Que
Pague con Diamantes
“...y
aquel que de tus labios
La
miel quiera, que pague
Con
diamantes tu pecado...”
(Agustín
Lara)
Era
la época en que Celio Gonzalez gritaba desde todas las cinqueras de la Avenida
Independencia, sin que nadie le creyera, que: “total si no tengo tus besos,
no me muero por eso, ya yo estoy cansado de tanto besar...”
Los
tres debutantes entraron en un salón de la calle Celis y escogieron una
mesa desde la cual se podía observar convenientemente en la acera de enfrente,
la pieza orilla de calle de la muchacha. Pidieron dos cocas al mesero, faltaban
unos años todavía para que la botella de Espíritu de Caña, desempeñara un
papel hermenéutico es sus vidas.
Comenzaron
a hablar del campeonato colegial de basquet, y por más que trataban de hacerse
los desentendidos, el nerviosismo por la proximidad del evento se hacía
más tangible a medida que transcurrían los minutos.
-¿Van
a llevar regalo a la fiesta de la Ingrid? -preguntó de pronto el gordo Gutiérrez
por preguntar algo.
-¡No
jodás Gordo! -dijo Antonio.
-¿Cuándo
se ha visto que uno lleva regalos a esas fiestas?- añadió el Negro, con
la misma entonación que hubiera empleado para preguntar si alguien creía
que ese año la Academia Sueca le otorgaría el Premio Nobel de Física.
Es
que no es una fiesta cualquiera con tocadiscos-trató de defenderse el Gordo
Gutiérrez-, va a ser fiesta rosa formal, con orquesta, cena y todo eso.
Dicen que va a estar la Orquesta Internacional Polío.
-¿Y
eso qué?
-Va
a ser en el Casino, con los papás de la bicha saludando a la entrada..
-No
importa.
-Tenemos
que ir de traje, de azulón oscuro, nada de bechito o cafecito, mucho menos
de saco sport.
-¡Qué
jodés Gordo! Explicale vos a este pendejo, que ya está sabido que nunca
se llevan regalos a esas fiestas, que el regalo es uno.
Al
tiempo que el Negro hacía una pausa para encender un cigarrillo, los tres
debutantes comprobaron con creciente desasosiego que habían llegado al punto
de no retorno; en el vaho de la puerta contra el fondo borroso de la habitación,
había aparecido la figura femenina.
Aunque
mayor que ellos, era muy joven aún, usaba cepillito sobre la frente y vestía
una falda corta y ajustada. Se paró haciendo descansar el peso de su cuerpo
delgado sobre una pierna, con una mano en la cadera y la otra apoyada contra
el marco de la puerta, y se quedó viendo las irrepetibles cuatro de la tarde
de ese sábado radiante de mil novecientos cincuentinosecuantos.
-¡Allí
está! -exclamó el Gordo Gutiérrez con tono patibulario. Los tres la miraron
largo rato en silencio, mientras comprobaban en su interior que ciertamente
la angustia y la esperanza, no son sino maneras de experimentar lo posible.
-¿A
quién le quedaron los condones? -preguntó de pronto el Negro con terrible
pragmatismo.
Antonio
sacó la cajita de Sultán de la bolsa de la camisa con deliberada calma,
como queriendo olvidar el lío terrible que se habían armado los tres al
comprarla hacía veinte minutos, cuando advirtieron consternados al entrar
en la farmacia, que todas las vendedoras eran mujeres. La abrió, entregó
un sobrecito dorado a cada uno de sus amigos, y la retornó a su sitio conservando
uno para él.
-Rápido
-dijo
el Negro- ¿quién va a ir primero?. Nos puede madrugar alguien si nos apendejamos.
Transcurrieron
unos segundos interminables de vacilación.
-Yo-dijo
Antonio poniéndose de pié.
Desde
el lío de la farmacia había venido progresando en su zozobra. Hasta alcanzar
la certeza de que si no actuaba impulsivamente y de prisa, su coraje terminaría
desvaneciéndose.
Saltó
a la acera y caminó hasta el borde de la cuneta rodeado por el calor de
la tarde. Miró rápidamente hacia los lados y comenzó a cruzar la calle.
A pesar de lo temprano de la hora, había bastante animación en las cervecerías
y las esquinas del lugar, que se veían pobladas de obreros y empleados que
habían comenzado a celebrar el fin de semana.
La
muchacha que lo observaba desde su sitio, cuando advirtió que con ella iba
la cosa, sonrió sin quitarle la vista de encima y decidió trasladar para
más allacito los sueños que le gustaba soñar.
Sueños
de honrarse con algún taxista que no fuera bolo y la quisiera de veras;
sueños de ir un día en bus a México, visitar a la Virgencita de Guadalupe,
y en la noche echarse unos tequilas en El Tenampa, con mariachis atrás tocando
como en las películas de Pedro; sueños de ahorrar su pistillo y poner una
tiendita de cosas, y quién sabe, al rato hasta un salón de belleza con sus
espejos, sus secadores de pelo y demás chuncheretes.
Antonio
se detuvo ante la puerta y por un instante-clavado en el vértice de sus
días por la mirada verde que no esperaba- se sintió la cosa más patética
del mundo. Más patético que: saludemos la patria orgullosos; más patético
que: este día confortado con los auxilios de nuestra Santa Madre Iglesia;
más patético que: Para vos nuay, para vos nuay.
Pensó
preguntarle cualquier cosa, una dirección o algo, y pegar allí mismo la
gran reculada; total una semana más una semana menos no importaba, por otro
laredo estaba muy temprano maje y lo podía ver alguien entrando a la pieza,
aunque de todos modos el padre Paco Estrada terminaría enterándose igual
en el colegio. N´hombre lo que había que hacer era dar una vueltereta por
ahí quienquitamente se topaba con algún cuerito más regular o de plano mejor
aguantarse y regresar en la noche cuando este calor hijuelachingada hubiera...
-Hola-le
dijo a pesar de los pesares.
-Hola-respondió
la muchacha.
-¿No
estás ocupada?
-No-contestó.
-¿Entramos
entonces?
Ella
no respondió nada, continuó allí sonriendo un poco, luego se apartó para
dejarlo pasar, cerró la puerta y le echó el pasador, dejando afuera el esplendor
de la tarde. Antonio se sintió un poco perdido en la penumbra vacilante
que lo rodeaba, hasta que las manos de la muchacha localizaron el foco que
colgaba de un alambre en el centro del cuarto y lo hicieron girar.
-Bueno...
-¿Bueno
qué...?
-Bueno
qué...¡el pisto niño!
Antonio
extrajo del bolsillo los dos colones que traía preparados y había contado
y vuelto a contar seis veces durante la última hora, los alisó un poco y
se los extendió. La muchacha abrió la gaveta de un mueble y sepultó el dinero
en una pisterita.
-¿Querés
que apague la luz?-preguntó
-No-dijo
Antonio-, quiero mirarte.
-No
hay tiempo de andar mirando mucho, no tenemos todo el día-dijo ella, y comenzó
a quitarse la ropa con movimientos maquinales y retesabidos.
-Si,
ya se. Es solo que me gustaría mirarte...
Eran
los tiempos en que Antonio y sus amigos que esperaban fuera, conocían perfectamente
aquello que Foulkner llamara: esa vieja desesperación de un centavo más
un centavo menos.
No
obstante se atrevió a preguntar:
¿Y
si nos quedamos un ratito más, cuánto sería?
-Otros
dos pesos niño.
-Ni
modo-pensó Antonio. “Que coma mierda el pisto”. Y sacando sus últimos dos
colones los puso sobre el mueble debajo de un cenicero de lata, se dio media
vuelta y comenzó a desvestirse. La joven, desnuda y espectral, había permanecido
en medio de la habitación, y mientras la veía, sabía que jamás volvería
a contemplar nada igual en su vida. El foco raquítico que colgaba
sobre sus cabezas, daba una tonalidad irreal al cabello castaño y la piel
clara de la muchacha, que seguía de pié, allí, en el centro del universo,
mirándolo con sus ojos de cañaveral, insoportablemente desnuda, escoltada
por las imágenes reverenciales de Leo Marini y Pedro Infante, pegadas contra
el cancel que dividía en dos el viejísimo aposento.
Faltaba
mucho tiempo todavía para que se transformara en aquella viejita curcucha
en cuyo rostro gravitaba una perenne melancolía de Navidad. Una viejita
cuyos vecinos verían todas las tardes balanceándose en una mecedora, a la
entrada de la tienda de chucherías que lograría comprar con su trabajo macho
de veinte hombres por día, que terminó dejándola ruín la espalda para siempre.
Sí, faltaba mucho para eso. En realidad se hubiera necesitado que transcurriera
toda una eternidad para que alguien hubiera podido contemplar esa escena,
ya que la puñalada incierta que le atravesó el vientre cinco años más tarde,
se encargaría de desvisagrarle todos los sueños.
-Venite
mono-dijo por fin la muchacha tomándolo de la mano y llevándolo a la cama.
-¿Como
te llamás?-preguntó Antonio mientras se dejaba conducir.
-Me
dicen la Zarca-alcanzó a oír, antes de que el desbarajuste que se instaló
en su cerebro no lo dejara percibir otra cosa que la tumbazón de su
sangre.
-¿Qué
tal estuvo?-dijo impacientísimo el Gordo Gutiérrez.
-Contá,
contá...¿Qué se siente, como es?
Antonio,
que había regresado a su sitio de antes, permanecía con la mirada distante,
como perdida en la tarde.
-¿Qué
te pasa? -insistió el Gordo, ¡contános cómo es!
-Es
como...es como Luis Alcaraz tocando “Viajera”- dijo por fin Antonio.
Luego
tomó de la mesa con gran parsimonia una de las cocas que aún estaba a la
mitad, le quitó la pajilla y dio varios tragos largos directamente del envase.
El
Negro y el Gordo Gutiérrez intercambiaron miradas significativas a travez
de la mesa.
-Ya
le dije que después les tocaba a ustedes, que esperara-continuó Antonio-,
pero apúrense no se nos vaya a adelantar alguien y nos joda todo.
-Dale
vos -dijo el Gordo Gutiérrez con filantrópico gesto.
-No,
dale vos mejor -replicó el Negro encendiendo otro Embajadores, yo me espero.
El
gordo se puso de pie indeciso, salió a la acera y desde allí lanzó una mirada
de yonofuí en derredor, que delataba todo su desamparo. Buscó apoyo desesperadamente
en la experiencia mujeril de quince minutos vieja de Antonio, quien lo animó
con un enérgico movimiento de cabeza. El Gordo Gutiérrez respiró una bocanada
enorme del aire caliente que impregnaba la tarde y balanceando lentamente
su humanidad comenzó a cruzar la calle, mientras la muchacha lo esperaba
sonriendo en el marco de la puerta.
El
Gordo Gutiérrez trataba inútilmente de sacarse con el antebrazo, el sudor
que no cesaba de brotarle de la frente.
-¡Brutal.
Sencillamente brutalísimo! -dijo desde las honduras de su júbilo-. ¡tenía
razón Pate´palo, es el mejor culito de toda la Avenida!. Y vos Negro cabrón,
apuráte que se nos está haciendo tarde para ir al Gimnasio, ya debe estar
terminando el partido preliminar.
El
Negro se puso de pie como en cámara lenta y en un intento frustrado por
sonreír, logró apenas desplegar ante sus amigos una fila de dientes parejos.
Mientras sacaba el tercer Embajadores de la tarde, un rubor impertinente
contribuía a acentuar aún más, el tinte requemado de su rostro; encendió
el cigarrillo demorándose todo lo que pudo y lanzó al aire una espantosa
bocanada de humo.
-Vámonos
al Gimnasio mejor -dijo estirando los labios e intentando proyectar con
sus párpados a media asta, un aire de sabia y conservadora prudencia-.
-“Yo
vine la semana pasada -añadió- y dicen que es malo coger muy seguido“.
MEMORDIAZ
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