Saltando a las cuerdas,
jugando a los trompos,
enchutando capiruchos,
las tarjetas al vuelo,
encumbrando piscuchas,
sudando ladrón librado,
la vuelta al toro, torojil,
picardías de escondelero...

        Tamen

SALARRUÉ

LA CHICHERA

        La barranca del Berrido era sumida hasteldiablo y pasaba todo el día de tarde. Amanecía tapada con nubes; allá por las diez, se despejaba dialtiro y se véiyan clarito los morados del guarumal, y el verde prieto de los sunzas, jabillos y manuelion; y por allá, ispiones, uno quiotro mulato o guachipilín en flor. Al puro jondo, alonde se oiba roncar el río, se apiñaba el guishcoyolar cimarrón, entreverado de ishcanales bravos, erizados de cachos filudos y cundido de hormiga perra.
        Aquella palazón en la escurana taba siempre sin viento, quedita, oyendo, como si jugara descondelero con el sol. Agazapada, contenía el juelgo, y al verla parecía como el cadávere de una montaña. Los querques volaban sobre ella, olisquiando el jediondo del río shuco y podridoso.
        El sargento Vanegas paró de bajar y, recostado en el tronco oloroso de un bálsamo, miró pa bajo, buscando entre las ramazones el miedo diun trapo. Nada se movía, ni nada se óiba. Sólo el golpear del río, en la panza de tarro del eco; y el grito deshilachado de algún guauce que llamaba a su pareja.
        -¿No sienten ustedes un cierto tuja de pira? Los soldados aletiaron las narices, y uno de ellos respondió, no muy seguro:
        - Endeveritas, mi sargento ...
        -Nos vamos a descolgar ái parabajo. Me quito una oreja si no hallamos mamazo. Este juraco tiene todo el talente diuna sacadera gorda, y que vastar chilosa de sacar.
        Empezaron a bajar, por los derrumbaderos de tierra deslizosa, negra y olorosa y hoja podrida. Se apoyaban a ratos en la culata del calibre; o se agarraban de las puntas de los guayabos y de los cojones, que crecían en abundancia debajo de aquellos enormes matapalos, apercoyados aquí y allá, en la sombra llena de mosquitos, zancudos y hormigas, y olorosa a telepate.
        Al jondo se oyó de pronto un disparo. Fue como si se rajara un conacaste; los ecos hirvieron, y de espumarajo en espumarajo lo levantaron con quebrido de tablitas, hasta que rebalsó y la barranca se chupó de nuevo el silencio.
        Los soldados se pararon, ensamblando los tacones para enraizarse. Se quedaron esperando, mientras tiraban el óido. al tranquil que siguió, como se avienta una atarraya. El sargento Vanegas los empujó con un gesto.
        -Ese jué tiro de escopeta...
        -Algún venadiante ...
        -Andenle con tanteyo, muchá; si tiran, de necesario, que seya al bulto, sin asco.
        Estaban en el fondo de la barranca. Parados en los pedragones azules del cause, miraban, idos, la correntada olisca que pasaba juerte entre las peñas, dando saltos como si jugara pelota con los gatos. La chorrentera interminable les había tapado las bocas con una mano terca, de ruido. Un remolino, projundo como el umbligo del Diablo, caminaba por lo largo de la poza hasta meterse en las cuevas del paderón, para salir otra vez, como debajo diagua, en el mismo lugar. Con un bramido de perolón, que llevaba por dentro gritos de cipote, risa de viejas, serruchos y martillos, trenes, alaridos y uyasón de chuchos, la chorrera caiba dende bien alto, en gradas de vidrio, hasta lo más encuevado de la poza. Llovía eterno, sobre las grandes hojas de los quequeishques y sobre el talpetatal picado de viruela, onde cada juraco era un espejito diacuís. Los raizales formaban tramazones, debajo de las cuales el agua aletiaba como murciégalo morigundo.
        Saltando de piedra en piedra, a guiños de ráiz y trepazón de breñales, los seis soldados llegaron a un desvío cortado a pico, en una escurana jría que desembocaba en el río. Con un seña, el sargento los enzanjó por aquella tragadera del infierno.
        Caminaban en blando, sobre arenita fina. Arriba, el cielo mostraba su reventadura de caimito dulzón, en la cual pringaba ya la primera estrella como semilla briyosa. Al recuesto de la escurana, embolando el tetuntal, corría entre al agua llorona un piro que jedia a rojo, como en cluaca de curtiembre. La humedá y la sombra subían en llamas negras hasta muy alto, lambiendo los muros del cañon y ahumando los charrales, en lo alto del precepicio. Apersebido el calibre, los seis de la chichera avanzaban valientes, empujando una cortina de sordera.
        Trepaba y trepaba el arenal; y Vanegas, que iba al frente, al descruzar un recodo, mandó hacer alto. Ya casi no se véiya. La última clarencia de la tarde se bía ido diluyendo en la tinta del sombrial espeso; y apenas una moradez de arena quedaba, como cuando queda azúcar al jondo del café. Un bulto cheloso acababa de sumirse en la cantera, como una araña de pañal.
        -¡Alstéyense!
        Lo dijo bajito y sereno. Se véiya nomás que aquel era su ojicio. En aquel aguarde breve, se oyó, claramente, cómo las seis lenguas de acero de los calibres se tragaban la bala, chasqueando, sin mascarla. Dos jlores de fuego brotaron al cruce de la garganta, rajando con su estrépito el vidrio de la montaña. Los ecos fueron arrimerando las detonaciones con jactancia, como monedas de plata.
        A una seña del sargento, todos sé echaron de pan­za, al desperdigo, escogiendo al azar la mampuesta. Fue aquella barranca como una guarida de rayos en brama, despedazándose unos a otros a mordidas por la hembra, aquella raya oscura trazada firme en la montaña por el puñal de los siglos.
        Saliendo a la orla del embudo de aquella tremenda barranca del Berrido, que una hora antes hiciera honor al nombre, cuatro hombres en fila, jadeantes y ensangrentados, pararon al pie de los pinos. Traiban las manos a la espalda y los dedos gordos bien socados con pita. Sosteniendo al último, que apenas caminaba, el sargento Vanegas, calibre en bandolera, los pastoriaba delgado y sereno, echado atrás el quepís y un puro entre los dientes.
        -Arrepónganse tantito, desgraciados.
        Jalando un macho barcino, cargado con ollas y trebejos, asomó un soldado. Amarró y se tiró en la grama a la bartola.
        -¡A la gran babosa, mi sargento, es bien jodida esta lagor!...
        -Date por suertero, desgraciado... ¿No bís visto cómo quedaron panzarriba tus cheros?
        -Dice bien, Vanegas, ya vide que Dios nos quiere...
        -O no nos quiere... asigún...
        El viento de la noche chiflaba tristemente en los pinares.

 

EL BRUJO

 
        -¿Ya salió la luna, vos?...
        -Creyo que no...
        Con los ojos deslumbrados por el candil. Cherna salió del caidizo del rancho y afrentó la noche. La tinta del cielo había ido destiñéndose poco a poquito, mientras que la de los árboles había permanecido firme; por lo cual las ramas secas de los chilamates y las mangas deshilachadas de las hojas de plátano, destacaban juerte su silueta sobre el celestito despejado onde las estreyas parpadeaban friolentas.         También el alero del caidizo, en el rancho dibujaba negras sus pestañas de zacate y su dentadura de teja senefiada y cholca. Como el rancho estaba escondido en medio del platanar, el suelo seguía oscuro, afondado en aquel silencio clareante.
        Chema se fue, como quien se desentume, por la veredita que serpeaba entre el boscaje. Al poco rato desembocó en el potrero abierto y llano hasta topar. Allí era como el día: un día azulito y fresco, tiernito, pegado a la noche como descondidas. La luna, enorme, venía acabando de arrancar del cerro dormido de culumbrón como un cipote.
        -¡Veya, qué luna!... -se dijo casi entre dientes.
        Agarrado del cerco, con un caite en la alambrada, Chema le chifló un son a la luna. A lo lejos, se oiba clarito bajar el río. Como rogantes arrodillados y cabizbajos en medio de la pradera, había dos o tres caulotes; en cambio, el tronco escueto y quemado del volador, amenazaba con sus muñones impotentes al cielo. Una brisa chiquiadora estremecía el pajonal como una piel de gato. Se venían caracoles de olor, que hacían suspirar: olor a monte extraviado, a noche recién bañada, olor a caminito (qués con anisiyo); olor a perdidero (qués con albajaca)...
        La luna iba trepando despacito; uno quiotro chucho ladraba al desperdigo y en el lejano camino carretero, el polvo volaba alirroto y caiba otragüelta desfallido.
        Chema paró de chiflar y continuó cantando un versaina. Paso a paso se volvió al rancho por entre el manoteo del plantanar, ya clareante y platero con los filos de la luna.
        -¡Felipió!... Ya asomó la luna...
        -Amonós, pué. Son mero las nueve.
        -¿No será pecado, mano?...
        -¡Si quiere quédese, yo no lo juerzo, babosada!...
        Los dos hermanos ensillaron, entre una música insípida de albardas tamborileras y frenos tintineantes; alejándose luego por el camino blanco, donde el polvo se había hecho pesado. El blancor de aquella fueya cruzaba el llano. Las estrellas titilando, los pocuyos en el aire, las ranas en el agua de los regadíos y los cascos en la tierra fofa, parecían concertarse en un solo e infinito palpitar monótono del corazón de los elementos. Fuego, aire, agua y tierra aunaban sus pulsaciones en la noche, agravando el silencio.
        La soledad era completa. Llegados al pie de las tres ceibas deshojadas, de ramazones bajeras y aguajereadas o carcomidas por los siglos, pararon sobre el enrejado de sombra y desmontaron. El cerro redondo desde allí aparecía como una piedrenca musgosa, a la vera de un muy ancho y desolado camino.
        Felipe y Chema eran hermanos a la pura juerza; hubieran deseado no serIo. Chema era el menor y por tanto aguantaba más la hermandad. Vivían solitarios en el rancho de aquella joya y la fatalidad los había unido al fin en un solo interés. Estaban enamorados de dos hermanas y las fuerzas empleadas en el asedio habían fracasado por completo. La Chabela no miraba mal a Chema, pero no lo dejaba pasar de ciertos límites; en cambio, la Lorenza rechazaba de plano las pretensiones de Felipe. Ahora iban ellos a quemar el último cartucho. Felipe había oído una vez, de labios del brujo Manuel Mujica, que en cuestión de amores nunca fallaba la oración del puro, cuando se ejecutaba de ley. A eso había arrastrado esta noche al hermano, haciéndole beber cuatro leguas de temor y de esperanza.
        La casa de Manuel Mujica estaba encumbrada en el hombro del cerro, entre papayos que iban de romería en ringla, bajando la loma con sus alforjas al hombro. En la inmensidá del mundo, eran como cirios verdes y grumosos ante el altar del cielo; altar ennuba­do, donde la Virgen del maleficio pone su pie de plata sobre la luna.
        A pie habían llegado hasta allí, por veredas acharraladas y pedregosas, tan empinadas que las bestias no hubieran podido trepar sin peligro. Habían su­bido del lado de la sombra y, cuando cumbrearon al jaz de la paré de adobe de la casa del brujo, la luna los pin­tó de yeso y de carbón. Rondaron la casa hasta dar con la puerta de tablas, que estaba cerrada, pero con luz en las heridas.
        Felipe llamó, golpeando con el dedo. La voz de Mujica se oyó friolenta de vejez:
        -Rempujá Felipió...
        Felipe empujó y entró seguido de Chema, quien llegaba aflejido a la vez que curioso.
        El brujo estaba sentado en una calavera de vaca y envuelto en un perraje colorado. Tenía por delante un hornillo, sobre una mesita; y en él echaba, al descuido, granitos de una resina que jedía a cacho. Era consumido y de ojos ñublados, prieto como laja de dulce amelcachada y con bigote gris en las puntas de la boca. Al mirarle con cuidado la nuca y las manos, parecía como hecho de hule en bruto. Les ofreció taburete.
        -¿Qué les sirvo, muchá, la oración del puro o el muñeco de cera?
        Chema no comprendía. Felipe se puso grave.
        -Para éste -dijo con voz temblona- la oración; para mí una muñeca con aljiler en el mero corazón.
        Un ligero ruido que venía del techo sobresaltó al hermano menor. Miró las vigas. A la luz temblona del fuego, vido, horrorizado, que las varas se bian hecho culebras y siban deslizando despacito, con vueltas de trépano. Se puso de pie espantado.
        -No se espante, hijito: son las masacuatas que tengo para que se coman los ratones. Nuacen nada, son mansas como gatos.
        -¡Aunque no me quiera, yo nuago esa papada!
        -No seya pendejo, lo va querer esa babosa pa que liarda a lotra, qués la consejista de que no lo tope.
        -¡Mire, Felipe, mi nana no nos crió pa malos: arrecuerde su consejos!
        -¡Pues váyase al chorizo, istúpido, y jódase! ... Desde aquel a se separaron para siempre. Felipe empezó a poner en práctica las lecciones de Manuel Mujica. Pa la Lorenza la muñeca; y pa la Chabela, y a su propio favor, el puro.
        Un día Chema los topó en el ojo diagua, diciéndole secretos, sentados en la ráiz del tamarindo. Taba puesta la tormenta y había un oscuro lleno de inquietud. Se había parado las hojas, como si el aire se biera coagulado. Entre los besos del agua en el pedrero, se oiban besos de labios. No pudo contenerse. Una nube espesa de celos, más tormentosa y relampagueante que la del cielo, le cegó un instante. Llegó, trémulo, por la espalda y clavó su daga de un golpe.
        La tormenta llenó el mundo con su furia imponente. Como un látigo, caiba el rayo sobre las espaldas de los volcanes encogidos que huían en grupos. El o rugidor arrastraba, entre el lodo y la leña, un muñeco infeliz, con un aljiler clavado en el mero corazón.

HASTA EL CACHO

        Los nubarrones ensuciaban las tres de la tarde, como dedazos de lápiz. A lo lejos, en las aradas que iban bajando de los cerros pelones, se miraban las tierras como pintadas con yeso. En  aquel paisaje dibujado sobre pizarra de escuela, la montaña era como una resquebradura. Venia lloviendo por todos lados. El viento balanceaba su regadera sobre aquellos plantíos de tristeza. El polvo, despertado bruscamente, se desperezaba y se echaba a volar, como un fantasma. En la lejana azulidad de la costa, la tormenta iba empujando sus cortinas.
        Pedrón y su hijo, dejando el arado y la yunta a merced de la lluvia, alcanzaron a llegar bajo un amate. Las primeras gotas palmeaban la tierra, precipitadamente y a tientas, como un ciego que ha perdido algo en el suelo. El terrón desflorado sonaba como un cuero, y olía como flor de tierra. Las hojas se enmantecaron de , agobiadas con el raudal cristalino. Los truenos pasaban rodando como piedrencas en la barranca de la quebrada. De cuando en cuando el rayo encendía, de un fosforazo, su puro escandaloso.
        -!Qué aguacero, hijó!...
        -¡Miire... tata, cómo sihacen los cocos... allá!...
        Pedrón se pegó más al tronco del amate; con su brazo amplio protegía al cipote; una que otra gota, llena de colores, venía meciéndose de hoja en hoja, hasta caer en el aro viejo del sombrero. Las ramas, bajeras y anchas, dibujábanse en seco, sobre el terreno. Había en aquel refugio una suavidad hogareña.
        -Cuando vos naciste taba lloviendo tieso...
        -¿Eeee?...
        -Meramente como hoy... Tu nana tenía friyo; jué como a las diez de la noche.
        -¡pobrecita mi nana!...
        -Sí pué, pobrecita...
        Había ido decayendo la lluvia; aflojando, languideciendo, agonizando. Una brisa de tarde dorada sacudía el agua de los matorrales. A lo lejos, los eucaliptos negros y secos se adentraban en el cielo gris, como rayos negativos. Como espuma lambía la neblina las lomas olvidadas. Rojos de barro, iban los regueritos buscando su salida por los surcos. Los bueyes, pintados allí por la frescura, rumiaban recordando... Al haz de la piedra de la tormenta, nacía el crepúsculo, como una florcita. Un sol mieludo untaba los cerros, que se agachaban desnudos y en grupo.
        -Amonós, vos; ya se calmó.
        -Mempapé el lomo...
        -Ojalá no te vaya a repetir el paludís.
        - Primero Dios ...
        Cruzaron el campo raso, hundiendo en el barro pegajoso los pies oscuros. En aquel golfo de tierra negra, eran como dos agüegüechos heridos.
        El shashaco Tadeyo llegó apriesa onde Pedrón.
        -Pedrón -le dijo-: Don Juan José tiene mercé de verte; sestá muriendo y te quiere hablar.
        -¿Eeee?...
        -Andá, hombré, el deseyo de los murientes hay que cumplido. Ya casi no pispileya y sólo a vos te aguarda.
        -¡Achís! ... ¿Y qué me querrá el maishtro?
        -¡Antojos!...
        -¿No mestás tirando, hombré?...
        -¡Agüen!. .. ¡Por éstas!...
        Fueron apriesa por el caminito. La noche era oscura y los pies iban al tanteyo por el pedregal. En una vuelta, apareció la puerta en luz de la casa de don Juan José, el maestro albañil. Entraron, agachándose.
Desde allí se alvertía el ronquido del moribundo.
        Los familiares rodeaban la cama. Pedrón se acercó, con el sombrero en la mano. Se paró agarrado de la cabecera. Miró, tímido, los ojos pelados del enfermo.
        -Sí le puedo ser de servicio...
        -Que me dejen solo con Pedro... -pidió, con temblorosa voz, el viejo-. Arrimáte, hermano; óime tantito, antes de dirme...
        Salieron todos. Pedrón se sentó, jalando un tabu­rete. El viejo empezó a llorar sobre su estertor.
        -¡Perdonáme, hermano!...
        -¡Agüen .... ¿Y yo de qué?.. o Siazareye, que liace daño.
        -Tengo un pecado feyo, que no quiero dirme sin confesar...
        -Si quiere, le llamo al padre.
        -No. Es con vos, Pedro; porque a vos te se jué hecha la ofensa.
        -¿A yo?...
        -La Chica se metió conmigo. Nos véyamos descondidas tuyas. El Crispín es mijo...
        Fue tan rudo el golpe asestado en el pecho de Pedrón, que éste no se movió; abrió un poco la boca. Sentía que una espada di aire le había pasado de óido a óido, al tiempo que un tenamaste le caiba en el estó­mago. Se puso cherche, cherche. El enfermo clavó sus lágrimas en aquel rumbo, y pidió perdón. No obtuvo respuesta; sólo un silencio puntada, que le dio un frío violento. El pecado, rodando de la garganta al pecho, atravesó sus dos puntas, haciendo sentarse de golpe al maishtro. Dio un gruñido; buscó a tientas el borde de la vida, y cayó en brazos de sus familiares que llegaron corriendo.
Pedrón aún estaba mudo, apoyado en la vista como en un bordón. De la gran escurana llegaban a su corazón aquellas palabras de alambre espigado: "El Crispín es mijo"... Sobre la cama descansaba ya muerto el morigundo. Le habían cerrado los ojos con los dedos, y la boca con un pañuelo azul. Alrededor de la cama empezaron las mujeres a verter rezos y lágrimas. Con ojos como botones, los hombres le miraban la boca traslapada.
        Naide supo exactamente lo que allí pasó: un gritar destemplado, un empujar, un "Jesús, Jesús!", un crujir de cama, un puñal de cruz ensartado hasta el cacho en el corazón del muerto. El muerto bía sido asesinado. Dijeron que Pedrón se había trasjuiciado. El Comisionado no lo arrestó: en primer lugar, porque el muerto yestaba dijunto cuando el asesinato; y en segundo, porque el autor del sacrilegio taba loco.
Para no desangrar el cadávere del finado, no le quisieron sacar el cuchillo; se fue al sepulcro como tapón de odio; ensamblado hasta el cacho, como crucita de maldición. Tierra prieta le cubrió amorosa; sobre el suelo se enterró la cruz grandota, la cruz de bendición, con su "Descanse en Paz".
        El Crispín, el hijo del muerto y de la muerta, an­daba echado e la casa hacía tres días. Su propio llorar lo había llevado al borde de la quebrada: allí silencioso, allí sombrío; allí, donde lloraba el suelo. Sentado en el hojerío, debajo de los charrales, se quería morir diambre. Sentía que se ahogaba, en un dolor amoroso que le llegaba a la coronilla. Su amado papa lo bía sacado diarrastradas, aquella tard~ maldita; lo bía ido em­pujando parajuera: "¡Váyase, desgraciado, váyase; usté nues mijo; váyase, no güelva, babosada, no seya que se me vaya la mano! " Por dos veces, su papa le bía encumbrado el corvo. Allí se estuvo llorando, sin co­mer, sin dormir... Tenía hinchados los ojos, la boca pasmada, la mente vacía.
        Aquella atardecida, cuando ya las sombras esta­ban maduras y se desprendían; cuando los toros pasaban empujando un alarido, y las estrellas se despenicaban como florecillas sobre el patio del cielo, Pedrón surgió de la breña y cayó sobre su hijo, como un jaguar hambriento de amor. Le corría el llanto por la cara y por la camisa. Se hundió al hijo en el pecho, sofocando sus sollozos.
        -Mijo, mi lindo! ... Perdóname, cosita; taba como loco!....
        Le sobaba la crencha lacia, ebrio de compasión.
        -No puede ser, Crispito de mialma; no puede ser, no puedo vivir sin vos... j Estos diyas negros mián quitado la vida! He sentido que tenía trabado el corazón, el puñal que le dejé al dijunto; yo mesmo me bía hecho el maldiojo. Al fin juimos con Tadeyo, y se lo quitamos; hora te siento mijo otra güelta…
        Despegándose del pecho de Pedrón, con un dolor que retorcía su cara como un trapo, para estrujar las últimas gotas, el niño le miró fijo y, tras un esfuerzo inmenso, logro gotear:
        -¡Pa… Pa!...
 
 
Tamen
 
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REGRESO ALAMEDA LITERATURA
SEÑORÍO DE CUZCATLÁN
EN GUANACOLOR
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