LA MICOLEONA
 

        por Francisco Andrés Escobar

        “¡La Micoleona es puta de tres platos!” Aquello, que toda mujer hubiera sufrido como afrenta, ella lo paladeaba como licenciatura, maestría o doctorado en carnalidad superior. Era su vida, era su oficio, y procuraba hacer lo suyo de la mejor manera.
        Hermosa hasta el crimen, criminal en la leperada, y lépera hasta la metáfora, la Micoleona era el eje de gravedad del Ventarrón, el acreditado prostíbulo del lugar, en aquellos años. Había otros dos, el Farolito y el Guarumo,  pero solo el Ventarrón colmaba las urgencias campesinas, estudiantiles, soldadiles y obreliles. También había otras mujeres públicas-la Quiebracatres, la Salvajona, y la Pis pis-, pero las pericias de la Micoleona eran las únicas capaces de llevar con solvencia a feliz término los ardores semanales de aquella crecida cohorte de gañanes.
        ¿Por qué...Ventarrón? Nadie lo sabía. Quizás porque, ubicado en una calle escampada, el aire lo batía a su antojo en los meses de ventisca. Quizás porque su dueña solía estornudar con violencia inédita, por lo que había merecido la combinación sustantiva y adjetiva de “Odilia Ventarrón”. O quizás porque, en la colección de sus habitaciones estrechas y semioscuras, se desataban vendavales de erotismo, en medio de un imparable crujido de camas y tijeras de lona, entre los vahos de perfumes y tufos, y con un trasfondo de boleros y rancheras medio cantados o medio vomitados por una antigua cinquera colocada en una esquina del “bar”.
        ¿Por qué Micoleona? Tampoco había una explicación definitiva. Para algunos, era el tributo natural a unas crenchas amarillas y crecidas que la mujer tenía allá donde debía ser. Para otros, la descripción de los rugidos y arañazos que la amante emitía y prodigaba en los momentos demenciales del abrazo. Para otros...Tampoco aquí dominaba la certeza. Lo único verdadero era que Ventarrón y Micoleona integraban un solo decir, un solo ir y venir, y un solo hacer, en los claroscuros del erotismo pueblerino. “Mirá vos: allá va Alejandro, el cuilio, para arriba”. “Al Ventarrón, niña, y a dónde va a ir”. Ese hijueputa no le da nada a su mujer, ni a los pobres bichos, porque todo se lo da a la Mica”. No se lo dejaba todo. Ni él, ni otros. Pero la puta era una especie de arca donde iban a parar varios pesos de todos, y algunas confidencias de pocos. “Vos sos gente. Por eso te quiero. Además no sos como la mujer de uno. Esa, una vez que se acuesta, parece tabla de planchar, y uno no puede tener gusto”. Y es que, según se decía, la Micoleona era diestra en poner nervio y rabia en sus oscilaciones. “Ay mamaíta. Ya no”. Pero ella entendía, y ya no daba tregua, hasta llevar al embotado al vértice de la crispación.
        El menester le vino de joven, y por atajos de infortunio. Cuando tenía doce años, su madre, que vendía yuca con fritada, la llevó a la feria del pueblo, para que le ayudara. Allí conoció a Miguel. Se enamoraron de inmediato, y se fugaron a los dos días. El con sus catorce años y ella con su infancia casi a término, vivieron dos semanas encerrados quién sabe donde, degustándose carnalmente hasta la consunción. Cuando volvieron pálidos, ojerosos, enflaquecidos y felices, la feria ya había terminado, y la madre de ella andaba, como loca, buscándola hasta bajo los albañales. Cuando los encontró, a ella la molió a leña; pero ya no había que hacer. A él también le prodigó sus garrotazos y le dejó ir una sarta de enormidades; pero tampoco había nada que hacer. “La puta de su hija es la que me sonsacó al cipote”.  “Ese pendejo birriondo suyo es el que me ha arruinado a la niña”. Y las dos madres de los fugados se hubieran enzarzado en una trifulca interminable, de no haber sido porque la niña mujer declaró con desparpajo:  “Mujer que lo quiere dar..., aunque se muera la nana. Venite vos”.  Y se adhirió como lapa al gallardo cuerpo del muchacho.

        Y le buscó la boca, y le sobó las piernas, mientras las matronas se deshacían en oprobios y advertencias. “Se los va llevar putas. ¡Por zánganos!”.
        Se fueron. Se dedicaron a gozarse, y a vivir con lo que ambos sabían hacer, ella salcochar yuca y venderla con curtido y fritada; él, hacer la cobranza en un autobús escacharrado que prestaba discutibles y retardados servicios entre pueblos.
        Todo fue bien durante algunos meses; pero en un verano especialmente caluroso, al muchacho se le quedó mirando fijo una pasajera joven que rumbeaba hacia la capital. Las hormonas se le alebrestado, y esa tarde ya no volvió a la casa, porque se había ido en otro emperramiento. Meses después escribió desde Veracruz. Estibaba en el puerto. Desde entonces, se esfumó en la distancia y el olvido. Ella, en apariencia, lo enterró; pero su recuerdo se le quedó empotrado en el alma y en la carne para toda la vida. “Yo te dije que ibas a ser desgraciada...” Pero no le respondió ni una sílaba a su madre. Solo le entregó el niño que el muchacho le había sembrado. “Cuídemelo. Yo le voy a dar todos los gastos”.
        Cuando empezó a mandarle los dineros, no le dijo su procedencia. Pero las trenzas castañas de antes se habían convertido en una permanente “Tony” esclarecida con agua oxigenada, los labios y las mejillas, rozados al natural, en unos trazos rojipintos artificiales; los ojos avispados y naturales, en unos rayones verdeoscuros de pintura embarrada; y el vestido sencillo cubierto con delantal, en unos escándalos floreados y ceñidos que se bamboleaban sobre unos tacones desmesurados. “Dicen que la Engracia se ha hecho puta, vos”. “Si niña; pero porque quiere. Yo en su caso, me hubiera puesto a trabajar, aunque fuera de cholera”. “Mirá a la Martina, la hija de la niña Luz; se quedó sin damo cuando el pobre se vino para abajo desde el campanario de la iglesia; y mirá ella: no anda puteando”. “La que quiere, puede, mamita”. Pero si la muchacha había querido, no hubiera podido. De Engracia había pasado a desgracia. El recuerdo de las carnes de Miguel la embebía toda, completa, y si se dedicó a todo aquello fue porque, en la oscuridad de cada abrazo, reconstruía con furia el recuerdo del deseado. “Hasta llorás de gusto, veá?!”. “ ¡Es sudor, pendejo. ¡Y apurate que están esperando otros!”. Y así cayó, y cayó. Y en un lugar de las caídas, la motejaron Micoleona. Y para cuando llegó al Ventarrón, ya tenía sobrada experiencia y particular apelativo.

 

        A pesar del sufrimiento y la degradación, la Micoleona era cristiana y de las más afectas al arrebato que todas las mujeres del prostíbulo tenían por el Corazón de Jesús. Llegado junio, instalaban una imagen de cuadro en el centro del “bar”, la adornaban con flores y velas de aceite, y, sacramentalmente, a las seis de la tarde, cerraban las puertas a la clientela durante una hora, y procedían a rezar el rosario. Después, abrían; y para que el Corazón no viera los acontecimientos posteriores, cubrían la imagen con una sábana limpia, y solo la destapaban el día siguiente, para volverle a rezar.
        El último día del mes, hacían rezo solemne. Ese día, no ejercían. Se dedicaban a preparar los tamales, los panes con gallina, y el café con que agasajaban a quienes acudían a desgajar con ellas los tres rosarios seguidos.
“Odilia: deberías cerrar esto, mujer, y dedicarte a otra cosa”, solía decirle mi abuela a la dueña. “¿Y de qué vamos a vivir, niña Tulita, si de esto hemos pasado toda la vida?” Entonces la Micoleona se acercaba con un plato de tamales especiales y dos tazas de chocolate, también especial: “Vaya niña Tulita. Estos son solo para usted y el niño. Es por los favores que nos hace, cuando no hemos ganado nada”. Y soltaba una mirada de agradecimiento.
        Y es que, a veces, como en todo negocio, al Ventarrón le llegaban malos ratos: o los soldados no habían recibido la paga, y no había desfogue; o los estudiantes estaban ahorrando para la feria, y...; o la cortas de café habían estado malas, y los campesinos tampoco desfondaban. Entonces, la Micoleona y alguna que otra acudían a mi abuela a pedirle en préstamo unos cinco colones. “Pasá adelante Miquita. ¿ya comieron?”. Nunca dejaba de ofrecerles pan. Ni les negaba el dinero. Ni les cobraba un centavo de interés. Por eso la querían, y la invitaban a los rezos de junio. Y ella iba. Con su nieto inseparable.
        Fue entre préstamos y rezos que fui agarrando la historia de la mujer, y su capítulo más hermoso: el niño de la Pis pis se quemaba entre fiebres, y la afligida, cuyo rostro tenía una cotidiana expresión de susto, tenía esa vez los signos del pavor. Por estar cuidando a la cría, llevaba varios días sin alternar, ni ejercer.
        La Micoleona, que visitaba a la madre y al niño suyos, había tardado más de la costumbre. Cuando regresó, el niño de la Pis-pis estaba en las proximidades de la muerte. “Y por qué no la has llevado donde el doctor, gran bruta?” La Pis pis no necesitó explicar. “Esperáte: ya voy a ir a echar un par de polvos, y vas a tener pisto para la consulta”. Y la Micoleona salío aguerrida. Poco tiempo después volvió desmelenada, con el dinero. “¡Ma. Corré, antes que cierren la clínica!” El muchachito se salvó.
        Y porque los caminos de Dios y de la vida en realidad son sumamente extraños, es bueno que a la Micoleona y al Ventarrón no se los robe el olvido. ¡Son tantas las veces en que el lugar sagrado es el puro dolor! ¡Y son tantas las otras en que quien administra el sacramento y la misericordia es quien lleva sobre sí todo el peso del oprobio!.
        Francisco Andrés Escobar.
        De su libro: “El país de donde vengo”

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