A las cinco de la mañana de un primero de septiembre de1971, mi amigo Andrés y yo, ambos en la flor de la
adolescencia, llegábamos a la estación central de trenes ubicada anexo a la
terminal de oriente en la ciudad capital de San Salvador.
Mi parna se veía animado y optimista, yo al contrario me sentía nefasto y
desgastado. Él había pasado dos meses lavándome el coco para ir por dos semanas
donde familiares suyos en la ciudad oriental de La Unión, en el golfo de Fonseca.
Más por lástima, acepté hacerle gallo, pero le puse la condición de sólo por
una semana.
Yo, hasta entonces, odiaba los pueblos, particularmente los portuarios.
Sólo
uno conocía y la soledad que pasé un año atrás en el Puerto de La Libertad
nunca la olvidaba, me había jurado nunca más ir a pueblos... ¡Pero iba a
tragarme mi juramento gracias a una bella gente y un diferente ambiente!
El viejo tren motor diesel amarillo, desperdicio de algún país europeo o los
yanquis, arrancó a las seis de la mañana con rumbo a la ciudad más
septentrional al oriente del país... ¡10 horas de viaje comenzaban!... La máquina
del tren era una de las "nuevas" locomotoras diesel recién compradas
por FES (Ferrocarriles El Salvador), y consistía cómo de 20 vagones, pero sólo
cuatro de pasajeros, los demás vagones eran para cargo.
Fue en 1964 cuando por primera vez me monté en un tren, esta vez era la IRCA de
los ingleses, fue un viaje de Semana Santa a visitar familiares en una finca "a
unas leguas" de Cojutepeque. Para entonces sólo existían viejas locomotoras de
carbón, con vagones y bancas de madera de las que aún quedaban pues el vagón
inicial que escogimos tenía estas ordinarias bancas de dura madera, entonces
nos fuimos hasta el último vagón del tren, ¡único que tenía los
"nuevos" asientos acolchonados!, pero iba vacío... bueno, a excepción del
banderillero del tren.
El banderillero era un hombre color de mi piel, de mediana edad, apestoso a
alcohol, se encargaba en cada estación de dar el banderillazo de salida al guía
de la locomotora 20 vagones adelante.Inmediatamente el tren arrancó el singular
banderillero se metió al cubículo tipo-avión que servía de baño, pero a
diferencia de los aviones, en éstos, al levantarse la tapadera de la tasa salía
un ruido espantoso que sólo al sentarse medio se apaciguaba, peor aún, las
excretas caían al ambiente, sobre los rieles.
Al buen rato el banderillero salió del cubículo ojos vidriosos y apestando a
alcohol, se había hecho sangre un tapis de muñecoff, saliendo de San Martín se volvió
encerrar en la letrina-cubículo y entonces salió súper zapatón.
Comenzó a platicar con nosotros acerca del fútbol y el
equipo griego Panathinaikos, venido desde Grecia para jugar con la selección el
domingo…, y cuando hablaba también fumaba cigarros "Embajadores" sin
filtro como la máquina del tren, si hoy yo lo viera diría que estaba fumando
mota, pero entonces yo era cuadrado.
Mi Amigo cayó en profundo sueño y el banderillero me empezó a aburrir.
A las 10 de la mañana el tren comenzó serpenteando sobre
la bajada de una montaña, y a lo lejos se veía un enorme valle con rectángulos
de diferentes colores por doquier; en medio del valle se arrastraba un pequeño
río que culebreaba todo lo largo del cultivado valle: ¡El Río Jiboa, el tercer
más largo del país!... Más al fondo, en aquélla mañana asoleado, asomaban dos
picos brillantes por el sol, y en sus faldas, en el horizonte
policromado, sobresalía la Iglesia de Verapaz, en el departamento de San Vicente.
¡Entrábamos en el Valle de Jiboa!... Era una rica zona
agrícola irrigada por el río Jiboa y varios afluentes. En el valle se cultivaba
principalmente caña de azúcar pero también vegetales, y sobresalían innumerables
sembradíos de caña, arroz, frijoles, legumbres, frutas..., el valle tenía incontables
y verdosas colinas con múltiples riachuelos que corrían en todas direcciones y
desembocaban en el río Jiboa.
Al mediodía atravesábamos en línea recta una
enorme hacienda, los capullos blancos del algodón se perdían en el horizonte;
la hacienda era tan grande que mi vista no veía el final en ambos lados del
vagón. Indudable era que la vía férrea surcaba en la mitad de esta enorme
extensión de tierra... y hacía recordar el popular refrán de entonces: “Mucha
tierra en muy pocas manos”.
La hacienda se encontraba en el departamento de Usulután y se llamaba "La
Carrera", pertenecía al oligarca inglés Juan Wright, foránea familia
oligarca de cuyo seno salió el "periodista" Julio Rank Wright.
Según se decía
entre mi gente la propiedad tenía "miles de caballerías".
Pero al terminar este vivo ejemplo "de mucha tierra en muy pocas
manos", el paisaje cambiaba tan de súbito, como si después de
fertilidad... ¡de pronto!... sigue la muerte, era igual que salir de una casa
del rico para entrar a una del pobre... piedra de lava muerta se perdía en el
horizonte, no se veía muestra de vida en todo lo que abarcaba mi vista, apenas
escasos y sencillos arbusto asomaban de vez en cuando. Al dirigir mi vista
hacia el norte, el inmenso volcán Chaparrastique, ¡cómo un Rey!, dominaba la
estéril vista de sus dominios. Era el segundo volcán más alto de la docena que
forman una cadena a lo largo del litoral costero del país, había hecho erupción
hacía muchos años y la enorme extensión de lava lo afirmaba.
Pero pasado el mediodía, y con ocho horas de
tren, llegamos al departamento de San Miguel, a la entonces tercera, pero yo hoy
segunda ciudad más populosa del país. El abanderado, que ya entonces se veía a
verga, se le había terminado el guaro, sin tanta paja nos dio dos colones y se
atrevió a pedirnos que fuéramos a una cantina cercana a comprarle una pacha
"El Migueleño", aguardiente de la caña de azúcar y producido y
vendido localmente, la pacha valía un colón y 15 centavos. "Y hay se quedan con el cambio". Nos dijo no nos preocupáramos porque sin su banderillazo el tren no
arrancaba, y él no abanderillaba sino se echaba otro vergazo.
Los expendios de aguardientes, o cantinas, se encontraban por doquier, y en El
Salvador entonces se vendía alcohol y cigarros, así como se vendían ampicilinas,
anfetaminas, fenobarbital...,
a cualquiera que tuviera el dinero y supiera preguntar; quizá, adelantándose a
su tiempo, no les importaba edad o sexo.
Nomás le dimos la pacha y el banderillero se metió al baño para no salir hasta
casi media hora después... ¡y en franca talega!...
Con esa salida sentí el deshidratante calor de San
Miguel, famoso por sus garrobos y comencé a sudar profuso... ¡algo peor me
esperaba!...
Hora y media después de haber salido de la ciudad de San Miguel, el tren de
nuevo comenzó a bajar una montaña. En la distancia se veía, mirando hacia el
norte, la cúpula y dos torres de una iglesia color blanco rodeado de un enorme
caserío moreno reposando a la orilla del mar. Y hacia el sur de la ciudad
descollaba la presencia del cerro de Conchagua... ¡el guardián de la ciudad!...
no se divisaban edificios de más de dos pisos...
Pero algo más atrajo mi atención más allá de la ciudad..., ¡era como un anillo
de bodas lleno de azul, dentro del cual La Unión era la piedra preciosa!...
Contemplé fascinado lo que el español Andrés Niño vería por vez primera
siglos atrás... La maravillosa entrada de mar formando un enorme círculo dentro
de tierra: