ARTURO AMBROGI
 
EL DESPERTAR EN KYOTO
 
        Las primeras claridades de una mañanita estival, traspasan libremente los "fusamas" de mi “nema". Estoy en Kyoto, cerca del barrio de Gión, a unos cuantos metros de distancia del parque Maruyama. Mi "nema" es pequeña, tan pequeña, tan exigua, como la caja en que los comerciantes de "curios" acondicionan para la exportación a un Hotel de avejentado bronce, o una Kwannon de frágil manera dorada en que el tiempo ha puesto su pátina. Mi "nema", a pesar de su pequeñez, casi de las dimensiones de un camarote de trasatlántico, es cómoda, es agradable, es alegre, con esa alegría fugaz del “home” improvisado. La madera que encuadra los lienzos de papel engomado de los “fusamas”, los cuales, cerrados, constituyen las paredes de la habitación, es de abeto, y reluce, barnizada, como si fuese de marfil. Los "tatamís" que cubren el piso, son de finísima paja de arroz, tejidos con un gusto y una delicadeza extremas, y de ellos se desprende un olor a miel. Hay, como en todas las "nemas", un “chigaídana”, que no es otra cosa que una “étagére” empotrada en el muro, de tableros disparejos, la cual se utiliza para guardar los “karakanes”, los “ataganes”, los marfiles curiosos, las lakas preciosas, todas esas chucherías, todas esas rarezas que la mano ávida e insaciable del turista recoge en sus frecuentes excursiones y rebuscos por Teramachi Shigo, Manjujidori y Sanjo Higashino Tóim.
        Dos cojinetes, prensados, de la misma rubia paja de arroz de los “tatamís” y una "teburu" una de esas “teburu” de “take”, que no se elevan del suelo más de diez pulgadas, y que soportan la caja de los pinceles, y el recipiente de porcelana para diluir la tinta china, completan el menaje.         Por la noche, la graciosa “géjo” prepara el lecho: un triple “futon”, y el "makizra'". Nada más sencillo, nada más elemental, nada menos complicado que una alcoba japonesa. El "hoteru" en que me hospedo, queda en las propias vecindades del parque de Muruyama, a la orilla izquierda del Kamogawa, ya en el dintel mismo de las montañas Higashiyama, sede de los más suntuosos templos de Kyoto. ¡Qué lejos, qué lejos este hotelito, limpio, alegre, pacífico, de las ridículas pretensiones del Imperior Hotel, de Tokio, o del britanismo insoportable del Oriental Hotel de Kobél Japonés, japonés por sus cuatro costados, japonés sin la menor mácula de occidentalismo. Unos cuantos “miommijis” le rodean, lo que le da un aspecto poético a la casita, y a la vez le proporciona, a la hora del mediodía, sombra y frescura. Para penetrar en ella, hay que dejar en el vestíbulo, ineludiblemente, el calzado, cuyas suelas aportan todo el fango de las avenidas y callejuelas de Kyoto: y una vez “at home", las deliciosas "géjos", que son las únicas que llenan los distintos servicios del hotelito, acuden, reverenciosas, solícitas, y entre sonrisas y muecas, nos ayudan a despojarnos de nuestro odioso traje para vestir, desgraciadamente por cierto, el "kimono" casero, el cual para los extranjeros que viven en el Japón llega con el tiempo a constituir un hábito.
        Recuerdo una mañana en la que, al paso de mi "kuruma", en una calle de Tokio, saludé al Excmo. señor Embajador de España, correcto en la apretura de su levita y el flamear de su alto de forma, y por la tarde al visitarle en su casita de Kanda, me le encontré transformado en un perfecto japonés, con su "kimono" gris cruzado al pecho, sus albos “tabis” y sus "ghetas" de paja, fumando en su diminuta pipa de plata, larga como un lapicero.
        Las primeras claridades de la mañanita estival, traspasan libremente, los "fusama" de mi "nema". Extendido en los mullidos "utones", la nuca apoyada en el rodillo acolchonado del "makura", siento la mañanita que llega hasta mí, paso a paso; la claridad, que va detallando ante mis ojos los contornos de las cosas. De una de las bruñidas vigas del techo, pende una “chochin”, en la que la luz ha rato se ha extinguido. Frente a mí, prendido un "kakemono" comienza a dejar percibir, todas rojas y frescas, unas “keshís” en ramillete. Sólo unas cuantas flores; pero clavadas en la seda con todo el prestigio de la vida, contodo e1 esplendor del colorido. El verismo de los pintores japoneses es asombroso.
        Del "niwa" llega el rumor del agua, que las regaderas desparraman obre los arbustos enanos, sobre los cuadriláteros de grama, sobre los montones de pedruscos. Al mismo tiempo, una risa, una risita en fuga de notas cristalinas, resuena bajo mi ventana. Me levanto, y hago correr el “shóji”. Una bocanada de frescura perfumada me azota el rostro. La siento, impetuosa, en las mejillas, como un beso imprevisto, un beso en plena boca; la siento en el cuello, como el apretado nudo de unos brazos ávidos; la siento desparramarse, correr por mis espaldas, como la hábil y persistente caricia de unos dedos diestros en despertar sensaciones y en realizar agotamientos. Es la frescura de todos los "keyakis", de todos los "kusumokis'° y todos los "yanagis" del parque de Muruyama.
        Es el aliento fecundo, amplio como una oleada, de las cryptomerías gigantes y de los centenarios pinos de las Sagradas Montañas, a cuyo dintel estoy. Ante mí, los techos plomizos de Kyoto se extienden, se apretujan entre el anillo de esmeralda de sus colinas superpuestas. Parecen las casas, apoyadas, como amuletadas las unas en las otras, abandonados carapachos de tortugas.

        Las verdes frondas de los árboles, que emergen como aislados florones, ponen una nota alegre, pero leve, un regocijo efímero, en medio de aquella monotonía de color, de aquella uniformidad de líneas y de formas. Es el mismo tono sordo: el mismo plomo, cuya única variante es, de vez en cuando, un gris de ratón, un gris de ala de murciélago. Todas las ciudades japonesas, vistas así, de lo alto, son lo mismo. Tokio desde la terraza de Uyeno, hacia la bahía, hacia Honjo y Fukagawa, es colosalmente antipático, atrozmente desesperante. Semeja una colonia de frondosos hongos. Y en la travesía del Mar Interior, maravilloso, incomparable, en las tranquilas riberas, entre las espesas arboledas de un verde intenso y severo, los pueblecitos, las aldeas de pescadores, se apiñan, se arrastran como nudos de cucarachas.
         Desde mi “shóji” domino todo Kyoto. El extenso bloque de verdura de Muruyama, y el de los templos y grandes hoteles circunvecinos, parecen puestos ahí como para servir de tamiz, como para atenuar al paso, entre su tejido de hojas y su entreveramiento de ramas, el ruido de la ciudad. Ahora llega a mí un sacudimiento de despertar, el reflejo de un desperezo. Kyoto abre las pupilas: Kyoto salta del lecho. Hasta mí llegan, asordinados, los primeros hervores de vida del barrio de Gión, en el cual, durante la noche, se concentra, se cristaliza toda la alegría, todo el regocijo de la antigua capital de los Shogun.
         Paseo la mirada por todo el ámbito de horizonte que abarco. Templos... Templos... Templos.. . Los te­mplos de Choin-in. : . Kodaiji... Kenninji... Nishi­0tani... Los cinco pisos rojizos de la pagoda Yasaka. .. A lo lejos, el castillo de Nijo, antigua residencia de los Shogun, tan poderosos como los Mykartos. .. A la izquierda, los techos de Nishi-Hong­wanji, de Higashi-Hongwanji... Kikokutei... A la derecha, próximas a las riberas del Kamogawa, las opulentas arboledas del Gósho, el palacio de los Mykados... Y a su lado: Doshisha... Sokokuji... Uno que otro edificio a la europea, apunta por ahí su techumbre de pizarra, sus tubos de chimenea, sus veletas, sus lumbreras, sus cornisas, como un ultraje. Y como fondo a todo el panorama: colinas... colinas... Colinas... Y luego, respaldando las colinas con sus moles altaneras, montañas... montañas, hasta perderse, hasta borrarse en el fondo insondable del espacio.
        Un tren, el "express" Kobé­0saka, silba largamente al entrar en agujas y el eco repercute en la Montaña, alternando el sueño de las vetustas divinidades acurrucadas en las capillas de sus templos. Casi al alcance de mi mano domino el arranque de Shingo-Machi, “la gran arteria de Kyo­to”, recta, ancha, por la que veo deslizarse la nube de "kurumas" como escuadrones de zompopos; en la que las tiendas, las más grandes, las de más lujo, las más famosas de toda la ciudad, van, seguidamente, abriéndose una tras otra; en la que la multitud se afana, se apretuja, transita sin estorbarse, sin codearse siquiera, cambiando incesantes sonrisas y ceremoniosas reverencias ... Kyoto. . . Kyoto, ciudad sagrada del budhismo... Kyoto, la de los palacios, grandes como ciudades.. . Kyoto, cuna y tamba de los Mykados.. . Kyoto, "Capital del Oeste"... Kyoto, la de los jardines de gracia esotérica y los canales silentes... Kyoto, sede de las más prestigiosas "geishas" y de las más hermosas "djoros".. . Kyoto, vieja Saikyo, muda, altiva, impoluta en medio de la contaminación del Imperio, arca santa de la fe ancestral...
        Me retiro del "shoji", y voy de nuevo a tenderme a mis "futones". Tomo un libro: el que precisamente tiene que estar al alcance de mi mano: Lafcadio Hearn, llamado Koizumi Yakumo. Y leo una página, en el oro de cuyo estilo una leyenda popular está engarzada como un diamante. El rumorcillo metálico de una cadenita de hierro, distrae mi atención, concentrada en saborear la gracia indecible del autor yanqui, que tan admirablemente ha comprendido y tan maravillosamente ha reflejado el alma del Japón desconocido. Dirijo la vista al techo. La "chochin" pendiente de la viga bruñida, se agita a impulsos de la brisa que llega de fuera. La "chochin" es toda una respetable señora linterna de seda blanca, de forma ovoidal, con sus ruedos de laka negra, sobre cuya panza hay bordadas unas cuantas cigüeñas en seda roja, en distintas actitudes. La "chochin" oscila, rítmica, musical. Sigo con atención sus oscilaciones. El libro de Lafcadio Hearn, el breviario del Japón desconocido, ha vuelto a su sitio: junto a mis "ghetas", junto a mis "abis", junto a mi "kimono".
        De pronto, mi "nema" todo, de arriba abajo: los bastidores de papel, el "chigaídana", los "fusamas", los marcos del “shoji”, el vaso de bronce colocado la tarde anterior sobre la "teburu" por la graciosa "géjo", y en el que dos “bótanes” se han amustiado ya en el espacio de una noche, el "kakemono de las "keshis" en ramillete, mi valija de cuero tirada por un rincón, la "chochin", todo, todo tiembla. ¿Qué sucede? ¿Qué es lo que pasa? La “nema” se estremece. La "nema", inválida por una vibración broncínea, zumba como una colmena. Me incorporo, inquieto. Voy a inquirir... Un nuevo estruendo... Nuevo estremecimiento de la “nema”... el zumbido broncíneo, esta vez más intenso, más onduloso, aturde mi oído, sacude mis nervios... Pero esta vez comprendo, y me río de mis fútiles temores. Es el "góhn" de una campana: de "la campana", para expresarme de mejor manera. Es la campana de un santuario budhista de las vecindades, conceptuada como la campana más grande y más vieja de todo Kyoto: la abuela de las campanas japonesas. Ayer tarde, en mis correrías por la Montaña, la he visto de cerca, colgada de su polvoriento travesaño, bajo un kiosco rojo y dorado en forma de champiñón.

        El bronce está cubierto literalmente de una costra de roña; y el badajo primitivo es una viga de madera, pendiente de unas cuerdas. Al pie del artefacto sa­grado, de cuclillas en sus esteras, dormita un “bonzo”, musitando oraciones, en espera de las pro­pinas. He puesto un "sen" en su mano arrugada y huesuda, y enseguida, he dado un golpe con el ba­dajo al bronce dormido. El bronce se ha despertado, ha rugido, me ha envuelto, primeramente, en su ruda caricia vibrante, para luego enviarla, desparramada, hacia Kyoto, sobre la que ya las cenizas del crepúsculo se cernían, arropándola como en una mortaja.
        Es ella la que ahora suena. Es ella la que altera la dulce tranquilidad de mi "nema". Ella la que lleva hasta Kyoto, que se despereza, la salutación matinal de su bronce milenario. Ella la que canta, a gritos, en su zumbante lengua, la gloria imperecedera de Budha.
        ...Oigo el chirrido de mi "tó"' que se desliza sobre sus ranuras.
        -¡Kon nichi wa!
        Es la graciosa "géjo" que llega, trayendo en una bandeja, alineado en fuentecitas de porcelana, mi desayuno de muñeca. La "géjo" me observa, maliciosa. La "géjo" comprende mi asombro, adivina mi pasada turbación. Y la "géjo" se ríe de mis puerilidades de bárbaro.
        -"O-Kane!" "O-Kane!" -clama, gozosa, para hacer desaparecer el último resto de temor.
        -"O-Kane!" "O-Kane!"
        Sí, sí, deliciosa "géjo", encantadora "musumé".
        Es la campana. La campana del santuario budhista que suena. La venerable campana que nos da a todos los buenos días.
        Y la "géjo" sigue riendo. Ríe infantilmente, con todo su menudo, con todo su delicado y frágil cuerpecito, agitándose, como un pájaro que, después del baño, esponjara su plumaje. Las japonesas se ríen de todo. Ríen sin motivo, por cualquier futilidad; por reírse únicamente. Ríen, incesantemente, tal vez porque saben que riéndose se ven muy bonitas. La risa les va bien. Las anima. Las ilumina, como una luz interior. La boquita de la "géjo" que me sirve, es pequeñina, pequeñina cual el ruedo de un dedal y sangra carmín natural, jugo de "nanten". Al reírse, enseña las apretadas filas de dientecillos albos, minúsculos como granos de arroz, y en cada una de las apetitosas mejillas rosadas, se forma un hoyuelo, un "camanance" provocador. Ríe la "géjo" mientras, acurrucada sobre sus talones, al lado de mi "toko", escancia el té, cuyo aroma capitoso se expande por la habitación como un incienso. Ríe. Y al verla así, la "yukata" de seda entreabierta, indiscretamente; el busto echado delante, en realce; la cabecita agobiada bajo el peso del peinado, todo claveteado de frescas flores, medio escorzada en coqueta actitud; el brazo bien fuera de la manga en campana, alargándome la humeante tacita, pienso en que la vida, sería una verdadera delicia, un verdadero encanto, pasada por siempre en este sombroso y fresco rincón del mundo, frente a frente de Kyoto, en las vecindades del parque de Muruyama y del puente de Gión, al dintel mismo de las montañas de Higashiyama, cerca de los vetustos dioses que duermen en las capillas de los suntuosos templos su sueño de siglos.
 

        Del Libro “Sensaciones del Japón y de la China"

Tamen

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