Borges fue poeta, ensayista y cuentista. Especialmente destacó
en este último el género de la narrativa: El cuento. Sus cuentos llevan el halo de literatura
fantástica. Fantástico es todo aquello que se escapa a nuestra realidad inmediata,
donde los cuentos de hadas y el terror son las musas. Sin embargo, la literatura
fantástica de Borges estrechaba la anécdota, el lenguaje y la emoción en sus cuentos,
y lo extraño y maravilloso eran separados por su fantasía. Borges colaboró con
varias revistas de tendencia vanguardistas tales como Prisma, Proa y Martín Fierro.
Su obra narrativa se halla reunida en varios volúmenes como El Jardín de los Senderos
que se Bifurcan; El Aleph; El Libro de Arena; El Hacedor; El Informe de Brodie; El
Congreso. En sus ensayos literiarios sobresale la serie de Siete Noches.
EL OTRO
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge.
No lo escribí inmediatamente por que mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder
la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento
y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y
más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato
pueda conmover a un tercero. Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado
en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un
alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de
hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen
de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo,
interesar a los alumnos. No había un alma a la vista. Sentí de golpe la impresión
(que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel
momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido
estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro
se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de muchas zozobras
de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado),
era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio,
que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha
muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio.
La voz no era la de Alvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero
desde el catorce vivo en Ginebra -Fue la contestación.
Hubo un silencio largo.
Le pregunté:
-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa? Me
contestó que sí. -En tal caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis
Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge. -No
-me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo
estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos,
pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que
no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un
mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También
hay una palangana de plata, que pendía del arzón, En el armario de tu cuarto hay dos
filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en
acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat,
la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa
Gernier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el
Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás,
un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he
olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg. -Dufour -corrigió. -Está
bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso? -No -respondió- Esas pruebas no prueban nada.
-Si
yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. -Su catálogo prolijo es del
todo vano. -La objeción era justa.
Le contesté:
-Si esta mañana y este encuentro
son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos
de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño,
como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y
si el sueño durara? -dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí
un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
-Mi sueño ha durado ya setenta años.
Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma.
Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos, ¿No querés saber algo de mi pasado,
que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre
está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos. Pero padre murió hace unos
treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre
la mano derecha era como la mano de un sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia
de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días
antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está
muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."
Norah, tu hermana se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
-Bien.
Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos,
que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me
dijo:
-¿Y usted?
-No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son
demasiados, escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole
fantática. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me
agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono
y proseguí:
-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre
los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron
contra dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos
hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro
pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre
Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta. América, trabada
por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que
pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara
los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín reemplazada por la del guaraní. Noté
que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo
cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo
que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro.
Le pregunté que era.
-Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski
-me replicó no sin vanidad. -Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije,
sentí que la pregunta era una blasfemia.
-El maestro ruso -dictaminó- ha penetrado
más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció
una prueba de que se había serenado. Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había
recorrido. Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al
leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba
proseguir el examen de la obra completa.
-La verdad es que no -me respondió con
cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro
de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los
ritmos rojos.
-¿Por qué no? -le dije- Podés alegar buenos antecedentes. El verso
azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que
su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo
no puede dar la espalda a su época. Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente
se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres,
de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de
los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a
la gran masa de oprimidos y parias.
-Tu masa de oprimidos y de parias -le conteste-
no es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe alguien.
El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este
banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas
páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un
hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia;
los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra
Situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de
letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas.
Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que
corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado.
La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del
agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba.
De pronto dijo:
-Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro
con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado
en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
-Tal vez el hecho fue tan extraño
que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
-¿Cómo anda su memoria?
Comprendí
que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta
era casi un muerto. Le contesté:
-Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra
lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación
ya había durado demasiado para ser la de un sueño. Una brusca idea se me ocurrió.
-Yo
te puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo. Oí bien este
verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre
- univers tordant son corps écaillé d'astres.
Sentí su casi temeroso estupor.
Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
-Es verdad -balbuceó-.
Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido .
Antes, él
había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquélla breve pieza en que Walt Whitman
rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
-Si Whitman
la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos
que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
-Usted
no lo conoce -exclamó- Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano.
Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí
que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos
engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco
del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir
era inútil, que su inevitable destino era ser el que soy De pronto recordé una fantasía
de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso le dan como prueba una flor. Al despertarse,
ahí está la flor. Se me ocurrió un artificio análogo.
-Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero?
-Sí
-me replicó- Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski
en el Crocodile.
-Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge,
y que hará mucho bien, ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata
y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros. Yo le tendí
uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo
tamaño. Lo examinó con avidez.
-No puede ser -gritó- Lleva la fecha de mil novecientos
setenta (Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha)
-Todo
esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos
de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé.
Siempre las referencias librescas. Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo
resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de hubiera
conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo Respondí que lo
sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos
al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió
en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos
y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le iban a venir a buscarme.
-¿A
buscarlo? -me interrogó. -Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo
la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual
cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos
tocado. Al día siguiente no fui. El otro habrá ido. He cavilado mucho sobre
este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro
fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo
conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo. El otro me
soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el
dólar.