"Leí, comprendí, rechacé" JULIANO - Emperador Romano
Hay dos elementos necesarios para leer: el corazón y la mente. Esta dualidad es
la que permite que hombres de ciencia y prominentes académicos guarden profunda fe
en Cristo, y la religión cristiana, y a su vez diserten sobre la teoría de la evolución
del hombre, o expliquen fósiles de dinosaurios de 100 millones de años.
El corazón no
requiere una verdad documentada para creer, como es el caso de la fe religiosa, y
la mente humana ha demostrado ser flexible ante hechos virtuales... Por ejemplo, nadie
ha visto un sencillo átomo al natural pero se acepta hay electrones girando alrededor
de una masa de protones y neutrones. Tampoco nadie ha ido tan lejos, decir, diez
mil años luz, y visto
nuestra galaxia Vía Láctea desde esa distancia, como ver la luna..., pero nadie opone la certidumbre que
nuestra galaxia es una espiral
de nueve brazos (cuatro mayores, cinco menores) con nuestro sistema solar localizado en uno de sus brazos
menores llamado Orión.
El
medioevo encontró a la floreciente religión cristiana con mucha disidencia tocante
a la divinidad de Jesús como Hijo de Dios, por lo que hubo que imponerla a sangre y fuego.
Los Cátaros (del griego khatarus, "puro,
perfecto") desconocieron a Jesús como tal, entonces fueron declarados "herejes"
y exterminados. Ciudades cátaras enteras en Europa central fueron arrasadas, y para
el siglo XIV, los Cátaros habían desaparecido de Europa... Seguían la doctrina de los Maniqueos
de la teología dual: en el universo habían dos poderes, el bien y el mal.
El Maniqueísmo
era más antiguo que el crsitianismo, floreciendo por los años 200-300 de nuestra era. Su nombre venía de
su fundador: el sabio persa Mani, y para entonces tenían más membresía que los cristianos...
Uno de los más renombrados padres fundadores del cristianismo, San Agustín, era un
simple maniqueo
convertido al cristianismo. La existencia y divinidad de Jesucristo y la fe
cristiana ha sido un gran reto de la historia por dos mil años. No hay muchos contundentes
documentos
validados que expliquen los enigmas que su llegada al mundo ha provocado. Todo
esto ha inducido a teorías, suposiciones, imaginaciones, todo sin penetrar el velo del
hecho
histórico. Existen muchos antiguos evangelios en varios museos del mundo, pero
ninguno es original, como ejemplo están el Codex Sinaiticus (Museo de Londres), Codex
Vaticanus (Museo del Vaticano), Codex Alejandrinus (Londres), etc,...
Casi todos los manuscritos sobre la vida de Cristo datan de alrededor de 300 años después de su
muerte, pero ninguno
antes del año 100. ¿Porqué? ¿Qué pasó con los originales de Juan, Mateo, Lucas, Marco, etc...? ,
la respuesta quizás se remonta a cuando
el emperador romano Flavio Valerio Constantino se hizo cristiano en el
año 313, después
de Cristo.
Constantino mandó recoger en su imperio todos los escritos sobre Jesús y trajo monjes copistas
para "organizar" los evangelios y destruir originales. Constantino formó con
ese fin el Concilio de Nicea en 325... por supuesto, algunos manuscritos se escaparon
de la gran purga, como los famosos Evangelios Apócrifos.
De
los escritos canónigos existentes ninguno es original! Y por eso las excesivas interpolaciones
y deleciones en el Nuevo Testamento son tan burdamente evidentes. Por
su parte las cruzadas (nombre
viene de cruz) comenzaron a petición del papa en el año 1095 para liberar Jerusalén
de los "infieles" musulmanes. Logrado el objetivo era necesario salvaguardar
los "rescatados" templos y sus caminos, así nació la orden de los Caballeros del Temple conocidos
como los Templarios, con
el objeto de resguardar estos templos y los caminos que llegaban a Jerusalén.
La
lógica es la principal culpable se especule que debido al fácil acceso que estos poseían a lugares sagrados
y a los nativos de la región, debieron haber descubierto información sobre Jesús, y el cristianismo,
nunca antes conocida... y de aquí parten muchas teorías, suposiciones, e imaginaciones
que no dan una incuestionable respuesta del porqué la final ejecución de los principales
líderes templarios,
su prohibición, y su final desaparición casi 300 años después de su fundación.
El
esoterismo ha tratado de contestar las interrogantes sobre los Templarios
y provee, en su intento, valiosos hechos históricos difíciles de ignorar, pero fácilmente
desechados como "mitos profanos" por la reinante religión cristiana del
mundo occidental en nuestro siglo XXI, que sin prisa pero sin pausa, está cada año,
en su retroceso, traspasando la línea divisora entre la fe religiosa y el fanatismo
religioso, alzando el espectro que la venidera lucha por el dominio del mundo será
una fanática guerra religiosa. Yo traigo este extracto del libro "Jesús,
O el Secreto Mortal de Los Templarios", por el escritor esotérico francés
Robert Ambelain, escrito en 1970.
ILUSTRACIÓN
FLAMENCA MUESTRA LA QUEMA DE LOS JEFES TEMPLARIOS MIENTRAS FELIPE "EL HERMOSO"
OBSERVA
Fecha: 21 de octubre de 1307. Una ventana ojival, estrecha y alta, apenas permite
la entrada de la luz del día. Nos hallamos en una amplia sala abovedada del viejo
Louvre de Felipe Augusto, que el humo de las antorchas murales oscurece todavía un
poco más. Tras una mesa de tosca madera, unos hombres, vestidos con pesados
ropajes, con los rostros tensos y crispados por el odio, los "legistas"
de Felipe IV el Hermoso, escuchan la voz baja y triste que se eleva desde un bulto
de ropas mugrientas y manchadas de sangre, desplomado delante de ellos. Detrás, unos
carceleros revestidos de cuero y mallas, con rostro impasible, curtido por las campañas.
El hombre que habla es un templario. Se llama Godofredo de Charnay, y fue comendador
de Normandía. Hoy, después de haber sido "trabajado" duramente durante varios
días por los verdugos del Palacio, cuenta las circunstancias de su admisión en la Orden
del Temple, y toda su juventud, apasionada por las hazañas guerreras a caballo y por
las carreras marítimas bajo el espléndido sol mediterráneo, acude ahora a su memoria..
. Sin duda, y a pesar del atroz sufrimiento que le causan sus piernas, que
los verdugos han ido untando lentamente, durante horas, con aceite hirviendo, ha
negado tenazmente su homosexualidad, una de las primeras acusaciones que se le hacían.
Sin duda ha afirmado que ignoraba todo cuanto se le decía sobre la supuesta adoración
ritual de un gato negro, o sobre una misteriosa "cabeza" en un relicario
de plata. Pero en cuanto a renegar de la divinidad de Jesús, ha confesado, es más,
incluso ha proporcionado detalles: "Después de haberme recibido e impuesto
el manto, me trajeron una cruz en la que había una imagen de Jesucristo. El hermano
Amaury me dijo que no creyera en aquel cuya imagen estaba representada allí, ya que
era un falso profeta, no era Dios..." El comendador que imponía semejante
abjuración al joven Godofredo de Charnay, futuro comendador de Normandía, se llamaba
Amaury de la Roche, y era el amigo y favorito de san Luis... Esta confesión
de Godofredo de Charnay confirmaba la de otro caballero templario. A este otro, el
comendador que acababa de proceder a su recepción le había asegurado, al verle retroceder
horrorizado: "No temas nada, hijo. Éste no es el Señor, no es Dios, es
un falso profeta..." Muchas otras confesiones parecidas completaron el
expediente. En una de las obras más completas que se hayan consagrado a este
proceso, M. Lavocat resume las preguntas formuladas a los templarios por los inquisidores,
tal como aparecen en el propio expediente: "Uno se encontraba frente
a conclusiones de inculpación y de información ya establecidas (sistema demasiado cómodo),
elaboradas por unos juristas versados en la ciencia de las herejías infligidas a la
Iglesia. Los prelados instructores estaban encargados de investigar si los Templarios
eran gnósticos y docetas, o, lo que era peor, maniqueos, de los que dividían a Cristo
en un Cristo superior y un Cristo inferior, terrestre, pasible, partidista, vivo
y cautivo en la Materia, cuya Organización él constituía. ¿Formarían parte de aquellas
antiguas sectas llamadas libertinas de los gnósticos carpocratianos, nicolaístas y
maniqueos?" "¿Habrían abrazado la religión de Mahoma (como pretendía
la Chronique de Saint-Denys)? Quedaba todavía un punto por examinar, pero difícil de
conciliar con los otros. ¿Los hermanos del Templo consideraban a Jesús como un falso
profeta, como un criminal de derecho común, que habría sido condenado y ejecutado por
sus crímenes? De confirmarse esta última hipótesis, los Templarios se habrían sumado
al número de los asesinos de Jesús, a quien crucificaban por segunda vez, como lo había
escrito Felipe el Hermoso." (Op. cit.) En estas últimas preguntas, los
inquisidores demostraban estar perfectamente informados. Cien años antes, los interrogatorios
a los "perfectos" cátaros les habían revelado un secreto que siempre,
hasta entonces, habían ignorado, puesto que era secreto de la Iglesia, únicamente conocido
por sus más altos dignatarios: la revelación del verdadero rostro de Jesús en la Historia.
Ese rostro había sido registrado en los archivos del Imperio romano. Y después de Constantino
los habían expurgado. El judaísmo lo había conocido, y en la tormenta de las persecuciones
que se habían abatido desde hacía mil trescientos años sobre los infortunados judíos
se había conseguido confiscar, destruir o modificar los escritos comprometedores.
Lo habían conocido los cátaros, y se había destruido esta herejía, así como sus documentos
manuscritos. Lo habían revelado a los Templarios. Y ahora de lo que se trataba era
de destruir a éstos. Ahí estaban las confesiones, formales, de numerosos hermanos de
la Orden que lo sabían... ¿Y esos besos impúdicos que se daban, uno entre los dos
hombros, y el otro en el hueco de los riñones, no estaban acaso destinados a atraer
la atención hacia uno de los secretos del Zohar, hacia un procedimiento de
acción que los cabalistas judíos denominan "el misterio de la Balanza",
que pone en acción a Hochmah (la Sabiduría) y a Binah (la Inteligencia),
los dos "hombros" del Antiguo Día en el mundo de Yesod (la "Base"
de sus riñones)? Así pues, en una época en que los documentos de archivo no permiten
situar con exactitud, pero que creemos que se aproximaría a la segunda mitad del siglo
XIII, la Orden del Temple, primitivamente conocida como la "Milicia de los
Pobres Soldados de Cristo y del Templo de Salomón", sufrió una importante
y grave mutilación espiritual en numerosas encomiendas de la Orden. A raíz,
sin duda, del descubrimiento de unos manuscritos efectuados por ellos en pueblos
de Tierra Santa, o por medio de misteriosas conversaciones mantenidas con sabios
árabes, con cabalistas judíos, o con "perfectos" cátaros, unos maestres secretos,
aparecidos un buen día de forma harto misteriosa, demostraron que el verdadero rostro
del Jesús de la historia había resultado ser muy diferente al de la leyenda.
Gracias
a un hecho trivial, poseemos la prueba de la existencia de esos maestres secretos,
que suplantaban a los maestres oficiales. ¿Quién había ordenado a Jacques de Molay,
gran maestre oficial, que no sabía ni leer ni escribir, recoger todos los archivos
de la Orden, y especialmente las "reglas" de las encomiendas, poco antes
de la redada general organizada por Felipe el Hermoso? ¿Quién es ese "maestre
Roncelin", en realidad llamado Roncelin de Fos, a quien algunos templarios atribuyeron
la introducción de aquella terrible práctica de renuncia a Jesús? En la lista de
los maestres de la Orden del Temple no figura. O, al menos, en la lista de los
maestres oficiales... Es, pues, probable que ciertos altos dignatarios de
la Orden, menos ignorantes que la gran mayoría de los demás, hubieran tenido conocimiento
de documentos ignorados en Europa referentes a los verdaderos orígenes del cristianismo,
documentos que la Iglesia se apresuró a hacer desaparecer de inmediato. Fue por ello
por lo que poco a poco, a semejanza de Federico de Hohenstaufen, emperador de Alemania
y rey de las Dos Sicilias, y el soberano más letrado de su época, la Orden del Temple
fue rechazando el dogma de la divinidad de Jesús y volvió al Dios único, común al judaísmo
y al Islam. Y fue así cómo, en el propio seno de la Orden oficial, se constituyó
una verdadera sociedad secreta interior, con sus jefes ocultos, sus enseñanzas esotéricas,
y sus objetivos confidenciales, y todo ello de forma bastante fácil, ya que en el
año 1193 la Orden no tenía más que 900 caballeros. A partir de entonces, en las
ceremonias capitulares de recepción, aquellos que, como ingenuos neófitos, rehusaron
despreciar la Cruz, creyendo que se trataba de una sencilla prueba sobre la solidez
de su fe, fueron enviados a los campos de batalla de ultramar, para mantener allí
el buen nombre de la Orden y cubrirse de gloria. En cambio, aquellos otros
que, sin decir palabra, perinde ad cadaver, dóciles ante la orden de los comendadores,
aceptaron pisar una cruz de madera o la de un viejo manto de la orden tendido en
el suelo, esos permanecieron en Europa, como reserva para los misteriosos y lejanos
objetivos del poder templario. Y, efectivamente, en aquella época no podía haber prueba
más definitiva que esa. Se trataba de hacer del mundo entero una "tierra
santa". Pero, para ello, primero había que apoderarse del mundo. Y eso, a
una minoría valiente, organizada y rica, muy vagamente consciente de la grandiosa
finalidad de sus hazañas, pero sabiamente dirigida por un grupo de iniciados, y que
supiera guardar el secreto y obedecer ciegamente, le era perfectamente posible.
Pero
llegó un día en que la cosa salió a la luz y en que los tránsfugas, orgullosos decepcionados
o amargados, hablaron. El rey de Francia olfateó la ganancia, y supo hacer
cómplice al papa, quien ya era su deudor desde el acuerdo nocturno del bosque de Saint-Jean-d'Angély.
El tesoro real y el dogma romano tenían el jaque mate en sus manos. Entonces
los siervos de la justicia engrasaron la madera de los potros, y los verdugos pusieron
al rojo candente sus tenazas ardientes. Y cuando se hubieron apoderado de todo el
dinero del Temple y hubieron confiscado los feudos y las encomiendas, se encendieron
las piras. Su humo negro, graso y maloliente, que entenebrecía albas y crepúsculos,
desterró, durante seiscientos años, la esperanza de una unidad europea y de una religión
universal que uniera a todos los hombres. Pero ese humo, ante todo, iba a ahogar
la verdad sobre la mayor impostura de la Historia. Por eso, para apartar su
sombra maléfica, es por lo que han sido escritas estas páginas, aunque después de muchas
otras, ya que, mucho antes de los Templarios, los cátaros habían conocido y propagado
esta verdad. Y fue para tapar sus voces por lo que hicieron aniquilar la civilización
occitana, como vamos a demostrar a continuación.
Roncelin de Fos, el "maestre Roncelin"
de los interrogatorios, poseía como señorío un pequeño puerto que llevaba su nombre (Fos-sur-Mer),
situado todavía en nuestros días en la entrada occidental del estanque de Berre. Era
entonces vasallo de los reyes de Mallorca, los cuales dependían de los reyes de Aragón,
defensores de la herejía cátara en la batalla de Muret, en el año 1213. Béziers, la ciudad
mártir de la Cruzada, está muy cerca, y la matanza efectuada sobre toda su población
(100,000 personas) por los cruzados de Simón de Morittort, el 22 de julio de 1209,
católicos y cataros incluidos, todavía no se había olvidado en su época.
En su corazón
anidó el odio contra la Iglesia católica, que era entonces sinónimo de cristianismo,
de modo que para él ambos estaban englobados dentro de una aversión común.
Los
atestados de los interrogatorios que los inquisidores nos han legado son bastante
moderados en lo que respecta a las apreciaciones achacadas a los herejes cátaros sobre
Jesús de Nazaret. Podemos juzgarlo nosotros mismos; a continuación veremos qué
hay que deducir de todo ello. El "Manual del Inquisidor"
del dominico Bernard Gui (1261-133 l), titulado Practica, nos
proporciona a este respecto preciosos detalles: "La Cruz de Cristo no debe
ser ni adorada ni venerada, ya que nadie adora o venera el patíbulo en el que su padre,
un familiar o un amigo ha sido ahorcado." (Op. cit.) ("Item,
dicunt quod crux Christi non est adoranda nec veneranda, quia, ut dicunt, nullus
adorat aut veneratur patibulum in quo pater aut aliquis propinquus vel amicus fuisset
suspensus...") "ltem, niegan la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo
en el seno de María siempre virgen y sostienen que no adoptó un verdadero cuerpo humano,
ni una verdadera carne humana como la tienen los otros hombres en virtud de la naturaleza
humana, que no sufrió ni murió en la cruz, que no resucitó de entre los muertos, que
no subió al cielo con un cuerpo y una carne humanos, ¡sino que todo ello sucedió de
modo figurado! ..." (Op. cit.)
Es fácil comprender semejante
prudencia en la transcripción de las respuestas: el hecho de mantener y relatar la
verdadera opinión de los "perfectos" sobre Jesús de Nazaret habría
significado destruir la labor depurativa de los Padres de la Iglesia y la de los
monjes copistas. Ello explica el que haya llegado a nuestras manos tan pocos atestados
completos del interrogatorio de los "perfectos" cátaros. En lo que
respecta a los de los simples "creyentes", que ignoraban la doctrina
total, ésos tenían menor importancia. Pero la verdad es muy distinta. En la
época en que se desarrolla el inicio de la Cruzada los nobles tolosanos, los vasallos
de los condes de Foix y de los Trencavel, los vizcondes de Béziers, si no han recibido
ya el "consolamentum" de los "perfectos" cátaros,
todos ellos son, en su mayoría, "creyentes". ¿Hay que incluir ya entre
ellos a los templarios de dichas regiones, teniendo en cuenta su extraña actitud en
el curso de la Cruzada? Este punto todavía no está bien elucidado. Sea lo que
fuere, los vasallos de los condes de Foix y de los vizcondes de Béziers albergan,
todos, a los "perfectos", amparan sus reuniones, y a veces reciben
el "consolamentum" en su lecho de muerte. Las mujeres, más valerosas
y más ardientes, no esperan ya a su última hora para ponerse la famosa túnica negra
de las "perfectas": los textos de los interrogatorios de la Inquisición
son explícitos a este respecto. Y las nobles familias vasallas de los condes de Foix
y de los vizcondes de Béziers, los Fanjeaux, los Laurac, los Mirepoix, los Durban,
los Saissac, los Cháteauverdun, los de VIsle-Jourdain, los Castelbon, los Niort, los
Durfort, los Montréal, los Mazerolles, los des Termes, de Minerve, de Pierrepertuse,
etc., por no citar sino a las familias principales, cuentan todas con "herejes
revestidos" entre sus miembros, y todos los otros son "creyentes"
o simpatizantes. Pero Rairnundo-Roger, conde de Foix, es más encarnizado todavía
que su soberano Raimundo VII, conde de Tolosa. Juzguen ustedes mismos. En
primer lugar, vive prácticamente rodeado de herejes. Y, de cara a los privilegiados
de la Iglesia católica y sus clérigos, no se siente en modo alguno acomplejado por
ello, cosa que horroriza a Pierre des Vaux de Cernay, cronista acérrimamente católico
de la Cruzada. De modo que, al poseer la jurisdicción de Pamiers junto con
el abad de Saint-Antonin, hace todo lo necesario para asquear a éste y obligarle a
renunciar. Así, por ejemplo, autoriza a dos caballeros de su séquito a instalar a su
anciana madre en la abadía. Pero como dicha señora es una "perfecta"
bastante conocida, los monjes de Saint-Antonin la echan de allí sin contemplaciones,
como u na apestada de aquella época. Ante esto, uno de los dos hermanos degüella, sobre
el altar, al canónigo que había golpeado a su madre. A continuación, alertado por los
dos caballeros, RaimundoRoger acude a Saint-Antonin con sus hombres de armas y sus
oficiales, echa al abad y a los canónigos, hace demoler parte de la capilla, el dormitorio
y el refectorio, y transforma la abadía en fortaleza. En el curso del inevitable
saqueo de la capilla, los hombres de armas rompen un crucifijo de madera maciza,
y utilizan sus astillas como mano de mortero para majar las especias de sus comidas.
Otro día, los caballeros del séquito de Raimundo-Roger descuelgan de la cruz a un Jesús
de tamaño natural, lo visten con una cota de malla y lo toman como diana en la justa
llamada del "estafermo", juego de armas reservado a los hidalgos
y caballeros nobles y a cada lance le gritan que "se redima".
Se
denomina "estafermo" a un maniquí de madera, montado sobre un eje
giratorio asentado sobre una base, que llevaba atado en el brazo izquierdo, extendido,
un escudo de torneo, y en el brazo derecho, también extendido, un largo y sólido garrote.
Si el justador golpeaba torpemente con su lanza, y al galope, el escudo del maniquí,
y no se agachaba a tiempo sobre el cuello del caballo, el maniquí giraba sobre sí mismo
bajo el efecto del choque, y asestaba automáticamente un garrotazo en la nuca o en
la espina dorsal del torpe caballero. Sin comentarios. Practicar un orificio
e introducir un palo a modo de eje en la base de un Cristo de tamaño natural, para
convertirlo luego en un guiñol irrisorio, que servía de diana en un "juego de
armas", demuestra el poco caso que los nobles "creyentes" cátaros
hacían del Jesús de la Historia. En cuanto a sus apóstrofes de que "se redimiera"
el personaje rebajado a la categoría de diana, no podía tratarse de "rescate"
alguno, ya que el juego del estafermo no era un torneo. Es fácil comprender el carácter
insultante de semejante apóstrofe de cara al personaje histórico así representado.
Por
otra parte, cuando los cátaros hablan del "Espíritu Santo", esta expresión
designa una entidad del panteón gnóstico, un eón, pero en modo alguno una emanación eterna
nacida de las relaciones esenciales entre el "Padre" y el "Hijo".
De
esta utilización prudente de la terminología cristiana ordinaria en un lenguaje esotérico
y secreto, propio del catarismo, quedaba una prueba perentoria, testimoniada por
las actas de los interrogatorios: es el hecho de designar a su propia Iglesia, la
constituida única e interiormente por los "perfectos", bajo el nombre de
"Virgen Maria". ¿Quién iba a suponer, al oír por casualidad esta expresión,
que ella designaba, en realidad, el bastión interior de la herejía? Veamos unos textos
definitivos al respecto: "Niegan, asimismo, que la bienaventurada
Virgen María haya sido la verdadera madre de Nuestro Señor Jesucristo, y que fuera
una mujer de carne y hueso. La Virgen María, dicen, es su secta y su orden, es decir,
la verdadera penitencia casta y virginal, que engendra a los hijos de Dios, en cuanto
éstos son iniciados en dicha secta y dicha orden." (Op. citada)
De
esta afirmación en cuanto al engendramiento de los "hijos de Dios" por esa
"Virgen María", puramente convencional, se desprende la conclusión de que
todos aquellos a quienes la Iglesia cátara engendra bajo dicho nombre se tornan ipso
facto en idénticos y semejantes a Jesucristo. A partir de ese momento, la noción cristiana
de un único redentor queda aniquilada por esa multiplicación ilimitada.
Esta
conclusión conduce a otra, a saber, que el Evangelio de san Juan, el único utilizado
por los cátaros desde el versículo uno hasta el diecisiete, no es sino una engañifa,
ya que su enseñanza oral niega, como acabamos de ver, la unicidad del Verbo Encarnado,
afirmado por dicho evangelio. Charles Guiguebert ha demostrado que las sectas
esotéricas judías de antes de nuestra era invocaban a una entidad llamada Ieshuah
(Jesús en hebreo). Todavía no se trataba, para ellos, del Jesús de la Historia, evidentemente.
Pues bien, Jesucristo quiere decir, literalmente, "Salvador Sagrado"
(del hebreo Ieshuah y del griego Khristos).
Por otra parte,
todo cátaro que recibiera el "consolamentum" debía pronunciar antes,
en voz alta, la fórmula de la abrenuntiatio, mediante la cual renegaba solemnemente
del bautismo de agua recibido a su nacimiento, declaraba no creer en él y renunciar
a él. Así quedaban borradas ante sus ojos la cruz que había marcado su frente y las
unciones que le habían seguido. Sin duda se trataba de un bautismo de agua
recibido en el seno de la Iglesia católica, pero no recibía ningún otro en sustitución
de aquél. Partiendo de todas estas constataciones, nos parece muy difícil seguir
sosteniendo que el catarismo no era sino una forma primitiva del cristianismo. Más
bien al contrario, se trataba en realidad de una religión de forma absolutamente maniquea,
que no disimulaba su rechazo del Jesús clásico de la Historia y su incredulidad total
en cuanto a su Encarnación, su Pasión, su Resurrección y su Ascensión se refiere. ¿Qué
quedaba entonces del cristianismo? Nada, evidentemente.
EMBLEMA OFICIAL DE LOS TEMPLARIOS
Este fue el camino
que siguieron, a su vez, los Templarios; menos de setenta años separan la hoguera
de Montségur de la de La Cité, y fue el mismo guantelete de hierro el que amordazó la
Verdad. Porque: "Las armas han sido, en todo tiempo, los instrumentos de la
barbarie. Han asegurado el triunfo de la materia, y de la más pesada, sobre el espíritu.
Remueven, en el fondo de los corazones, el lodo de los peores instintos".Estamos en el 11 de marzo de 1314, y es lunes. (El 11 de marzo en el calendario
juliano. Los historiadores difieren a la hora de fijar la fecha. Maillard de Champbure,
que es a quien nosotros seguimos, estableció que el 11 de marzo de 1314 era la fecha
exacta.
Sin duda, el hecho de que aún no se hubiera inventado la imprenta, la escasez
de calendarios privados, el inicio del año en Pascua por aquellos tiempos, que era
fiesta móvil, hacía muy fluctuante la cronología de la época.
Pero dado que sabernos
de fuente cierta que Molay y su compañero murieron un lunes, víspera de san Gregorio,
es fácil verificar y constatar en un "calendario perpetuo" y un santoral
que únicamente el lunes 11 de marzo de 1314 responde a esas exigencias). Hace ya muchos
meses que en Francia se han ido encendiendo las hogueras por todas partes. Bien mediante
torturas, presiones psicológicas, mazmorras y cadenas o bien por la amenaza del fuego
eterno, lo cierto es que los inquisidores han obtenido 207 confesiones formales.
Ahora no queda ya por decidir sino la suerte del gran maestre y de los principales
oficiales mayores. La mañana de ese día, en París, Jacques de Molay, gran maestre
del Temple, Godofredo de Gonaville, comendador de Poitou y de Aquitania, Godofredo
de Charnay, comendador de Normandía, y Hugo de Payrando, gran visitador de la Orden,
son sacados de sus calabozos de la fortaleza del Temple y conducidos a la Cité. Allí,
la comisión cardenalicia, compuesta por Arnaldo de Farges, sobrino de Clemente V,
Arnaldo Novelli, monje de Ctteaux, convictorista de Francia, Nicolás de Fréauville,
hermano predicador, antaño confesor y consejero del rey, Felipe de Marigny, familiar
suyo, arzobispo de Sens, con algunos otros obispos y decretistas, habían hecho levantar
una tarima delante del atrio de Notre-Dame, a fin de dar lectura pública a las confesiones
y a la sentencia final. Hacen subir a ella a los templarios, y se les manda
arrodillarse. Uno de los cardenales toma la palabra y empieza la lectura. Cuando
pronuncia la sentencia, que condena a Molay y a sus hermanos a cadena perpetua, es
decir, a ser "encerrados a perpetuidad", teniendo como único alimento "el
pan de dolor y el agua de tribulación", los representantes de Felipe el Hermoso
se sobresaltan. Se había precisado que dicha gracia era consecutiva al hecho
de haber "confesado ingenuamente sus faltas". Pero en ese instante, y cuando
menos se lo esperaban los jueces, el gran maestre y el comendador de Normandía se
levantaron, y, cortándole la palabra al cardenal, y dirigiéndose tanto a la comisión
inquisitorial como a la multitud, declararon que todo lo que habían confesado en sus
interrogatorios era falso. Sostuvieron que habían admitido dichas confesiones tan
sólo por deferencia y confianza hacia el papa y el rey, quienes, a cambio de esas
confesiones, les habían prometido la libertad, y protestaron enérgicamente contra la
sentencia de los cardenales, principalmente contra el arzobispo de Sens, Felipe de
Marigny, y los acusaron a todos de hacer caso omiso de la palabra del papa y del
rey. Es fácil comprender los motivos del cambio de opinión de Molay y de Charnay.
Las confesiones no les costaban nada, en cambio la libertad lo era todo. La libertad
representaba, primero, la reanudación, luego la prosecución, y, quién sabe, quizás la
realización de la gran empresa templaria. Y ahora, no quedaba nada de la libertad.
Y en su lugar había algo mucho peor que la muerte: la lente descomposición, física y
moral, en una mazmorra, encadenado a un muro a veces chorreante, solo, en semioscuridad,
y en medio de un silencio más pesado que el de una tumba. Y sólo quedaba una esperanza:
una muerte liberadora, precipitada por la desnutrición y la disentería crónica. Para
ese anciano que era Molay (contaba ochenta y un años), que no esperaba ya nada de
la vida, lo mismo que para Charnay, que se le acercaba mucho en edad, la elección
estaba hecha. La mazmorra podía durar años. En cambio, los ejemplos y la costumbre
demostraban que el hecho de desmentir las confesiones y retractarse acarreaba ipso
facto la muerte en la hoguera. Dolorosa, cierto, pero breve a pesar de todo, y, a
fin de cuentas, mucho menos terrible que irse pudriendo lentamente en el secreto
de un calabozo tenebroso, cuando fuera la vida se exalta llena de luz para tantos
otros seres. Para Molay y para Charnay la decisión está ya tomada. Sus miradas
se han cruzado cuando ha sido pronunciada la frase fatídica, y se han comprendido.
Y es la voz del gran maestre la que se eleva: "Monseñores, mi hermano y yo
protestamos contra el uso que se hace aquí de mis palabras de ayer, las cuales no
tuvieron otro objeto que el de dar satisfacción al rey de Francia y al papa, nuestro
señor. Y si por esas cosas, reconocidas por todos nosotros para su placer y nuestra
obediencia, debemos ir a consumirnos en alguna prisión, entonces declaramos enérgicamente
que los citados rey y papa nos habían asegurado de antemano, y casi jurado, que ningún
daño, fraude o violencia nos resultaría de ello. Siendo así que esto no se ha cumplido,
declaramos entonces que nuestras confesiones, obtenidas tanto por tortura como por
astucia y engaño, son nulas y no válidas, y no las reconocemos ya como verídicas..." Reina
el estupor. De inmediato los cardenales entregan de nuevo a los prisioneros al preboste
de París, que está allí presente para representarlos al día siguiente. Se conduce, por
lo tanto, de nuevo a los cuatro condenados a sus calabozos del Temple. Al mismo tiempo
se lleva la noticia a Felipe el Hermoso, quien inmediatamente reúne a su consejo,
sin llamar a él a ningún eclesiástico. Deciden que, al atardecer, el gran maestre y
el comendador de Normandía serán quemados en la isla del Palacio, entre el jardín del
rey y los Agustinos. Lívido de furor, el rey precisa que serán quemados "a
fuego lento". Quizás ha adivinado la razón de su retractación.
Inmediatamente,
a la isla de los Judíos, llamada así porque allí habían quemado ya a varios rabinos y
talmudistas testarudos, que se obstinaban en negar la divinidad de Jesús, llevan y
amontonan la leña necesaria para hacer dos piras idénticas. Las cantidades que se quemarán
serán relativamente mínimas, a fin de hacer durar el suplicio, conforme a "los
deseos del rey, nuestro señor". Se clavan en tierra dos sólidas vigas de
encina. Estos maderos han sido sacados de las empalizadas de amarre sumergidas en
el agua del río. Al estar embebidos de agua desde hace muchos meses, no se corría el
riesgo de que se encendieran, y los condenados, estrechamente sujetos a ellas por
cadenas, no podrán desatarse en el curso de la combustión. A las nonas, todo
está a punto. Las campanas de Notre-Dame tocan lentamente a muerto. A la hora
de las vísperas, el cielo, ya gris, se ensombrece todavía más; unas nubes cargadas de
lluvia pasan rápidamente sobre la ciudad, empujadas por un viento frío que viene de
Normandía. Las orillas del Sena están repletas de gente. Un rumor ininterrumpido, como
el zumbido de un monstruoso insecto, se eleva hasta los centinelas que vigilan de
pie en las atalayas del viejo Louvre. De pronto el rumor se acrecienta; bordeando
la orilla izquierda de la isla de La Cité, acaba de aparecer un cortejo. El gran preboste,
precedido por sargentos a caballo, viene seguido por un fuerte destacamento de hombres
armados a pie, que rodean una carreta de heno tirada por un caballo. Apenas se distinguen
vagamente las siluetas de dos hombres, tendidos y atados en el suelo de la carreta.
Detrás de los últimos arqueros, y cerrando la marcha, hay un último destacamento de
sargentos a caballo. Bajan a los condenados y los trasladan en barca al islote,
donde les espera ya el verdugo y sus ayudantes. Éstos atan fuertemente a Molay y a
Charnay con largas cadenas a cada una de las vigas, y a su alrededor amontonan los
leños, hasta la altura de las rodillas. Después de haber echado una última mirada hacia
la ventana donde sabe que Felipe está mirando, el gran preboste se gira y hace una
señal al verdugo; al mismo tiempo, un trompeta a caballo, a su lado, toca "fuego".
Tanto en la isla como en las orillas del río, todos han comprendido, y los ejecutores,
antorcha en mano, han prendido fuego a los ángulos de cada una de las piras. Como
habían tomado la precaución de untar con aceite algunos de los maderos, el fuego prende
rápidamente. Se eleva el humo, y, con él, un olor penetrante se va extendiendo poco
a poco, primero sobre la isla, luego sobre el río, hasta llegar a las orillas.
Es
entonces cuando, en medio del crepúsculo que ya oscurece insidiosamente La Cité, un
clamor se eleva. En un primer momento se cree que las llamas que brotan de
los vestidos encendidos de los dos supliciados son la causa; pero no, no son gritos
de dolor lo que sale de las hogueras. ¡Es la voz del héroe de San Juan de Acre, la
voz que, erigiéndose en estandarte de batalla, veintitrés años antes, el atardecer del
5 de abril de 1291, arrastraba a la carga templaria en el estruendo de los cascos
de sus corceles! Y, trescientos contra diez mil, el escuadrón blanco y negro, con
el gonfalón "plata y sable" en cabeza, arrollaba las líneas egipcias...
MUERTE
DE FELIPE EL HERMOSO EN UNA CACERÍA, SEIS MESES DESPUÉS DE QUEMAR A MOLAY
Pero
en este momento no es ya sino la voz de un hombre que va a morir, la voz de Jacques
de Molay, último gran maestre de los templarios. Instantáneamente, el rumor
popular ha enmudecido. El pueblo contiene la respiración, porque lo que clama esa
voz es algo terrible, inesperado, imprevisible para esas almas sencillas, doblegadas
por el temor al báculo y al cetro.Y el verbo sacrílego acaba de percutir contra las
murallas del Palacio, abofeteando mejor a ese Capeto rencoroso, agazapado en la tronera
de aquella estrecha ventana como no podría estarlo en un guantelete de justa. Y la
voz truena: "Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra
dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!... A ti, Clemente, antes de
cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año..."
Reina un silencio de muerte, no se oye sino el crepitar de las hogueras.
Y
así será. El papa morirá de disentería y de vómitos en Roquemaure, en el valle del Ródano,
el 9 de abril de 1314, veintiocho días más tarde. Y Felipe el Hermoso morirá el 29 de
noviembre de 1314 en Fontainebleau, arrojado de su caballo, como sucede en la degradación
de los caballeros traidores, ocho meses más tarde. El verbo y la llama dieron a conocer
de qué lado estaba la razón. Pero el fuego ahora ha ganado altura; las ropas
andrajosas se han encendido, y dos siluetas se retuercen bajo las llamas. Los gritos
y gemidos son demasiado sordos para llegar hasta la multitud, muda en su silencio
horrorizado. El fuego ha alcanzado ya las piernas y asciende, lamiendo los torsos
ya desnudos; barbas y cabellos han desaparecido. Los cuerpos, irreconocibles, adosados
a las vigas con las cadenas al rojo vivo, se convierten poco a poco en informes masas
carbonizadas, y de los dos fuegos crepitantes, el humo, ahora negruzco, lleva en
oleadas malolientes hasta las dos orillas del Sena el olor de la carne y la grasa
quemadas. Ya tarde, cuando los cuerpos no fueron más que pobres restos lentamente
carbonizados, el pueblo "se abalanzó hacia las hogueras", a pesar
de algunos guardias que se habían quedado allí, según nos dice el abad Velly en su Historia
de Francia, "y recogió ceniza de los mártires para llevársela como una preciosa
reliquia. Todos se persignaban y no querían oír nada más. Su muerte fue bella, y tan
admirable e inaudita, que todavía hizo más sospechosa la causa de Felipe el Hermoso..." Los
Compañeros, carpinteros y talladores de piedra, especie de tercera orden corporativa
protegida por los Caballeros del Templo, que se habían introducido entre la muchedumbre
en grupos de tres o cuatro, oyeron la voz de Molay como una sentencia.
Eso
significaba para ellos a la vez una orden para avanzar y una esperanza. Por eso las
catedrales de Francia se quedarían como estaban, y sus torres inacabadas. Pero el
pensamiento vengativo se abriría camino pacientemente, de siglo en siglo. Por tres
veces la descendencia del rey se extinguiría con tres hermanos. Los Capetos con Luis
X El Obstinado, Felipe V el Largo y Carlos IV el Hermoso. Los Valois con Francisco
II, Carlos IX y Enrique III. Los Borbones con Luis XVI, Luis XVIII y Carlos X. La
Jacquerie de 1358 preludiaría la Revolución jacobina de 1789; los Jacques (Jaimes),
conducidos por Jacques Bonhomme, vengarían un día a Jaime (Jacques) de Molay. Y de
esa torre del Templo donde fueron "interrogados" los jefes de la Orden,
es de donde, una mañana de enero de 1793, partiría el vigésimo segundo sucesor de Felipe
el Hermoso hacia su último viaje. Y así, por un extraño misterio del verbo, el
destino, obsesivo y monótono, hizo resonar incesantemente a lo largo de la historia
de Francia el nombre del último gran maestre de los Templarios... La abolición
de la Orden fue decidida por el Concilio de Vienne, en el valle del Ródano, en el
año 1311. Y exactamente cinco siglos más tarde, en 1811, la fortaleza del Temple, en
París, fue arrasada. ¿De qué habría sido ésta testigo? ¿Había caído un nuevo velo
sobre el mortal secreto que guardaba desde el 11 de marzo de 1314? Durante
mucho tiempo se contó una leyenda. Decía que cada año, en la noche en que había sido
decretada la abolición de la Orden, un espectro vestido con el manto blanco que llevaba
la cruz roja grabada, armado con su escudo "plata y sable" y con su lanza,
se aparecía a medianoche en la cripta del Templo, en París Y entonces se oía una voz
sepulcral que preguntaba: "-¿Quién quiere liberar Jerusalén?
"-Nadie
-respondía el eco a través de las columnas de la cripta-. Porque el Templo ha sido
destruido..."