Las
primeras claridades de una mañanita estival, traspasan libremente los
"fusamas" de mi “nema". Estoy en Kyoto, cerca del barrio de Gión,
a unos cuantos metros de distancia del parque Maruyama. Mi "nema" es
pequeña, tan pequeña, tan exigua, como la caja en que los comerciantes de
"curios" acondicionan para la exportación a un Hotel de avejentado
bronce, o una Kwannon de frágil manera dorada en que el tiempo ha puesto su
pátina. Mi "nema", a pesar de su pequeñez, casi de las dimensiones de
un camarote de trasatlántico, es cómoda, es agradable, es alegre, con esa
alegría fugaz del “home” improvisado. La madera que encuadra los lienzos de
papel engomado de los “fusamas”, los cuales, cerrados, constituyen las paredes
de la habitación, es de abeto, y reluce, barnizada, como si fuese de marfil.
Los "tatamís" que cubren el piso, son de finísima paja de arroz,
tejidos con un gusto y una delicadeza extremas, y de ellos se desprende un olor
a miel. Hay, como en todas las "nemas", un “chigaídana”, que no es
otra cosa que una “étagére” empotrada en el muro, de tableros disparejos, la
cual se utiliza para guardar los “karakanes”, los “ataganes”, los marfiles
curiosos, las lakas preciosas, todas esas chucherías, todas esas rarezas que
la mano ávida e insaciable del turista recoge en sus frecuentes excursiones y
rebuscos por Teramachi Shigo, Manjujidori y Sanjo Higashino Tóim.
Dos
cojinetes, prensados, de la misma rubia paja de arroz de los “tatamís” y una
"teburu" una de esas “teburu” de “take”, que no se elevan del suelo
más de diez pulgadas, y que soportan la caja de los pinceles, y el recipiente
de porcelana para diluir la tinta china, completan el menaje. Por la noche, la
graciosa “géjo” prepara el lecho: un triple “futon”, y el
"makizra'". Nada más sencillo, nada más elemental, nada menos
complicado que una alcoba japonesa. El "hoteru" en que me hospedo,
queda en las propias vecindades del parque de Muruyama, a la orilla izquierda
del Kamogawa, ya en el dintel mismo de las montañas Higashiyama, sede de los
más suntuosos templos de Kyoto. ¡Qué lejos, qué lejos este hotelito, limpio,
alegre, pacífico, de las ridículas pretensiones del Imperior Hotel, de Tokio, o
del britanismo insoportable del Oriental Hotel de Kobél Japonés, japonés por
sus cuatro costados, japonés sin la menor mácula de occidentalismo. Unos cuantos
“miommijis” le rodean, lo que le da un aspecto poético a la casita, y a la vez
le proporciona, a la hora del mediodía, sombra y frescura. Para penetrar en
ella, hay que dejar en el vestíbulo, ineludiblemente, el calzado, cuyas suelas
aportan todo el fango de las avenidas y callejuelas de Kyoto: y una vez “at
home", las deliciosas "géjos", que son las únicas que llenan los
distintos servicios del hotelito, acuden, reverenciosas, solícitas, y entre
sonrisas y muecas, nos ayudan a despojarnos de nuestro odioso traje para
vestir, desgraciadamente por cierto, el "kimono" casero, el cual para
los extranjeros que viven en el Japón llega con el tiempo a constituir un
hábito.
Recuerdo una mañana en la que, al paso de mi "kuruma", en una
calle de Tokio, saludé al Excmo. señor Embajador de España, correcto en la
apretura de su levita y el flamear de su alto de forma, y por la tarde al
visitarle en su casita de Kanda, me le encontré transformado en un perfecto
japonés, con su "kimono" gris cruzado al pecho, sus albos “tabis” y
sus "ghetas" de paja, fumando en su diminuta pipa de plata, larga
como un lapicero.
Las
primeras claridades de la mañanita estival, traspasan libremente, los
"fusama" de mi "nema". Extendido en los mullidos
"utones", la nuca apoyada en el rodillo acolchonado del
"makura", siento la mañanita que llega hasta mí, paso a paso; la
claridad, que va detallando ante mis ojos los contornos de las cosas. De una
de las bruñidas vigas del techo, pende una “chochin”, en la que la luz ha rato
se ha extinguido. Frente a mí, prendido un "kakemono" comienza a
dejar percibir, todas rojas y frescas, unas “keshís” en ramillete. Sólo unas
cuantas flores; pero clavadas en la seda con todo el prestigio de la vida,
contodo e1 esplendor del colorido. El verismo de los pintores japoneses es
asombroso.
Del "niwa" llega el rumor del agua, que las regaderas
desparraman obre los arbustos enanos, sobre los cuadriláteros de grama, sobre
los montones de pedruscos. Al mismo tiempo, una risa, una risita en fuga de
notas cristalinas, resuena bajo mi ventana. Me levanto, y hago correr el
“shóji”. Una bocanada de frescura perfumada me azota el rostro. La siento,
impetuosa, en las mejillas, como un beso imprevisto, un beso en plena boca; la
siento en el cuello, como el apretado nudo de unos brazos ávidos; la siento
desparramarse, correr por mis espaldas, como la hábil y persistente caricia de
unos dedos diestros en despertar sensaciones y en realizar agotamientos. Es la
frescura de todos los "keyakis", de todos los "kusumokis'° y
todos los "yanagis" del parque de Muruyama.
Es el aliento fecundo,
amplio como una oleada, de las cryptomerías gigantes y de los centenarios
pinos de las Sagradas Montañas, a cuyo dintel estoy. Ante mí, los techos
plomizos de Kyoto se extienden, se apretujan entre el anillo de esmeralda de
sus colinas superpuestas. Parecen las casas, apoyadas, como amuletadas las
unas en las otras, abandonados carapachos de tortugas.
Las verdes frondas de
los árboles, que emergen como aislados florones, ponen una nota alegre, pero
leve, un regocijo efímero, en medio de aquella monotonía de color, de aquella
uniformidad de líneas y de formas. Es el mismo tono sordo: el mismo plomo, cuya
única variante es, de vez en cuando, un gris de ratón, un gris de ala de
murciélago. Todas las ciudades japonesas, vistas así, de lo alto, son lo
mismo. Tokio desde la terraza de Uyeno, hacia la bahía, hacia Honjo y Fukagawa,
es colosalmente antipático, atrozmente desesperante. Semeja una colonia de
frondosos hongos. Y en la travesía del Mar Interior, maravilloso,
incomparable, en las tranquilas riberas, entre las espesas arboledas de un
verde intenso y severo, los pueblecitos, las aldeas de pescadores, se apiñan,
se arrastran como nudos de cucarachas.
Desde mi
“shóji” domino todo Kyoto. El
extenso bloque de verdura de Muruyama, y el de los templos y grandes hoteles
circunvecinos, parecen puestos ahí como para servir de tamiz, como para atenuar
al paso, entre su tejido de hojas y su entreveramiento de ramas, el ruido de la
ciudad. Ahora llega a mí un sacudimiento de despertar, el reflejo de un desperezo.
Kyoto abre las pupilas: Kyoto salta del lecho. Hasta mí llegan, asordinados,
los primeros hervores de vida del barrio de Gión, en el cual, durante la noche,
se concentra, se cristaliza toda la alegría, todo el regocijo de la antigua
capital de los Shogun.
Paseo la mirada por todo el ámbito de horizonte que
abarco. Templos... Templos... Templos.. . Los templos de Choin-in. : .
Kodaiji... Kenninji... Nishi0tani... Los cinco pisos rojizos de la pagoda
Yasaka. .. A lo lejos, el castillo de Nijo, antigua residencia de los Shogun,
tan poderosos como los Mykartos. .. A la izquierda, los techos de Nishi-Hongwanji,
de Higashi-Hongwanji... Kikokutei... A la derecha, próximas a las riberas del
Kamogawa, las opulentas arboledas del Gósho, el palacio de los Mykados... Y a
su lado: Doshisha... Sokokuji... Uno que otro edificio a la europea, apunta por
ahí su techumbre de pizarra, sus tubos de chimenea, sus veletas, sus lumbreras,
sus cornisas, como un ultraje. Y como fondo a todo el panorama: colinas...
colinas... Colinas... Y luego, respaldando las colinas con sus moles
altaneras, montañas... montañas, hasta perderse, hasta borrarse en el fondo
insondable del espacio.
Un tren, el "express" Kobé0saka, silba
largamente al entrar en agujas y el eco repercute en la Montaña, alternando el
sueño de las vetustas divinidades acurrucadas en las capillas de sus templos.
Casi al alcance de mi mano domino el arranque de Shingo-Machi, “la gran arteria
de Kyoto”, recta, ancha, por la que veo deslizarse la nube de
"kurumas" como escuadrones de zompopos; en la que las tiendas, las
más grandes, las de más lujo, las más famosas de toda la ciudad, van, seguidamente,
abriéndose una tras otra; en la que la multitud se afana, se apretuja, transita
sin estorbarse, sin codearse siquiera, cambiando incesantes sonrisas y
ceremoniosas reverencias ... Kyoto. . . Kyoto, ciudad sagrada del budhismo...
Kyoto, la de los palacios, grandes como ciudades.. . Kyoto, cuna y tamba de los
Mykados.. . Kyoto, "Capital del Oeste"... Kyoto, la de los jardines
de gracia esotérica y los canales silentes... Kyoto, sede de las más prestigiosas
"geishas" y de las más hermosas "djoros".. . Kyoto, vieja
Saikyo, muda, altiva, impoluta en medio de la contaminación del Imperio, arca
santa de la fe ancestral...
Me retiro
del "shoji", y voy de nuevo a tenderme a mis "futones".
Tomo un libro: el que precisamente tiene que estar al alcance de mi mano:
Lafcadio Hearn, llamado Koizumi Yakumo. Y leo una página, en el oro de cuyo
estilo una leyenda popular está engarzada como un diamante. El rumorcillo
metálico de una cadenita de hierro, distrae mi atención, concentrada en
saborear la gracia indecible del autor yanqui, que tan admirablemente ha
comprendido y tan maravillosamente ha reflejado el alma del Japón desconocido.
Dirijo la vista al techo. La "chochin" pendiente de la viga bruñida,
se agita a impulsos de la brisa que llega de fuera. La "chochin" es
toda una respetable señora linterna de seda blanca, de forma ovoidal, con sus
ruedos de laka negra, sobre cuya panza hay bordadas unas cuantas cigüeñas en
seda roja, en distintas actitudes. La "chochin" oscila, rítmica,
musical. Sigo con atención sus oscilaciones. El libro de Lafcadio Hearn, el
breviario del Japón desconocido, ha vuelto a su sitio: junto a mis "ghetas",
junto a mis "abis", junto a mi "kimono".
De pronto,
mi "nema" todo, de arriba abajo: los bastidores de papel, el
"chigaídana", los "fusamas", los marcos del “shoji”, el
vaso de bronce colocado la tarde anterior sobre la "teburu" por la
graciosa "géjo", y en el que dos “bótanes” se han amustiado ya en el
espacio de una noche, el "kakemono de las "keshis" en ramillete,
mi valija de cuero tirada por un rincón, la "chochin", todo, todo
tiembla. ¿Qué sucede? ¿Qué es lo que pasa? La “nema” se estremece. La "nema",
inválida por una vibración broncínea, zumba como una colmena. Me incorporo, inquieto.
Voy a inquirir... Un nuevo estruendo... Nuevo estremecimiento de la “nema”...
el zumbido broncíneo, esta vez más intenso, más onduloso, aturde mi oído,
sacude mis nervios... Pero esta vez comprendo, y me río de mis fútiles temores.
Es el "góhn" de una campana: de "la campana", para expresarme
de mejor manera. Es la campana de un santuario budhista de las vecindades,
conceptuada como la campana más grande y más vieja de todo Kyoto: la abuela de
las campanas japonesas. Ayer tarde, en
mis correrías por la Montaña, la he visto de cerca, colgada de su polvoriento
travesaño, bajo un kiosco rojo y dorado en forma de champiñón.
El bronce está
cubierto literalmente de una costra de roña; y el badajo primitivo es una viga
de madera, pendiente de unas cuerdas. Al pie del artefacto sagrado, de
cuclillas en sus esteras, dormita un “bonzo”, musitando oraciones, en espera de
las propinas. He puesto un "sen" en su mano arrugada y huesuda, y
enseguida, he dado un golpe con el badajo al bronce dormido. El bronce se ha
despertado, ha rugido, me ha envuelto, primeramente, en su ruda caricia
vibrante, para luego enviarla, desparramada, hacia Kyoto, sobre la que ya las
cenizas del crepúsculo se cernían, arropándola como en una mortaja.
Es ella la
que ahora suena. Es ella la que altera la dulce tranquilidad de mi
"nema". Ella la que lleva hasta Kyoto, que se despereza, la
salutación matinal de su bronce milenario. Ella la que canta, a gritos, en su
zumbante lengua, la gloria imperecedera de
Budha.
...Oigo el
chirrido de mi "tó"' que se desliza sobre sus ranuras.
-¡Kon nichi wa!
Es la
graciosa "géjo" que llega, trayendo en una bandeja, alineado en
fuentecitas de porcelana, mi desayuno de muñeca. La "géjo" me
observa, maliciosa. La "géjo" comprende mi asombro, adivina mi pasada
turbación. Y la "géjo" se ríe de mis puerilidades de bárbaro.
-"O-Kane!" "O-Kane!" -clama, gozosa, para hacer
desaparecer el último resto de temor.
-"O-Kane!" "O-Kane!"
Sí, sí, deliciosa "géjo", encantadora "musumé".
Es la campana. La campana del santuario budhista que suena. La
venerable campana que nos da a todos los buenos días.
Y la "géjo" sigue riendo. Ríe infantilmente, con todo su
menudo, con todo su delicado y frágil cuerpecito, agitándose, como un pájaro
que, después del baño, esponjara su plumaje. Las japonesas se ríen de todo.
Ríen sin motivo, por cualquier futilidad; por reírse únicamente. Ríen,
incesantemente, tal vez porque saben que riéndose se ven muy bonitas. La risa
les va bien. Las anima. Las ilumina, como una luz interior. La boquita de la
"géjo" que me sirve, es pequeñina, pequeñina cual el ruedo de un
dedal y sangra carmín natural, jugo de "nanten". Al reírse, enseña las
apretadas filas de dientecillos albos, minúsculos como granos de arroz, y en
cada una de las apetitosas mejillas rosadas, se forma un hoyuelo, un
"camanance" provocador. Ríe la "géjo" mientras, acurrucada
sobre sus talones, al lado de mi "toko", escancia el té, cuyo aroma capitoso
se expande por la habitación como un incienso. Ríe. Y al verla así, la
"yukata" de seda entreabierta, indiscretamente; el busto echado
delante, en realce; la cabecita agobiada bajo el peso del peinado, todo
claveteado de frescas flores, medio escorzada en coqueta actitud; el brazo bien
fuera de la manga en campana, alargándome la humeante tacita, pienso en que la
vida, sería una verdadera delicia, un verdadero encanto, pasada por siempre en
este sombroso y fresco rincón del mundo, frente a frente de Kyoto, en las
vecindades del parque de Muruyama y del puente de Gión, al dintel mismo de las
montañas de Higashiyama, cerca de los vetustos dioses que duermen en las
capillas de los suntuosos templos su sueño de siglos.