ALBERTO MASFERRER

SOL Y NIEBLA

        Un inmenso sudario envuelve la llanura. De entre la mar de nieblas surge como un islote el cerro en cuya cima estoy. Después, el enorme vellón plomizo con que se arropa el Lempa; terso, compacto, sin un solo jirón, confundido allá en el confín del horizonte con la pálida claridad del cielo.
       De pronto, brilla por el Oriente una franja rojiza de festones oscuros; debajo asoma otra, anaranjada, de tenue orla azulina; luego, otra celeste con cambiantes purpúreos; otra, violeta, franjeada de oro, estalla en rayos irisados que vienen trémulos, vacilantes como las antenas de una araña, a posarse en los dentados bordes de la cima.
       Es el sol que llega arrastrando su clámide inflamada. Abajo, la niebla se mueve perezosa, despertando a las caricias de la luz.
       Allá al Sur, descubre poco a poco su hundida cresta el Chichontepec; crece, afirma sus contornos, se empina, viene el sol en su ayuda, lo envuelve con sus cálidos besos, lo desnuda, lo ateza, desfleca su túnica plomiza que cae hecha jirones, y el abrupto volcán ostenta por fin su manto esmeraldino, bordado de sutiles encajes.
       Aspero, rudo, huraño, el San Miguel se yergue hacia el Oriente. Al soplo de sus anchas fauces, las nieblas huyen a refugiarse en sus flancos. El volcán las persigue, les lanza su abrasador aliento, y ellas, temerosas del sol y del monte, vuelan despavoridas como bandada de níveas garzas a posarse en las risueñas faldas del Oromontique. El volcán queda libre, triunfante, mostrando fieramente sus raídos escarpes, y agitando al aire su penacho negruzco.
       Los otros montes comienzan a despojarse de sus albos ropajes. El Tigre, el Siguatepeque, el Chinameca brotan uno tras otro del océano de brumas, y hasta el pequeño Oromontique hace pinicos para mostrar sus flancos cuajados de cafetos. Las nieblas huyen por todas partes; bajan de las colinas, corren desaladas por la llanura, y van, por fin, a detenerse sobre el Lempa, que serpentea bajo las densas nubes.
       El sol avanza, sube deshecho en resplandores, asesta sus rayos sobre el llano, rompe las apretadas nieblas, y el Lempa asoma entonces sus escamas de plata, ancho, tranquilo, deslizándose entre los matorrales.
       Las dispersas neblinas huyen por todas partes como bandadas de tímidas palomas, y allá perdidas entre la transparencia de¡ lejano horizonte, se entrevén los azulados torsos del Volcán de Agua y del Acatenango.
       De entre los tupidos follajes, bota en cascadas de trinos resonantes, la diana triunfal de las aves.

TRISTEZA

        He aquí que otra vez me asalta el cansancio de la vida. ¡Qué tristeza, qué cielo nublado, qué flores desprendidas del tallo, qué hojas secas que el viento arrastra, qué pajaritos solos en el nido, qué árboles rotos por el huracán, qué estrellas solitarias agonizantes en el azul sombrío!.....
       Ahí cerca retoza un grupo de chiquillos. ¡Almitas blancas! con qué indiferencia juegan en los umbrales de la vida. Corren, gritar. se ríen; besa el aire sus cabecitas adorables de sus bocas olorosas sale no sé qué chillido que llena el alma. No piensan, no preven. no aspiran, no tienen ni recuerdos ni ensueños. En sus corazones no hay aún ninguna cicatriz; son felices estas bestiecitas inocentes.
       ¿Quién es aquel mendigo que ahí viene? Trae la faz arrugada, ¡os ojos sin brillo, la cabeza poblada de canas. Apenas se arrastra, ayudado de su báculo. ¡Qué cansancio el suyo! ¡Qué horrible cansancio de vivir! Preguntadle su historia: qué ha hecho, qué triunfos logró, que caídas tuvo, qué empresas llevó a cabo. -¡Ah, no me preguntéis: es tan largo eso! No sé: mi memoria está adormecida. ¡He sufrido tanto, tantos sucesos ocuparon mi espíritu, tantos sueños mi mente, tantas esperanzas ensancharon mi pecho! ¡Todo eso está muy lejos, tan lejos! ¿Para qué recordarlo? Estoy cansado, muy cansado. Dadme un vaso de agua clara y fresca, y luego, dejadme dormir ahí en un rincón de vuestro hogar.
        ¿Quién es aquel mendigo que ahí viene? Trae la faz arrugada, ¡os ojos sin brillo, la cabeza poblada de canas. Apenas se arrastra, ayudado de su báculo. ¡Qué cansancio el suyo! ¡Qué horrible cansancio de vivir! Preguntadle su historia: qué ha hecho, qué triunfos logró, que caídas tuvo, qué empresas llevó a cabo. -¡Ah, no me preguntéis: es tan largo eso! No sé: mi memoria está adormecida. ¡He sufrido tanto, tantos sucesos ocuparon mi espíritu, tantos sueños mi mente, tantas esperanzas ensancharon mi pecho! ¡Todo eso está muy lejos, tan lejos! ¿Para qué recordarlo? Estoy cansado, muy cansado. Dadme un vaso de agua clara y fresca, y luego, dejadme dormir ahí en un rincón de vuestro hogar.
       Qué tormento, qué angustioso trabajo, qué esfuerzo perdido éste de luchar con la palabra.
       Esta flor no es mi flor; esta montaña no es mi montaña; este desierto no es mi desierto, ni esta lágrima es la que tiembla en mis ojos, ni esta sonrisa es la que va y viene en mis labios con aleteos de colibrí, ni esta tempestad es la que ruge en el piélago de mi corazón.
       No, no es esto. Torpe cincel, arpa destemplada, pincel vacilante, he ahí lo que vale el idioma.
       Lo bello, lo bello sin tasa, lo blanco sin mancha, lo armonioso sin ruido, lo luciente sin sombra, no trasciende, no asoma, no se encarna.
       ¿Quién adivinará, quién leerá lo que vive oculto en mi cerebro? ¿quién será capaz de comprender mi poesía?
       Me gusta ver la agonía de los moribundos. ¿En qué piensan? ¿Qué sienten en el momento de la muerte? Ah, voy a morir; ya dentro de un instante habré dejado la t i erra, para siempre, para no volver jamás. Ahí queda toda mi existencia, perdida, inútil, vana, sin fruto. Cómo luché; como me esforcé por realizar locuras; cómo me agité para llegar a no sé qué puerto fingido. ¿Y qué he logrado? Nada, nada, nada. Qué mentira es la vida, qué farsa, qué ilusión engañosa. Y ahora voy a morir. Ahora ya no hay esperanza. ¡Esperanza! ¿qué es la esperanza? .....
       ¡Oh qué tristeza! Todos los años los árboles pierden sus hojas y se visten de nuevos brotes. ¿A dónde van las hojas secas? Golondrina, ¿a dónde vas? ¿Eres tú la misma que hace un año fabricó su nido en el alero de la iglesia? ¡Ah! tal vez aquella ha muerto de frío en algún clima helado, y ahora vienes tú a ocupar su nido.
       Cuando yo era niño tenía lindos juguetes. No sé qué se hicieron. Mis hermanas jugaban todos los días a estas horas con sus muñecas. Recuerdo muy bien el nombre de las muñequitas. Alicia, la de ojitos azules y tez blanca; Juanita, que tenía cabellera rubia y sabía decir mamá; la chiquitita Mimí, con sus botitas negras. Yo jugaba también. Hacía casitas para las muñecas.
       ¿Adónde vas, buen caminante? ¿Te alejas de tu casa o vuelves a tu querido hogar?
       Veo que vas muy triste. Alégrate. Mira qué tarde serena, qué cielo sin nubes, qué flores cimbreándose en los tallos, qué hojas verdes que el viento acaricia, qué pajaritos chillando alegres en los nidos, qué árboles frondosos bebiendo la savia de la vida, qué estrellas rutilantes en el inmenso azul...

RISA NEGRA

        ¿Crees que hay en mis palabras la involuntaria revelación de una pena?
       ¿Por qué?
       Nada hay en mí que no se encuentre en los demás. Si acaso, mayor descuido para llevar la máscara.
       Como tú, yo también me he asomado alguna vez a las simas de las almas, ¿y qué vi? Ulceras jamás cicatrizadas, heridas que sangran sin cesar, cementerios en que las esperanzas sepultadas no alcanzan a contarse.
       No soy yo, somos todos.
       Si el pecho no se vuelve torrente de suspiros, es porque esas pobres golondrinas morirían de frío. Si los ojos no rompen en llanto inagotable, es por que esas lágrimas caerían sobre la tierra estéril. Si la boca está muda y no se desata en gritos y blasfemias, es porque el cielo, abstraído en la serena contemplación de sí mismo, no escucha ni gritos ni blasfemias.
       Es preciso que nadie se queje. Ocupado cada uno en beber sus propias lágrimas ¿quién está para consolar a nadie?
Y luego, sería de mal gusto que saliéramos todos por ahí, gimoteando, los ojos llenos de agua, la boca como un surco mal hecho, y la nariz convertida en un fuelle.
        ¡Qué contraste haría eso con nuestro clac, con nuestro frac, con nuestra corbata blanca y nuestros zapatillos de charol!
       Lo mejor es callar.
       Confortémonos con la risa, busquemos refugio en la charla que nos hace olvidarnos, y sobre todo, acojámonos al engaño. Sí, engañémonos: que cada uno haga creer al otro, que es feliz, que es leal, que es noble. Sí, engañémonos. Porque el engaño es la vida, y porque sería horrible que todos nos viéramos el corazón, ulcerado por el dolor, deshecho por la duda y podrido por la mentira.
       Tú, que eres niña aún dulce y buena como una gatita que aún no da zarpazos, quédate ahí, resguardada por la dichosa ignorancia de la vida; no quieras tocar a las almas que naufragan en las tinieblas; no quieras tocar los corazones crucificados que llevan por inri esta palabra. ¡Jamás!...

MAÑANA

        Entre todas las sociedades, ninguna más imperfecta, más insuficiente, que la sociedad humana. Su organización actual es monstruosa: guerra sin descanso, brega terrible en que nadie triunfa. Los fuertes y los débiles acaban vencidos en este combate del infierno. Ni uno solo dichoso, ni uno solo que no salga con el corazón hecho jirones o con la inteligencia perdida.
       El que no muere de hambre, muere de injusticia; el que no perece de frío, perece de amargura.
       Lo que pomposamente llamamos civilización, no es sino barbarie, nada más que barbarie.
Digan lo que quieran los que están satisfechos del orden social en que vivimos, hay que removerlo todo de arriba abajo; derribar esta pirámide de mentiras y de tiranías. La revolución, la gran revolución cristiana humana, fraternal, está próxima. No hay que ponerle diques, porque serán arrollados. De en medio de los escombros del seno de la catástrofe, va a surgir, triunfante, esplendoroso, el reinado de la luz.

Tamen

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