Nació enSonsonate,
el 22 de Octubre de 1899, y murió en San Salvador el 27 de Noviembre de 1975.
Poeta, pintor y escritor, ha sido considerado el máximo exponente de la narrativa
cuzcatleca.. Se cuentan como principales antecesores suyos a Francisco
Herrera Velado,ArturoAmbrogiy José María Peralta
Lagos. Salarrué fue uno de los fundadores de la nueva corriente
narrativa latinoamericana. En "Cuentos de Barro" y "Cuentos
de Cipotes", logra una plena identificación con el mundo campesino,
nunca antes advertidas en los autores salvadoreños.
Entre otras obras publicadas
están: El Cristo Negro (1927), El Señor de la Burbuja (1927),
O Yrakandal (1929), Remontando el Uluán (1932), Conjeturas
en la Penumbra (1934), Eso y Más (1940), El Trasmallo
(1954), La Espada y Otras Narraciones (1960), Vilanos
(1969), El Libro Desnudo (1969), Ingrimo (1969), La
Sombra y Otros Motivos Literiarios (1969), La Sed de Sling Bader
(1971), Catleya Luna (1974), Mundo Nomasito (Poesía -1975)...,
y
los populares Cuentos de Barro (1933) y Cuentos de Cipotes
(1945).
CUENTOS
DE BARRO
EL NEGRO
El negro Nayo había llegado a la costa dende muy lejos. Sus veinte años morados
y murushos, reiban siempre con jacha fresca de jícama
pelada. Tenía un no sé qué que agradaba, un don de dar lástima; se sentía uno como dueño
de él. A ratos su piel tenía tornasombras azules, de aun azulón empavonado de revólver.
Blanco y sorprendido el ojo; desteñidas las palmas de las manos; gachero el hombro
izquierdo, en gesto bonachón, el sombrero de palma dorada le servía para humillarse
en saludos, más que para el sol, que no le jincaba el diente. Se reiba cascabelero,
echándose la cabeza a la espalda, como alforja de regocijo, descupiendose toduel y
con gárgaras de oes enjotadas.
El negro Nayo era de porái.....:
de un
porái dudoso, mescla de Honduras y Berlice, Chiquimula y Blufiles de la Costelnorte.
De indio tenía el pie achatado, caitudo, raizoso y sin uñas -pie de jenjibre-;
y un poco la color bronceada de la piel, que no alcanzaba a velar su estructura grosera,
amasada con brea y no con barro. Le habían tomado en la hacienda como tercer corralero.
No podía negársele trabajo a este muchacho, de voz enternecida por su propio destino.
Nada podía negársele al negro Nayo: así pidiera un tuco e dulce, como un puro
o un guacal de chicha. Pero, al mismo tiempo era -pese a su negrura- blanco
de todas las burlas y jugarretas del blanquío; y más de alguna vez lo dejaron
sollozante sobre las mangas, curtidas con el barro del cántaro y la grasa de los baldes.
Su resentimiento era pasajero, porque la bondad le chorreaba del corazón, como el
suero que escurre la bolsa de la matequilla. Se enojaba con un "no miablés".....y
terminaba al día siguiente el enojo, con una palmada en la paletiya y su consiguiente:
"¡veyan qué chero éste!".... y la tajada de sonrisa, blanca y temblorosa como
la cuajada.
Chabelo "boteya", el primer corralero, era muy hábil.
Tenía partido entre las cipotas del caserío, por arriscado y finito de cara;
por miguelero y regalón; pero, sobre todo, porque acompañaba las guitarras
con una su flauta de bambú que se había hecho, y que sonaba dulce y tristosa, al gusto
del sentir campesino. Nadie sabía cuál era el secreto de aquel carrizo llorón. Bía
de tener una telita de araña por dentro, o una rendija falsa, o un chflán carculado......
La Fama del pitero Chabelo, se había cundido de jlores como un campaniyal.
Lo llamaban los domingos y ya cobraba la vesita, juera de juerga o
de velorio, de bautizo o de simple pasar. Un día el negro Nayo se arrimó tantito a
Chabelo "boteya", cuando éste ensayaba su flauta, sentado en el cerco de
piedras del corral. Le sonrió amoroso y le estuvo escuchando, como perro que mueve
el rabo. - ¡Oyí negró, querés que tenseñe a tocar?....Por la cara
pelotera del negrito, pasó un relámpago de felicidad. - Mire, chero, y yo
le vuá a pagar el sábado, pero no me vaya a tirar...
Después de las primeras
lecciones. Chabelo el pitero, le arquiló la flauta al negro para unos
días. El negro se desvelaba, domando el carrizo; y lo domó a tal punto, que los vecinos
más vecinos que estaban a las tres cuadras, paraban la oreja y decían: -
¡Oiga, puero ese Chabelo! es meramente un zinzonte el infeliz.....
- Mesmamente;
diayer paroy, le arranca el alma al cristiano como nunca.
Callaban.....y
embarcaban sus silencio en el cayuco bogante de aquella flauta apasionada,
que los hundía en la dulzura de un recordar sin recuerdos, de un retornar sin retorno.
En poco tiempo, el negro Nayo sobrepasó la fama de Chabelo. Llegaban gente de lejos
para oírlo; y su sencillez y humildad de siempre se coloreaban de austeridad y poderío,
mientras su labio cárdeno soplaba el agujero milagroso. El propio Chabelo, que creyó,
todos los secretos del carrizo, se quedaba pasmado, escuchando -con un sí es, no es,
de despecho- el fluir maravilloso de un sentimiento espeso que se cogái con las manos.
Una
tarde dioro en que el negro estaba curando una ternera trincada, con
una pluma de pollo untada de creolina, Chabelo se decidió por fin; y un tanto encogido,
se acercó y le dijo: -Mirá, negro, te pago dos bambas si me decis el
secreto de la flauta. Vos le bís hallado algo que le pone esa malicia... seya chero
y me lo dice...
El negro se enderezó, desgreñado, blanca la boca de
dientes amigos y franca la mirada de niño. Tenía abiertos los brazos como alas rotas,
sosteniendo en una mano la pluma y en la otra el bote.......miró luego al suelo empedrado
y meditó muy duro. Luego. como satisfecho de pensada, dijo al pitero:
-No me creya egóishto, compañero, la flauta no tiene nada: soy yo mismo, mi tristura....,
la color....
LA BOTIJA
José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en
un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera. Petrona Pulunto era la nana
de aquella boca: -¡Hijo: abrí los ojos, ya hasta la color de qué los tenes
se me olvidó!.... José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata.
-¿Qué
quiere mamá?. -¡Qués necesario que te oficiés en algo, ya tás indio
entero! -¡Agüen!....Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste,
bostezando. Un día entró Ulogio Isho con un cuenterete. Era un como sapo
de piedra, que se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres
hoyos: uno en la boca y dos en los ojos. -¡Qué feyo este baboso!- llegó
diciendo. Se carcajeaba, meramente el tuerto Cande!....Y lo dejó, para que jugaran
los cipotes de la María Elena. Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto,
y en viendo el sapo dijo: -Estas cositas son obras donantes, de los
agüelos de nosotros. En las aradas se encuentran catizumbadas. También se hallan botijas
llenas dioro..... José Pashacase dignó arrugar el pellejo que tenía entre
los ojos, allí donde los demás llevan la frente. -¿Cómo es eso, ño Bashuto?..-.
Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como
un caite, y así sonora.
-Cuestiones de la suerte, hombré. Vos
vas arando y ¡plosh!, de repente pegas en la huaca´, y yastuvo; tihacés de plata.
-¡Achís!,
¿en veras, ño Bashuto? -¡Comolóis!.
Bashuto se prendió al puro con toda
la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos
de botijas, todos los cuales "el bía prisenciado con estos ojos".
Cuando se fue, se fue sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras. Como
en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por
la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió
a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la
reja iban arando sus ojos. Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán
y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar -por lo
menos sin darse cuenta- y trabajaba tanto, que a las horas coloradas le hallaban
siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco. Piojo de las
lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención,
que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el
alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin
oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas
doradas, que hacen "¡plocosh" cuando la reja las topa, y vomitan plata
y oro, como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo
del ductor Martínez, que son los llanos que topan el cielo.
Tan grande
como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le
había parado del cuerpo y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró,
aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en
que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el
silencio con sus gritos destemplados. Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que
se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto
y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto
a dar aviso en el corazón, para que este cayera sobre la botija como un trapo
de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía
los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar
el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente
en un hoyo del rancho por siacaso. Ninguno de los colonos se sentía con hígado
suficiente para llevar a cabo una labor como la de José. "Es el hombre de Jierro",
decían; "ende que le entró a saber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena
huaca...." Pero José Pashaca no se daba cuenta de qué, en realidad, tenía
huaca. Lo que él buscaba sin desmayo era una botija, y siendo como se
decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde
o temprano. Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso.
En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a
los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por ellos. Y lo hacía bien: los
surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachadas y projundos, que
daban gusto. -¡Onde te metés babosada. Pensaba el indio sin darse
por vencido. -Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en
los surcos. Y así fue; no del encuentro, sino lo de la tronchada. Un
día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas
en los llanos, José Pashaca se dió cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó
un desmayo con calenturas; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como
si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallazgos negros, contra
el cielo claro, voltiando a ver el indio embruecado y resollando el viento oscuro.
José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende que
bía finado la Petrona, vivía íngrimo en su rancho". Una noche, haciendo
juerzas de tripa, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca.
Se agachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo
haciendo un hoyo con la cuma. se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía
con bríos su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó, bien tapado, borró todo rastro
de tierra removida y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó liadas
en un suspiro estas palabras: -"¡Vaya; pa que no se diga que ya
nuai botijas en las aradas!"....
LA PETACA
Era pálida como la hoja mariposa; bonita y triste como la virgen de palo que
hace con las manos el bendito; sus ojos eran como dos grandes lágrimas congeladas;
su boca, cómo no se había hecho para el beso, no tenía labios, era una boca para llorar;
sobre los hombros cargaba una joroba que terminaba en punta: La llamaban la peche
María.
En el rancho eran cuatro: Tules, el tata, La Chon su mamá,
y el robusto hermano Lencho. siempre María estaba un grado abajo de los suyos. Cuando
todos estaban serios, estaba llorando; cuando todos sonreían, ella estaba seria; cuando
todos reían, ella sonreía; no rió nunca. Servía para buscar huevos, para lavar trastes,
para hacer rir... - ¡Quitá diay, si no querés que te raje la petaca!
-
¡Peche, vos quizá sos hija del cerro! Tules decía: - Esta
indizuela no es feya; en veces mentran ganas de volarle la petaca, diún corvazo! Ella
lo miraba y pasaba de uno a otro rincón, doblaba de lado la cabecita, meciendo su
cuerpecito endeble, como si se arrastrara. Se arrimaba al baul, y con un dedito
se estaba allí sobando manchitas, o sentada en la cuca, se estaba ispiando
por un hoyo de la paré a los que pasaban por el camino.
Tenían en el
rancho un espejito ñublado del tamaño de un colón y ella no se pudo ver
nunca la joroba, pero sentía que algo le pesaba en las espaldas, un cuenterete
que le hacía poner cabeza de tortuga y que le encaramaba los brazos: La Petaca.
Tules
la llevó un día onde el sobador. - Léi traido para ver si uste le
quita la puya, pueda ser que una sobada.... - Hay que hacer perimentos difíciles,
vos, pero si me la dejás unos ocho días, te la sano todo lo posible. Tules
le dijo que se quedara. Ella se jaló de las mangas del tata; no se quería
quedar en la casa del sobador y es que era la primera vez que salía lejos, y que estaba
con un extraño. - ¡Papa, paíto, ayéveme, no me deje!
- Ai tate, te digo;
vuá venir venir por vos el Lunes. El sobador la amarró con sus manos
huesudas.
- Anadate ligero, te la vuá tener! El tata se
fue a la carrera. El sobador se estuvo acorralándola por los rincones, para que no
se saliera. Llegaba la noche y cantaban gallos desconocidos. Moqueó toda la noche.
El sobador vido quera chula. - Yo se la sobo; ¡ajú!- pensaba,
y se reiba en silencio.
Serían las doce, cuando el sobador se le arrimó
y le dijo que se desnudara, que le iba a dar la primera sobada. Ella no quiso y lloró
más duro. Entonces el indio la trinco a la juerza, tapándole la boca
con la mano y la dobló sobre la cama. - ¡Papa, papita!..... Contestaban
las ruedas de la carretera noctámbulos, en los baches del lejano camino.
El
lunes llegó Tules. La María se le presentó gimiendo...el sobador no estaba. -
¿Tizo la peración, vos? - Sí papa...
- Te dolió vos? - Sí, papa...
- Pero
yo no veo que se te rebaje...
- Dice que se me vir bajando poco a poco....
Cuando
el sobador llegó, Tules le preguntó cómo iba la cosa.
- Pues, va bien -le
dijo-, sólo quiay que esperarse unos meses. Tiene quirsele bajando poco a poco. El
sobador viendo que Tules se la llevaba, le dijo que porqué no se la dejaba otro tiempito,
para más seguridá; pero Tules no quiso, porque la peche le hacía falta
en el rancho. Mientras el papa esperaba en la tranquera del camino,
el sobador le dió la última sobada a la niña. Seis meses después, una cosa rara se fue
manifestando en la peche María. La joroba se le estaba bajando a la barriga.
Le fue creciendo día a día de un modo escandaloso, pero parecía como si la de la espalda
no bajara gran cosa. - ¡Hombre! -dijo un día Tules-, ¡esta
babosa tá embarazada! - ¡Gran poder de Dios! -dijo la nana. -
¿Cómo jué la peración que te hizo el sobador, vos?....ella explicó gráficamente. -
¡Ayjuesesentamil! -rugió Tules- ¡mianimo ir a volarle la cabeza! Pero
pasaba el tiempo de ley y la peche no se desocupaba. La partera, que había
llegado para el caso, uservó que la niña se ponía más amarilla, tan amariya,
que se taba poniendo verde. Entonces diagnosticó de nuevo. - Esta
lo que tiene es fiebre pútrida, manchada con aigre de corredor. - ¡Eee?......
-
Mesmamente, hay que darle una güena fregada, con tusas empapadas en aceiteloroco,
y untadas con kakevaca. Así lo hicieron. Todo un día pasó apagándose;
gemía. Tenían que estarla volteando de un lado a otro. No podía estar boca arriba,
por la petaca; ni boca abajo por la barriga.
En la noche se murió. Amaneció
tendida de lado, en la cama que habían jalado al centro del rancho. Estaba entre cuatro
candelas. Las comadres decían: - Pobre, tan güena quera; ¡ni se sentía la
indizuela de mansita! - ¡Una santa! ¡Si hasta, mirá, es meramente una cruz!
Más
que cruz, hacía una equis, con la línea de su cuerpo y la de las petacas. Le
pusieron una coronita de siemprevivas. Estaba cómo en un sueño profundo; y es
que ella siempre stuvo un grado abajo de los suyos, cuando todos estaban riendo,
ella sonreía; cuando todos sonreían, ella estaba seria; cuando todos estaban serios,
ella lloraba; y ahora, que ellos estaban llorando, ella no tuvo más remedio que estar
muerta....
EL PADRE
La iglesia del pueblo era pesada, musgosa y muda como una tumba. detrás estaba
el convento, encerrado entre tapiales, con su gran arboleda sombría; con su corredor
de ladrillo colorado; de tejado bajero sostenido por un pilar, otro pilar, otro pilar...;
pilares sin esquinas embasados en piedra tallada y pintados de un antiguo color.
El
patio era de un barro blanco y barrido, propicio a las hojas secas. Las sombras y
las luces de las hojas ponían agüita en el suelo; en aquel suelo pelón lleno
de paz, por el cual pasaban, gritonas, las gallinas guineas.
Largo
era el corredor: la mesa, el kinké, una silla, un sofá, un barril, una destiladera,
un viejo camarín, unos postes durmiendo; otra silla, la hamaca, el cuadro bíblico;
un cajón; un burrro con una montura; un freno colgado de un clavo y
al final, ya para salir las gradas, unos manojos de pasto verde, el picadero y la
cutacha. Después empezaba la alfombra de sol hasta la cocina; y allá contra
la tapia, como una casita de juguete, con su chimenea de lata azul, el excusado.
El
padre se paseaba en la tarde. Era la hora en que la paz le traía el cielo; el cielo
de agradables matices, que llegaban a sentarse en la montaña lejana, pensativo como
un hombre; pensativo hasta quedarse dormido, soñando en las estrellas, cada vez más
profundamente.
El sacristán tocaba el ángelus para que todo se callara. Y todo
se callaba.
La Coronada llegaba entonces penosamente, con su riuma
y sus platos, a ponerle la mesa. Se sentaba el padre, siempre mirando al cielo, con
su cara igual de triste. Con un pespuntar de máquina de cocer, sus labios hilvanaban
un larga oración de gratitud. Humillaba los párpados y se persignaba. Luego, cogía calmosamente
la cuchara y empezaba a probar la sopa. Estaba caliente. La Coro, encendía el kinké.
Las gallinas empezaban a volar de rama en rama, con torpes aleteos. A lo lejos
se oía pasar el tren por el puente de hierro, como una amenaza de tormenta.
La
Chana era una cipota chulísima. había crecido de diadentro, al servicio del
cura. hacía mandados, lavaba los trastes, les daba de comer a las gallinas y se comía
lazúcar. Cuando el padre estaba bravo, como no tenía en quien descargar, regañaba
a la Chana. La Chana no se quedaba chiquita y le contestaba cuatro carambas.
-
¡Agüen, usté! ¡Asaber que lián confesado las biatas y descarga en yo!...
El
padre, en vez de enojarse, la estrechaba contra su pecho y le daba un beso en la
frente. Se estaba viendo en ella, como decía la Coro.
En un dos por
tres se había hecho mujer. De la mañana a ña tarde echó rollo, se cantonió y le
brillaron los ojos. Ya se trataba una flor en el delantal, con un gancho, muy alto,
muy alto, para podérsela oler poniendo cara interesante. Seguido se cachaba logas;
por el tacón muy encumbrado, por unos papeles colorados para untarse los labios, por
andar suspirando muy dentro. El cura la miraba de lejos. La miraba pasar, disimuladamente,
y alejándose. Se cogía el mentón azul y su cara de cuarentero se ponía grave. Temblaba
por ella. Hubiera querido podarla un poco. Se paseaba, se paseaba por el largo corredor,
campaneando la lustrosa sotana vieja, como si en ella se hamaqueara su inquietud.
Apretaba, sin querer, el crucifijo de plata que llevaba siempre colgado al cuelo.
Si hubiera sido de cera, lo habría convertido pronto en una hostia. Allá a lo lejos,
la risa de la Chana sonaba como una campanilla mundana. Cuando pasaba a su lado,
apagaba los olores del incienso con un fuerte aroma de jabón diolor. Por el
corredor silencioso, sus tacones pasaban, clavando la tranquilidad.
La niña
Queta y la niña Menches, la una fea de tan vieja, y la otra vieja de tan
fea, entraron apuradas en busca del padre para un asunto urgente. La puerta estaba
entreabierta y empujaron. Y fue como si hubieran empujado su alma en un abismo. El
padre estaba todo él sentado en un sillón y la Chana estaba toda ella sentada en el
padre. Su cachete rosado se posaba dulcemente en el cachete azul del
cura, como una madrugada sutil se posa sobre áspera montaña.
-¡Virgen pura!..
Dos
lágrimas corrían por las mejillas marchitas del padre. Repitió su excusa:
-
Un afán, un vago deseo de ser padre. Es como mi hija...
Su voz era oscura.
-
Los niños despertaron siempre en mi alma una dulce inquietud...
-¡Hm!
Apretó
el obispo sus labios temibles y lanzó al cura su más irónica mirada. Pero él se irguió
austero, nobilísimo y puro, el rostro del acusado, encendido en radiante sinceridad;
irresistible en su sencillez; tal si el mismo Dios mirara por sus ojos húmedos, abatiendo
al instante la austeridad, la insolencia y el rango.