Las Jícaras

        El señor Pedro era el jicarero más conocido del lugar. Sus jícaras habían pasado triunfantes los lindes de su monte. Al llegar a la plaza del pueblo, las viejas con delantal se agrupaban para comprar primero. Había que ver esos domingos, unas jícaras que eran un primor de adornos. En ellas, el agua se sentía más clara. El señor Pedro ponía en hacerlas todo su cariño de artista. Raro es el transporte de la emoción en estos trabajadores ignorados. La dulzura que no pueden decir, se les sale a las manos. El ensueño que no fue, la ilusión que se murió en una noche de tormenta y de hambre, todo lo noble y bueno se les queda entre las manos sucias, pobres y pálidas.
        Y eran así como preferían las jícaras del señor Pedro en la plaza del pueblo a donde las iba a vender. Los pájaros, cuando el anforita estaba llena de agua, parecían que iban a empezar a cantar de alegría Las flores se emponjaban. Los ramos de hojas se hacían más verdes. Y el otro cariño del jicarero: su hija. Veinte años. Una flor del valle que se había hecho mujer. Pedro la adoraba. Pintaba una lindura y la veía. Era la vida del anciano artista.
        Pero lo doloroso, lo trágico, en este cuadro de la vida agreste, es un amor horrendo. Un amor desbordado. La figura odiosa es el primo. Manuel, como dice el viejo mordiendo las sílabas. Enamorado sin esperanza de Luz, su corazón de indio altanero no pudo resistir el desprecio. Y una tarde que Pedro venía contento, sonando pesos, feliz con la venta de las jícaras, encontró sobre el lecho el cadáver de su hija. Dos corazones rotos. El viejo ya no hizo nada. Abandonó sus jícaras, guardó sus esmaltes, aquellos que daban unos pájaros azules como alas de cielo. Alrededor del crimen, misterio absoluto.
        Y pasó el tiempo, sin olvido. Pero un día vino lo cruel, lo inaudito. La compañera íntima de Luz, la amiguita que todos los días la saludaba con una canción, era una lora presumida y cantadora. Una tarde, vencido por los recuerdos, el viejo se había quedado dormido. De pronto, quién sabe el influjo de qué evocación, al golpe de qué onda, la lora abrió el pico.
       
-¡Ay , Manuel, ya me mataste. Ay, papaíto...!¡Santa María!
       
Era la frase trémula, gritada con miedo, angustiosa, implorante. Era la frase que había dicho Luz, todavía con el temblor de la muerte balbuceaba apenas, llorona, queda, horrible. El viejo, en su hamaca, se estremeció. Fue la revelación. Un poco de memoria que el destino puso en la cabeza sin lógica de un ave. El único testigo en aquel drama de amor y de crimen, hablando al oído del viejo, en la tarde cálida, para decirle el nombre del asesino. El señor Pedro ya no hace jícaras, llora. Me contaba ésto y lloraba. Al acordarse de Luz, llora. Al acordarse de Manuel, llora. En una estaca, verde y parlera, la lora acaso se acuerde, cuando la mañana es de primavera, de la muchacha encantadora a quien saludaba con una canción.
       El viajero que pasa nada sabe. La choza parece feliz, vestida de bejucos floridos. No se adivina el dolor que late en ese pedazo de la montaña. Sólo en la plaza, las viejas que se agrupaban alrededor del señor Pedro, lamentan que no venga el hombrecito canoso que traía su borrico cargado de jícaras sonoras, unas jícaras célebres que conservan con cariño en la cocina, y en las que hasta el agua se pone más fresca y se siente más clara.

    Tierra Mojada

        En el fondo de la tarde, la casita se hacía gris. El viento pasaba golpeando los tejados blancos. lloraba con un son ronco. Y la buena viejita, la señora Josefa, sacaba en un tiesto la ceniza ms blanca de la lumbre. Decía que era un conjuro milagroso eso de hacer una cruz de ceniza en el patio. Trazaba los brazos, grandes, trágicos; casi llegaban hasta la puerta de la cocina, olorosa de humo. Como el cielo era triste, la cruz tenía aspecto imponente. Ya por los tejados sonaban las gotas presurosas. Nosotros saltábamos. El aire rudo que nos golpeaba la cara sólo nos daba ganas de gritar. Y nos ponía un cantar en la boca. -"Ya viene el agua por la lomita. -que se me moja mi chamarrita.- Ya viene el agua por la barranca.- que se me moja mi ropa blanca". La señora Josefa era otro huracán, corriendo trás la ropa tendida, que se quería volar. Y luego a poner los cántaros. La abuelita gustaba de tomar agua así, con sabor a tierra, a terrón, a campiña, a mañana fresca en la finca. ¡Tierra Mojada, qué grato olor! y el chorro de la esquina caía musical, ronco, fuerte, acompasado.  Yo recuerdo la alegría fresca bajo la lluvia.
       El temporal llenaba el patio, rebalsaban las tinas, en la calle corría bullangera el agua. Nada de sol. Un frío húmedo. ¡Nada de sol! En la casa, las palabras de la abuela iluminaban la penumbra, cuando se ponía a rezar trisagios, y sacaba la Palma Bendita del Domingo de Ramos. Sin zapatos, descalzos, la delicia era chapotear en el agua. Barcos de papel tan ligeros no habrá otros> Los hacíamos con las hojas de los libros de versos que leía el tío. los míos nunca se hundían. Daban vueltas, corrían, se detenían, vacilaban. pero después surgían entre dos piedras, más airosas que antes mojados, temblorosos. Yo me moría de gusto. Después, en la casa, tras el temporal opaco, todo quedaba triste. La abuelita, encantada, tomaba su agua llovida con sonrisa de miel: agua del cielo para su boca apagada. El vaso turbio, zarco, era frasco de paz en aquellas manos benditas, hechas para contar cuentas en los rosarios de las iglesias, propias para adormecer mis locuras y derramnar luz en mis ilusiones de entonces.
       Abuelita, soy el mismo que se ponía cantan en el patio cuando venía el aguacero. La cruz de ceniza que tú mandabas hacer... ¡quién sabe!... Sin tu presencia perdió el milagro....y ya no creo en el consuelo de sus brazos blancos. muchas veces, en días amargos, en las tierras lejanas que me decías, he ensayado tu conjuro. Y ha llovido amargura en mi corazón. Y el viento ha soplado inclemente deshojando ensueños... a pesar de tu recuerdo y a pesar de la cruz. Aún, aquellas tardes me llenan de amor. Tu ternura es mi bien, a través del tiempo. Y siempre que se nubla mi cielo, siempre que viene el chaparrón, corro al patio que antes fue florido y fresco y dulce. Y te veo, en la silla, crepuscular, santa, buena, con tu vaso opaco y tu sonrisa clara, envuelta en un aire que olía a pascua, a flor, a tierra mojada...
       Yo soy aquel que alrededor de la cruz de ceniza, cantaba sus locuras. debes acordarte que la tormenta no me vencía. Después de cada rayo entonaba un grito y lanzaba una risa. Te debes acordar que la tormenta no me vencía, porque corría poner los cántaros bajos los chorros de las esquinas para que bebieras tu agüita del cielo. El paisaje para mí es sagrado. El patio. la tarde. El cielo y tú. de lo que yo me acuerdo es de la cruz que trazaba la señora Josefa con la ceniza más blanca que quizá arrancaba de su corazón.

La Siguanaba

        Alta, seca. Sus uñas largas y sus dientes salidos, su piel terrosa y arrugada le dan un aspecto espantoso. Sus ojos rojos y saltados se mueven en la sombra, mientras masca bejucos con sus dientes horribles. De noche, en los ríos, en las selvas espesas, en los caminos perdidos vaga la mujer. Engaña los hombres: cubierta la cara, se presenta como una muchacha extraviada: "lléveme en ancas", y les da direcciones falsas de su vivienda, hasta perderlos en los montes. Entonces enseña las uñas y deja partir al engañado, carcajeándose de lo lindo, con sus risas estridentes y agudas. Sobre la piedra de los ríos golpea sus "chiches", largas hasta las rodillas, produciendo un ruido como de aplausos. Es la visitante nocturna de los riachuelos y de las pozas hondas, donde a medianoche se le puede ver, moviendo sus ojos rojos, columpiada en los mecates gruesos. Hace mucho tiempo que se hizo loca. Tiene un hijo, de quien no se acuerda: Cipitín, el niño del río.
        ¡Cuántas veces Cipitín no habrá sentido miedo, semidormido en sus flores, al oír los pasos de una mujer que pasa riendo, río abajo, enseñando sus dientes largos! Existió en otro tiempo una mujer linda. Se llamaba Sihuélut y todos la querían. Era casada y tenía un hijo. Trabajaba mucho y era buena. Pero se hizo coqueta. Lasciva y amiga de la chismografía, abandonó el hogar, despreció al hijo y al marido, a quien terminó por hechizar.
       La madre del marido, una sirvienta querida de
Tlaloc, lloró mucho y se quejó con el dios, el que irritado, le dio en castigo su feúra y su demencia. La convirtió en Sihuán (mujer del agua) condenada a errar por las márgenes de los ríos. Nunca para. Vive eternamente golpeando sus "chiches" largas contra las piedras, en castigo de su crueldad.
       Siguanaba era el mito de la infidelidad castigada.

     El Cipitín

        Así era. La Siguanaba estaba loca; la habían visto, riéndose a carcajadas, correr por las orillas de los ríos y detenerse en las pozas hondas y obscuras. Cipitín emigró a las montañas y vivió en la cueva que había en la base de un volcán. Hace ya mucho tiempo, han muerto los abuelos y se han rendido los ceibos, y Cipitín aún es bello, todavía conserva sus ojos negros, su piel morena de color canela, y todavía verde y olorosa la pértiga de cañas con que salta los arroyos.Han muerto los hombres. Se fueron los Topiltzines, canos están los Suquinayes, y el hijo de la Siguanaba aún tiene diez años. Es un don de los dioses ser así. Siempre huraño, irá a esconderse en los boscajes, a balancearse en las corolas de los lirios silvestres. Cipitín era el numen de los amores castos. Siempre iban las muchachas del pueblo, en la mañanita fría a dejarle flores para que jugara, en las orillas del río. Escondido entre el ramaje las espiaba, y cuando alguna pasaba debajo sacudía sobre ellas las ramas en flor.
        Pero... es necesario saberlo. Cipitín tiene una novia. Una niña, pequeña y bonita com él. Se llama Tenáncin.
       Un día Cipitín, montado sobre una flor, se había quedado dormido.
Tenáncin andaba cortando flores. Se internó en el bosque, olvido el sendero, y corriendo perdida por entre la breña, se acercó a la corola donde Cipitín dormía... Lo vio... El ruido de las zarzas despertó a Cipitín, que huyó, saltando las matas. Huyó de flor en flor, cantando dulcemente. Tenáncin lo seguía. Después de mucho caminar, Cipitín llegó a una roca, sobre las faldas de un volcán. los pies y las manos de Tenáncin
estaban destrozadas por las espinas del ixcanal. Cipitín tocó la roca con una shilca y una puerta de musgo cedió. Agarrados de las manos entraron, uno después de otro. Tenáncin fue la última. El musgo cerró otra vez la caverna. y no se le volvió a ver. Su padre erró por los collados y algunos días después murió, loco de dolor.
       Cuentan que la caverna donde Cipitín y
Tenáncin estaba en el volcán de Sihuatepeque (cerro de la mujer) situado en el actual departamento de San Vicente.
       Han pasado los tiempos. El mundo ha cambiado, se han secado ríos y han nacido montañas, y el hijo de la Siguanaba aún tiene diez años. No es raro que esté, montado sobre un lirio o escondido entre el ramaje, espiando a las muchachas que se ríen a la vuelta del río.
       ¡Oh Cipitín! Guárdate de sus miradas que encienden el amor en el pecho de los adolescentes.
 

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