EL VERBO NOS AMPARE
- Yo soy, tú eres, él es...
- En el aire se deshacen
- los pronombres y los verbos
- por la herida de la tarde.
-
- Yo, tú, él, nosotros, todos
- encadenados de márgenes:
- cada uno es cada uno,
- nadie es el otro ni nadie:
- no hay un corazón tan grande
- que empuje por nuestras venas
- la caridad de otras sangres...
-
- Yo, tú, él...
y nuestras casas
- firmes de lodo y mármoles,
- con puertas y con paredes,
- ventanas y barandales...
-
- Yo soy, tú eres, él es...
- ¡Que el verbo nos ampare
- ahora que conjugamos verbos más puros y grandes!
-
- Porque yo guardo memoria
- de un tiempo de eternidades,
- en donde todo era yo,
- todo eras tú, y él, y nadie:
- que las divididas casas
- no tenían ni señales,
- ni los arroyos corrían,
- ni se encrespan los mares,
- ni las sombras de los cielos
- inundaban las ciudades:
- de un tiempo que no era tiempo,
- de un todo que no era partes,
- de un magnífico pronombre
- sin cercos, muros ni alambres...
-
- Yo soy, tú eres, él es...
- Más alla de ti no hay nadie:
- ¿Quién te demuestra mi esencia?
- ¿Cómo tu pena me llague?
- ¿Por qué ruta su alegría
- ha de llegar a tus valles?
-
- La noche que se avecina
- con sus amarillos cálices,
- no aprendió las incompletas
- verdades gramaticales:
- ella es noche, porque no es:
- porque la luz no la invade,
- porque su callada pulpa
- no es rota por los alfanjes,
- porque no tiene riberas,
- contornos, perfíles, madres:
- porque discurre en sí misma
- y en sí se completa y vale:
- porque no es un yo ni un tú,
- porque no es un él ni un nadie,
- porque resume en sus ámbitos
- el Todo inmenso, sin partes:
- porque su aroma de estrellas
- en los jardínes del aire
- no tiene nombres pequeños
- en los pliegues de sus cálices.
-
- Yo soy, tú eres, él es...
- Nosotros NO SOMOS...
- ¡Abre
- Adán. tu conciencia sorda!
- ¡Rompe el muro de tus carnes!
- ¡Sé tú, sé yo, y él, y todos,
- de modo que nos ampare
- una sola realidad
- y un solo fuego nos marque!
|
|
CANTO XXI
Todo el dolor te navegaba por la sangre. Un río largo descendía por la historia hasta
llegar a tu lugar preciso.
La sombra iba nadando sobre el río. El aire le
pasaba la mano suavemente.
Y los sauces lloraban siglo a siglo sus hojas, su
rocío, su ternura, para amparar la soledad del hombre.
Pero era menester
que te agobiara la carga de los días.
Que la noche se te echara en el
alma y te mordiera.
Que la razón del mundo y su pregunta se te enroscaran
en la voz. Que el vino fuera vinagre ya en las comisuras.
Y era indispensable
el fuego de los ojos la sal atroz, madrina de su brillo.
Y la espina
del paso. Y la aterida mordida del invierno en la piel tensa.
Sin eso no
serías el hallazgo, la flor abierta al ámbito del día, la mano recia ni la
mano dulce.
Sin eso, simplemente, te hallarías mineral, vegetal, seco, vacío, rondando
apenas el envés del mundo.
La rosa se te dió, gloria en la vista, miel
del olfato, levedad del tacto, porque lloraste encima de sus brotes.
La
luz se te otorgó porque venías silencioso y sangrante por el túnel.
La
vida misma circuló en tus venas porque es rojo el color de los suplicios.
Y
el amor llegó a ti, quedó en tu casa, echó raíces y engendró milagros, porque
venía ya de otras edades en tu propio dolor, tu propio tiempo, tu propio
río, en fin, tu propia historia.
|