LA ROQUIANA

Por el Doctor David Hernández

La primavera praguense emerge con trinar de pájaros y multitud demuchachas que asoman desde los balcones del socialismo que brota con el rocíode la mañana. Sobre estas calles adoquinadas, bordeadas por casonas sobrevivientes de la guerra de los treinta años y dos hecatombes mundiales, barrocos edificios de Stará Mesta, finaliza mi peregrinar. Praga es el corazón del viejo continente, cuna de Europa central bajo el Karlova Mostu arrullado por las brisas centenarias de Kafka, Musil, Bruegel, Durero, y por este sistema con rostro humano presente en plazas y alamedas donde la roja alegría de los tulipanes transmite la certeza de que el comunismo es la juventud del mundo.

Hasta aquí he llegado, navegando a contracorriente en balsa de serpientes, lejos de los sótanos inmundos de la Guardia Nacional donde me tuvo secuestrado el coronel José Alberto Medrano, el Chele, quien para mayor inri es mi tío materno, y de las sórdidas bartolinas del Castillo del Príncipe, en el edificio gris de la Policía Nacional de San Salvador, donde me escondieron los torturadores cuando llegó el Juez de lo Civil con una petición de hábeas corpus interpuesta por Aída Cañas, mi mujer. Escondieron mis huellas en esa madriguera infernal escapada de La divina comedia y me encerraron a cal y canto en la celda clandestina del Príncipe Negro.

Estoy, por el momento, a salvo de la policía de mi país, de los maridos de mis amantes, de mis acreedores y hasta de la gloria aldeana de poeta maldito; en Checoslovaquia, sorbiendo como desayuno cerveza negra en el Hotel Bratislava mientras repaso los titulares de la prensa extranjera que llega puntual a la recepción; soy el delegado del Partido Comunista Salvadoreño en el consejo de redacción de la Revista Internacional, Problemas de la Paz y el Socialismo, editada por los partidos comunistas de todo el mundo.

Cuesta distanciarse de aquel azul marino que se perdía en el horizonte, más allá de los cocoteros y la playa desierta donde bate la Mar del Sur, al otro lado del mundo y del sueño. A juzgar por el frío y las nubes, en Praga caerá dentro de unos minutos esa lluvia de aguanieve con la que suele despedirse la estación fría; son los estertores de un glacial invierno que este 1966, según narró Tatiana, mi traductora rusa, la noche anterior mientras desnudaba su cuerpo de diosa eslava frente al espejo, fue especialmente crudo. Nada que ver con los vendavales del trópico, exceptuando las tormentas del alma que son las mismas bajo cualquier clima y geografía.

Antes de Praga estuvo Cuba y su socialismo tropical como escala intermedia para terminar en los brazos de Tania; Cuba y sus mulatas en trance cantando himnos a Changó, Santa Bárbara, diosa de la virilidad sexual, a Yemayá, Virgen de Regla, y a Ochum, Virgen de la Caridad del Cobre, para la fiesta de los Babalaos entre La Habana Vieja y el Castillo del Moro, en el corazón habanero atravesado por las cuchillas de la Calle San Lázaro y el Malecón, mientras un ron “Matusalén” me hacía poner los pies sobre la tierra esa vez que en medio del enfebrecido carnaval recibí del Chino los pasajes, horarios, escalas y hoteles a recorrer para desembarcar en Checoslovaquia. Las instrucciones del Partido, desde San Salvador, me habían trazado un nuevo destino, más compatible con mi familia, que venía ya en camino, pero más lejano que nunca de los bares y tertulias literarias del San Salvador de mis noches de farra y bohemia.

Antes, había añorado esas arenas pacíficas durante tres años escabrosos conviviendo con el riesgo, haciendo turismo revolucionario de ese que se hace arriesgando el pellejo, entre un lejano y frío Moscú, México, D.F. y La Habana. Al llegar al Pulgarcito después de un millón de pensamientos, pisar las calientes areniscas fue cerrar una vieja herida, enterrar los ecos del ayer que hacen burla.

El destierro hasta Praga y este frío primaveral centroeuropeo son el mosaico de un sueño, ahora que Aída es un bosquejo en mi memoria y no me puedo quitar del cerebro las rosáceas piernas de Tania. He retornado al helor de Europa del Este, al otro lado de la cortina de hierro, a constatar al pie de alguna estatua de Lenin lo irreversible de nuestra lucha. El frío es mi aliado cuando el vino de Oporto me transporta a la edad de la locura y la poesía en los antros bohemios de Mála Strana, en los labios carmesí de alguna muchacha praguense conocida entre la niebla y la ausencia que hacen olvidar las consignas y el hambre de los desfavorecidos en mi lejana patria de papel. Ese país recordado con el malestar de un fin de borrachera desde algún solitario banco en las alamedas que desembocan en la Plaza de San Wenceslao, desde alguna madrugada praguense sin vino, sin destino y sin sentido.

Un universo de acetato puesto por la administración del Hotel transmite la Quinta Sinfonía de Beethoven y me recuerda que aún no he escrito el poema de amor prometido a Tania, ni avanzado en mi pobre novela sobre los poetas de mi país.

Alguien que representa a un Partido Comunista del Lejano Oriente me ha preguntado si El Salvador es un riachuelo del Cabo de las Tormentas en Sudáfrica, tal como aquí se conoce al Cabo de Buena Esperanza; de repente he concluido que también eso podríamos ser: un riachuelo africano que se tiene por país.

Desde los ventanales del Hotel Bratislava soñé estar a miles de kilómetros de esta Praga primaveral, pisando la arena marina y luego ahogándome en el océano. Sobreviví mientras el olvido y la muerte tomaron cada esquina de mi vida. No sabré nunca, ni en Praga ni en mi país, si las espumosas olas a los pies de mi imaginación fueron un saludo o un rechazo de la Mar del Sur.

Es hora de que apague, con una pinta más de cerveza negra, los excesos que en mi organismo dejaron la ginebra y el sexo rubio de Tania la última noche.

2

En 1963 retorné a San Salvador de mi cruzada personal, los dientes quebrados y el culo quemado. Había estado en Cuba para la invasión de Playa Girón, en abril de 1961, y la crisis de los misiles, en octubre de 1962; en México, D.F., ese mismo 1962, escapé a una persecución de la cia, automóviles rasantes y disparos incluidos; para colmo, del grupo de revolucionarios salvadoreños que se entrenó en la Sierra Maestra fui escogido para recibir adiestramiento en radio-comunicaciones. Necesitamos saber de ustedes una vez se encuentren en la boca del tigre, me espetó a quemarropa el cabrón del Chino mientras expulsaba un penetrante aliento apestoso a tabaco fuerte y alcohol. Así era la revolución en sus primeros años y así era de campechano el enlace que el Departamento América, del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, tenía con el grupo de salvadoreños que nos entrenábamos en la Isla.

Al ingresar en 1963 a El Salvador yo era una caricatura del Roque que había salido una mañana lejana rumbo a México por la frontera salvadoreño-guatemalteca de Las Chinamas creyéndose la gran cancana, la pura mengambreya, el rey del mundo. Lo primero que hice en territorio salvadoreño fue escapar a una playa vacía del puerto de La Libertad, que esperaba por mí. Desnudo entré a esas paredes azules de mis sueños. Por ese instante había resucitado desde el frío, por esos muros de agua salobre había bebido numerosas muertes. El Pacífico comenzó a tragarme mientras nadaba mar adentro tras la reventazón, feliz de estar de nuevo entre las olas. Cuando comencé a patalear y ahogarme, nadé en dirección contraria a la playa. La mar se abría como una alameda plena de flores y cipreses, era un bulevar de los héroes, pero también de traidores, canallas y asesinos. En mi mente desfiló a la velocidad de la luz mi vida, como un filme al revés... Sin embargo, no morí como aquel muchacho que se perdió en el mar, Canito, nuestro compañero del Partido, ahogado en una de las juergas que organizábamos en el puerto allá por los años cincuenta.

Sobreviví, por ironías del destino, para caer preso esa misma semana mientras me emborrachaba con Ricardo Aquelarre en el Bar El Paraíso de don Adán y la niña Eva en La Praviana; puede ser que este lumpen hediondo me delató, pues se ausentó un buen tiempo de mi mesa, quizás para llamar a la policía, ya que momentos más tarde fui capturado en persona nada menos que por el Niño Dios, el judicial de la policía secreta que llegó en una operación especial al mando de otros cinco esbirros a bordo de un jeep con techo de lona a capturarme y desaparecerme en pleno día de aquel San Salvador feliz que de repente sufrió un cortocircuito y se convirtió en pesadilla.

3

Durante el verano de 1957 y del Sexto Festival Mundial de la Juventud y de los Estudiantes por la Paz, antes de arribar al cielo soviético, Roque Dalton estaba convencido de que el futuro pertenecía a los jóvenes comunistas que conquistaban el espacio. El futuro mundial era ya socialista. Pero se decepcionó cuando el Ilyushin 62 aterrizó en el aeropuerto moscovita Sheremetov. Eran unas instalaciones viejas, descuidadas, mal pintadas y destartaladas. Venía de La Haya, Viena, París y Londres, donde había conocido ultramodernas aeropistas y hoteles, por lo que aquel aeropuerto del paraíso proletario lo desinfló. El enemigo llevaba décadas de ventaja. Tras aquellas rústicas instalaciones, sin embargo, se insinuaba el Moscú enigmático, antiimperialista y fogoso, que coexistía con su pasión por Mayakovsky, Trotski, Madame Kollantay, Marina Tsvetáyeva y Alexander Pushkin.

Roque era un joven en plena adolescencia, así lo delataban sus veintidós años que parecían en su rostro de niño iluminado no más de diecinueve, su metro sesenta y siete de estatura y sus cincuenta y nueve kilogramos de peso en ayunas; el mechón de pelo negro que le caía en la frente le daba el aspecto de un adolescente descuidado; de su figura resaltaba su larga nariz, que lo había convertido desde niño en el hazmerreír de sus compañeros de escuela. En su juventud fue conocido como el hombre pegado a su nariz del que hablara don Francisco de Quevedo y Villegas ("Érase un hombre a una nariz pegado"), según sus hermanos bohemios de aquel San Salvador de faroles y versos noctámbulos bajo la luna caliente.

Al llegar al das, su primera residencia moscovita cuyo nombre salía al unir las primeras letras del Dom Aspirantov I Studentov, el Hotel de los Estudiantes y Doctorantes como se decía en ruso, varios paisanos ávidos de noticias lo esperaban. Pero sobre aquel punto invisible de la América Central, era sobre lo último que podían preguntarle y se limitó a regalarles periódicos y revistas que había comprado hacía pocos días en Latinoamérica.

Sobre las inmensas avenidas moscovitas caía el saludable verano ruso, por lo cual le bastó su traje del trópico, sombrero incluido, para pasear por las calles de Moscú. El clímax de su arribo fue visitar la momia de Lenin en el mausoleo de la Plaza Roja, y ello con el privilegio de no hacer la inmensa cola que sí tenían que soportar los ciudadanos de a pie para visitar aquel sepulcro suntuoso que albergaba el cuerpo embalsamado de Lenin.

Por formar parte de la delegación latinoamericana al Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, su traductor, Gregóri Ivánovich, los había introducido, en menos de diez minutos desde su llegada a la Plaza Roja, por el pequeño subtérraneo sacro donde reposaba cual león proletario el jefe de la revolución mundial, Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, mediante unos pases especiales que llevaba, extendidos por el respectivo comisario político del pcus.

Luego fueron de compras a la Beriozka, la tienda especial para extranjeros donde solo admitían dinero capitalista; ahí dejó unos cuantos dólares en bagatelas compradas más por cortesía que por necesidad. Esa semana fue al Teatro Bolshoi y se alegró cuando Gregóri Ivánovich le comunicó que tenía una cita con la Unión de Escritores Soviéticos y una audiencia en Peredélkino, la exclusiva región de los artistas, con el poeta turco Nâzim Hikmet, quien vivía desde hacía años en su exilio moscovita.

Fue una llegada triunfal, digna de la mejor película y el más interesante capítulo de una novela de aventuras. Cómo no habría de serlo si Moscú era la meca de la izquierda mundial, y aquí hallaría paz y descanso. Por lo menos así lo creyó al principio. Los combatientes comunistas del mundo tenían en Moscú y la Unión Soviética una retaguardia estratégica ideal para descansar y estudiar. Sin embargo, todo aquel mundillo selecto —estudiantes y becarios del Tercer Mundo, sindicalistas solventando cursos de preparación política y combatientes revolucionarios de todo el orbe adiestrándose en las academias militares—, quería ir a luchar de inmediato contra el imperialismo enrolándose en alguna de las batallas por la libertad, la paz y el socialismo que se libraban en los países pobres del planeta en plena labor de sacudida de su pasado colonialista.

Durante ese Moscú veraniego de 1957 y del Festival Mundial de la Juventud ya venía de rodar mundo; Santiago de Chile y Panamá figuraban en su itinerario, así como Viena y Praga. En México, D.F. había contactado a poetas y periodistas del Café La Habana, ubicado entre Balderas y Bucareli, que le permitieron publicar sus ensayos políticos en varios periódicos y revistas, y establecer vínculos con el aparato clandestino del pc mexicano, que estaba en lo mejor de la refriega en varios Estados de la República. Allí había conocido y congeniado a Laco Zepeda, con quien a partir de entonces se considerarían hermanos gemelos, nacidos en aquél d.f. de sus sueños, recordando la poesía de su minipaís en el tren azul de la tristeza que se marchaba pitando rumbo al paraíso, sin esperarlo. Así lo había recitado en poemas quemantes olorosos a tequila y pulque en “La casa de la nostalgia” del poeta chapín Otto Raúl González en el d.f. durante las tertulias literarias de anochecer de los viernes.

Años después estuvo con Laco en La Habana, y había compartido con él aquella beldad llamada Asela, bailarina del Tropicana habanero que los trajo de cabeza desde el principio hasta el fin de esa Cuba de Playa Girón, antes y después de la invasión frustrada para la cual se movilizaron fusiles y uniformes del Ejército Rebelde incluido para ese abril heroico de 1961, cuando la invasión contrarrevolucionaria a Cuba fue derrotada por el Ejército Rebelde en setentidós horas.

En esa Habana de sueños celebraron juntos en un convite de sexo, ron, poesía, música y amistad la primera derrota del imperialismo yanqui en América Latina. A partir de esa fiesta se proclamaron hermanos de leche, pues habían mamado de las mismas tetas y bebido agua del mismo manantial erótico. Asela, erotismo puro, deseos afrodisíacos eternos. Verla bailando en el Tropicana, era ver en persona a la muchacha más sensual de toda La Habana Vieja, donde residía; la más jovial en toda aquella Isla bajo estado de alarma permanente. Tenía unos ojos profundos de miel y aceituna con cuya vista, cual heresiarca de una tribu secreta, los hipnotizaba y avasallaba como la serpiente asesina paraliza a los corderitos antes de engullirlos. Era la sacerdotisa mayor del culto esotérico al sexo, la locura y la muerte, a la poesía y la revolución.

Con Laco volvió a México y logró asiento en el tren que lo transportó a él a su pequeño país, mientras Laco se quedó, para el resto de aquella odisea descalza, en las calles de Tenochtitlan deshilvanando la poesía de los mayas eternos y la filosofía náhuatl.

En El Salvador, al contrario, antes de filosofar había que buscarse la cena, y los cadáveres de los desaparecidos por la tiranía militar del partido gobernante, el Partido Revolucionario de Unificación Democrática (prud), eran parte de la pesadilla dictatorial, consolidada por la danza de los millones de los años cincuenta, gracias al elevado precio del café en el mercado mundial.

Había partido de aquel México lindo y odiado, ya que para 1957, en los prolegómenos de su viaje al Festival Mundial de la Juventud, su buena estrella lo había estrellado contra la puerta del Partido Socialista de Humberto Lombardo Toledano, quienes vieron en él más que a un entusiasta internacionalista a un imprudente espontaneísta que los podía comprometer, por lo cual, más por quitárselo de encima que por guiarlo por las sendas del proletariado mundial, le sirvieron en bandeja de plata aquel viaje a la urss, pues era el delegado escogido por los comunistas salvadoreños para dicho Festival de las juventudes comunistas del planeta. En Moscú se reencontró, para su sorpresa, con Boca de Trapo, Roberto Castellanos Calvo, Mingo Mira y Tomás Paz, delegados salvadoreños comunistas llegados por otra ruta, que se encargaron de hacer para él las introducciones y orientaciones necesarias a todo neófito. Estaba con ellos también Carlos Fonseca Amador, flaco y desgarbado centroamericano, quien hacía pocas semanas había arribado a Moscú como único delegado de los nicaragüenses desde la lejana noche somocista.

Recordó su partida de México, D.F. a Moscú. Todo había comenzado una noche de hacía tres meses, cuando el Partido lo envió desde San Salvador con un paquete de cartas y encargos rumbo a México, D.F. para contactar a sus paisanos, ex militares golpistas, académicos universitarios exilados, poetas espías conspirando desde el extranjero o estudiantes cantando en las noches como mariachis en la Plaza Garibaldi, frente al Bar El Tenampa.

México, D.F. era una feria de ilusiones con variopintos personajes como Mauricio de la Selva, entusiasta masferreriano, quien entretenía su ausencia del país con poemas cursis en las veladas del exilio; o las dos poetisas Liliams, tan distintas y distantes, una agente de la embajada soviética y la otra alcoholizada, decrépita, vendiendo los cuadros de su hijo inválido en las madrugadas de bohemia y tabaco del Café La Habana.

México, D.F. era esparcimiento y belleza en medio de su cielo contaminado, que llenaba los pulmones de sueños y gases tóxicos. En ese d.f. de los años sin-cuenta había sido feliz malgastando su eterna juventud en una bohemia banal. Desde ahí había viajado al este europeo a cincelarse un destino apropiado para sus delirios de grandeza. Hasta aterrizar, para aquel memorable verano de julio de 1957, en el Moscú de los comunistas y las mujeres bellísimas, rubias, dueñas de las más exquisitas piernas del mundo.

Su estancia en México, D.F., mitad periodista, mitad escritor, lo acostumbró a aceptar las salidas más inverosímiles como creíbles. Lo anormal se volvió banal, lo importante de toda aquella feria de lo normal y lo trascendente eran los objetivos. Por ello, cuando aterrizó en el mundo desconocido y extraordinario del socialismo real, no se traumatizó ni decepcionó.

Sus primeras impresiones de la urss fueron demoledoras, pues había escasez de productos de primera necesidad; la pasta de dientes era horrible, con un sabor insoportable, las hojas de afeitar romas, sin filo para rasurar, al grado de causar heridas en la piel; no se encontraba carne en los supermercados ni en las “estalobayas”, los restaurantes populares.

Tampoco había papel higiénico en las bodegas de los supermercados. Todo aquel mundo proletario del país de los soviéts se limpiaba el culo con las páginas del órgano oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética, pcus, el periódico Pravda y con otros rotativos como Isveztia, Komsomolskaya Pravda o Trud, al grado que se sabía extraoficialmente que en la urss era común el cáncer de colon debido a la tinta negra de los rotativos comunistas que quedaba impregnada en el ciego luego de que las personas afectadas se limpiasen el ano con aquellas páginas gloriosas que cantaban el esplendor del socialismo y el futuro maravilloso del comunismo.

Se trataba de una deficiencia estructural de la economía soviética y del campo socialista, pues le daban prioridad al desarrollo de la industria pesada para las fábricas y los armamentos, en detrimento de la industria liviana, que no recibía mayor atención debido a las urgencias políticas mundiales como la carrera armamentista, los viajes aeroespaciales o el desarrollo de la industria metalúrgica.

No habían jeans, pantalones de lona que hasta los países subdesarrollados producían; tampoco estaba desarrollada la industria perfumera, ya no se diga la confitería y la porcelana. No tenemos jeans, en cambio enviamos al primer hombre al cosmos, argumentaban los politruks, politicheski rukobaditeli, dirigentes políticos, en las polittchás, horas políticas, a lo largo y ancho de la urss; argumento especialmente dirigido a los delegados que, como ellos, procedían de países capitalistas.

Como respuesta a todas aquellas carencias de artículos suntuosos y de primera necesidad, escribió su primer panegírico a la cuna del socialismo: “Vengo desde la urss amaneciendo”, que el poeta Oswaldo Escobar Velado y su editorial Puño y letra, junto con los poetas jóvenes del Círculo Cultural Universitario editaron ese mismo año como libro en San Salvador, en la revista El gallo gris.

4

También tuve desgracias, no todo fue color de rosa en ese San Salvador de los sesenta. Luego de retornar de la urss y de enrolarme en el Partido comenzó lo más duro del trajinar, cuando arreció la lucha contra el tirano José María Lemus, quien intentaba reelegirse fraudulentamente.

Con la Asociación de Estudiantes Universitarios, aeu, y la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños, ageus, organizamos en 1960 la lucha contra el continuismo de Lemus, canalizando las protestas a través de la Unión de Trabajadores Ferrocarrileros, utf, el movimiento sindical y los militares progresistas opuestos a los planes dictatoriales de Lemus.

En esas jornadas continué una febril actividad política que acabaría quince años después. En 1960 caí preso; me encarcelaron en la Penitenciaría Central de San Salvador, cerca del Parque Bolívar. Cuando entré a la cárcel, acusado de causar disturbios públicos, era ya uno de los más destacados jóvenes intelectuales militantes del Partido Comunista Salvadoreño, pcs. Me casé en 1955 con Aída Cañas Morales a la edad de veinte años, tuvimos tres retoños. La persecución gubernamental contra mi persona durante 1960 me dio notoriedad como político e intelectual opositor al régimen. El 14 de diciembre de 1959, con un grupo de estudiantes universitarios y de secundaria, saboteamos el desfile militar conmemorativo de la “Robolución de los Mayores de 1948”. Fui acusado de ser uno de los causantes de los disturbios contra el acto de la “Robolución de los Mayores” y al día siguiente, el 15 de diciembre, capturado por la Policía Nacional y confinado a la Penitenciaría Central a la espera del juicio en mi contra; acusado por el gobierno de ser un agente al servicio de Moscú, subvertidor del Orden Constitucional y de las Buenas Costumbres así como propagador de Doctrinas Anárquicas y Contrarias a la Democracia.

Pobre mi madre, María García Medrano, y mi esposa, Aída Cañas, sufridas samaritanas en búsqueda de mis huellas cada vez que la policía me secuestraba. Ellas son precursoras de las acciones de denuncia en el tema de los “desaparecidos”. El 8 de enero de 1960, sin pruebas para detenerme, el Juez Quinto de lo Penal decretó mi libertad bajo fianza. Mi madre no pudó callar aquellas escenas del infierno vistas en la Penitenciaría y describió las condiciones insalubres de la Penitenciaría Central destacando que en medio del callejón donde estaban los reos pasaban las aguas negras de la ciudad, en una canaleta. El hedor era insoportable y una amenaza a la salud, aparte de ser indignante.

En octubre de ese año me volvieron a capturar y me condenaron a muerte, por tan peligroso me tenían y tanto era el odio del presidente José María Lemus hacia mí; estaba en lista de espera para ser fusilado cuando estalló el golpe de Estado contra Chema Lemus la madrugada del miércoles 26 de octubre de 1960. La gente llegó en multitud a liberar a los presos políticos, nos cargaron en hombros desde las bartolinas y nos pasearon por el centro de San Salvador. Luego nos enteramos que el avión militar del tirano había aterrizado en San José de Costa Rica, donde había pedido asilo político.

Aquel San Salvador tenía su encanto porque éramos jóvenes, creíamos en el futuro y nos habíamos enrolado en el Partido. La historia estaba de nuestro lado y luchábamos por erradicar la explotación del hombre por el hombre del planeta. Éramos la vanguardia literaria del país, nos alimentábamos de lecturas de lo mejor de la literatura latinoamericana y mundial, estábamos satisfechos de nuestra poesía y lucha política, de las mujeres que amábamos y de aquél país con una historia triste, al cual, a pesar de que sabíamos que nos quedaba corto, amábamos hasta el tuétano de los huesos.

Luego del derrocamiento de Lemus a finales de octubre de 1960, la Junta integrada por militares centristas y por los civiles Fabio Castillo Figueroa y René Fortín Magaña decretó la rebaja de los alquileres de las casas, el precio del agua y la luz, y comenzó a mejorar el nivel de vida del pobrerío, que había sido el objetivo de nuestra lucha. La Junta abrió relaciones diplomáticas con Cuba, donde el doctor Fidel Castro Ruz había llegado al poder al frente de un grupo de guerrilleros barbudos; él era un fanal para nosotros y la revolución cubana una antorcha libertaria para Latinoamérica.

Cómo era o cómo estaba construido aquél San Salvador de la edad de oro de nuestra juventud? Éramos jóvenes y teníamos todo el tiempo del mundo para iniciar cualquier empresa; aún no habíamos trastocado los muelles de la locura y cualquier equivocación podría ser subsanada en los siguientes años de juventud y madurez. El alcohol estaba a la orden del día, también las mujeres hermosas y simpáticas, la lectura de los clásicos del marxismo, las clases en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional y las reuniones de las células clandestinas del Partido, donde planeábamos la toma del poder a mediano plazo mediante una insurrección popular escalonada.21

Había sido superado el trauma de la insurrección indígena del 32 que sesgó la vida de más de treinta mil campesinos y permitió a la tiranía militar del general Maximiliano Hernández Martínez decapitar la dirigencia comunista de entonces, lanzando al Partido a la clandestinidad por décadas. En esas acciones de reestructuración del movimiento revolucionario y estudiantil estábamos, cuando en la medianoche del martes 24 de enero de 1961 se desencadenó un contragolpe de la gorilada y la oligarquía, que impusieron de nuevo las tiranías militares en el país, disfrazadas de gobiernos elegidos democráticamente a través del oficialista Partido de Conciliación Nacional (pcn).

A pesar de las adversidades momentáneas la lección histórica fue que una nueva generación de jóvenes poetas había descubierto la lucha de clases, leían a Marx, viajaban a la urss y al campo socialista y escribían literatura comprometida, aún sabiendo que se metían en camisa de once varas, en una lucha donde arriesgaban la cabeza. En el país se hacía política revolucionaria jugándose la vida o no se hablaba de ello. Las tiranías militares habían calado hasta lo hondo en el salvadoreño medio, traumatizándolo con el miedo al comunismo.

Derribábamos mitos anticomunistas, nos importaban un bledo las buenas costumbres y aquel orden burgués que se moría de aburrimiento entre las misas dominicales de los curas gobiernistas encabezadas por Monseñor Luiggi Chevéz y Gonzalva —un perverso cura bisexual, amante de coroneles asesinos, pedófilo de primer orden—, y el paso militar de los policías nacionales patrullando la noche en que hasta entonces había vivido El Salvador. La cosa es que habíamos llegado y estaba amaneciendo.22

5

Cerca del Cine Modelo en el Barrio Santa Anita, en 1962, cuando las células comunistas se reunían al calor de las noches tibias a conspirar, habían no solo calles sucias y estrechas llenas de locatarias y vendedores de lotería, mesones inhóspitos y pupuserías de polletón, locales alegres como Las Conchas Julia, sino también antros de bajos fondos, cervecerías con mariscos y salones con cinqueras roncas, a las que de vez en cuando había que dar una patada en las bocinas para que la voz de Los Panchos o Daniel Santos se escuchara más clara y melodiosa mientras los albañiles, zapateros remendones, jornaleros, mecánicos, peroleros y buhoneros retornaban de sus trabajos.

No lejos de ahí se ubicaba el Salón El Pepal, conocido como Las Virgas del Turco Cipriano, que era propiedad de Irma, una hermosa prostituta amante del turco, y donde era posible encontrar rameras decentemente vestidas, las mismas meseras que atendían a los parroquianos y que hacían el amor cuando así eran requeridas.

En un medio así eran infaltables los rateros, proxenetas, chivos o mantenidos de las meretrices, los vagos y los estafadores. Por esos variopintos lares en esa edad de oro desfilaban estudiantes universitarios, políticos opositores acusados de comunistas y policías de paisano y de uniforme. Era el medio natural en el que podíamos desplegarnos, confundirnos con la plebe y el lumpen proletario y a la vez llevar una vida encubierta que nos daba seguridad bajo el clandestinaje.

Era 1962 y el aparato militar del Partido se aprestaba a iniciar la guerra de guerrillas en las faldas de los volcanes que servían de entrada a las principales ciudades: San Salvador, con su volcán Quetzaltepec y su cerro de San Jacinto; Santa Ana, con el Lamatepec y El Chingo; Sonsonate, con el volcán Izalco; San Miguel, con el Chaparrastique; San Vicente, con el Chichontepec; La Libertad, con la cordillera del Bálsamo y el cerro del Jabalí. Un grupo de salvadoreños del Partido nos habíamos entrenado militarmente en Cuba bajo las órdenes del Guajiro Benigno y del Che.

Las ciudades importantes de El Salvador tenían uno o dos volcanes y cerros, donde la oligarquía sembraba el mejor café del mundo, la variedad Pacas del Coffea arábiga; sus bosques, que daban sombra a los arbustos del cafeto, eran lugares estratégicos idóneos para la lucha armada. Esto lo habíamos planeado con Fidel Castro en su casa particular en La Habana, al calor de un café fuerte y humeando unos gigantescos puros marcas "Churchill" y "Partagás".

El objetivo era la insurrección armada desde los volcanes; Barbarroja Piñeiro, el jefe de los espías cubanos, Director del Departamento América del Comité Central del Partido Comunista cubano, con su eterno optimismo dio órdenes a los instructores para que nos enseñaran a fabricar bombas con hojas de cafeto y a desarrollar una estrategia guerrillera adaptada a la lucha bajo arbustos y cafetales; entre los entrenadores guerrilleros estaba el guajiro Benigno, Dariel Alarcón, futuro compañero del Che, Aníbal y Ulises San Román. Estos dos últimos traicionarían a la revolución, escapando a Miami con nuestros dossiers, incluyendo fotos, biografías, nombres, apodos, estaturas, color de la piel y hasta radiografías dentales de todo el grupo salvadoreño que entrenó Benigno.

Lo complicado y triste fue que un año después tanto el Che, quien manejaba este grupo operacional, así como el Partido, no nos advirtieron de esta deserción a los salvadoreños que allí nos habíamos entrenado, y que estábamos ya en inicio de acciones en El Salvador. Nos abandonaron a nuestra suerte, dándonos la espalda como a apestados, cuando los cazadores de cabeza de la cia llegaron al país por nuestras vidas, poniéndonos en el dilema de colaborar o morir como traidores.

Si la paz terrenal y la camaradería entre compas, tacuaches y camarones reinaba en el puticlub El Pepal, lo contrario ocurría en el bar aledaño El Foco Rojo, cuyos dueños eran los luchadores de lucha libre Kali Valdés y The Tempest, pertenecientes al bando de los “sucios” y “limpios” respectivamente. En El Foco Rojo había por lo menos una riña diaria o nocturna entre los clientes, cuando no una batalla campal con heridos y balaceados. Era un quebradero de cabeza para los policías de línea, pues este bar de mala muerte estaba protegido por la policía; sus dueños tenían contactos con su cuartel central. El Foco Rojo era frecuentado por un sinnúmero de luchadores de la lucha libre, con máscara o sin ella, con cabellera o rapados. Los principales "sucios" eran El Apache, hijo del inspector Quinteros de la Policía Nacional que se entrenaba, junto con otros “sucios” de la lucha libre, torturando y asesinando presos políticos y delincuentes comunes en las bartolinas de la Policía. A veces se les pasaba la mano cuando aplicaban torturas como el avión, la capucha, el balde de arena, el submarino o la picana eléctrica y no les quedaba más remedio que cargar con los muertos y abandonarlos en El Playón, como banquete para los zopilotes o meterlos en sacos de yute, amarrarlos a una piedra pesada y lanzarlos a las correntadas del río Lempa en el Puente de Oro, como festín para lagartos, peces y chimbolos.

Con los poetas Roberto Armijo y Manlio Argueta nos divertíamos bebiendo en aquella zona roja del Barrio Santa Anita que incluía El Pepal o Las Virgas del Turco Cipriano y al Foco Rojo, ya que éramos militantes rojos, incluido el par de patojos guatemaltecos, Otto René Castillo y Arqueles Morales, que llegaron exilados de Guatemala huyendo del tirano Castillo Armas, a quienes al calor de la poesía y tragos de aguardiente "Muñeco" reclutamos para las células de la Vanguardia de la Juventud Salvadoreña, alias la Juventud Comunista, que fundamos con el Zarco Armando Herrera, apadrinados por Raúl Castellanos Figueroa. Éramos también luchadores rojos, pero revolucionarios.

Otros luchadores “sucios” asiduos de El Foco Rojo eran El Bucanero, un carretonero de La Garita quien debido a su oficio de halar bultos y canastos a las locatarias del Mercado de la 5 de noviembre y de La Tiendona y a las pupuseras de Las Palancas estaba en óptimas condiciones físicas.

El Bucanero era gran amigo del poeta Roberto Armijo, quien aparte de ser asistente del poeta Oswaldo Escobar Velado y hacerle los mandados en su bufete de abogado, tenía una venta de mariscos en Las Palancas del Barrio Las Victorias, y era experto en preparar cócteles de concha y de camarón, ceviches, así como yuca con pepescas o con fritada. El Bucanero acarreaba los productos que el poeta Armijo requería para sus menjurges y menús de barrio bajo y corazón proletario. Antes de la marisquería, el poeta Armijo había vendido periódicos y lustrado zapatos; así eran de pobres los poetas jóvenes de Cuscatlán, que aparecieron en la antología Tigres del Sol elaborada por el Pichónidas Zea, un poeta de Izalco que se había traído como asistente el poeta Escobar Velado a su casa-oficina de abogado. El título de tal antología, que más bien parecía antielegía, había sido sacado de una de aquellas carteleras que anunciaban a nuestros amigos luchadores de la Arena Metropolitana, con quienes nos codeábamos en El Foco Rojo, El Pepal, Las Virgas del Turco Cipriano, El Río Rosa y otros salones, prostíbulos y antros sagrados.

El Bucanero era uña y carne con el poeta Roberto Armijo; lo ayudaba cuando en sus borracheras de La Garita el poeta Armijo perdía los estribos. De las peleas campales le quedó la leyenda a Armijo de ser bueno para las patadas y los ganchos a los bajos.

Hasta aquel año 1962 nadie le había ganado al Bucanero, estaba invicto. Era un negro moronga con una mirada de sicópata, alto y fornido, peinaba una cabellera desordenada, lisa y negra, que le llegaba hasta los hombros y cuando ya borracho gritaba, le daba un perfil siniestro. El Diablo Rojo también se asomaba de cuando en vez, éste pertenecía a los luchadores “limpios”, aún no le habían quitado la máscara en combate y era controlador de tiquetes en la entrada del Cine Tropicana, cerca de la Policía de Hacienda. Otros clientes de El Foco Rojo eran el Mongol, quien procedía de las barriadas de la Colonia 5 de Noviembre; el Zas I, que inventó la técnica antipiquetes a los ojos para gloria de la lucha libre cuscatleca y aún conservaba la máscara, y el Zas II. Este último había perdido su máscara recientemente y escogido un nuevo nombre de combate, El Águila Migueleña, en homenaje al equipo de fútbol de San Miguel; El Gran Chema, El Monje Loco, La Montaña Tecleña o el Médico Asesino eran otros de los tantos luchadores parroquianos.

Por aquel bar también se asomaba Relámpago, el rejero del barrio, pues aún no lo había vencido nadie en pelea callejera alguna; era cliente habitual del puticlub El Pepal, al que conocíamos como Las Virgas del Turco Cipriano, el puterío que regentaba nuestro Secretario de Organización antes de honrarse y abrir la sastrería El Mariscal. El turco Cipriano era compadre con Relámpago, pues ambos eran turcos y habían estado presos por sospechosos de ser miembros de La Banda del Carro Fantasma.

El turco Cipriano fue reclutado en las bartolinas de la Policía Nacional por el prohombre comunista y maestro de juventudes, Don José Celestino Castro, en contra de los votos de Miguelito Mármol, Daniel Castaneda y Miguelito Cea, también en esos momentos presos, que nunca lo tragaron, pues desconfiaban de su procedencia pequeñoburguesa y su biografía de lumpen como miembro de una banda de robacarros.

De tanto merodear entre El Foco Rojo y El Pepal, Relámpago terminó casándose con Lina, la hija de los dueños de la Farmacia Recinos, una muchachita flaca y silenciosa que atendía la botica más surtida de todo el Barrio Santa Anita, ubicada en medio de estos dos bares, y donde vendían "zangolote" a los borrachitos que no podían pagarse un trago de "Pirulí" o "Espíritu de Caña" y que se curaban la resaca con este cóctel de alcohol puro de farmacia, de 90 grados, mezclado con agua. Luego del casorio de Relámpago con la heredera de la farmacia, fueron famosos los alaridos de su reciente esposa Lina Recinos, pues se oían durante las primeras noches de matrimonio a más de doscientos metros a la redonda del lugar donde estaba ubicada la botica, y cuya única explicación era la descomunal mandarria que Relámpago se manejaba, al grado de ser uno de los pocos hombres en el mundo de practicarse una autofelación.

Por esos días Relámpago dejó de asistir a El Foco Rojo debido a la paliza humillante que sufrió a manos de Tenguereche, otro carretonero de La Tiendona, compañero de El Bucanero, lo cual levantó la sospecha entre los borrachos de El Foco Rojo y El Pepal, así como entre los poetas comunistas y camarones que nadábamos en las aguas turbias del bajo mundo, que la ardiente y mosquitamuerta Lina Recinos le chupaba toda la energía al fornido gánster robacarros en sus noches de gata caliente.

Tenguereche, que no era luchador, ni proxeneta, ni mafioso de altos vuelos, sino un simple carretonero asceta que no fumaba ni bebía alcohol, pasó después de su triunfo a ser el jefe de los bajos fondos del Barrio de Santa Anita. Por haber derrotado a Relámpago a golpe limpio se ganó los amores de La Calandria, la prostituta viuda del Águila Migueleña, en contra de los deseos de su mujer, La Pepesca, una prostituta alcoholera que terminó enamorándose perdidamente de la fama de Tenguereche más que de su físico, ya que éste era un indio culo azul, chaparrito, empurrado y negro, tostado, que pasaba desapercibido. De la noche a la mañana, después de haber vapuleado a Relámpago, Tenguereche se convirtió también en el latin lover de aquellos antros donde pululaban pistoleros, macheteros, apostadores clandestinos, cuchilleros, pechetrineros, rateros, poetas comunistas y policías secretos. Andaba siempre descalzo y con el pelo largo debido a la promesa hecha a Dios, una vez que se estaba ahogando en el Lago de Ilopango, de vivir el resto de su existencia sin zapatos y jamás visitar un peluquero si Tatachúz lo sacaba con vida de aquél pataleo mortal en medio del lago hasta la playa de Apulo.

A El Foco Rojo no solo llegaban luchadores de la lucha libre y de la vida real, sino también luchadores comunistas así como una gama de personajes que, como las ratas, las cucarachas y las moscas, vivían empozados en las aguas negras que nutrían la ciudad. Estafadores de poca monta, policías judiciales, juras de paisano, falsificadores de cheques, dinero y todo tipo de documentos, cuilios de uniforme que gozaban de permiso, rateros organizados como los integrantes de “La banda de los chicos malos” que jefeaba Gregory Peck y que robaban todo objeto de valor que encontraban mal puesto en cualquier sitio.

El Foco Rojo era un territorio neutral donde coincidían tamarindos y policías, luchadores y malandrines. Al contrario que El Pepal, en este sórdido bar mandaban los machos; sus mismos dueños eran campeones de la lucha libre, y sus clientes cargaban pistolas, cuchillas, manoplas y andaban siempre ojo al cristo cuando ingresaban en el recinto. Por dichos antros merodeaba el Chele Medrano, Mayor de la Benémerita Guardia Nacional y uno de los torturadores más sádicos del gobierno, quien recientemente había dejado ciego a Edmundo Canessa, un político opositor acusado de comunista, al meterle por un oído un lápiz de hierro que no alcanzó a sacar por el otro.

Hasta esos antros de bajo mundo, de sexo y muerte, Eros y Tanatos, me trasladaba mi instinto de poeta de barrio adentro y lunas rotas en los charcos de las calles después de la lluvia. Allí me iba con mis blocs de notas donde se confundían los datos sobre los reos a los cuales tenía que defender en los juzgados, ejerciendo mi trabajo de litigante, con los poemas de amor que dedicaba más que a una mujer en particular, al amor, o los poemas contra la dictadura militar, los curas sinvergüenzas y los poetas gobiernistas, entre ellos uno, “Cine”, donde decía que Hugo Feo, el degenerado y católico poeta santurrón de la derecha en esa época, su intelectual orgánico, solo mierdas escribía, y que tantos dolores de cabeza me acarreó.

Medrano era el mismo perro que me secuestró varios meses en un sótano inmundo de la Guardia Nacional donde diariamente me bañaban con aguas negras para doblegar mi voluntad allá por 1963. Enmierdado, coexistiendo con cucarachas y gusanos de letrinas pasé meses encerrado por el delito de ser comunista, hasta que el Chelito creyó haberme deshecho la última miga de coraje que me quedaba. Entonces me ofreció papel y lápiz para que firmara diciendo que abandonaba la cárcel en excelente estado de salud y que había recibido buen trato. Le firmé el papel con aquel inmundo texto que me pedía como una estratagema para salir libre, sabía que Aída y mi madre habían ido a la prensa, la radio y la televisión, denunciando mi secuestro sin obtener resultados concretos, nadie tenía noticias de mi paradero. El Chele Medrano, presionado por el escándalo público, convocó a una conferencia de prensa donde me presentó con ropa limpia, bañado, rasurado y con el cabello recortado. Según el jueguito que me propuso, yo debía corroborar sus declaraciones y dar por auténtica la firma al pie de aquél mugriento papel. Al final de su presentación cuando me tocó la palabra, ahora el Bachiller Roque Dalton les va a dar su declaración que confirma que todo se trató de un malentendido y que la injuriosa campaña de prensa denunciando su secuestro ha sido obra de los comunistas comeniños, etc., me paré en medio del salón y señalando con mi dedo índice la silueta del energúmeno lo acusé delante de la prensa de ser mi secuestrador y torturador, este asesino que está aquí como si nada, conocido como el Chele Medrano, ha sido el que me plagió, me torturó y me propinó durante meses baños de mierda y orines, este sádico que ven aquí campante y tranquilo haciéndose el juanvendemelasconservas, me tuvo todo el tiempo preso, y ese papel que tiene en las manos con mi declaración y mi firma al final no vale un cuiz ni medio rial ya que lleva añadido un no que lo invalida y si no señores periodistas lean bien ese asqueroso papel con mi firma Roquedaltonno.

Salí libre porque ya no quedaba de otra, pero desde entonces pasé a engrosar la lista negra del Chele Medrano, la de aquellos a los que era necesario darles matacán en cuando se diera la oportunidad por las vías legales, o por las otras.

A El Foco Rojo el Chele Medrano llegaba a bordo de un jeep "Willys" descapotado verde olivo, acompañado por una pareja de guardias de paisano; era condescendiente con los parroquianos, invitándoles a tragos extras o vasos de cerveza. Si se encontraba con algunos clientes comunistas, como sucedió en más de alguna ocasión con el poeta Roberto Armijo, acompañado de Raúl Castellanos, de Miguel Ángel Parada o hasta conmigo mismo, nos invitaba a una ronda de cerveza, a pesar de que si nos detectaba unas horas antes o después en algún mitín político contra el gobierno en la Plaza Libertad, no dudaba en llevarnos bien amarrados a las bartolinas de la Benemérita Guardia Nacional. Allí nos torturaba y luego nos mandaba al exilio a Honduras, Guatemala o Nicaragua, descalzos, chuñas, haciéndole bendito al culo con los pulgares morados de los amarres de cordel, y solo con lo que teníamos puesto.

Tanta era su idea fija de que éramos guerrilleros, que había diseñado un organigrama de la guerrilla, cuyo jefe máximo era el poeta Roberto Armijo. Cuando los esbirros que lo asesoraban le decían que el poeta Armijo era asmático y no infundía respeto entre sus compañeros —como prueba le mostraron aquél poema hiriente de Pedro Geoffroy Rivas dedicado a Armijo, "El tosigoso"—, Medrano les respondía que éstas eran estrategias diversionistas de los rojos, y que a Armijo lo cargaban cuatro forzudos guerrilleros a hombros en una carroza en los volcanes donde se entrenaban para iniciar la lucha guerrillera.

Con el Chele no se podía bromear ni en sueños. Por esos años andaba ganando puntos con los gringos y se acer­caba a El Foco Rojo para celebrar su despedida, pues había decidido enrolarse en el ejército estadounidense y marcharse a pelear contra los comunistas en Vietnam, al otro lado del mundo.

Años después de su cruzada vietnamita, al regresar a Cuscatlán, el Chele fue uno de los impulsores del consumo de drogas como mariguana, lsd, hongos y otros narcóticos, ya que venía ducho en tales menesteres luego de pasar temporadas enmariguanándose con las tropas gringas que luchaban contra el Vietcong en el sudeste asiático. Fue en esa época que nombró como su lugarteniente y hombre de contacto con la juventud hippie a Juvenal Aquelarre, el mismo que me acompañaba cuando me capturaron en 1964 en El Paraíso, y quien tenía entrada libre a las fincas del Chele en Los Planes de Renderos, donde Medrano tenía una amante hippie, Ana Meridiano. Allí organizaba sus juergas con todos los hippies aguacateros, cuyo "gurú" era Juvenal Aquelarre, quien venía con toda la onda hippie de peace and love de los barrios moteros y sicodélicos de San Francisco. Miérdano llegó a ser jefe de la cia en Centroamérica. Uno de sus alumnos lo superaría en crueldad y sadismo, Roberto Davidson, el sicópata asesino que dirigió los escuadrones de la muerte durante la guerra civil cuscatleca. Sin embargo, por la época de El Foco Rojo, Davidson meritoriaba para aprendiz de brujo en la escuela del Comando Sur en Panamá.

Cosas de la vida, en esa época hippie de Miérdano, allá por 1972, contactó nada menos que a Sebastián Urquilla, el Gran Capitán del Ejército Revolucionario del Pueblo, erp, para entrevistarse con él y sondearlo sobre posibles apoyos de los erpianos dado caso él se decidiera a dar un golpe de Estado. Aquí quedó plasmada la ideología elitista de Rivas Mira, ya que se entrevistó con alguien de la cúpula, nada menos que con el hombre de la cia en el país, para discutir un posible golpe de Estado medranista, apoyado por los erpianos. La demencial lógica del Choco Rivas Mira era "si tengo que entrevistarme con el enemigo lo haré con el número uno de ellos". Según su delirio de grandeza, El Salvador se convertiría, por su ubicación estratégica, en el centro de la lucha revolucionaria latinoamericana y tercermundista, dejando de lado incluso al paranoico del Caribe, Fidel Castro, pues, para Rivas Mira, Fidel siempre fue un pobre loco profiriendo disparates antiimperialistas desde una insignificante isla en el Caribe... Y ello a pesar de que los mismos cubanos le hicieron la cirugía plástica que cambió su vida y su destino allá por 1978, cuando mis huesos ya estaban bajo tierra y mi asesino, a buen recaudo, lejos del país, después de haber negociado y pactado su salida de escena con Joaquín Villalobos, Ana Guadalupe Martínez y Jonás. A Rivas Mira la cirugía plástica lo terminó de convertir en un chinito, que ahora vive en Milán, Italia. Otros rumores lo hacen viviendo en Inglaterra, Alemania, Guatemala, México, o hasta en la misma Conchinchina; y a su hermano Alfonso Rivas Mira, a quien siempre tuvimos como policía inflitrado, en México, donde trabaja como profesor universitario en una Universidad de Puerto Colima en La Paz, de Baja California Sur. Últimamente se rumora que ha retornado a El Salvador a morir, junto con su hermano Alfonso, quien no ha hecho nada más en esta vida que ser el big brother de Edgar Alejandro. El diablo lo sabrá, tampoco a nadie importan traumas y complejos de los que una vez se creyeron los reyes del universo...

A El Foco Rojo también llegaban reconocidos juras torturadores de ladrones y políticos opositores como El Niño Dios, el judicial que me capturó en El Paraíso, un policía negro, alto y panzón, con cara inocente, de esos que no quiebran un plato, y a quien se le hundía la cacha de la pistola en el lado derecho de su barriga, pues era zurdo para desenfundarla. Todo mundo le temblaba al Niño Dios, ya que a la hora de torturar se le iba la mano seguido debido a que era impulsivo y torpe, sobre todo en la aplicación de la picana eléctrica, y por ello era un asiduo visitante del río Lempa donde arrojaba los cadáveres de sus víctimas. Esto lo pude comprobar en carne propia luego de mi secuestro, pues fue el encargado de ablandarme en las bartolinas de la Policía Nacional torturándome con el avión y la picana eléctrica, así como el balde de arena y los puñetazos al estómago, hígado y corazón. El balde de arena era un pequeño recipiente de aluminio que se amarraba al pene del torturado, y al que gradualmente le agregaban piedritas de grava, hasta que el torturado sentía que se le desgajaba del cuerpo el miembro sexual con todo y testículos. Eran los regalitos del Niño Dios.

El Foco Rojo tenía su magia y atracción en esta variopinta clientela que llegaba sedienta en busca de un oasis de cerveza y guaro fuerte. La atmósfera de distensión que se respiraba en el bar relajaba el ambiente; ahí bebían tanto policías o judiciales de paisano como comunistas a sueldo del oro de Moscú, malandrines robacarros o vulgares asaltantes de viviendas. Fue nuestra Edad de Oro.

En este entorno, Cipriano, un turco procedente de Palestina, cuyos abuelos habían nacido en Belén, a quien desde la facultad habíamos promovido eligiéndolo Secretario de Organización del Comité Central del Partido Comunista, fundó una sastrería cerca de lo que después fue el almacén de ropa El Mundo Elegante. Al taller de corte y confección el turco le puso el rimbombante nombre de El Mariscal, no tanto por celebrar el elevado rango militar que ni siquiera existía en El Salvador, sino en honor de quien había derrotado a los nazis en la Segunda Guerra Mundial, nada menos que a Joseph Vissarionovitsch Stalin, el dictador proletario soviético, a quien venerábamos.

Por mi parte, poeta en ciernes, lector voraz, era también miembro del Partido Comunista, aparte de ser renegado jesuita, pues había estudiado en el Externado San José, el colegio de la Orden de San Ignacio de Loyola, hasta graduarme de Bachiller en Ciencias y Letras. Bebía, como un endemoniado, marxismo en estado puro a través de las obras clásicas que, mal que bien, nos llegaban a los círculos de estudio.

De la sastrería El Mariscal hacia el sur se llegaba al Barrio la Vega, principalmente a la Avenida La Puñalada, donde en pequeños cuartos a la orilla de la calle, enrejadas, comenzaban su trabajo a partir de las once de la mañana pintarrajeadas prostitutas escapadas de cuadros de Francisco de Goya y Lucientes.

Esa atmósfera idílica terminó cuando el Partido ordenó preparar la insurrección armada a partir de una huelga general de obreros y campesinos con insurrecciones locales escalonadas en todo el país. Era la estrategia marxista-leninista de manual y según los planes del Comité Central iba a funcionar a la perfeccción. Los cubanos nos habían entrenado en la Sierra Maestra con el vistobueno del Caballo, el Che, Raúl y Barbarroja. La toma del poder estaba a la vuelta de la esquina y la podíamos realizar en menos de lo que canta un gallo. Según Salvador Cayetano Carpio, el Secretario General del Partido, no debíamos hacerlo todavía porque el pueblo no estaba preparado políticamente para ello. Por eso fundamos el fuar, Frente Unido de Acción Revolucionaria, a través del cual repartimos armas y explosivos entre las células urbanas de obreros y los cuadros medios del aparato militar del Partido, que en su mayoría se habían entrenado en guerra de guerrillas en la Isla. Allí, en Cuba, estuve para la crisis de los misiles, y también antes, para la invasión de Playa Girón. Quedamos marcados porque convivimos con los cubanos uno de los momentos más bajos, cuando Aníbal nos comunicó que dado caso la invasión triunfara y los contrarrevolucionarios lograran establecer una cabeza de puente o tomarse las ciudades, debíamos marchar a la sierra, al monte, que ya Fidel había acordado con la dirigencia que Raúl y el Che resistirían en las ciudades y él retornaría a la Sierra Maestra, donde era invencible.

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En 1964, la cia descubrió que la cosa iba en serio en el país y dio un trastazo a los planes insurrecionales en El Salvador. Luego de la crisis de los misiles la urss inició la coexistencia pacífica y los gringos la detente, uno de cuyos ejes a nivel intelectual, era la cooptación de intelectuales de izquierda. Era el arma ideológica que utilizaría la cia para desestabilizar teóricamente a la izquierda latinoamericana, y no desestimaban fondos para impulsarla. El grupo del fuar que se había entrenado en Cuba se vio acosado por la cia en San Salvador y buscó el apoyo del Partido.

Aníbal y Ulises San Román, alias el Ratón, los instructores militares cubanos que desertaron de la Isla con nuestros dossiers a Miami, fueron traídos por los gringos al país y dirigían personalmente la cacería humana acompañando a altos oficiales de la cia, que tenían mando sobre policía y ejército salvadoreños.

Uno de nuestro grupo entrenado en Sierra Maestra, Tomás Paz, a quien Aníbal contactó durante esos días de crisis y estampida general en las calles de San Salvador, se dio cuenta, cuando informó al Comité Central que lo había contactado el enemigo, que los cubanos habían dado la señal 36

de alarma al Partido Comunista Salvadoreño, pcs, desde el momento cuando Aníbal desertó. Lo que más irritó a Tomás Paz, y que motivó su colaboración con Aníbal, y con la cia, fue el hecho de sentirse traicionado por el Partido, ya que cuando los miembros del Comité Central supieron lo de la cacería, nos dieron la espalda. Así mataban dos pájaros de un tiro; se deshacían de los que iniciábamos la lucha armada acusándonos de ultraizquierdistas disidentes de la línea prosoviética parlamentaria; y tenían la coartada para iniciar su desbandada.

Aníbal, Ulises San Román y los gringos estaban haciendo un trabajo perfecto de liquidación. El grupo que se había entrenado en Cuba se dispersó; algunos se fueron a la sierra las Minas de Guatemala a pelear con las Fuerzas Armadas Rebeldes, las far rebeldes; otros como Mingo Mira a Nicaragua con el Frente Sandinista de Liberación Nacional que un par de años atrás había fundado Carlitos Fonseca Amador; y los más, como Tomás Paz, colaboraron con el enemigo y ayudaron a cooptar a otros miembros del grupo entrenado en la Sierra Maestra, dirigido personalmente por el Che Guevara y que había combatido a los bandidos en El Escambray.

Así fue como cierta noche lluviosa de San Salvador Tomás Paz me contactó en una cita clandestina que acordamos, y me dijo que Aníbal quería entrevistarse conmigo, que se encontraba en el Hotel El Salvador Intercontinental, en ese tiempo situado en la colonia Escalón, y que tenía deseos de ayudarme con una beca. En ese encuentro Tomás Paz me entregó un sobre cerrado que abrí cuando él se fue, diciéndome: Achís habla con ellos son buena gente, así no te quiebran el nance, después de todo el Partido nos traicionó, y cuando ya se había ido abrí el sobre y descubrí que contenía mil dólares. Me fui con el sobre al Comité Central; cuando se lo mostré al Secretario de Organización y al Secretario General, el turco Cipriano y Cayetano Carpio, éstos se hicieron los locos y yo me fui tras ellos reclamándoles: No jodan hay que hacer algo, no se puede enterrar la cabeza en la arena, hay que defendernos.

Momentos después Cayetano condescendió y me dijo que Manuel Díaz Cano, Canito, quien ese mismo año se ahogaría en el mar, vivía en una pieza de mesón del Barrio Candelaria y que allí nos esconderíamos para capear la tormenta. Ahí se había ocultado el poeta Manlio Argueta y que la iba a pasar bien con aquél hablando de poesía y de política, aprovechando también para practicar el manejo de algunos fusiles, ya que Manlio acababa de llegar graduado de la Academia Militar Mariscal Kirov de Moscú y que lo mejor era ir lueguito luego tirando para allá, que tanto Cayetano como Boca de Trapo, Roberto Castellanos Calvo, que andaban por ese tiempo legales, nos visitarían regularmente para informarnos de la situación política. Lo raro de todo fue que cuando les dí el sobre que contenía los mil dólares ni tan siquiera lo vieron, hicieron como que no existiera, haciéndose los tontos, razón por la que me quedó de todas formas a mí, y por aquella rabia fundamentalista que tenía, hoy pienso que fue una idiotez, rompí el sobre conteniendo diez billetes de a cien dólares y los tiré a un albañal.

La acusación por la que once años más tarde me juzgarían se basó en mi fuga de la cárcel de Cojutepeque, ya que me capturaron a principios de septiembre del 64 y me escapé el domingo 25 de octubre de ese mismo año, día de Cristo Rey, gracias a que los constantes sismos volcánicos aflojaron algunas paredes de adobe de la celda donde estaba prisionero. De esta fuga desconfió siempre el pcs, comenzando por su Secretario General, Salvador Cayetano Carpio, futuro "Marcial" del fmln. ¿Qué es lo anormal en esta fuga de la cárcel? Que estaban en El Salvador en esos momentos dos de nuestros instructores cubanos desertados de Cuba, Aníbal Martínez y Ulises San Román, el Ratón, acompañando al Míster, un alto oficial de la cia que tenía la misión de reclutarme, poniéndome entre la espada y la pared, colaborar o morir. Yo formaba parte del brazo armado del pcs, que al llegar al país se encontró con un pcs dividido entre la lucha armada o la vía parlamentaria para tomar el poder. La cia envió a uno de sus agentes a neutralizar, mediante dinero o la muerte, al grupo. Este Míster fue el que contactó y compró a Tomás Paz.

En ese año de 1964, cuando llegué a la reunión extraordinaria y ultrasecreta de la célula del Partido con la noticia de que Aníbal, el Ratón Ulises y un Míster andaban a la cacería del grupo que se había entrenado en la Sierra Maestra; Cayetano Carpio dijo que de eso era mejor no hablar y que dejara de andar sembrando el pánico, que había llegado la hora de ganar la calle para la mayoría de los militantes, mientras que algunos como Manlio y yo, aún debíamos esperar a que las condiciones cambiaran para salir a la legalidad y que por ello me habían asignado la pieza de mesón del Barrio de Candelaria, donde vivía Canito, para que me escondiera allí.

Canito se llamaba Daniel Díaz Cano, lo acabo de recordar porque Manlio le escribió un poema que está en su libro En el costado de la luz, dedicado a Vilma y a Daniel; éste tenía dieciocho o diecinueve años cuando murió ahogado. Era tramoyista del Teatro Nacional aunque no hacía piruetas, al contrario; tenía constitución endeble y escribía poemas; recuerdo que cuando estuvimos escondidos en su casa Manlio Argueta hizo un libro para mí. Era una antología, ya que Manlio lo que hizo fue escribir a máquina poemas nuestros ya existentes, pegarlos en una hoja de papel y hacerles dibujos con crayolas, una manera de pasar el tiempo en aquel cuarto de mesón.

Cuando tuvo unas cien hojas se veía grueso porque Manlio pegó con engrudo los poemas escritos a máquina y las hojas con dibujos sobre una página; luego los cosió y le hizo una portada. En la última página decía: “Edición única: un ejemplar”. Yo me quedé con este libro, pero en ese tiempo no andábamos pensando en grande ni en documentos testimoniales, y me fui deshaciendo hoja por hoja del mismo cuando alguien después en México D.F., en La Habana o en Praga me pedía un poema para publicarlo.

La casa humilde de Canito tenía sus duendes mágicos, fueron los que nos cuidaron, estaba ubicada en el Barrio de Candelaria y ahí llegaba Salvador Cayetano Carpio a jugar con nosotros "damas"; qué locura y desfachatez, en ese tiempo Carpio, el futuro número uno de la guerrilla, era legal y Manlio y yo, clandestinos.

Cuando ganamos la calle era época de nuevos amigos y hasta de hacerse íntimos con desconocidos. Por ejemplo, el policía secreto que llegaba a platicar con nosotros al Café Doreña, sito al costado oriente de Catedral, era Benedicto Villanueva, al que conocíamos como la Grabadora Humana, un tipo con una gran trayectoria delictiva, aunque mientras estuve fuera del país llegó a ser diputado de la Democracia Cristiana. Su último delito fue el tráfico con dólares falsos, se metió a la Catedral donde tenía planeada una transacción y ahí lo capturaron los policías antimafia. Antes de eso, junto con su hijo asaltaban carros blindados que transportaban dinero inutilizándolos con bazucas.

La cosa con Benedicto, la Grabadora Humana, era así: nosotros nos sentábamos alrededor de Pipo Escobar Velado en el Café Doreña, de pronto veíamos que alguien se sentaba y no era poeta ni conocido, pero creíamos que era amigo de Pipo y nadie preguntaba y él participaba; le preguntábamos a Pipo que quién era, que por qué se iba a sentar con nosotros y él decía: Qué raro, lo mismo les quería preguntar ya que yo me siento con él porque vi que él se sentaba con ustedes. A lo cual nosotros le decíamos que nos sentábamos con él pensando que era su amigo; o sea que nadie conocía a la Grabadora Humana, pero éste se había hecho gran amigo de todos nosotros y era quizás, pensábamos, dándole el beneficio de la duda, porque al no haber mesas desocupadas se iba a sentar con nosotros; sin embargo, al final lo ubicamos como policía secreto y lo aislábamos o bien no hablábamos nada importante cuando él llegaba.

O sea que nadie lo influenció para que cometiera aquél crimen horrendo contra su mujer y su suegra, a las cuales por esos meses estranguló y descuartizó; la prensa anticomunista escribió que actuó influenciado por sus amigos rojos, pero al contrario todos queríamos deshacernos de él.

Ese año todos salimos del Foco Rojo a la publicidad de los diarios; algunos de nosotros como enemigos públicos comunistas número uno, otros como ganadores de los juegos florales, otros como campeones de la lucha libre y la Grabadora Humana como asesino de su mujer y su suegra. Nos convertimos en los reyes de la página roja.

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El puticlub El Pepal fue fundado por Irma y el turco Cipriano antes de que éste creara por orden del Partido la sastrería El Mariscal, durante su primera juventud. Era frecuentado por clientes ávidos de sexo, alcohol y experiencias fuertes. Sito en el Barrio Santa Anita del Valle de las Hamacas, el Bar tenía otro nombre, no por breve menos alusivo, producto de la creación colectiva de sus parroquianos, “Las Virgas del Turco Cipriano”. Ahí encallábamos luego de los naufragios etílicos la mayoría de miembros de la aeu y otros universitarios noveles en las lides políticas, que encontrábamos en “Las Virgas del Turco Cipriano” la miel que escanciaba nuestra sed de alcohol y sexo.

Ahí escribí semiborracho algunos de mis primeros poemas, como "Aída rompamos la noche" que publiqué en el Diario de Hoy; ahí llegaba Otto René Castillo a descansar de los desvelos que cargaba luego de cuidar todas las noches como vigilante almacenes y parqueos del centro de San Salvador. Así se ganaba la vida el poeta chapín, que había llegado al país exilado de Guatemala con Arqueles Morales, ambos jovencitos y con quienes fundamos en la Universidad el Círculo Cultural Universitario.

El Pepal del turco Cipriano tenía entre seis y diez muchachas de adentro, que atendían no solo el bar y las mesas, sino que bailaban con los clientes, se turnaban en la cocina y, si la demanda lo requería, pasaban a otros dos cuartitos para hacer el amor con los parroquianos conforme a tarifas prefijadas por el turco Cipriano y que variaban de acuerdo al lugar donde se hacían, las poses que se ejecutaban y el tiempo de duración. El precio más módico era de tres colones, y se hacía el amor "a la paraguaya". La muchacha se iba con el cliente a un cuartito aledaño a la cocina, entrecerraba la puerta, se quitaba el blúmer y, parada y de espaldas a su cliente, hacían el amor; este solo tenía espacio para bajarse el zíper del pantalón y entrar en acción, todo esto tras una puerta desde cuyas bisagras y hendiduras la pareja de amantes en plena faena podía contemplar al resto de parroquianos en el salón principal, departiendo sin sospechar, o haciéndose los que no sospechaban, lo que se cocinaba tras la puerta semiabierta. Era la posición que invariablemente se practicaba en estas circunstancias. A partir de los cinco colones el cliente podía entrar a uno de los cuartitos, desnudarse y gozar un tiempo prudencial los favores pagados de las Virgas, casi todas indias cheles chalatecas, debido a que la familia de Irma procedía de esa región. Hasta una turca descarriada, de ojos verdes y chelona, prima del turco Cipriano, había aterrizado en El Pepal.

Las muchachas, que nunca pasaban de los veinticinco años, eran muy apetecidas entre los neófitos y asiduos, muchas de ellas de tez clara, ojos azules, cabellos castaños. Sin embargo, el toque original y la marca de la casa, lo que había levantado su merecida fama entre los entendidos, no eran los ojos claros y la piel ebúrnea de las féminas, sino algo más trascendental, que roía la imaginación de los parroquianos. Irma, el turco Cipriano y El Pepal eran un bazar de ilusiones, vendían placer por minutos perecederos, pero inolvidables.

La verdadera cocinera de la especialidad del Pepal era la Vieja Locha, quien aún no había cumplido los treinta años, pero por su don de mando y conocimientos era llamada así. Había traído de Chalatenango para la fundación del Pepal, algunas truculencias y artilugios para que el sexo de sus pupilas se mantuviera siempre estrecho gracias a un recetario homeopático que constreñía la vagina de las muchachas y daba a los clientes la placentera sensación de hacer el amor con una mujer si no virgen, por lo menos recién desflorada. En contra de la creencia popular, la Vieja Locha no era remendona de virgos; al contrario, se ofendía por esta insinuación de dar gato por liebre, panocha peludona abierta por coneja tierna cerrada, pues un virgo remendado no resiste la primera noche de sexo duro y parejo, y ella hacía posible por largo tiempo la estrechez del sexo de sus muchachas.

La fórmula era sencilla, práctica y eficaz, como lo han sido desde la antigüedad los grandes secretos y sabidurías: lavativas vaginales con agua de cáscaras de nance, los celebérrimos baños de aguas azules, llamados así porque guardaban dichas cáscaras en agua en unos garrafones del mismo color. El agua de nance les apachurraba el sexo a la vez que les servía de higiene íntima a sus pupilas, conocidas por ello como las virgas del turco Cipriano.

Este método para mantener constreñida y estrecha la vagina de sus niñas, como ella las llamaba, lo guardaban Irma y el turco Cipriano como un tesoro, era su gallina de los huevos de oro, el Santo Grial de aquel lupanar. Las mujeres de la vida alegre del Pepal se comprometían, de palabra, a no revelar jamás aquel secreto, antes de ser aceptadas en el bar. Esta promesa de boca era suficiente, ya que su ruptura equivalía a la muerte o por lo menos a recibir una flagrante cuchillada en el pecho, un trabón de cola de gallo o de tiburona, las cuchillas de moda entre los chivos de la época. Eran las leyes del hampa y el bajo mundo, no solo en Santa Anita sino en Nueva York o en París, explicaba el turco Cipriano a las putitas, quienes lo llamaban cariñosamente como el Doctor.

Irma y la Vieja Locha compraban en el Mercado Municipal "El Calvario", ubicado en el centro del Valle de las Hamacas, a la par de la Iglesia del mismo nombre bíblico, tanto las cáscaras de árbol de nance como los nances con que preparaban las aguas azules. Los mejores eran los verdes o los sazones, aunque los nances color amarillo y morados también servían. Aprovechaban la temporada para llevar diariamente un par de canastadas de cortezas del árbol de nance y dejarlas en agua serenada toda una noche para luego embotellarlas en garrafones de plástico, transparentes y azules, de "Agua Cristal" producida en la fábrica de gaseosas y cervezas "La Constancia", que tenía una embotelladora del mismo nombre; estos garrafones de color azul marino daban su nombre a aquel prodigio que devolvía la virginidad.

En El Pepal se practicaban metódicamente dichas lava­tivas de aguas azules que se conservaban durante los meses en los cuales dicha fruta no tiene cosecha. Con el agua de nance las muchachas del Barrio Santa Anita se hacían religiosamente tres lavados vaginales, antes, durante y después de la jornada laboral, lo cual era suficiente para que el extracto de nance ac­tuara rápido encogiendo y a veces hasta cerrando los conduc­tos vaginales, no solo de las jóvenes principiantes que aún no habían parido sino también de las prostitutas rematadas, que ya eran viejas crianderas con varios hijos. Cada cliente, después de efectuar el acto sexual, quedaba maravillado ante aquel prodigio de putas vírgenes. Ese encanto era algo inaudito que llevó a algunos sesudos al extremo de afirmar que a través de las niñas del Pepal y su panocha estrecha se podía explicar la castidad de Santa María, la Madre Inmaculada del Divino Niño Jesús, quien fue preñada por la oreja por la paloma del Espíritu Santo y parió al Niño Dios sin perder su virginidad, todo esto según las Sagradas Escrituras. La fama del Pepal había crecido tanto que su alias, Las Virgas del Turco Cipriano, era entre los clientes habituales y de ocasión, anuncio del producto que los esperaba, un nombre de culto y garantía de calidad. Para los clientes de mayor antigüedad e importancia, los iniciados, había una especialidad: los cocteles de conchas lavadas con aguas azules usa­das el día anterior por las niñas del Pepal, un plato tan esotérico como fuerte, al que se accedía solo como quien accede a los secretos del Santo Grial. Por tales genialidades, el turco Cipriano era querido por tirios y troyanos, clientes y muchachas. Dichas tácticas empresariales, por algo era turco, agrandaban su fama de chivo pesado.

El bar era frecuentado por riquitos de pueblo, estu­diantes universitarios, ladrones de autos y motos, reporteros de baja estofa y cagatintas de los diarios capitalinos, políticos opositores al régimen, especuladores de bienes inmuebles de mínima categoría, conocidos como “millonarios” debido a la exagerada gala que hacían en público de inexistentes negocios exorbitantes, policías secretos, orejas, tahúres de altos vuelos y contrabandistas de oro en la frontera con Honduras.

Se rumoreaba que la temible “Banda del carro fantasma”, la primera pandilla de gánsteres en practicar asaltos a la manera gringa en Cuscatlán, que en esos tiempos era la comidilla del día en los periódicos del país, tenía sus reales en El Pepal, y que el turco Cipriano era uno de sus miembros, cuando no el jefe. Sus amistades del hampa y el bajo mundo como el turco Relámpago y Truckson, reconocidos mafiosos robacarros con conectes en la Policía, así lo indicaban.

Siempre reinaba la paz en El Pepal, a pesar de ser fre­cuentado por clientes tan dispares como violentos. No impor­taba que se tratase de un criminal o un policía, de un estudiante o un estafador, de un comunista o de un torturador, todos llegaban con la cola entre las patas y no armaban broncas pues el placer que ofrendaban sus trabajadoras los hermanaba. Todos se trataban de "compas", una palabra que había aprendido el turco Cipriano en el tabo, la vez que pasó encerrado casi un mes por sospechoso de haber robado una motocicleta "Harley-Davidson" en la colonia San Benito.

Fue en las bartolinas de la Policía Nacional donde el turco Cipriano conoció el trato cálido que se daban tanto tacuaches como políticos y que se resumía en la palabra "compa", abreviatura familiar de compadre. Allí el turco Cipriano fue descubierto por el profesor don José Celestino Castro, como uno de los futuros líderes intelectuales del movimiento opositor cuscatleco. Tanto el trato fraternal de "compa", como las ideas subversivas oídas en la chinche fueron frutos de la escuela de la vida que el turco Cipriano había llevado de su estancia en la cárcel hasta las mesas del Pepal. Y que más tarde transportaría a la política nacional.

Don José Celestino, maestro de la juventud, estaba entubado no por practicar el arte de la famosa celestina sino por comunista, junto con Tarquino Argueta, otro profesor ateo y marxista especialmente activo, que había llegado a la capital procedente de San Miguel. Su sobrino, el poeta Manlio Argueta, también lo había acompañado en su viaje a la capital y a la cárcel, acusado de vendepatria, subvertidor del orden constitucional y enemigo de la democracia. El turco Cipriano salió cambiado de aquella estancia en la cárcel, y marcado para siempre con la buena estrella de don Celestino, quien juraba y perjuraba a partir de entonces y a los cuatro vientos, que el turco Cipriano estaba destinado a ser el futuro redentor del proletariado salvadoreño.

De ascendencia árabe, no en balde sus padres habían llegado directamente desde Belén, Palestina, donde había nacido Nuestro Señor Jesucristo, buscando fortuna en Latinoamérica, dispuestos a hacer las américas. Para don Celestino Castro, el turco Cipriano tenía madera de profeta, le venía de lejos su casta de mesías. A pesar de malgastar su talento en administrar muladares con falsas vírgenes o robar carros con gánsteres de baja calaña. “Tiene derecho”, argumentaba don José Celestino ante la mirada porfiada de los reclutadores de cuadros del Partido no del todo convencidos de haber pescado entre sus redes a un compañero de viajes digno de tal nombre. “Un futuro prohombre de la patria siempre se puede dar esos lujos; son parte de la parafernalia de la gloria. Ya llegará la hora de los mameyazos y demiurgo demostrará por qué ha sido tan mimado por el Hado este mamarracho”, acotaba calmando dudas y resabios de viejitos ortodoxos como don Miguelito, que venían de fajarse del 32, fusilatina incluida.

8

La vida que llevábamos en esos sesenta transcurría no solo en la clandestinidad partidista y las aulas universitarias donde estudiaba Derecho, sino también en los puticlubs, bares y cantinas donde me escapaba con otros poetas cada vez que mi trabajo de tinterillo y litigante en los juzgados, que podía ejercer debido a que ya cursaba tercer año de Derecho, me lo permitía. Por esos años devoré a los poetas surrealistas con una avidez de hambriento. Leía a Michaux, Georg Trakl, Paul Eluárd, René Char o André Bretón y caía en trance, me trasladaba a las orillas de un lago azul. Un manantial en permanente estado de renovación. Pasé años, a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, embelezado en la lectura de sus versos y biografías; casi todos franceses, más algunos alemanes, desde la primera línea me fascinaron, ya no se diga sus antecesores inmediatos, como Apollinaire, Rimbaud, Lautréamont o Verlaine.

Ahora que la historia de todo aquel manantial de amo­res, heroicidades, traiciones y odios ha pasado, puedo testimoniar que la de Armando López Muñoz es la crónica de una injusticia, de la cual me arrepentí hasta el resto de mis días. Su asesinato fue el que me impulsó a buscar la autodestrucción en el alcohol, en la lucha política, a aliarme con fanáticos de poca monta y mediocres que al final terminaron asesinándome en una farsa de juicio. Armando es la única persona de este mundo a la cual he tenido envidia. Era culto y conocía mundo, un magnífico poeta, el más brillante de todos nosotros. Pero también era una figura trágica, como esos personajes de las novelas existencialistas que nos recomendaba, como esas tragedias grecorromanas con héroes predestinados. Nos fascinaba su pasión por el alcohol, su militancia iconoclasta, así como su erudicción sin límites. Era bien parecido, alto, moreno, flaco, lo más característico era su mirada inteligente, provenien­te de unos ojos claros y vivos.

La vez que nos enfrentamos a él, y a la muerte, fue por una ligereza de esas que marcan de por vida, y de la que después ya no podemos arrepentirnos ni enmendarla, pues el pasado no se puede retroactivar. A lo hecho pecho, aunque sea éste un jarabe que gotea como cicuta en el alma por el resto de la vida.

Y la ligereza de Armando era ser el amante de la mujer de Caleta Ramírez, nuestro hermano y amigo, hijo del decano de la Facultad de Derecho y quien había estudiado en Bolonia Jurisprudencia y era un patricio, un aristócrata. Ello no lo hizo inmune a lados flacos y debilidades como luego com­probamos, pues Caleta Ramírez atendía los dos teléfonos, era un bisexual consumado, algo que nos negábamos a aceptar. No queríamos creer que uno de nuestros camaradas, poeta y compañero, era homosexual y por encima, un cornudo, pues su esposa eligió nada menos que a Armando como amante. Nadie se había dado cuenta de este triángulo amoroso hasta que una tarde de copas, Caleta nos relató en confianza lo que para él era más que una traición del hermano lobo Armando. Para nosotros fue un golpe entonces, hoy sé, sin embargo, que fue algo normal; Armando era un fuera de serie en medio de aquellos poetas provincianos que éramos nosotros y tenía una visión de mundo amplia, para él no habrá sido nada extraordinario acostarse con la mujer de Caleta, y encima darse cuenta de que aquél era maricón, que a veces no se le paraguay la palmera sino el cutete, lo cual tampoco lo habrá impresionado; creo que hasta hubiera sido capaz de cogerse a Caleta de postre, después de gozar a su mujer, si éste se lo hubiera pedido. Armando era así de amplio y liberal, hoy dirían degenerado, lo cual es todo lo contrario, era un liberado capaz de seguir sus instintos sin atenerse a ninguna regla social, moral o política; su existencialismo lo protegía de todas las fidelidades posibles y de la doble moral, era un descreído, un ateo, y encima de ello, un hombre muy talentoso en todos los niveles.

Manlio, que acababa de venir de Moscú, donde se había graduado en la Academia Militar Kirov, fue quien increpó a Caleta para aclarar el embrollo: Roque ha estado en Cuba y yo en Rusia, ambos adiestrados en el manejo de armas, miembros del brazo armado del Partido; para salir del maíz picado secuestremos a Armando y aclaramos con él de una vez, si se ha cogido a tu mujer entonces tenés que darte verga con él, propuso Manlio. Caleta, al ver que íbamos en serio se acobardó pero ya era tarde, íbamos a montar el operativo del secuestro y se lo pondríamos en bandeja a Caleta para que le diera una paliza a nuestro hermano Armando.

No fue difícil encontrar al poeta, bastó ir a La Praviana donde andaba rumbeando. Eran cerca de las once de la mañana cuando lo vimos entrar al Kicsy Place, bar que luego se llamó El Faro, donde habían muchachas que bailaban topless en table dance, el único lugar de San Salvador donde se podía contemplar tal espectáculo.

Al vernos entrar al bar se alegró; en esos días andaba alicaído pues Álvaro Menen Desleal lo había despedido de su último trabajo en un telenoticiero por bebedor e irresponsable, ya que en un par de ocasiones había dejado sin noticias el principal noticiero de la televisión salvadoreña, pues se había ido de parranda, y con esto lo que provocaba era que Álvaro se terminara de arrancar los últimos cabellos de su cabeza calva del pánico a salir al aire sin nada, pero también de rabia ante tal irresponsabilidad. Armando se extrañó que no le aceptáramos las cervezas: Hay buenas boquitas, sopa de jaiba y yuca con chicharrón, no se preocupen muchá, yo pagaré, terminó de invitarnos; pero nosotros bastante serios con las pistolas entre la nalga y el pantalón. Manlio le apretó su pistola en el estómago, yo también le enseñé la mía: Ahora nos vamos que hay algo por aclarar, dijimos, y para que no hubiera duda lo golpeé con la cacha de mi pistola en la cabeza a la vez que le dije: Sos un mierdero, te estás cogiendo a la mujer de nuestro hermano Caleta con lo vergón que aquél es con todos, empezando con vos que te invita a beber a su propia casa, mirá cómo le has pagado cogiéndole a su mujer mientras él quedaba dormido, ya sabemos, culo fondeado no tiene dueño, pero ahí sí te pasaste de animala cabrón ahora vamos a hablar a calzón quitado con Caleta y alistate que aquél se va a dar verga con vos. Tanta era la rabia que me inspiraba saber que se había cogido a la mujer de Caleta, el patricio hijo del Decano, una mujer hermosa, buenas caderas, culito parado y duro, siempre me la imaginaba desnudita como Dios la lanzó al mundo mientras me masturbaba a su salú, chás chás chás chás chás y aún hoy, rápido ponía cuilio a cualquiera, su sensualidad excitaba hasta los muertos; pensando en esta posibilidad e imaginando en mi cabeza enferma cómo se la cogería es que también sentí celos, cólera, envidia, y le di un par de golpes más con la cacha de mi pistola al grado que le salió sangre de la nariz y solo nos dijo acompáñenme al servicio sanitario para lavarme y los voy a seguir, no es necesario que me encañonen.

Por si las moscas salimos del Kicsy Place custodiándolo, Manlio, el más celoso, lo encañonaba por la espalda; al salir, encontramos al poeta Orlando Fresedo que iba entrando medio borracho, éste nos regañó pero cuando lo amenazamos con las pistolas se hizó el desentendido y nos amenazó con que él estaba sobreaviso por si le sucedía una tragedia a Armando. Iba calmado pensando que había cometido un error, era un poeta sensible e imagino que le cayó, junto con el efecto de las primeras cervezas, un sentimiento de culpabilidad, iba meditabundo cuando lo metimos al asiento trasero de un buick negro que andaba manejando Caleta, tampoco dijo nada, con la cabeza gacha se le había ido la borrachera al carajo, iba asustado, arrepentido, melancólico. Sí. Iba triste porque jamás de los jamases esperó que sus propios hermanos, los que constituíamos para él el único pilar y sostén para su alma en crisis, lo traicionáramos, pendejos como éramos porque si aquél era amante de la esposa de Caleta era por mutuo consentimiento y la esposa de Caleta estaba enamorada de Armando. Era hermoso y su aura de poeta maldito fascinaba a las mujeres. Nos provocaba rabia que este degenerado, aparte de ser brillante, lo cual tampoco se lo perdonábamos, se estuviera deleitando con las despampanantes nalgas de la guapa esposa de Caleta, el patricio de nosotros, hijo del Decano. Esto nos hizo saltar los resortes de la envidia y la impotencia. Aquél tipo era demasiado, le habían dado un dedo y terminó cogiendo las nalgas de la mujer de Caleta, había rebalsado el vaso de leche, se había pasado, lo que había hecho era un insulto a todos nosotros y por encima iba allí en el asiento trasero del auto sin ton ni son cavilando. Eso, creo que iba pensando en que ahora de verdad quedaba solo en este mundo.

El buick negro de Caleta buscó unos arrabales cerca de la Colonia El Modelo, más allá de los bares que frecuéntabamos. Se estacionó en un callejón que desembocaba en unos arenales en las riberas del río Acelhuate; ahí, en medio de tupidos árboles y piedras del riachuelo que llegaban hasta las llantas del carro, lo increpamos.

No dijo nada, quizás porque todo el tiempo concentró su mirada perdida en las puntas de mi pistola y la de Manlio, ya que lo mantuvimos encañonado; temíamos que si nos descuidábamos nos quitaba las mechas y nos daba chicharrón a nosotros mismos, con un tipo así nunca se sabía, pero Armando estaba tranquilo, ni por asomo se le habrá ocurrido tal posibilidad e, incluso, dado caso lo hubiera hecho nunca hubiera sido capaz de encañonarnos a nosotros sus hermanos del alma, creo que esta era la mayor tristeza que tenía y de la cual no lograba reponerse.

Lo teníamos encañonado porque Caleta se había desinflado, estaba llorando en el interior del buick sobre el manubrio; esto nos desorientó, ya no teníamos parte en este entierro pues el agraviado se había acobardado y no tenía intenciones de pelear, el trato había sido ese: nosotros secuestrábamos a Armando y luego él tenía que defender su honor peleando, pero Caleta no daba muestras de querer ni tan siquiera reclamarle, quizás estaba en esos momentos pensando que cometíamos una injusticia, porque en resumidas cuentas él sabía que si su mujer lo estaba engañando con Armando era exclusiva culpa de él.

De pronto nos sentimos apenados formando parte de un juego absurdo si hasta el mismo Caleta se había acobardado, aún teníamos la esperanza de que aquél recobrara su honor perdido dándole una buena talegueada a Armando y como veíamos que Caleta no las iba a tener todas consigo en una pelea a puño limpio con Armando, mejor lo seguíamos encañonando: Después de todo, me susurró Manlio en voz baja, este hijueputa ha sido marinero y mirá tiene buenos ñeques, yo creo que a las buenas en una pelea imparcial y justa él le va a terminar dando verga a Caleta y de ribete a nosotros también por meternos en lo que no nos importa, así que no le bajemos la guardia.

Pero qué va, cuando Caleta le reclamó no reaccionó tampoco movió un dedo cuando le propinó una paliza con patadas y puñetazos, le reventó la boca y la nariz y al final el pobre poeta se desplomó como un guiñapo y cayó en el suelo, allí comenzó a vomitar sangre mientras Caleta envalentonado le siguió dando de patadas, me dio lástima y traté de calmar a Caleta que estaba concentrado gozando con una sonrisa diabólica la paliza que recibía Armando, quizás porque en el fondo él se consideraba un mediocre y un cobarde y de esta forma ajustaba cuentas con Armando por ser talentoso, buen poeta, culto, tan bohemio, tan valeverguista, y tan suertudo porque hasta a su guapísima mujer se había cogido. Cuando dejó de golpearlo ya estaba oscureciendo, nos dirigimos a su auto y dejamos tirado en los arenales del río a Armando, que no decía ni pío; todo el tiempo aguantó la paliza de Caleta sin quejarse y sin decir una palabra. Fue un crimen, nunca me lo perdonaré porque estábamos linchando a un inocente y los degenerados éramos nosotros con nuestras pistolas cutas y Caleta con su onda de que se le había pasado el gusto para atrás, es decir, se había vuelto un culero, un mariconazo de marca, pero ni así logramos comprender la dimensión de aquel acto de barbarie porque nos fuimos a echar unas cervezas y unos tápis de "Muñeco" al Foco Rojo, que ese anochecer estaba repleto y donde también había bronca, pues El Apache estaba en una pelea habitual, encima de una mesa y con una botella rota en sus manos, fajándose contra tres parroquianos que le gritaban que era un chivato torturador y un pobre diablo.

A la semana de aquella horrenda aventura salió en los periódicos que habían apuñalado al poeta Armando López Muñoz en el puticlub Río Rosa, ubicado sobre la Avenida Independencia y los principales sospechosos citados por la prensa éramos Caleta y yo.

Corría el mes de julio de 1960 con todas las implicaciones del caso en mi vida de poeta y jurista, metido a periodista también, ya que a la par de trabajar como litigante en los juzgados, también trabajaba en el Teleperiódico que dirigía Álvaro Menen Desleal.

Entre mis principales causas llevadas a cabo en ese julio, estaban las acusaciones contra dos miembros de la Policía Nacional, el comandante Adán Torres Valencia y José Urías Orantes, culpables de varios asesinatos y torturas de presos políticos. Años más tarde Adán Torres Valencia se haría famoso por una palabra exclamada, luego que una Auditoría de la Corte de Cuentas le descubriera un desfalco por varios cientos de miles de colones. Finalizada la auditoría el esbirro solo profirió la palabra "Cabal". Ahí nació la célebre frase, impresa en la prensa amarillista al día siguiente, que pasó desde entonces a formar parte de los cursos de estadística del país, para designar una operación numérica errónea: "Cabal, dijo Valencia… Y le faltaban varios cientos de miles de colones…"

Yo participé en la acusación de asesinatos y torturas contra los dos jefes policiales. A partir de entonces me gané el odio de todos los inquilinos del edificio gris de la Policía Nacional sito a la par de la Iglesia La Merced, en pleno centro de San Salvador, donde el 5 de noviembre de 1811 el cura gachupín José Matías Delgado, alias el Padre de la Patria, tañó las campanas anunciando la Independencia de las Provincias Unidas de Centro América del yugo español. Intento fallido que se conoce en la historia patria como el Primer Grito de Independencia.

La primera semana de ese agosto de 1960, agentes de la Policía Nacional iniciaron investigaciones en torno a mí y a Caleta Ramírez, hijo del decano de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional, como sospechosos de haber asesinado a Armando López Muñoz. El Decano movió sus influencias en el gobierno para que nos retiraran dichos cargos, pues aparecimos en la prensa nacional con nombres y señales; lo que obligó aparentemente a la Policía a prescindir de sus investigaciones fue la acusación hecha por Álvaro Menen Desleal al gobierno de Lemus de perseguir a los empleados de su empresa Teleperiódico Salvadoreño. Tanto Armando como yo habíamos trabajado en dicho programa.

Recuerdo haberlo visto la noche de autos, inicios de agosto de 1960, en las cercanías del Río Rosa. Andaba con Caleta; al filo de mis recuerdos me queda la imagen de Caleta insultándolo y de una pelea con sillas y botellas que se armó en el “Río Rosa”. Estaba muy borracho, no sé cómo llegué a casa de madrugada donde Aída me esperaba desvelada. Tampoco sé si Caleta lo mató o si yo le hundí un puñal cacha de baquelita que andaba Caleta, tanta era la envidia y el odio que le teníamos. Era tan brillante e inteligente, jamás se lo perdonamos. Le valía verga todo y todo, sin embargo, le salía a pedir de boca. Los poemas que dio al Pichónidas Zea para la antología Tigres del sol eran lo mejorcito de todo el material ripioso que le entregamos. Nos había dado una verguiada de cantina con aquellos poemas tan cachimbones. No sé si por esto murió esa noche. Es probable que la cuchillada en el corazón se la haya asestado uno de los tantos parroquianos que participaron en la trifulca. La muerte lo encontró por fin esa noche en el Río Rosa de la Avenida y murió como vivió, como un elegido de los dioses.

El padre de Caleta, decano de la Facultad de Derecho, movió influencias para que no fuéramos acusados de asesinato; aparte de la noticia, que salió en los periódicos un día después, no nos tomaron declaración ni nos llamaron por tal motivo al juzgado.

Meses después conocí a la niña Helena, la madre de Armando y a su hermana Cristina; me invitaron a tomar café a su casa y me entregaron un diario que el poeta llevaba, tesoro literario que usé para escribir mi novela "Pobrecito poeta que era yo", título robado de un poema del viejo Schofrá Rivas, pensando en la historia de mi hermano del alma muerto tan joven y trágicamente en ese San Salvador lleno de caínes.

Su madre dijo que el poeta Orlando Fresedo les había contado lo del secuestro que habíamos hecho a punta de pistola, pero que ella no tenía nada contra nosotros y que nos perdonaba si de algo tenía que perdonarnos, entonces comprendí por qué Armando era así de apacible y bondadoso, le venía del carácter de su madre. Sabiendo que éramos culpables de una injusticia cometida contra su hijo nos disculpaba y encima me invitaba a beber un café y me entregaba el testamento literario de mi hermano de letras, aquel diario genial que, valga decirlo con amargura, es lo único salvable del tripón ripioso que fue mi novela años más tarde publicada, cuando mis huesos estaban descansando en el vientre de los zopilotes que llegaban a roer la carroña y la carne humana descompuesta de los asesinados que tiraban en El Playón, y donde me fueron a aventar mis asesinos luego de matarme a balazos, según una de las grandes falacias con las cuales negaron la existencia de mis restos.

El 10 de mayo de 1975, cuando me sacaran del cuarto de esa cárcel del pueblo clandestina del erp en Santa Anita, se me cayó un zapato, por eso uno de los testigos de aquella infamia siempre aseguró que para reconocer mi cadáver tenían que comprobar que me faltaba el zapato que se me zafó antes de mi partida definitiva del Barrio Santa Anita a la nada, al más completo misterio que es la muerte en el alma.

Me asesinaron por traidor, según su versión. En realidad fue porque le hacía sombra al jefecillo de todos, al Choco Rivas Mira. No me queda remordimiento ni amargura, fue una muerte merecida; los erpianos me ayudaron a quemar definitivamente, en ese trance final hacia la nada, la culpa que cargaba, consciente o inconscientemente, por la caída de Armando López Muñoz años atrás, bajo la lluvia de la muerte en el Río Rosa de la Avenida Independencia, parrandeando en esas noches amargas su derrota.56

9

Ese septiembre en San Salvador caían unos chaparrones de padre y señor mío. Las calles se llenaban de riachuelos, correntadas que volvían incómodo el tránsito por la ciudad; los niños, alegres, jugaban con sus barcos de papel botándolos en las aceras de las calles. Septiembre tenía otro color y sabor en las calles de La Habana, donde recién había estado.

Era 1964 y seguía la lucha en el interior de la izquierda dividida entre la vía armada o pacífica. La noticia de que Aníbal y el Ratón Ulises habían llegado al país para comprarnos o matarnos saltó las alarmas en las estructuras clandestinas del Partido. No éramos muchos los que nos habíamos entrenado en la Sierra Maestra bajo las órdenes del Che, apenas docena y media, pero sí éramos suficientes para iniciar la lucha armada y crear dolores de cabeza a los gringos. Durante esa época los movimientos guerrilleros brotaban como hongos por el continente: Perú con la guerrilla del poeta Javier Heraud, Brasil con el movimiento de Carlos Marighella, Guatemala con Yon Sosa y Turcios Lima, Nicaragua con Fonseca Amador, Colombia con Tirofijo, Venezuela con Douglas Bravo, Argentina con Jorge Massetti pero también con Santucho y los Montoneros, Chile con Pascal Allende y el Movimiento de Izquierda Revolucionario, mir, y hasta Ecuador con gérmenes guerrilleros que de primas a primeras establecieron lazos con la China comunista de Mao Zedong. En El Salvador fundamos el fuar con la intención de lanzarnos a la guerrilla abierta como Acción Revolucionaria Salvadoreña, ars, pero en medio de estos planes surgió el debate de las vías de la revolución para tomar el poder. Para sostener nuestras tesis recordábamos la guerrilla de Fidel que quedó diezmada con solo doce hombres, pero que luego se desarrolló y tomó el poder en Cuba.

Las condiciones de Cuba no se pueden trasplantar mecánicamente, argumentaban los prosoviéticos. De ellos, el turco Cipriano era de los que más leña echaban al fuego en la discusión ideológica que se armó, pues el Partido adoptó la línea pacífica prosoviética que sostenía que la lucha armada era improcedente en esas circunstancias en Latinoamérica y que había que desarrollar la lucha de clases bajo condiciones del parlamentarismo burgués. Debíamos dejar nuestros conocimientos y capacidades militares y volvernos agitadores electoreristas. La línea revisionista soviética acordó que en aquellas condiciones la revolución mundial tenía que esperar y los esfuerzos de los comunistas de todo el orbe debían dirigirse a luchar por la instauración de repúblicas democrático-burguesas como antesala para la toma del poder por el proletariado y sus aliados estratégicos de las capas intelectuales, la pequeña burguesía y la burguesía progresista. Era la píldora mágica que nos hacían tragar los camaradas soviéticos.

Se trataba del consabido argumento de manual marxista de que las condiciones objetivas para la lucha armada no estaban dadas, al que contraargumentábamos de que si no estaban dadas, había que crearlas, lo que nos valía ser tildados de ultraizquierdistas, trotsquistas, espontaneístas, maoístas, desviacionistas pequeño-burgueses, cuando no de agentes del enemigo y de hacerle objetivamente el juego al imperialismo. Se presentaba un panorama gris para los que veníamos de Cuba, hasta el viejo Cayetano Carpio, el futuro Marcial del fmln, estaba a favor de la línea pacífica. Y encima de que nos veían como apestados, llegaban Aníbal y el Ratón Ulises con la cia, para cazarnos.

Me identifiqué con la lucha armada que preconizaba la revolución cubana, aquel "patria o muerte" que resonó en todo el continente y que lanzó a generaciones latinoamericanas de revolucionarios a alzarse en armas contra los gobiernos pronorteamericanos del subcontinente, en una autoinmolación mesiánica. Teníamos la ilusión y el romanticismo que la revolución cubana emanaba.

A principios de los sesenta, Cuba temblaba agitada por multitudinarias manifestaciones que terminaban en la Plaza de la Revolución. Fidel pronunciaba kilométricos discursos, hasta de ocho horas, que soportábamos de pie, parados en la Plaza de la Revolución a tope escuchando su voz, hipnotizados, con fe en los tiempos que vendrían. Hasta el rótulo en uno de los edificios aledaños a la Plaza de la Revolución, “Creemos en los sueños”, nos parecía paradigmático. Muchos factores coincidían en esos tiempos de luchas de liberación nacional tercermundistas. En África como en Asia se libraban guerras anticoloniales y se abrían perspectivas para Latinoamérica con el apoyo de los soviéticos a los cubanos y con el auge del combate internacionalista. Cuba era nuestra retaguardia, la base logística desde donde operábamos.

En 1961 llegué a La Habana con una delegación del Partido a prepararnos para la lucha revolucionaria militarmente. En ese año, así como en los otros dos siguientes, cuando estuve llegando por temporadas, ingresé a la redacción de la revista Casa de las Américas, y comencé a trabajar en Radio Habana, sobre todo después de un incidente que marcaría mi vida, y mi amistad con Fidel.

Hasta ese año, en las esquinas de La Habana todavía se podían conseguir los productos normales que se compraban en cualquier país latinoamericano. A partir del bloqueo, luego de la crisis de los misiles y la invasión de Bahía Cochinos, empezó la crisis económica, las colas para comprar productos de primera necesidad y el trapicheo del mercado negro, la hora de los estraperlistas. Cuba era un mercado muy suigeneris, se podía conseguir de todo, siempre y cuando se pagaran los dólares requeridos. Fidel decretó que los intercambios comerciales con el extranjero se realizarían, entonces, en dólares canadienses, lo cual tampoco ayudó a desterrar la dolarmanía que se expandió en la isla, era la divisa que mandaba en las transacciones comerciales de la calle.

En medio de esta fiebre consumista y de primeras necesidades, mientras me hallaba trabajando en Radio Habana Cuba, una tarde nos invitaron a una fiesta con unos escritores latinoamericanos en La Bodeguita del Medio, de donde partirían a la casa de Raúl Palazuelos, el jefe de redacción de Radio Habana. Todo prometía acabar, como era habitual entre el personal de la radio, en una gran pachanga, con la posibilidad de hacer un par de combinaciones bursátiles pues los escritores latinoamericanos llegaban a gozar la revolución con algunos fajos de dólares encima que debíamos cambiarles de acuerdo al cambio vigente en el mercado negro.

Todo el personal se había apuntado para la fiesta. Excepto yo, que estaba con una resaca de los mil diablos pues había pasado bebiendo el fin de semana anterior en compañía de Roberto Armijo y de Manlio Argueta que habían llegado a La Habana desde San Salvador y con quienes teníamos un cúmulo de cosas que hablar y un cúmulo de botellas Havana Club que vaciar. Estaba a cero, pues los magros ahorros en dólares se me fueron en las visitas al Tropicana y a los bares de Regla y La Habana Vieja, especialmente a uno donde escuchamos a Bola de Nieve tocando directamente al piano. Al vernos entrar, Bola de Nieve quedó magnetizado por el poeta Armijo, lo llamó a su lado para cantarle al oído La flor de la canela con toda su inspiración y libido, parecía que aquella mole de piel de ébano quería devorar con su bellísima voz al poeta Armijo, quien de la emoción al anochecer cayó con una crisis de asma que nos obligó, al día siguiente, a internarlo en un hospital habanero.

De estas excursiones me estaba reponiendo. Por eso me quedé solo, poniendo la programación de esa noche, que ya estaba editada. Todos querían ir a la fiesta y las muchachas se acercaron a besarme, una de ellas, Asela, quien también era bailarina del Tropicana, metió su lengua ardiente en mi boca y desde entonces supe que tenía entrada libre en aquel océano de sensualidad y fuego. Quedé con Radio Habana a mi disposición, el rey de la radio rebelde que se oía en América Latina y Estados Unidos.

Mi vida quedaría marcada por el momento cuando Fidel Castro llegó a Radio Habana aquella noche de 1961 y al encontrarme a mi solito en medio de aquel océano de frecuencias, comenzó a echar rayos y centellas por la irresponsabilidad del personal para luego, condescenciente, preguntar a boca de jarro quién era yo y qué pitos tocaba allí. Era un espectáculo ver al Caballo encolerizado, habían dejado sola nada menos que Radio Habana, chico hábrase visto, caballero, cosa tan gravísima, mientras en esos momentos se transmitía esa melodía popular en las escuchas clandestinas del continente: "...Para América Latina, que escucha con emoción, con la voz del corazón, canta Cuba campesina...".

Al cabo de algunas preguntas y repreguntas y de escuchar sus quejas, habíamos entrado en sintonía. La confianza y el tono directo con que me habló así como el tutearnos desde el primer momento, rompió el hielo y me animó a hablarle franco y abierto, al final me tocó calmarlo y explicarle que todos éramos jóvenes y que haberse marchado a la fiesta no fue una irresponsabilidad pues habían dejado grabada la programación.

La conversación con Fidel devino en un largo monólogo, como es usual en él, donde me describió las condiciones de miseria y explotación de la Cuba prerrevolucionaria. Pero cuando quisó hablar de El Salvador me dijo estupefacto que sabía muy poco de aquel país. Le relaté grosso modo la historia política del país, le hablé de la insurrección campesina indígena de 1932 donde fueron asesinados más de 30,000 campesinos por el ejército de la oligarquía, y le hice un bosquejo de la situación política de ese entonces, teniendo en cuenta que recién habían pasado varios gobiernos militares, uno de los cuales, el del teniente-coronel José María Lemus, había sido derrocado gracias al clamor popular de la población y los sectores progresistas de las fuerzas armadas.

Fue allí cuando Fidel tuvo la idea de que escribiera una monografía política sobre mi país, y que se crearía a partir de la misma una colección que sirviera como fuente de consulta para los estudiosos de la revolución latinoamericana. La monografía El Salvador, de la Colección Nuestros Países, apareció ese mismo año como producto de aquél encuentro. Para escribirla me basé en el análisis de la situación política y económica de El Salvador que había hecho el Partido Comunista Salvadoreño. Mi libro fue recibido con entusiasmo, y luego reeditado. Esto motivó a que el propio Fidel me pidiera escribir, teniendo en cuenta mi experiencia mexicana, una monografía sobre México, que redacté al año siguiente asesorado por mi hermano de leche Laco Zepeda.

Mi estadía en Cuba durante los primeros años de la revolución fue fructífera, no solo escribí las monografías sino que armé un ensayo sobre César Vallejo para intervenir en un Coloquio Internacional sobre el poeta peruano que se desarrolló en La Habana. Aprovechando el tiempo y las condiciones favorables que reinaban en los medios de comunicación, escribí un libro de poemas, El Mar, editado ese mismo 1963 por Ediciones La Tertulia, que dirigía el poeta Fayad Jamís. Cuba era el puerto de los poetas libertarios del mundo; allí entablé amistades con los poetas españoles José Agustín Goytisolo, quien prologó El Mar, con Juan Marsé y Félix Grande, además de otros intelectuales europeos como el alemán Hans Magnus Enzensberger y el francés Regis Debray, a quien volvería a encontrar en Praga años después.

Paralela a la febril actividad intelectual y literaria se desarrollaba el entrenamiento militar, en el campo de entrenamiento Punto Cero, en las afueras de La Habana, cerca de donde Fidel tenía su casa. Un grupo de salvadoreños que éramos ya veteranos de un entrenamiento en la Sierra Maestra, nos especializábamos en actividades de espionaje. Allí recibí cursos de radio y comunicaciones, fui instruido en claves y mensajes secretos y en manejar información sensible ultrasecreta. Fue el Chino, el encargado cubano que el Departamento América de Barbarroja Piñeiro nos adjudicó como enlace, quien me introdujo en todos los vericuetos de la lucha clandestina y el espionaje.

También tuvimos oportunidad de foguearnos, pues durante este adiestramiento sucedió la invasión de Playa Girón en abril de 1961, donde en menos de setentidós horas el Ejército Rebelde derrotó la invasión de contrarrevolucionarios cubanos financiados por los estadounidenses procedente de Miami, Guatemala y Nicaragua. Fue un delirio contribuir al fracaso de esa invasión y de compartir con ellos la primera derrota del imperialismo en el continente americano. Otra cosa de locura fue estar en la Plaza de la Revolución para el día triste aquél, luego de un atentado terrorista en el puerto de La Habana, cuando Fidel declaró el carácter socialista de la revolución.

Cuando retornamos a El Salvador íbamos imbuidos con este espíritu de la revolución cubana y con la convicción de que la única manera de hacernos oír por la oligarquía nacional y el imperialismo multinacional, era a través de las armas.

Todo hubiera salido a pedir de boca de no haber sido porque el Partido estaba dividido, porque la línea prosoviética propugnaba por las vías parlamentarias, y porque Aníbal y el Ratón Ulises aparecieron con nuestras señas en las calles de San Salvador acompañando al Míster y a los sabuesos de la cia.

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Corría septiembre de 1964 cuando me capturaron en San Salvador. Como si de repente se hubiese desatado mi propio juicio final, los acontecimientos se agolparon y no me quedó tiempo para despedirme ni de aquél remedo de país que dejaba, ni de los amigos del Faro, El Pepal, El Río Rosa, El Foco Rojo y La Praviana, ni de los poetas que dejé sumidos en la bohemia, el estiércol de la frustración y sus poemas rebeldes bajo la violencia de las noches salvadoreñas en Estado de sitio.

El fuar, brazo armado del partido, comenzó a descalabrarse incluso antes de que llegaran Aníbal Martínez, el Ratón Ulises y el Míster de la cia al país, a desmontar los planes insurreccionales. Qué revolucionarios más de a verga fuimos, si bastaron tres pinches agentes, dos cubanos y otro gringo, para desmantelarnos; no fue necesario que armaran una contraguerrilla ni que nos fajáramos un par de años por lo menos con el ejército y los cuerpos represores de seguridad. Bastó que ellos se dedicaran a reclutar, neutralizar o matar a los que nos habíamos entrenado en la Sierra Maestra y en La Habana, para deshacer nuestros planes de un manotazo, como se destripa a una mosca.

Aquí jugó su papel el Comité Central del Partido, que ya había tirado la línea del repliegue; los militantes que propugnábamos por la línea armada fuimos dejados de lado, nos aislaron y crearon a nuestro alrededor un cordón sanitario; éramos los ultraizquierdistas que no entrábamos, de repente, en los planes geopolíticos de la Unión Soviética y la coexistencia pacífica revisionista. La vía armada debía aplazarse en el Tercer Mundo y debíamos recurrir a las vías parlamentarias para, si no tomar el poder, al menos acceder a puestos importantes en la Asamblea Legislativa, ministerios, sindicatos, organizaciones de masa y en el ejército. La tarea pasó a ser la infiltración del enemigo.

Para ello me alistaba, cuando fui capturado en el centro de San Salvador. Uno de mis mentores y protectores era el turco Cipriano, quien con mi captura vio hecho pedazos todo un trabajo de años que veníamos realizando desde la sombra, ya que la línea de Moscú había terminado por imponerse entre nosotros. Yo también era un seguidor de los soviéticos, tanto o más que el turco Cipriano.

Este era un joven venido de la provincia a San Salvador, en los años sin-cuenta.

Desde aquella fecha hasta el fatídico septiembre de 1964 cuando me capturaron había corrido mucha agua bajo los puentes de El Salvador. El turco Cipriano era ahora miembro del Comité Central con la venia de Cayetano Carpio. Fueron ellos, a instancias del Partido, quienes me consiguieron la casa de Canito, en el Barrio de Candelaria, para que me refugiara mientras pasaba la tormenta.

Estaba escondido con Manlio Argueta, quien salía de la casa solo para ir al servicio sanitario a satisfacer sus necesidades biológicas, y esto por la noche. Era el que más había intimado en Cuba con Aníbal y Ulises San Román y por eso su miedo era mayor, pues era de quien más información y pruebas en su contra traían. Venció su neurosis con un libro de poemas con el cual ganó el certamen literario de la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador, La hora del cazador, cuyo título me impresionó pero que luego, cuando llegó a El Salvador la cinta hollywoodense La noche del cazador, me di cuenta de que se lo había fusilado.

A las semanas de estar encuevado no soporté más el encierro, y decidí salir a la calle a dar un paseo por el centro. Me dirigía hacia el Follies, un cine ubicado enfrente del Merca­do Excuartel Quemado, como a las diez de la mañana cuando me encontré en la calle a Juvenal Aquelarre, un mariguanero pretencioso que despertaba mi interés debido a que recién lle­gaba de California influenciado por las películas de rebeldes sin causa y por la vida libre que vivía la juventud en Estados Unidos. Aquelarre traía la moda del consumo de las drogas, algo que desconocíamos en el país, cuyo uso solo atribuíamos a los lúmpenes y delincuentes. Él fue quien nos enseñó que la mariguana, el hachís, el peyote, el floripondio, el lsd, los hongos alucinantes y los medicamentos de laboratorio anti­depresivos como anfetaminas, diazepan y otros opiáceos eran un universo en el cual podíamos viajar y gozar tanto o mejor que con el alcohol.

Esa mañana de septiembre no lo pensé mucho cuando encontré a Juvenal Aquelarre. Fuimos a saborear cervezas con boquitas de yuca y chicharrón en El Paraíso de La Praviana, ubicado sobre la Tercera Calle Poniente, entre El Lutecia y la Abarrotería El Águila, una cuadra abajo del Parque Morazán. De rostro aguileño, medía 1.75 metros, delgado y con el pelo negro liso y largo, Aquelarre transmitía con su forma de hablar y sus gestos una sonrisa cínica con cierto carisma que despertaba confianza en su interlocutor. En El Paraíso, al cabo de una hora, ya habíamos vaciado muchas cervezas. En esas estábamos, yo enseñándole a Ricardo algunos capítulos del manuscrito de mi novela Los poetas, donde había incorporado el diario que Armando López Muñoz había escrito, cuando Aquelarre, bajo el pretexto de ir al baño, se ausentó. Pasarían cerca de cuarenta minutos, yo con la emoción de haber agarrado de nuevo impulso para leer y de paso ir corrigiendo los originales de Los poetas, cuando me cayó la policía secreta al mando nada menos que del Niño Dios, el jura negro y panzón, al cual siempre se le iban los cálculos cuando golpeaba a sus víctimas. Con el primer golpe en la nuca empecé a ver lucecitas, luego me veo siendo arrastrado a un jeep con techo de lona que tenían parqueado justo enfrente de El Paraíso. Fui llevado a las bartolinas de la Policía Nacional, donde a los pocos momentos me recuperé de la catástrofe. Era increíble que de estar saboreando unas cervezas en El Paraíso y leyendo los originales de Los poetas hubiera pasado de un segundo a otro a aquella zona de la pesadilla. Me quedé con la tristeza de saber que había perdido los manuscritos, pero Aquelarre, según me di cuenta unos meses después, se los entregó a Aída Cañas, mi esposa, con la noticia de mi secuestro. Era un tipo tan misterioso, que incluso después de mi huida de la cárcel, ya en las calles de La Habana, cuando llegó el poeta Roberto Armijo a Cuba, le expresé mis dudas sobre él, y aún desde la muerte sigo conjeturando y convencido de que este energúmeno hediondo fue el judas que me vendió. Precisamente cuando mi persona era buscada en todo el territorio salvadoreño por Aníbal Martínez, Ulises San Román, mis instructores en Cuba que desertaron a Miami, y por el Míster de la cia, que habían llegado a despedazarnos, volarnos la cabeza o a comprarnos.

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¿Cómo fue aquel mundo en el que nací después de mi captura en El Paraíso? Las celdas de la Policía Nacional me cobijaron durante semanas en sus respectivas jerarquías hasta llegar a la suite presidencial "El castillo del príncipe", una oscura bartolina escondida en lo más recóndito del lúgubre edificio gris, donde me ocultaron debido a que mi madre y mi mujer, así como la aeu, ageus y varios poetas jóvenes andaban removiendo cielo y tierra para dar con mis huesos. Para ello habían interpuesto varias peticiones de habeas corpus mediante las cuales los respectivos jueces podían llegar a inspeccionar sin previo anuncio, las celdas e instalaciones de la Policía Nacional. Pero los policías siempre estaban sobreaviso, lo cual motivaba mis frecuentes excursiones al castillo principesco donde me escondían semanas enteras. El Partido sabía que me habían capturado debido a mi indisciplina, pues yo mismo rompí las más elementales normas de seguridad. Eso me pasa por idiota, siempre me ha sucedido en la vida. Primero logro realizar las tareas más difíciles pero luego, al momento de bajar la guardia, me lleva el diablo.

Se llamaba Daniel Ewers. El Míster era un negro alto, corpulento, con la nariz aplastada debido a su origen africano que le daba la estampa de un boxeador curtido al que le han roto las narices un par de veces en camorras de barrio de broncas o del Bronx. Había nacido en Virginia y estaba casado con una panameña, razón por la cual hablaba un español impecable. Medía casi dos metros de altura distribuidos armoniosamente en una complexión atlética de la cual sobresalía su mirada penetrante que hacía dudar a cualquiera. Vestía elegante aunque siempre llegaba con ropa deportiva. Se echaba de ver a la legua que era militar o deportista, pues su cuerpo formado en el ejército o en algún gimnasio sobresalía como un maniquí en medio de su vestimenta.

Desde el principio fue directo al grano. Me dijo que recién acababa de llegar de Cuba, donde había luchado con los patriotas contra la tiranía de Castro, en el Escambray. Sabía al dedillo todo lo relativo a mí y al grupo de salvadoreños que nos habíamos entrenado militarmente en Cuba y que planeábamos impulsar a través del fuar la guerra de guerrillas o las insurrecciones escalonadas que desembocarían en una insurrección general en el país. Me habló de Manlio, de quien la cia tenía su historial en un grueso dossier que me mostró.

Los primeros encuentros fueron largos monólogos de Daniel Ewers para debilitar mi caparazón ideológica; me habló de su familia, de cómo durante su trabajo como consejero cultural en la embajada de Estados Unidos en Panamá se había enamorado de su actual esposa, una rubia platinada miembro de la aristocracia canalera, con quien tenía dos niños mulatos, que eran el gran amor de su vida; de ellos me mostró varias fotos donde se les veía jugando en el jardín de algún punto primaveral de este planeta.

Daniel me sacó de la asquerosa cárcel de Cojutepeque donde convivía con ratas, cucarachas y alacranes. Ahí me habían enterrado mis secuestradores, hastiados de que cada semana llegaran los jueces a preguntar por mí a la Policía Nacional de San Salvador. Cojutepeque era conocida como la ciudad de las butifarras, los chorizos y del Cerro de las Pavas, en cuya cima está un santuario dedicado a la Vírgen de Fátima.

Para mí Cojutepeque solo tiene una referencia, y es el edificio antiguo de su Penal, un caserón de adobe, con muros gruesos de hasta medio metro de ancho, donde se hacinan cientos de presos custodiados por la policía local. Allí me habían enviado mis secuestradores, a podrirme en la húmedad de sus cárceles inmundas; dormía en el suelo sobre un petate viejo como colchón. Mis débiles bronquios habían comenzado a resentirse, mi ya veterana tos de fumador, al carecer de tabaco, se había intensificado.

El carro que me transportó un atardecer cálido desde aquellas mazmorras hasta la finca Pinar del Río del coronel Mariano Guerrero, ubicada en Los Planes de Renderos, donde me estaba esperando el Míster, era un chevrolet año cincuenta, alado, pintado de azul y rosado, un automóvil digno de un gerente general o de un empresario capitalista.

Desde el principio los agentes salvadoreños mostraron una deferencia especial. A partir de aquella mudanza domiciliaria cambiaron no solo mis condiciones de vida, sino también el trato de mis carceleros.

En Pinar del Río pude ducharme a mi antojo, me asignaron un cuarto con una cama con colchón que me supo a gloria, y me permitieron caminar sin esposas en el interior de la finca, custodiada estratégicamente por agentes con metralletas y pistolas listas para disparar. Era como encontrarse en una película de espionaje o formar parte del guion de alguna novela policial en la cual se ve inmiscuido inconscientemente el protagonista, sin tener idea de lo que vendrá. Y lo que vino fue Daniel Ewers.

Tenía una biografía fuera de serie, lo habían reclutado para la compañía durante sus años estudiantiles en la Universidad de Yale, donde se graduó con notas sobresalientes de abogado. La crisis cubana había sido para él y para los pocos agentes de color de la cia y del fbi, una oportunidad de oro para ascender, pues debido a su piel negra eran ideales para trabajar como agentes encubiertos en el corazón de la Cuba revolucionaria. No le había sido difícil modular el respectivo tono de voz cubano. Según lo demostró, podía hablar como santiaguero, guajiro oriental o como un habanero; había estudiado a la perfección la jerga cubana, a lo cual había contribuido su anterior estancia en Panamá y su casamiento con una hispanoparlante.

Aquel encuentro a media mañana, cuando me anunciaron que el Míster estaba por llegar, cambió mi vida. Por un lado estaba consciente, gracias a los contactos que había tenido esporádicamente con Tomás Paz, que Aníbal y Ulises San Román habían llegado al país en compañía de un agente de la cia con la misión de aniquilarnos o comprarnos. Era territorio que pisaba con seguridad, sabía las habas que se cocían tras bambalinas.

Cuando el corpachón del negro Ewers ingresó en la sala principal de esa prisión de lujo, no me sorprendí. Lo extraordinario vino cuando me pusieron entre la espada y la pared.

Había una regla de oro, a la cual no había recurrido hasta esos momentos, pero que cruzó esa misma mañana como un rayo por mi cabeza. Recordaba mis meses de estadía en Cuba como estrategia sicológica para fortalecer mi resistencia mental. Entre ellos, uno de aquellos días de romanticismo cuando en compañía del Chino, el encargado del Departamento América que nos había puesto a los salvadoreños Barbarroja Piñeiro, inicié un diálogo desagradable más por curiosidad que por seriedad. El Chino había peleado en la guerrilla urbana con Frank Pais en Santiago de Cuba y trabajaba en el G-2 atendiendo a los cuscatlecos de manera tan eficiente que hasta se había convertido en un borracho de calibre mayor, como la mayoría de nosotros, para ganar nuestra confianza.

—Y si el enemigo algún día me captura y me pide colaborar bajo amenaza de muerte —pregunté sin imaginar la dimensión de aquella interrogante.

El Chino tardó sempiternos segundos en responder. Sumido en un silencio de siglos dudó en hablar. Antes de hacerlo me miró a los ojos, me escrutó la cara, se sonrió de la manera más triste que recuerdo haber visto en un ser humano y contestó con una orden, en contra de su conducta hasta entonces observada.

—Entonces acepta trabajar con el enemigo.

Eso fue todo.

Al filo de la aventura que habíamos hecho al entrar clandestinamente al país, luego de que los salvadoreños que nos habíamos adiestrado en Cuba éramos vistos como sarnosos por el Comité Central y los cuadros intermedios del Partido, mientras esperaba la visita del agente de la cia que tarde o temprano tenía que llegar hasta mí, unos años más otros años menos, para darme el tiro de gracia o extenderme el cheque respectivo de agente supernumerario, me llegaba de golpe esa conversación con el Chino en la casa de seguridad de La Habana donde me estaba adiestrando el Ratón Ulises San Román en claves, lenguaje cifrado y el manejo de radiocomunicaciones. "Tenemos que saber de ustedes, una vez estén al otro lado de las barricadas enemigas", había argumentado luego de su lacónica respuesta que quedó grabada en mi subconsciente y que ahora me llegaba a la memoria como desde ultratumba. El Chino había aconsejado algo que iba contra las normas de cualquier servicio secreto, así lo creí. La esfinge había hablado, yo estaba boquiabierto. No era lo más inteligente morir como héroe. El mandoble estaba en seguir vivo cargando una existencia de canalla, escupiendo todos los días sobre los mismos ideales y rostro revolucionario que por años habíamos portado.

La llegada del negro Ewers vistiendo una camisa de un rojo intenso que terminaba de enceguecerme, me hizo comprender la dimensión de aquella jugada, cuyo lance final estaba ejecutando. Y en el fondo de aquella escena, entre el recuerdo de mis días habaneros y los sombríos días de la cárcel, en mi nueva cárcel de lujo en los Planes de Renderos, el Chino se carcajeaba trepanando con sus risotadas los rincones más recónditos de mi mente. Daniel Ewers se presentó con todas las de la ley, mencionó incluso su rango, Coronel de la Marina de los Estados Unidos, y los lugares donde había servido como diplomático de carrera. Narró que por proceder de una familia pobre, primero se había hecho "marine" y luego, gracias a una beca del Ejército, había ingresado en la elitista Universidad de Yale. Allí fue ascendiendo militarmente mientras ganaba sus cursos universitarios, y allí fue donde la cia lo reclutó. Después de esas sesiones en las cuales bromeaba y narraba sus experiencias cubanas, panameñas y guatemaltecas, dejaba ochenta dólares sobre la mesa, que decía, eran mis viáticos, así como una atmósfera de confianza.

Tienes derecho a ellos antes que se los repartan tus custodios me explicaba intimando conmigo, ya que nunca los recogí, y los policías que luego limpiaban la mesa los tomaban para sí creyendo que eran propinas del Míster. Cuando se dieron cuenta que no era así pidieron disculpas y me devolvieron la cantidad exacta de lo que habían tomado, sin que por mi parte les reclamara. Seguía en mi ceguera romántica de no tocar aquella plata con la cual el gringo quería comprar mi alma. Al cuarto día puso sus cartas sobre la mesa. Me explicó con pelos y señales y con información fresca, lo que ya sabía de antemano y lo que intuía después de mi captura: que el Partido había archivado los planes insurreccionales del fuar; que había dado orden de replegarse, que estaba a la desbandada y que su próxima jugada iba a ser de carácter legalista, infiltrándose en el Partido Acción Renovadora (par) y lanzando como candidato presidencial a un líder filocomunista, el doctor Fabio Castillo Figueroa, de quien la cia tenía un grueso dossier con sus viajes a Cuba y la Unión Soviética, ya que fue miembro de la Junta Cívico-Militar en 1961, cuando se establecieron, por meses, relaciones diplomáticas con la Cuba castrista, y cuando visitó la urss al frente de una delegación gobiernista salvadoreña.

Cuando el negro Ewers puso sobre la mesa el cambio de planes estratégicos del Partido, debidamente analizados por la cia y la policía secreta salvadoreña, no me impresionó, pero me dí cuenta de que hablaba en serio.

El Partido los abandonó, dijo llanamente, todos los que fueron entrenados en la Sierra Maestra y en La Habana, han corrido la misma suerte que tú, andan a la desbandada, y esto lo sabes mejor que nadie muchacho, el Partido se ha deshecho de ustedes como de unos apestados, pues no entran más en la estrategia parlamentarista de la lucha política que les han trazado los soviéticos. A la mayoría de tus compañeros los hemos cooptado o están presos, en ti me he tomado la molestia de ocuparme ya que eres un caso singular, pues eres el contacto de los cubanos con el país, sabemos que te dieron instrucciones de radio y comunicación, y de esta forma estás periódicamente en contacto con La Habana.

Lo que queremos de ti es que sigas haciendo tu vida normal de militante. Después de este interrogatorio, te fabricaremos una leyenda perfecta, que gracias a los infiltrados que tenemos en las estructuras del Partido y entre los mismos cubanos y soviéticos, no te volverá sospechoso sino que te dará más prestigio. Tu historial, así como tu biografía y tu labor de periodista y escritor te dan una perfecta coartada para que puedas realizar un trabajo de recolección de información, y su respectivo análisis, para nosotros.

Era muy preciso, como si lo que me estaba diciendo fuese cuestión ya acabada. Era simpático, sabía transmitir un aire de confianza. Tenía un aura que generaba seguridad, hablaba pausado, con información certera, y emanaba un carisma que desarmaba, era un gran comunicador. Sus argumentaciones sólidas no dejaban lugar a dudas. El hecho de que se jugara la vida ingresando clandestinamente a Cuba para apoyar la lucha anticastrista en El Escambray, le daba una credibilidad indiscutible. El Negro Ewers no era el agente de oficina enmurallado en papeles burocráticos y en planes teóricos. Era un conspirador nato, un hacedor de destinos, un hombre de acción que se jugaba la vida en cada una de sus operaciones. Por ello transmitía autosuficiencia y la seguridad de que lo que él decía era lo mejor para mi persona.

Me dibujó un futuro halagador. Me promoverían como escritor en el país, en Estados Unidos y en Europa; mis libros serían traducidos a otros idiomas, de repente hasta podemos filmar alguna de tus novelas, aseveró, jugando con mi vanidad. Aquí en cambio, en este estercolero político de ambos bandos, no llegarás lejos. La mediocracia te impedirá hacerlo, te vas a enmierdar en unas arenas movedizas de las cuales será imposible escapar. Tienes la posibilidad, chico, de abandonar esta porqueriza de badulaques, mamarrachos y comemierdas; esta pocilga de bastardos y lameculos, que no tienen la culpa de ser mediocres e incultos. Tú, en cambio, has conocido mundo, eres un gran lector, buen escritor, en circunstancias favorables podrás desarrollar tu talento, créeme hijo mío, esta oferta es una oportunidad para cambiar el rumbo de tu vida, para hacer lo que realmente te gusta y satisface; la felicidad consiste en vivir conforme a lo que uno desea hacer y trabajar, ya lo escribió Heiddeger, muchacho.

Si rechazas mi oferta es probable que te den un tiro en la nuca, quién, eso es lo de menos, el Partido o tus mismos camaradas lo pueden hacer, azuzados por nuestros agentes. Razones sobran, entre ellas, que insistías demasiado en la línea armada, que te vendiste al enemigo, que robaste fondos públicos, en fin, somos profesionales del ramo, siempre te podemos inventar una muerte de canalla para que de ti no quede rastro alguno para la posteridad. Morirás como un traidor. Medita bien, no estamos jugando, detendremos el avance del castrismo en el continente, en ello estamos invirtiendo nuestros esfuerzos; un insecto como tú no nos aguará la fiesta.

No lo olvides, remachó esa tarde al momento de despedirse, estamos en guerra y aquí no valen medias tintas, colaboras o mueres. Mañana hablaremos al respecto, espetó lacónico dando fin a su sesión de reclutamiento.

El Negro Ewers desglosó en esos tres días de conversación los planes y proyectos que la cia me proponía, sin darme tiempo a meditar. Era un bombardeo sicológico para desarmarme, pues sacó a luz los trapos sucios del Partido, las riñas internas, las disputas de poder, las envidias seculares, las puñaladas traperas y la parafernalia de intrigas, luchas sordas y zancadillas que se desarrollaban en el interior del Partido, dividido en esos momentos aún entre la línea insurreccional y la línea pacífica parlamentaria.

Cuando cerró su maletín y se marchó sin más palabras de mi cárcel de lujo ubicada en la hacienda Pinar del Río, comprendí que mi suerte estaba echada. Toda la noche me pasaron por la mente las palabras del Chino. Hacía años, o quizás solo pocos momentos, me repetían que colaborara con el enemigo, que esa era la única tarea a la cual me habían enviado y para la cual me habían preparado el G-2 y el Departamento América en La Habana. Para que el enemigo me capturara y me hicieran agente doble, con el propósito de que me enviaran de nuevo a Cuba a contactar con ellos.

Por otro lado, estaban las razones de Tomás Paz, fue él quien me confirmó desde hacía semanas y en la prisa de los encuentros clandestinos que concertamos, que el Partido nos había dejado caer, que había llegado al país un Míster de la cia y que él, ante la cabronada del Partido de abandonarnos a nuestra suerte, había decidido colaborar, y la estaba pasando bien. Deberías visitarlo insinuó, se aloja en el Hotel Intercontinental y te conoce a ti como a todos los del grupo hasta en frijoles. No perderás nada con hablar con él, al contrario, si no lo haces, entonces te puede llevar la legión de putas, me sentenció el cabrón de Tomasito la última vez que lo vi, yo lo sentí sincero, que me lo decía de corazón, después de todo habíamos sido y seguíamos siendo grandes amigos, no solo en la militancia política sino también en la Facultad de Derecho, donde llevábamos varias materias en común.

Dejé todo en suspenso; estaba rabioso con el Negro de la cia y su arrogancia de perdonavidas. Aquella no era una discución teórica de cafetín ni de ningún congreso político, estaba frente a frente con el enemigo. Mi estancia en las bartolinas de la Policía Nacional y de la cárcel de Cojutepeque dejaban claro que estaba metido en un juego mortal batallando con un enemigo donde se muere o se vence. No tenía posibilidades de darle vuelta a mi situación desesperada. Oficialmente no estaba detenido para la opinión pública; se podían deshacer de mí sin mayores problemas políticos y judiciales.

La traición era en esos momentos la única salida posible. Dudaba y cavilaba en todo lo profundo de mi ser, aceptar esta alternativa del diablo. Me llegaba a la mente el consejo del Chino, "entonces acepta", como un espaldarazo para dar el paso en falso que me conduciría a una vida falsa. Si traicionaba en esos momentos iba a cargar en el futuro una caricatura de existencia. Iba a ser un cadáver viviente, a la espera del tiro en la nuca que tarde o temprano llegaría, cuando los directores de aquella macabra opereta lo consideraran adecuado.

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Me negué a colaborar con Daniel Ewers, el sabueso de la cia que conocía todo mi historial. Mi dossier que mostró durante esos tres días de convivio en Pinar del Río contenía información fidedigna y precisa, era impresionante. Me habían trasladado a esa finca de Los Planes a petición de él para hacerme la existencia más pasadera; estaba comprando a un agente doble y tenía que seguir el ritual de costumbre, halagarme, hacerme la corte, conquistar mi corazón de tránsfuga para desembocar en el callejón de la traición. Un oficio de tinieblas, todos amamos y hasta admiramos secretamente, a los traidores y vendepatrias, pero nadie quiere estar alguna vez en su pellejo.

Tan seguro estaba Daniel Ewers de que me daría vuelta, que había simpatizado conmigo, habló que era cinéfilo y que gustaba leer teatro, sobre todo a un dramaturgo comunista, Arthur Miller, que había estado casado con la amante de los Kennedys, Marilyn Monroe, de quien él estaba seguro era agente dela kgb. ¿La bella Marilyn, una matahari al servicio de los soviéticos,reclutada por Arthur Miller y su círculo de judíos intelectuales procomunistas? Le encantaba lucirse en juegos intelectuales para impresionarme, y en cierto modo lo lograba.

Las brujas de Salem es una de mis predilectas junto con La muerte de un viajante, espetó. El que seamos parte del enemigo no implica que seamos ignorantes, sectarios y antiintelectuales; estamos bien informados sobre literatura y el mundo del arte, necesitamos escritores y artistas que nos apoyen abierta o encubiertamente, y para tratarlos y para poder infiltrar mejor al enemigo necesitamos estar actualizados. Tenemos los agentes más cultos a nuestro servicio, eruditos, lumbreras de universidades. Es una de nuestras prioridades, ahora que la agencia ha dado la línea general de reclutar a los intelectuales procomunistas, pues debido a su crónico estado crítico contra el Estado, así sea un Estado socialista, son fáciles de cooptar y de usar en la lucha ideológica contra el comunismo, acotó esa mañana Daniel Ewers. Son los natos disidentes de toda sociedad, así se trate de la República del Reino de los Cielos, por algo Platón los expulsó de su Res pública, habló.

Llegó radiante a la entrevista, rasurado y en su habitual traje deportivo, con una botella de whisky sellada, dispuesto a abrirla para celebrar el brindis del espía, mi pacto con los diablos.

Pinar del Río está ubicada en Los Planes de Renderos, que distan 12 kilómetros del edificio de la Administración Nacional de Telecomunicaciones (antel), en el centro de San Salvador, donde comienza el kilómetro "cero" de la República de Cuscatlán.

Había pasado una noche espléndida soñando con las cálidas calles de Regla en La Habana y la compañía de Asela, mi fogosa amante bailarina del Tropicana. Las noches frías durmiendo en el suelo húmedo y sucio de la cárcel de Cojutepeque, donde me tuvieron secuestrado varias semanas, lograron que durmiera de un tirón y a pierna suelta las primeras noches, ya que luego de la suculenta cena me concedían el privilegio de zambullirme media hora en la piscina antes de ir a la cama.

Este idilio estaba custodiado por una docena de policías de paisano, con sus metralletas montadas, no tanto por la compasión que mi flacucho cuerpo les inspiraba sino por el miedo de que a través de un golpe de mano el aparato armado del Partido Comunista intentara liberarme. Eran los fantasmas de un Partido que nunca existió, pues a esas horas todos sus cuadros andaban con los calzones en la mano escondiéndose bajo la cama de sus abuelas. Qué paradoja, nunca estuvimos a la altura de las circunstancias como Partido, desde el principio fuimos enanos, y los enanos no crecen.

Todavía estaba en el séptimo sueño de mi felicidad artificial cuando los toques tímidos a la puerta de mi dormito­rio indicaron que era la hora del desayuno. Como en cualquier hotel de Praga, me dije, donde el ujier llama personalmente al cuarto del huésped para levantarlo a la hora encargada.

Al salir de mi cuarto-celda vi que sobre la mesa, ubicada en el jardín que servía de entrada a una pequeña finca de frutales, estaba servido el café caliente con sus respectivos trocitos de azúcar. Hasta esta manía mía conocían, pues yo siempre acostumbro a morder los cubitos de azúcar mientras bebo el café amargo, tal como me lo enseñara mi traductora rusa, Tania, en los desayunos comunes en la cama en Praga, y tal como se lo enseñaron a ella sus ancestros de la Siberia rusa. Hasta de este pequeño detalle estaban informados y lo demostraban ostentosamente.

El pan francés sobre el mantel, acompañado de mermelada de guayaba y de fresa, así como unas rodajas de mortadela y de queso, me subieron la autoestima, pues me estaban sirviendo lo que en El Salvador llaman "desayuno europeo", diferente al café con frijoles, tortillas, crema y pláta­nos fritos que constituyen el típico desayuno salvadoreño que reina en la mesa del oligarca como en la del campesino y del obrero en todo El Salvador. Era pues, un desayuno de trabajo.

Ni siquiera me había rasurado cuando fui llevado amablemente por el policía de turno a la presencia del Negro Ewers, quien ya había comenzado a partir el huevo duro que también componía el menú del desayuno europeo junto con un jugo de naranja, que le habían servido. Estaba serio y triste. Mis respuestas de los días anteriores no le habían hecho gracia. "Son un insulto a nuestra inteligencia, chico", me dijo en doble sentido señalando con sus dedos de la mano izquierda, era zurdo, su sien llena de alambrados cabellos africanos y al mismo tiempo señalando también su carné de la agencia de inteligencia americana, en la bolsa de la camisa, a la altura de su corazón.

“Se acabó la farsa, muchacho”, espetó como buenos días Daniel Ewers al solo verme. "También nuestra paciencia tiene un límite", prosiguió, "vuelvo a repetírtelo, necesito los nombres de los dieciséis comemierdas con quienes recibiste entrenamiento militar en la Sierra Maestra". Sabemos hasta quién los entrenó: Dariel Alarcón, alias el "Guajiro" Benigno, y que algunos de ustedes, como el Negro Manlio, alias Carlos, anduvieron luchando bajo las órdenes del tosigoso del Che Guevara contra las fuerzas patrióticas que aún ofrecían resistencia al Ejército Rebelde en El Escambray y otras montañas. Imagínate, yo mismo he estado infiltrado en Cuba adiestrando a los opositores a Fidel y su revolución, y he tenido de cerca la muerte. Quién quita, así miradas las cosas, que hasta alguno de ustedes me haya tenido en la mira o me haya disparado varias veces”, continuó, dando a entender que las cartas estaban sobre la mesa y que a partir de ese momento había que hablar sin rodeos. Estaba frente a un profesional que había escuchado, por disciplina y por ser parte del ritual de reclutamiento de traidores, durante los primeros días de mi cautiverio, mi leyenda de poeta enamorado de la revolución que no sabía nada del grupo de salvadoreños entrenados en Cuba. Yo insistí siempre en ser nada más y nada menos que un amante de aquella Habana que era la capital del sueño y de los utopistas.

La mañana espléndida de ilusión, romanticismo y alegría fue agonizando lentamente ante mis ojos, con las aceradas palabras que Ewers pronunciaba y que cada vez más, por su evidencia, certeza y frialdad, se parecían a las últimas paladas de tierra que echaban sobre mi cadáver. Estaba perdido. Lo sabían todo de nosotros, hasta que Manlio se había enmontañado con el Che, luego de egresar de la moscovita Academia Militar Kirov, hasta el número exacto de los componentes del grupo de salvadoreños en Cuba y su ruta de regreso a El Salvador, vía Checoslovaquia.

No me quedó más remedio que continuar negándolo todo a pesar de que ambos sabíamos que mentía. Estaba entre la espada y la pared. Ello no fue nada con lo que a continuación vino, pues entonces sí, la mañana se volvió negra, pétrea, cólera, pánico, muerte, cuando el Negro Ewers pronunció un nombre que me heló hasta el tuétano de los huesos.

“Para que veas que no miento, ni que estoy tratando de sacarte verdades a través de mentiras, muchacho, puedo traer a Ulises San Román”, me espetó a quemarropa

“No sé de quién habla”, alcancé a murmurar.

"Ulises, chico, recuérdalo, con quien te reunías cada viernes de tus últimos tres meses en La Habana Vieja, en una casa de seguridad del espionaje cubano, para que te instruyera en los manejos de la radio y las claves secretas. Ulises San Román compadre, alias el Ratón, el cordero de Barbarroja, del Chino y del Departamento América de La Habana, coño. Tú eres el contacto muchacho, tú eres quién se comunicaba clandestinamente desde San Salvador con La Habana hasta hace dos meses, cuando aparecimos los enviados de la agencia aquí en El Salvador, hospedados en el Hotel Intercontinental de la colonia Escalón, hijo", dijo para ganar mi confianza, pues aparentó haber confesado erróneamente el nombre del lujoso hotel de San Salvador donde se hospedaban.

Negué de nuevo. Y mi cabeza estalló en mil pedazos. Sobre todo al recordar la lucha ideológica dentro del partido entre los defensores de la vía armada que nos habíamos adiestrado en Cuba, y los partidarios de la vía parlamentaria, los electoreristas prosoviéticos que propugnaban la toma del poder por las clases revolucionarias, ¡en nuestro país de las cavernas!, a través de los comicios electorales para elegir alcaldes, diputados y al presidente. Esa lucha interna nos había desgastado, ya que el embrión de guerrilla urbana que fundamos, el Frente Unido de Acción Revolucionaria (fuar), fue dejado de lado por Cayetano Carpio, el Secretario General del Partido Comunista Salvadoreño, quien por esa época era un recalcitrante revisionista prosoviético, y por lo tanto, anti vía armada. Nos acusaron de ultraizquierdistas, de pequeño-burgueses aventureristas y nos negaron el apoyo de las redes urbanas que controlaba el Partido. Los que propugnábamos por la línea dura, los hierros y las mechas, quedamos aislados.

"En cierta forma coincidimos con el Comité Central del Partido", me aleccionó Ewers esa mañana en la que estaba escrito en el libro de mi vida, que habría de volverme un traidor, “después de que el planeta estuvo a punto de autodestruirse durante la crisis de los misiles en octubre del 62, pero sobre todo agobiados por las hambrunas que han tenido que sufrir debido a los enormes gastos que les implica la carrera armamentista, los soviéticos han desarrollado la política de la coexistencia pacífica, según la cual el campo socialista puede coexistir con el enemigo de clase en el capitalismo, e incluso triunfar, sin necesidad de llevar a cabo la clásica toma del poder revolucionario por la vía armada. Estar subvencionando con millonadas de rublos diarios a Fidel Castro los ha puesto en qué pensar. No creas que los soviéticos están deseosos de que triunfe una nueva Cuba en el Tercer Mundo. Dado caso triunfe una revolución allí, ésto sería un éxito ideológico a nivel propagandístico para Suslóv y Andrópov, cerebros del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus), pero, créeme, la sola idea de que surja otra nueva Cuba y sus quebraderos de cabeza financieros en el Tercer Mundo, les causa pavor a los soviéticos. Ahí tienes explicado, muchacho, el nuevo rumbo ideológico soviético y la “vía pacífica” de los pc de Occidente, con la advertencia y el reconocimiento de que, efectivamente, hay pc poderosos como en Italia, Chile o Francia, que pueden llegar al poder por las urnas”.

Quedé asombrado con los argumentos que Ewers manejaba. Porque me servían de explicación a las preguntas que me había hecho en los últimos meses relativas al abandono del apoyo al fuar de parte del Partido. Ahí tenía una posible explicación al porqué el Partido nos estaba dejando de lado. ¿Habían recibido la línea de abandonar la lucha armada?, ¿incluso militantes de la vieja guardia, como Miguelito Mármol? Los argumentos de Ewers sí daban en qué pensar.

“A nosotros”, continuó, “y hablo en nombre de la cia, ya que presidentes van y vienen, pero los servicios secretos permanecen, nos conviene la ‘coexistencia pacífica’, que llamamos “Détente”, porque nos da un respiro ante el empuje de las guerras anticolonialistas que están brotando como hongos en el Tercer Mundo. Además, nos estamos empantanando en Vietnam, Laos y Camboya, ese triángulo infernal indochino, y en Egipto estamos en lucha contra el nacionalista panárabe Gamal Abdel Nasser, quien tiene apoyo soviético para la cons­trucción de su gigantesco proyecto de la presa de Assuam, lo cual implica asesores militares y armamento soviético. Nece­sitamos una tregua, un descanso en medio del huracán, para recuperar fuerzas y definir nuevas metas, establecer reglas del juego claras, ese es el quid de la cuestión, chico. Hasta a los soviéticos les encantará tu nueva misión como agente nues­tro, pues lo que nos proponemos es neutralizar los brotes de violencia revolucionaria armada en El Salvador. ¿O es que creerás que eso de que los Estados Mayores de los servicios secretos se reúnen para pactar es solo un mito? Te lo confieso abiertamente porque sé que serás de los nuestros, tenemos líneas y objetivos comunes en estos momentos con los sovié­ticos. Por supuesto que con suficiente libertad de movimientos para no dejarnos arrebatar peones. Caso esto suceda, cada superpotencia defiende sus posiciones geopolíticas. Ahí tie­nes el ‘Jakartazo’, la intervención de tropas estadounidenses en República Dominicana o el golpe de Estado en Vietnam, lo cual no dudaríamos en repetir si se produjese una victo­ria electoral comunista en Italia u otro país occidental. Los soviéticos tampoco van a soltar a ningún satélite del campo socialista europeo, caso de Hungría en el 56 por ejemplo, esto lo comprendemos y respetamos. Son las leyes de este póquer mundial”, terminó el negro Daniel Ewers.

"Por última vez, antes de quedar humillado como mentiroso si sigues en tus trece", preguntó Ewers, "¿me contarás los detalles y planes del grupo de salvadoreños entrenados en Cuba?".

"No sé de qué me habla, Míster", repetí.

Fue entonces cuando de entre los frutales que daban al jardín apareció Ulises San Román, nuestro entrenador en Cuba, el hombre que me había adiestrado en el manejo de la radio clandestina y las claves secretas. Sentí que la tierra se hundía bajo mis pies.

"Coño, Flaco", dijo, dirigiéndose a mí, pues con ese epíteto me conocían en La Habana y en Cuba, "no sigamos haciendo este teatro absurdo, ¿para qué, chico? No puedes negar las evidencias, dile a Ewers lo que sabes, y te irá muy bien, para eso estoy aquí, muchacho. No te apendejes, pues no estás traicionando a nadie. Solo tienes que dar datos que ya poseemos, lo único que hacemos es corroborarlos. Mira chico, no serás el primero ni el último en soltar la lengua. Ya trabajan para nosotros Tomasito Paz, Montielito, Carlos Lico Baires y hasta Manlio, alias el negro Carlos; imagínate compay, así que en verdad no tienes que revelar nada, porque ya todo es conocido, no tienes que esconder algo que de todas formas ya sabemos". "No conozco a este comemierda", le dije a Ewers, con disimulado asco, porque en el fondo, recordaba que Ulises San Román había sido mi gran hermano de las noches habaneras y le tenía un gran cariño luego de más de un año de amistad en Cuba donde no solo habían habido entrenamientos militares, sino también mujeres guapas, ron, poesía, mar, Casa de las Américas, pues él me contactó con Haydee Santamaría, la directora de Casa de las Américas, en un lejano 1961, y contraespionaje, ya que él me adiestró en el manejo de la radio clandestina. Qué artera puñalada recibía esa mañana paradisíaca de manos de quien había sido mi ídolo en Cuba. Para darle dramatismo a mi negativa me acerqué a Ulises, lo miré de frente y lo escupí en la cara, antes de darle un puñetazo que le partió su labio de mulato. "A este gusano no lo he visto jamás en mi vida", le grité a Ewers, "a ver si comenzamos de verdad a jugar limpio. Con estas pruebas no vas a comprarme, hijo de puta moronga", alcancé a insultarlo mientras sentí en las costillas las bocas heladas de dos metralletas que los policías que custodiaban Pinar del Río me pusieron, listas para disparar.

"No dramatices, Roque", dijo el Negro Ewers, al tiempo que les hizo señal a los policías que se retiraran. "Se te está saliendo el tercermundista que no sabe controlar sus emociones, vamos, me estás decepcionando. Dan ganas de tirar al cesto de la basura el trabajo que me estoy tomando contigo. Ven a mi escritorio en la sala, ahí tenemos más sorpresas para ti", finalizó, al tiempo que se dirigió a la sala de la casa con Ulises San Román, quien ya se había repuesto no solo del puñetazo a boca de jarro que le di sino también de mi sorpresiva negativa de que no lo había visto jamás en la vida.

"Me cago en Dios, fiera, tú sabes bien que yo era el enlace de Barbarroja Piñeiro, el jefe de los servicios secretos cubanos, con ustedes, el grupo de diecisiete salvadoreños que se entrenó en Cuba, sino, dime quién entregó los billetes de avión a ti y a los dieciséis restantes del grupo, para que viajaran a México vía Checoslovaquia, chico, dime quién te enseñó la clave para entrar en contacto con Celeste María, vamos, no sigas teatralizando, que ya somos mayorcitos, hijo, para que salgas con estos numeritos", acotó un Ulises subido de tono.

Y era cierto, todo lo que en esos malditos momentos estaba gritándome el mulato Ulises era verdad. Él era el contacto que el Departamento América de Barbarroja tenía con los diecisiete salvadoreños del partido que llegamos a entrenarnos militarmente a Cuba con el objetivo de iniciar la guerra de guerrillas urbana en El Salvador. Con él habíamos visitado varias veces una de las tantas casas de Fidel, donde habíamos compartido tardes habaneras al calor de cigarros "Partagás", "Churchill", "Montecristo" o de cigarrillos "H Upman", y el infaltable café negro, discutiendo las formas más efectivas para iniciar y desarrollar la lucha armada en El Salvador. Fidel llegó al extremo, luego de las tardes en las cuales había escuchado nuestro relato con las informaciones político-sociales y geográficas del país, de asegurarnos que la guerrilla podía desarrollarse desde los volcanes en el país, sobre todo cuando supo que por cada mil de sus veintiún mil kilómetros cuadrados existía un volcán activo o inactivo en el país.

Al enterarse Fidel de que en los volcanes se cultivaba uno de los mejores cafés suaves del mundo, y que por ello dichos volcanes también eran bosques de árboles frutales, nos recomendó, al principio, examinar con cuidado las características orográficas de las zonas volcánicas que nos pudieran servir logística o tácticamente en nuestra empresa.

El colmo de aquellas discusiones en las tardes habaneras analizando la futura lucha armada en El Salvador, fue la idea de Fidel de usar las hojas del cafeto para fabricar bombas, lo cual incluso llegamos a realizar, pues a la par de Fidel siempre estaban sus lugartenientes, Barbarroja Piñeiro, el hombre de los servicios de inteligencia cubanos, y el capitán Arnaldo Ochoa, el experto militar que conocía como la palma de sus manos todos los vericuetos y los detalles más insignificantes de las luchas guerrilleras que en esos años se estaban desarrollando en numerosos países latinoamericanos. Fue él quien nos dio una muestra de cómo funcionaban las bombas-café, que el aparato logístico-estratégico cubano fabricó como una novedad para los combatientes salvadoreños.

"Es un regalo de la revolución cubana a los hermanos salvadoreños", había dicho el Caballo una tarde calurosa en una de sus tantas casas de seguridad habaneras, al mostrarnos la primera bomba fabricada a base de hojas de cafeto que habían producido. Ahora teníamos que pasar un cursillo para aprender la técnica. De todos estos detalles íntimos había sido testigo Ulises San Román, el as que la cia, a través del Negro Ewers, se sacaba de las mangas y me lo lanzaba en mi propia cara para desvirtuar mis insistentes negativas a colaborar.

"Ahora voy a hablarte en términos definitivos", dijo Ewers mirándome a los ojos. No lo hacía con furia, ni tan siquiera parecía enojado después de todo el escándalo armado, parecía que esperaba reacciones peores de mi persona incluso. Esa sangre fría era parte de su entrenamiento como reclutador de traidores, de tránsfugas. En resumen, demostraba que tenía todo bajo control, que era dueño absoluto de la situación.

Y vaya si no me tenía atrapado como una mosca entre sus garras.

"Te necesitamos, muchacho, de eso no hay duda, pero también quiero que recuerdes que nadie es imprescindible. Como escritor te podrás mover por lugares en los cuales tendrás acceso a información privilegiada. Incluso respetaremos, como ahora respetamos, el contenido de tus obras, ya que lo que a nosotros nos interesa es que te puedas mover dentro de la maquinaria intelectual no solo cubana, sino del comunismo internacional”, acabó esta frase para sorber un trago del jugo de naranja, al que a pesar de la violenta discusión que tuve con Ulises San Román, no se le había caído ni una sola gota mientras lo sostenía entre los dedos de su mano izquierda.

"Hagan los planes que quieran hijos de puta, están en libertad de ello, pero yo no seré su cómplice, no he arriesgado el pellejo y escapado al pelotón de fusilamiento durante la dictadura de Lemus para terminar convertido en un colaboracionista", dije indignado.

Fue entonces cuando el Negro Ewers abrió un cartapacio café de cuero, de cuyo interior saltó un fajo de fotografías en blanco y negro, que tenían cada una el tamaño de una página de papel tamaño carta. Lo que vino después fue un viaje a los infiernos. Con estudiada parsimonia, el Negro Ewers fue deshojando una por una aquellas fotos, en las cuales aparecíamos los diecisiete salvadoreños del aparato militar del Partido, que nos habíamos entrenado en Cuba. A veces aparecíamos completos como grupo, otras veces en grupos de tres o cuatro camaradas. Lo peor es que todos vestíamos el uniforme verde-olivo del Ejército Rebelde de Cuba. En la mayoría de las fotos aparecía Ulises San Román acompañándonos, era nuestro ángel de la guarda, pues no solo era nuestro entrenador militar, sino también el instructor político con quien discutíamos el rumbo que por aquél entonces tomaba la revolución cubana.

Una foto con Ulises San Román, donde aparecíamos en primer plano, risueños y abrazados fraternalmente, con uniforme, botas y fusil, fue la última prueba que puso en mis narices el Negro Ewers. Era excesivamente astuto, se le veía de lejos, pues me había estado vacilando varios días sabiendo que al final desbarataría mis argumentos con pruebas irrefutables. Una de las muchas técnicas de guerra sicológica que le habían enseñado en el cuartel general de la cia en Norfolk, Virginia, Estados Unidos.

Recordé incluso el instante de esa foto. Teníamos descanso luego de haber atravesado en marcha forzada de tres días un buen trecho de la Sierra Maestra. En un claro de la montaña habíamos acampado y encendido una fogata en la cual cocinamos un estimulante café. Hasta la radio comenzó de nuevo a transmitir con toda claridad, quizás porque la altura en que estábamos facilitaba la recepción de onda corta de Radio Habana. Sonaba la versión de “Arráncame la vida” que tan bien se le da al negro cantante habanero Bola de Nieve. En esos momentos uno de los nuestros, del grupo de salvadoreños, Mingo Mira, sacó su cámara y comenzó a fotografiar los alrededores de nuestro reciente campamento, desde donde se divisaba un paisaje alucinante, pues aquel verdor sin fin de repente se transformaba en mar. No sabíamos distinguir desde aquella altura, dónde terminaba la sierra y dónde comenzaba el mar, quizás en realidad fueran la misma cosa. Esa era la impresión que nos transmitía aquella regia vista panorámica. Fue en esos momentos cuando Ulises San Román me tomó del brazo y posamos juntos para Mingo Mira, quien nos fotografió un par de veces.

Cuando hacíamos los preparativos para el retorno a El Salvador, Barbarroja decomisó los rollos fotográficos a Mingo Mira con el válido argumento de que eran demasiado comprometedores. Y vaya si no tenía razón, San Román se las había robado cuando cambió de bando y ahora el Negro Ewers las mostraba como evidencia de mi implicación en los preparativos para el inicio de la lucha guerrillera en el país. “De todas formas son fotos históricas, chico, un día después del triunfo de la revolución en El Salvador, yo personalmente me haré cargo de entregártelas”, le había prometido Barbarroja a Mingo Mira al despedirnos con destino al país.

Y ahora esa misma foto que trasudaba en el fondo de su historia la voz de Bola de Nieve, se convertía en la prueba definitiva de mi estadía en Cuba para recibir adiestramiento militar y de que mi instructor allí había sido el mulato Ulises San Román, a quien hasta hacía pocos segundos yo había negado conocer. La atmósfera del cuarto se volvió tensa, con un silencio sepulcral que lo cubrió todo. Ulises San Román me veía con una risa cínica, con lástima, era el beso de Judas que me enviaba al cadalso. El Negro Ewers asumió una actitud profesional, la misma que el momento requería. En su vida de comprador de tránsfugas estos momentos, y otros más sucios, eran su pan nuestro de cada día.

Luego de exponer la mayoría de fotos implicatorias en lo ancho de la mesa que se había convertido en su estudio de trabajo improvisado, mirándome a los ojos con una frialdad asesina me lanzó la pregunta que desde el momento que vi aparecer a Ulises San Román en la mansión Pinar del Río de Los Planes de Renderos, estaba esperando.

"Es la misma pregunta de siempre muchacho, y aquí te la repito como parte del ritual acostumbrado: ¿Colaboras con nosotros o te mueres?"

II. Enroque 93

1. El gran encuentro

La tibieza del verano en Karlsruhe era espantada por la brisa nocturna del anochecer, mientras en la estación central, el Hauptbahnhof, esperábamos el tren hacia Tubinga, en cuya Universidad estudiaba como becario.

Luego de solventar los cursos de alemán en el Goethe Institut, recién había sido admitido como estudiante en la Facultad de Ciencias Políticas. De El Salvador no podía obviar los recuerdos, los días eran una espina clavada en la mente; al recién levantarme imaginaba calles, ciudades y habitantes de aquel país lejano abandonado temporalmente por la beca que Herr Ulrich Hartfleischer, mi profesor de Sociología en la Universidad Nacional de El Salvador, me tramitó gracias a sus buenos oficios tanto en la embajada alemana de El Salvador como ante el Servicio Exterior de Intercambio Académico, daad, Deutscher Akademischer Austausch Dienst. Por ello me encontraba ese anochecer veraniego esperando en el andén de la estación central de Karsruhe el tren que me conduciría a mi próximo destino académico.

Al dirigirme al Imbiss, el clásico puesto de comida ligera alemán, y comprar una auténtica salchicha alemana, Bratwurst, y un café, acompañada del panecillo de trigo, "brötchen", y la mostaza, me tropecé con una pareja dispareja. Él era un muchacho altísimo y rubio, acompañado de una joven pequeña y delgada, de pelo negro liso, labios rojísimos y ojos achinados, ambos conversaban fluidamente en alemán, y me dieron paso para que encargara y pagara mis compras. Al no haber más espacio en el andén de la estación que una estrecha mesa redonda metálica y alta, donde solo se podía comer parado, no me quedó más remedio que unirme a ellos.

—Soy Misoko Matzamoto —dijo en un inglés correcto—, este es Philippe, mi amigo; vamos a Tubinga, donde esta semana comienzan las clases en la universidad.

—Édgar Alejandro Rivas Mira, acoté, espero el mismo tren que ustedes, con la misma dirección y la misma Universidad. Voy a estudiar Ciencias Políticas.

—Puedes hablar español si así lo deseas —dijo Philippe, quien adivinó mi procedencia latinoamericana o española—, recién hemos estado en España estudiando castellano. Nos conocimos en los cursos de verano de la Universidad Complutense en Madrid, aclaró, hablando en nombre de Misoko, quien acto seguido se dirigió a mí en un perfecto español. Fue lo primero que me cautivó de ella a esas horas del atardecer que estaban ya oscuras, pues era evidente que el tardío verano de agosto estaba siendo vencido por el entrante otoño. Incluso el viento frío era ya más un viento de caída de hojas que un viento caluroso y veraniego.

—Soy japonesa, aunque mi madre, enfermera, es de origen chino, y fue llevada a Japón durante la ocupación nipona de China para la Segunda Guerra Mundial. Se crio en un orfelinato, donde aprendió su actual profesión —habló en un español con deje chino que acentuaba las eles en lugar de las erres, con eco madrileño cuando pronunciaba las eses y las zetas—.

Era una pareja amable e interesante. Philippe era un muchacho amanerado, homosexual; sus rasgos femeninos eran inconfundibles, así como el tono de su voz y la forma como gesticulaba coquetamente con brazos y manos al conversar.

Misoko era el misterio de oriente en persona. Sus ojos negros eran un túnel lleno de enigmas y de un intenso erotismo; aceleró mi adrenalina desde el momento cuando le sostuvé la mirada. Conforme ella hablaba yo descubría la esbeltez de su figura; lo bien proporcionado que tenía cada uno de los sensuales contornos de su cuerpo, el que, luego de una abstención sexual obligada de casi un año, me despertó primitivos instintos en esos momentos esperando el tren en el andén de la estación de Karsruhe.

—Soy de El Salvador y estoy en Alemania gracias a una beca. Fui el primer bachiller de la República, y el profesor alemán que tenía en la Universidad me recomendó para optar a un estipendio en Alemania Occidental.

—Tan inteligente eres —observó Philippe—, de seguro que estamos ante el futuro Presidente de El Salvador, —broméo.

—No solo es inteligente sino que está muy mono —dijo en su español chino Misoko, comparación que me cayó como una pedrada en la cabeza. Después me di cuenta que se trataba de un piropo pues "mono" en España significa guapo mientras que en El Salvador, significa lo contrario, ser feo como un mono es el peor insulto a un adolescente.

Cuando el tren que nos llevaría a Tubinga llegó ya éramos amigos y nos tuteábamos como si fuésemos viejos conocidos de toda la vida. El anochecer otoñal le daba un toque melancólico al viaje que ese tren de segunda, el ir, Interregional, tren de estudiantes y exiliados, de desempleados y receptores de ayuda social, recorría. Era un tren aseado y ordenado, se notaba que estábamos en Alemania, no solo por el orden y la limpieza ("Ordnung musst sein"), sino también por la impecable puntualidad de llegada y partida de los trenes. Esta puntualidad sería decisiva en mi futura lucha a muerte contra los dragones y los demonios de la oligarquía de mi país.

La chinita me robó el corazón desde el momento cuando la conocí en la estación de trenes de Karlsruhe. Philippe pasó a ser mi confidente, sobre todo porque él se hizo amigo de numerosos estudiantes árabe-alemanes, con quienes luego entablé amistad.

Alemania ha sido la pasión de mi vida, no solo por sus músicos como Wagner o Beethoven; sus filósofos como Friedriech Nietzsche o Karl Marx; sus políticos como Bismarck y Rosa Luxemburgo, sino también por sus estrategas como Clausewitz o Rommel; por sus escritores como Goethe y Bertold Brecht. Desde pequeño sentí una atracción magnética por lo alemán, pues en este espíritu se conjuga lo mejor de la filosofía y la música contempóraneas.

Richard Wagner significa para mí pensar a largo plazo, planificar toda una estrategia. Interrumpir o no escuchar completamente El anillo de los Nibelungos o El crepúsculo de los dioses, siempre me ha parecido una falta de cultura imperdonable. Se oye a Wagner para tener la perfección del todo, para filosofar hasta el fin del camino, para elaborar grandes sueños y proyec­tos de largo alcance.

Lo germano es cultura y disciplina, comparable con los griegos clásicos de Atenas y Esparta, ya que el otro aspecto que me apasionó de los alemanes fue su seguridad, capacidad de trabajo, frialdad y claridad de objetivos. Alemania es la perfecta simbiosis de Atenas y Esparta. Siempre simpaticé con los prusianos por su espíritu militarista y férrea disciplina, pero también, ya estando en Alemania, con los bávaros, los renanos, los sajones, los frisios del norte, los daneses y los suavos. Todo este conglomerado de pueblos que conforman la actual Alemania me pareció una amalgama maravillosa de mentalidades y filosofías, que se habían unido después del hundimiento de Hitler. Con el país reducido a cenizas, crearon las dos potencias-escaparate tanto del socialismo, la República Democrática de Alemania, rda, como del capitalismo, la República Federal de Alemania, rfa.

De ello hablábamos con Misoko en las tardes cuando paseábamos por los parques de Tubinga, especialmente por el Französisches Viertel, el barrio francés, y su maravilloso cementerio montañés Galgenberg Friedhof, qué nos divertíamos traduciendo al español, como el cementerio montañés del Patíbulo, cuyas colinas cercanas eran usadas como campos de tiro por el ejército estadounidense estacionado en la zona.

2. Misoko Matzamoto

Como miembro del espionaje chino fui reclutada desde niña, criada en Shangai con una familia de refugiados españoles republicanos que habían naufragado en la China prerrevolucionaria de los años cuarenta y que me enseñaron el idioma español como segunda lengua materna; también asistí a una escuela para niños japoneses, por lo cual mi leyenda comenzó incluso antes de mi nacimiento. Soy producto de la necesidad y del destino, pues desde mi niñez estuve predestinada por el servicio de inteligencia chino a trasladarme a occidente para mi trabajo de infiltración y recolección de información.

Cuando vi por primera vez a Édgar Alejandro Rivas Mira me cautivó aquel muchacho achinado, lo cual corroboró la teoría de que los antiguos habitantes de América son descendientes de las migraciones orientales a dicho continente hace decenas de miles de años a través del Estrecho de Behring, cuando la época glacial unía ambos continentes. Dicha teoría asevera que los antiguos pueblos asiáticos se introdujeron en el continente americano de forma paulatina a una velocidad de 20 kilómetros cuadrados por generación, persiguiendo sus presas de caza y buscando nuevos hábitats para su entorno vital. Con seguridad que de esos cazadores mongoles protohistóricos descendía este muchacho que tengo frente a mí, agradable, de mirada inteligente y con mucho humor, me dije, cuando lo comencé a tratar, vale decir cuando lo comencé a querer, aunque esta palabra sea tan solo una moneda falsa de cambio en mi tenebroso oficio de espejos.

Como mayor del servicio secreto chino, me interesó de manera especial Rivas Mira; era joven, talentoso, podía moverse con autonomía en situaciones extremas, dominaba el alemán, era estudioso, capaz de tomar por sí solo decisiones difíciles y llevarlas a cabo. En resumen, un candidato para nuestro ejército en la sombra.

Ello contribuyó a que los camaradas en Pekín se decidieran por su reclutamiento. Yo salí favorecida pero también perdí mucho, pues le fijé de antemano un adiós al amor de mi vida. Gané porque el reclutamiento de Rivas Mira me posibilitó el ascenso a coronel del Ejército Popular Chino, y perdí porque Alejandro ya no me pertenecía más. Había pasado a ser propiedad del Centro, en Pekín, a convertirse en una pieza más del perfecto engranaje que constituye nuestro servicio secreto de inteligencia en el exterior.

De ahí que su peripatética ruta, la ruta de un vencedor, que a partir de su reclutamiento inició, estuvo signada por los dioses. Él estaba destinado a ser un triunfador, a librar victoriosamente mil batallas, en nombre de nuestra revolución y del Camarada Presidente. Fue el agente ideal, pues aparte de ser un cuadro brillante, tenía la sangre fría que este oficio requiere, hasta el extremo más inverosímil. Y lo demostró con creces. Gracias a los camaradas soviéticos y a su aparato de espionaje hermano, la kgb, Alejandro fue infiltrado como un topo en el espionaje cubano, y le sirvió como correo clandestino por toda Europa.

También tuvo otras tareas, entre ellas, junto con “Carlos” el Chacal, alias Ilich Ramírez Sánchez, supuestamente de nacionalidad venezolana (¿o eran? ¿o son la misma persona?), adiestrar a los revolucionarios árabes en el uso y aprovechamiento táctico del terrorismo internacional como moneda de trueque en su guerra a muerte contra el Estado sionista de Israel. “Carlos” demostró que el terrorismo árabe en Europa podía funcionar y ser muy rentable. Pero “Carlos” estuvo acompañado desde el principio de hombres de la talla de Rivas Mira, quienes ya venían entrenados en esos menesteres desde sus países de origen, de manera que cuando “Carlos”, ¿o “Rivas Mira”?, toma por asalto al mando de un comando árabe la reunión de los Ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, opep, en Viena en 1975, y asesinan a varios policías, no son novatos en esos negocios sino que vienen ya de tierra adentro, saben cómo una bala puede dejar fuera de combate a cualquier policía de línea, como también a cualquier agente del contraespionaje.

La biografía y movimientos europeos de Rivas Mira estuvieron desde el inicio acompañados del "glamour" y la leyenda, la brillantez y espectacularidad del mundo del espionaje, al otro lado de la sombra, tras el espejo de la vida pública y abierta.

3. El Gran Capitán

La ciudad de Tubinga para ese entonces se había convertido ya en parte de un pasado legendario para mí. La llegada a San Salvador, después de mis fructíferos años europeos, estuvo signada por la convicción de hacer realidad los sueños que junto a mi gran amor, la socióloga chilena Marta Hartnecker, viví en el París de aquél mayo del 68. Entonces preconizábamos —junto con los jóvenes rabiosos que derribaban los árboles de Saint-Germain-des-Prés para construir barricadas al tiempo que arrancaban los adoquines de las calles parisinas para convertirlos en munición contra la policía— ser realistas y exigir lo imposible.

Tubinga y mis estudios de Ciencias Políticas pasaron a un segundo plano desde que conocí a la japonesita Misoko Matzamoto con quien intimé a tal grado que terminé develando no solo los lunares más secretos de su cuerpo de porcelana oriental sino también su verdadera identidad. Ella era ciudadana de la República Popular China realizando estudios en Alemania Occidental, leyenda que el espionaje chino le construyó para tener cobertura y margen de movimiento en Europa.

Con Misoko, aparte de conocer los laberintos ocultos del sexo y el placer, ingresé a lo profundo de ese mundo arcano que constituyen los servicios secretos en cualquier parte del globo terráqueo.

Años antes, mi brillante hoja académica, así como mi inclinación filogermana, me habían abierto las puertas para partir de la Universidad Nacional y de San Salvador a la Alemania convulsionada por los jóvenes del 68 que reclamaban de sus padres, indignados, respuestas a preguntas como: ¿Qué hiciste durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Supiste lo del holocuasto y callaste? ¿Marchaste, al igual que millones de alemanes, con la cruz gamada nazi sobre media Europa entonando los himnos de la Juventud Hitleriana?

Un lío en el cual, como salvadoreño venido de otra galaxia, no tenía arte ni parte.

Mi llegada a Tubinga para iniciar los estudios de Ciencias Políticas, estaba destinada a ser una estación más de la marcha triunfal en que se convirtió mi vida a partir de conocer las entrañas del alma china de Misoko y del mundo del espionaje en Europa.

Misoko no solo me advirtió que la beca del daad también implicaba estar en la mirilla del servicio de inteligencia de Alemania Occidental. Ella supo labrarme un destino diferente, con la paciencia que su espíritu milenario reflejaba en la tranquilidad de sus ojos negros, apacibles como un lago azul detenido. Así fue como me dijo poco a poco, luego de meses en los cuales nuestra relación sexual corría paralela con algo que considerábamos amor, que el espionaje chino tenía interés en reclutarme como agente secreto, y que en realidad el amor en estos menesteres era más bien un pretexto. Me dijo que no estaba enamorada de mí, y que la relación que manteníamos era solo un aspecto técnico de reclutamiento de cuadros, que ella se veía obligada a realizar, no con cierto placer, para ganarse mi confianza. Fue ella la que me hizo la oferta de, a través de la central del servicio de Información de la República Popular China en Pekín, infiltrarme en las redes del espionaje cubano en Europa.

A pesar de que en los años sesenta estaba en su apogeo el diferendo sino-soviético, había entre las jefaturas de los ejércitos del silencio de ambos bandos, la urss y China, el acuerdo tácito de apoyar cualquier forma de lucha antiimperialista que se diera bajo esos niveles especiales en cualquier cielo de Europa Occidental.

En plena guerra fría, en plena "détente" o bajo la bendición de lo que los soviéticos llamaban "la coexistencia pacífica", ello significaba para los servicios secretos orientales nada menos que luchar contra la Organización del Tratado del Atlántico del Norte (otan) y contra la cia, pues se sobreentendía que los servicios secretos de Europa Occidental estaban bajo la jefatura y la tutela de los estadounidenses.

Luego de consultas entre Pekín y Moscú, Misoko Matzamoto me comunicó una mañana de primavera en el Gar­tenstadt, en las entrañas del bosque de Tubinga ubicado en la Französisches Viertel, el barrio francés por el que tanto nos gustaba caminar, que la kgb, la Komissia Gozudarsnosti Bezapasnosti, la Comisión de Seguridad del Estado soviético, había concluido, junto con los expertos del espionaje chino, que por ser latinoamericano mi teatro de operaciones estaba en el espionaje cubano que actuaba en Europa Occidental, teniendo como ventaja, debido a mi residencia como estudiante en Alemania Occidental, la posibilidad de moverme libremente también por el Este Europeo, ya que las distancias así como mi incolora nacionalidad, ayudarían a borrar las sospechas de los servicios secretos occidentales.

De más está decir que mi leyenda, para justificar mis idas y venidas por las europas, desde Helsinki a París, de Madrid a Budapest, de Berlín a Praga o de Roma a Estocolmo, implicaba la firme argumentación de que yo era un hijo de papá burgués, un millonario salvadoreño usufructando la fortuna de sus padres en Europa para conocer ciudades, mujeres, bares, bibliotecas, universidades.

En fin, yo, Édgar Alejandro Rivas Mira, me convertí en ese hijo pródigo que se prepara en las europas para retornar en un futuro cercano a su país y tomar las riendas del poder.

Lo cual era una verdad a medias. En mi fuero interno sabía que esos instantes europeos eran los años de aprendizaje, y que el mayor reto que tenía en mi vida era el retorno a El Salvador para realizar mis sueños revolucionarios contraídos en aquéllas ciudades del encanto, de las revueltas iconoclastas, de las luchas estudiantiles y de las infinitas formas en que se puede conjugar el verbo amar en el Viejo Continente.

Terminé, a través de mi amante china, y del servicio secreto soviético, convertido en correo del espionaje cubano por toda Europa Occidental, bajo las órdenes directas del "Gallego", el ya, para entonces, mítico Manuel Barbarroja Piñeiro Losada, quien aún sentía como una herida en el alma, la caída del Che Guevara en Bolivia.

La consigna guevarista de crear uno, dos, tres, más Vietnam estaba a la orden del día en Latinoamérica, donde el servicio de inteligencia cubano se esforzaba en convertir la Cordillera de Los Andes en la Sierra Maestra continental, pero también en Europa, donde los movimientos estudiantiles en Italia, Alemania, Francia y España, eran caldo de cultivo para formar cuadros intelectuales y militares europeos que sirvieran no solo como vanguardia revolucionaria armada en sus respectivos países, sino también de soporte, retaguardia estra­tégica y reserva humana a los movimientos de liberación nacional y a las luchas anticolonialistas que incendiaban América Latina, África y Asia.

No fue casualidad que la marejada guevarista de lucha antiimperialista estuviera centralizada en La Habana bajo la Tricontinental, ni que una de las conferencias claves para apoyar al cercado Che Guevara durante sus últimos meses en las selvas bolivianas, cuando su estadía allí era un secreto a voces, se desarrollara en Cuba con la Organización Latinoamericana de Solidaridad, olas. Fue cuando se hizo patente la ruptura de los movimientos armados continentales con los partidos comunistas que propugnaban la estrategia política de la coexistencia pacífica impuesta por Moscú.

Si esta mañana de fines de febrero de 1971, en la ciudad universitaria de San Salvador —mientras veo cómo las avionetas del ejército salvadoreño sobrevuelan el campus lanzando volantes con mi fotografía donde se ofrece fuerte recompensa por mi cabeza o por facilitar informaciones que conduzcan a ubicar mi paradero—, me preguntara alguien cómo resumiría esos años de aprendizaje en las europas, no tendría más palabras que las de amor, revolución y fuego juvenil, algo que los grafitis de los muros de París expresaban concisamente en aquella frase anarcoide: "mientras más hago el amor más ganas tengo de hacer la revolución; mientras más hago la revolución más ganas tengo de hacer el amor".

Europa significó no solo la entrada en el espionaje cubano de la mano de los compadres chinos, coquetear con los servicios de inteligencia de Alemania Occidental de la mano del daad y del profesor Ulrich Hartfleischer, sino también entrar en las entrañas del corazón de la japonesita Misoko Matzamoto, una beldad oriental que me embrujó desde el día cuando la conocí en la estación central de trenes —el Hauptbanhof— de Karlsruhe, mientras me dirigía a Tubinga por primera vez.

Misoko y las noches glaciales de los inviernos alema­nes han quedado en mi memoria como recuerdos del descanso del guerrero. Sobre todo por la sobriedad de hacer desaforadamente el amor; por su cuerpo portátil y sensible de muñeca de porcelana, en el momento de amarnos bajo todas las variantes occidentales, es decir salvadoreñas, y orientales, que ambos traíamos consigo y que constituyeron una simbiosis de erotismo trastocado por el acento de nuestras particulares formas de amar y ser amados.

Pueda que para entonces hayamos sido demasiado jóvenes para amarnos hasta el fin, para vivir las pasiones que conmocionan hasta el último rincón del alma; y que nuestro amor, más que una cantata de hondos sentimientos entre un hombre y una mujer extraños bajo el cielo europeo, haya sido una celebración de la vida, expresada en el placer por el placer y el sexo después del sexo, más allá de todas las fronteras del orgasmo y de la más plena satisfacción sexual.

Ahora que veo —bajo la frondosa sombra de un amate en flor en el campus universitario de San Salvador, este cruel febrero de 1971 en que me vuelvo prófugo de por vida—, uno de los volantes del gobierno con mi fotografía, donde me acusan de ser el jefe del grupo de la guerrilla urbana que secuestró y asesinó esta semana al multimillonario salvadoreño Ernesto Regalado Dueñas, al cual han bautizado con el nombre de “El Grupo”, retornan a mi mente de fugitivo aquellas tardes parisinas escuchando en la École des Hautes Études de La Sorbonne, junto con otro de mis grandes amores europeos, la chilena Marta Hartnecker, las charlas y seminarios sobre materialismo histórico y materialismo dialéctico dictados por el profesor francés de marxismo Louis Althusser. Tan judío como Carlos Marx y como el gran Trotski. Y vuelvo mi mirada de añoranza sobre esos años parisinos cuando entablamos con Marta Hartnecker el contacto oficial que el espionaje cubano nos había ordenado. Por fin conocía en carne y hueso una persona de los servicios especiales de Barbarroja Piñeiro, que en París, junto con Regis Debray y Elizabeth Burgos, recopilaba todo tipo de información sobre las guerrillas latinoamericanas.

Nos amamos en primavera. Martita dijo que yo realizaba un trabajo impecable como correo europeo del espionaje cubano, y que tenía impresionado nada menos que a Barbarroja; y mis andanzas por las europas habían llegado a oídos del propio Caballo, del Fifo en persona. De manera que hacer el amor, y amar a Martita en la primavera parisina fue, en cierta forma, ejercer mis derechos de pernada, que como señor feudal del espionaje cubano en las europas, había motu proprio acumulado.

Me enamoré de Martita a pesar de Misoko, de su misteriosa vida y su tibia piel amarilla; en cuyo ombligo creí una noche de lluvia de estrellas en Tubinga, haber descubierto el centro del universo. O lo que para mí ello significaba. Con Martita Hartnecker, quien era también una predestinada, por lo menos a convertirse en la futura esposa de Barbarroja, llegó la sistematización de mi alma de artista del espionaje.

Y no porque fuera particularmente sensible y dado a seguir mis corazonadas, sino debido a la frialdad, que terminé de pulir con los chinos, y a mostrar dureza ante cualquier eventualidad de emergencia, que el espionaje cubano forjó en mí durante los meses de las barricadas del mayo francés en los cuales me debatía entre los brazos de Martita y las clases de marxismo de Althusser.

Aprender a ser duro y frío debe cultivarse como un jardín de rosas, cuidando al detalle hasta los pétalos más delicados. El espionaje cubano me educó con esa mística de roca, tal como debíamos ser los revolucionarios latinoamericanos 106

que nos debatíamos en una lucha sin cuartel contra el imperialismo yanqui, las oligarquías locales y los ejércitos títeres del subcontinente americano.

"Si quieres transformar el mundo comienza por transformarte a ti mismo", fue una de las primeras reglas que Martita me inculcó. Era tan joven como yo, y su sabiduría y consejos, más que de su dulce boca, venían de las instrucciones que el Gallego nos enviaba regularmente con los correos clandestinos que viajaban a y desde La Habana.

De que la cosa iba en serio lo comprendí la vez cuan­do el Chacal, alias Carlos o Ilich Ramírez Sánchez, convocó a una pléyade de militantes revolucionarios latinoamericanos a una Asamblea Popular en un auditorio mal pintado de una casa comunal de la colonia argelina ubicada en una banlieue de Saint Denis en los suburbios de París. Ya desde entonces el Chacal Carlos —mi alma gemela ¿o éramos en realidad una Binidad indisoluble?—, andaba vinculado con los árabes a través de los revolucionarios de Argelia, pero también con los servicios secretos franceses, esa dgse recién depurada de la fatídica Organización Armada de Solidaridad, oas, el ejército secreto que intentó asesinar al presidente Charles De Gaulle como represalia por haber firmado la independencia de Argelia.

Esa desventurada Asamblea Popular sobre Latino-américa, a la cual invitaron a los más importantes jefes guerrilleros del continente como el venezolano Douglas Bravo, el colombiano Tirofijo, el nicaragüense Carlos Fonseca Amador, el mexicano Génaro Vázquez, el guatemalteco César Montes, el uruguayo Raúl Sendic, el argentino Roberto Mario Santucho o el chileno Andrés Pascal Allende, resultó ser al final una encerrona del espionaje francés el que, el diablo sabrá por qué canales, se dio cuenta de la misma.

De dicha ratonera escapamos a tiro limpio por los cuatro puntos cardinales de París. Fue una ingenuidad reunir en la ciudad luz a toda la dirigencia guerrillera latinoamericana para ofrecérsela en bandeja de plata a la cia a través del servicio secreto francés. A mí me trajo ventajas haber sido invitado a esta reunión, recomendado por el espionaje cubano, pues me otorgó el aura de jefe guerrillero legendario que traían tras sus espaldas los revolucionarios allí reunidos.

Esta tarde de febrero del año 1971, sorbo el café amargo en un cafetín de Ciencias y Humanidades de la Universidad de El Salvador, y apenas disfrazado con una gorra, sin bigotes y sin los lentes que necesita mi miopía — de ahí que también me conozcan como "El Choco Mira"—, leo también detenidamente, a la par del café oloroso, los otros volantes que desde la mañana han estado lanzando sobre el campus universitario las avionetas del Ejército. En ellas salen las fotos, más o menos fieles, de los otros integrantes de lo que ellos llaman "El Grupo", que participaron en el secuestro y asesinato de Regalado Dueñas. No andan tan despistados, parece ser que el coronel Comandari, el jefe de inteligencia del Ejército, nos tiene infiltrados con uno o varios topos a las estructuras de “El Grupo”, pues nombres y fotos de los implicados casan exactamente con los miembros más importantes como el "Tierno" Ricardo Sol Arriaza, su mujer, Luisa Castillo, Lil Milagro Ramírez, Eduardo Sancho Castaneda, Carlos Menjívar Martínez, alias Mario, Guillermo Aldana, yo mismo.

Y de nuevo recuerdo mis años en París, Tubinga, Berlín, forjándome en las técnicas de la conspiración, acerando el corazón para no titubear a la hora de disparar así sea contra el más humilde policía que representa el escalafón más bajo de la podredumbre del sistema burgués proimperialista de cualquiera de nuestros países latinoamericanos.

Fue en aquella rocambolesca huida por los suburbios de París, que yo conocía como la palma de mis manos —esa era, entre otras, una de las tareas básicas que mi actividad en el espionaje cubano me imponía—, cuando mis sueños de retornar a El Salvador como el hijo pródigo de la revolución, comenzaron a tomar forma.

Y ello debido a que escapé de caer en las garras de la policía francesa junto con Roberto Mario Santucho, el comandante guerrillero trotsquista argentino, que dirigía el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp) en su lucha contra las tiranías de las juntas militares y los sátrapas neoperonistas en la Argentina.

Santucho me explicó el modelo del aparato político-militar del erp argentino que, aunque tenía influencias castroguevaristas de los tupamaros del Uruguay, se desmarcaba de éstos al proclamar su orientación trotsquista, incluso estaban orgánicamente integrados al trotsquismo internacional a través de su membresía en la IV Internacional, fundada por León Davidovich como respuesta a la III Internacional moscovita, expresión del estalinismo que desde entonces reinaba en la urss, y entre los partidos comunistas del mundo.

Las horas que pasé con Santucho escuchando la historia y la estructura del Ejército Revolucionario del Pueblo, reafirmaron el modelo político-militar que yo había diseñado para el ejército guerrillero urbano en El Salvador, debido a la ausencia de selvas y montañas.

La oportunidad de los revolucionarios salvadoreños de convertirnos en el corazón de la lucha guerrillera antiimperialista era real. A ello contribuían factores geográficos, ya que El Salvador queda en el centro del continente y tiene fronteras con países claves en la lucha armada centroamericana —Guatemala, Honduras y Nicaragua—, desde donde habían posibilidades de establecer vínculos con los movimientos guerrilleros de México, hacia el Norte, y de Colombia, Perú y Venezuela, hacia el Sur.

A esta conclusión llegué luego de mis años como correo europeo del espionaje cubano. Cuando vi las cosas con los ojos que me dieron el estar por encima de las circunstancias, concluí que Cuba era una isla sin valor estratégico y logístico donde el cordón sanitario de la cia funcionaba a toda máquina; era una locura intentar el envío de cargamentos masivos de armas a otros países latinoamericanos, ya no se diga de hombres, desde Cuba.

El Salvador, sin embargo, era punto medular de América Latina, caso se iniciara una lucha guerrillera continental contra los gringos. Por su excelente posición geográfica estaba destinado a convertirse en el corazón del corredor revolucionario de las guerrillas latinoamericanas que iría desde México, pasaría por Centroamérica, y se deslizaría hasta la Argentina y el Uruguay a través de Colombia y Venezuela.

En estas apreciaciones no estaba solo ni mucho menos despistado. El mismo Santucho las aceptó al compartir mis apreciaciones estratégicas sobre el rol que El Salvador podría desempeñar en el futuro como corazón de la guerrilla latinoamericana. El sueño de convertir a mi país en un importante bastión guerrillero ya tenía nombre y una tarea en concreto. Mi próxima misión era fundar en El Salvador el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), e iniciar la lucha armada contra una arcaica oligarquía y su ejército asesino; contra el imperialismo yanqui y contra la línea prosoviética revisionista que los tapamuros del Partido Comunista propugnaban.

Mientras en el cafetín de Ciencias y Humanidades esta tarde de perros voy repasando la historia que se esconde tras los rostros de los hombres y mujeres más buscados por el Ejército Nacional y la Policía de El Salvador, voy recordando también cómo llegué al trotsquismo en Europa.

Hasta el momento de la llegada a la reunión convocada por Carlos "El Chacal" en Saint-Denis, yo ya era los ojos y oídos de Pekín en Europa. Fue gracias a los buenos oficios del espionaje chino que logré ser cooptado por los hombres de Barbarroja Piñeiro. “Tienes que olvidarte de nosotros”, me dijo Misoko Matzamoto, esa vez definitiva, cuando había recibido la oferta de establecer contacto con los cubanos y a quien, a pesar de mis escapadas con Martita Hartnecker, amaba intensamente. Misoko era el canal de enlace entre mi persona y Pekín, el oficial que me atendía.

Hablaba perfectamente el español, pero preferíamos entendernos en alemán, que pasó a ser nuestra lengua franca, a pesar de que de vez en cuando, dependiendo de los hoteles de la ciudad donde nos encontrásemos, automáticamente también usábamos el francés, el italiano o el inglés, para comunicarnos. "Harás de cuenta y caso que nosotros jamás hemos existido en tu vida, ordenó, para despistar sobre nuestros vínculos, debes evitar alinearte en las filas revolucionarias maoístas y prochinas que han comenzado a proliferar en Europa y el mundo. Para borrar las huellas que te puedan identificar con Pekín, podrías volverte un trotsquista", insinuó esa tarde prístina una Misoko fría, en un tono oficial que no le conocía, pero que la volvió ante mis pupilas más adorable y deseable. Entre Mao y Misoko. Mi pasión secreta bajo aquel baile de espías en pleno corazón europeo. Era la perfecta combinación en sentimientos e ideología para mí.

Los consejos de Misoko adquirieron coherencia conforme repasaba obras y biografía del judío ruso Trotski, a quien admiraba porque, de ser uno de los intelectuales más brillantes del movimiento revolucionario ruso, pasó a convertirse, gracias al apoyo de Lenin, en el comandante en jefe del Ejército Rojo. Un hombre de gabinete, un intelectual de escritorio, se transformó de la noche a la mañana en el más eficaz de los militares revolucionarios a nivel mundial, al grado de defender y salvar a la naciente Revolución Rusa de los ataques de los países capitalistas de Europa Occidental, de los mencheviques y de las guardias blancas tanto en el Cáucaso como en elAsia soviética. Me atraía de Trotski su disciplina militar, la forma en que había diseñado el Estado Mayor del Ejército Rojo, así como la locomotora desde donde defendía con mano de hierro la revolución bolchevique. Me fascinaba su teoría de la revolución permanente; la concepción de los cuadros revolucionarios más capaces intelectualmente a quienes tipifica como “la intelligentsia” de la vanguardia armada de la revolución. Su teoría de insurrecciones populares escalonadas para la toma del poder me parecía la más realista de aplicar en las condiciones nacionales de El Salvador, aparte de la táctica de recurrir, si las condiciones lo favorecen, a un cambio desde arriba por medio de un golpe de Estado revolucionario, en unión con “la intelligentsia” del Ejército que estuviera dispuesta a cambiar el status quo en nuestro país.

La "Juventud Militar" en El Salvador iba a tener un rol de primer orden en mis visiones de llevar la guerra revolucionaria al país a través del Ejército Revolucionario del Pueblo erp salvadoreño.

Trotski y el amor. Por mis ideas plasmadas de esta forma, yo estaba convencido de estar cumpliendo cada día, —a la luz de todo el mundo, pero solo sabiéndolo Misoko y yo—, con mi deber revolucionario de espía al servicio del camarada Presidente y la República Popular China.

"Los más valientes, los más audaces y los más inteligentes", así me resumió Roberto Mario Santucho las señas de identidad del erp en el panorama de la izquierda argentina. Y ese era también mi plan para El Salvador.

A los expertos del centro en Pekín, mi repentino interés en llevar la guerra revolucionaria a El Salvador, por medio de las concepciones trotsquistas del erp argentino, les pareció brillante. "Es el momento de pedir a tus jefes en La Habana el apoyo necesario para fundar el Ejército Revolucionario del Pueblo en El Salvador", aconsejó el viceministro de Defensa de China, a través de la voz cantarina de Misoko. "Háblales de tus planes, estamos seguros que a ellos les va a encantar tu propuesta y, debido al grado de simpatía y confianza de que gozas en la cúpula de la inteligencia cubana en La Habana, te proporcionarán hombres, armas, dinero y entrenamiento en la isla", terminó de explicar mi controladora china en París, mientras esa vez había dejado atrás, en el parque Bois de Bologne, a Martita Hartnecker engarzada en ordenar sus apuntes sobre el materialismo histórico que su profesor de marxismo, Louis Althusser, avalaba con grandes elogios.

Cuando pedí apoyo a mis controladores cubanos para el proyecto del erp salvadoreño mostraron escepticismo y desencanto, pero luego se entusiasmaron con la posibilidad de abrir otro foco de guerrilla urbana en el continente.

De acuerdo a sus evaluaciones mi lugar en la sorda lucha del espionaje estaba en Europa y en mi misión de correo del espionaje cubano en el Viejo Continente, pero se alegraban por mi decisión de empuñar las armas revolucionarias en El Salvador, que era una forma de ejercer una defensa activa de la revolución cubana.

“Solo vemos un problema”, dijo Martita Hartnecker después de comunicar la decisión de La Habana, “tendrías que integrarte al grupo guerrillero que junto con cuatro médicos y dos obreros ha fundado Salvador Cayetano Carpio en el interior del país”, puntualizó. “Cayetano, quien además es uno de tus admiradores, ha pedido expresamente reunirse contigo”, terminó Martita.

Se trataba de las Fuerzas Populares de Liberación "Farabundo Martí", las felipas o fpl, que Salvador Cayetano Carpio fundó con otros seis revolucionarios el primero de abril de 1970 luego de salirse del Partido Comunista por disentir de la estrategia electorerista para la toma del poder en el país.

Pensé para mí: si Cayetano pedía reunirse era debido a que hasta sus oídos habían llegado las buenas referencias sobre mi actividad revolucionaria en Europa de la dirigencia cubana. Esa reunión tenía como objetivo eliminarme como dirigente revolucionario, pues él se consideraba el único y el más puro entre todos los revolucionarios salvadoreños y latinoamericanos.

Imaginaba los argumentos que el viejito panadero usaría para desmontar mi figura ante los revolucionarios cubanos y salvadoreños. “Se trata de un muchacho inteligente pero en esencia es un pequeño-burgués que de la noche a la mañana ha descubierto a Trotski”, habría dicho. “La filiación social-cristiana que se le conoce lo ubica entre los socialcristeros reformistas”, continuaría en sus argumentos, “lo cual lo vuelve no solo sospechoso sino también un peligro entre las filas de los auténticos revolucionarios. Además, el solo hecho de ser un intelectual pequeño-burgués lo vuelve de antemano sospechoso. Es su pecado original, camaradas”, habría terminado, “al compañero Rivas Mira hay que relegarlo, como a todos los intelectuales, a los mandos intermedios, y por ninguna razón del mundo promoverlo como cuadro dirigencial”.

Este análisis, que no costaba mucha imaginación adelantar, conociendo la mentalidad y modo de pensar de Marcial, me empujó a rechazar un encuentro con él. Solo cuando Barbarroja me pidió que accediera a entrevistarme con Cayetano Carpio, acepté. “Con una condición”, objeté “será solo para escucharlo, para que me exponga sus proyectos”, fue mi respuesta a la petición cubana.

La tarde que agoniza sobre el campus universitario este año prófugo de 1971, cuando se abrió la brecha revolucionaria con el secuestro del multimillonario salvadoreño Ernesto Regalado Dueñas, me trae también el aroma de la primavera parisina y el aroma de otra primavera frustrada, la primavera aplastada por los tanques soviéticos y del Pacto de Varsovia en Praga. Ahí comenzaron mis desacuerdos con los cubanos pues, en contra de lo que yo había esperado, no condenaron la invasión a Checoslovaquia; al contrario, Fidel Castro en persona la aplaudió y pidió para Cuba igual medida si algún día la revolu­ción cubana se salía de sus lineamientos y objetivos.

Respecto a la reunión con Salvador Cayetano Carpio, que tuvo lugar en La Habana en 1970, me salí con mis propósitos. Solo me reuní con el viejito para escucharlo; este fue uno de los primeros encontronazos que tuve con otro revolu­cionario salvadoreño y que en el futuro se repitirían.

La tarde pasa apacible por el campus universitario de la ues este año de 1971, cuando hace pocos días han descubier­to el cadáver de Ernesto Regalado Dueñas. Cuesta creerlo, pero he venido a refugiarme al edificio de la Editorial Universitaria, enfrente de la Facultad de Odontología, por ser el edificio más estratégico para escapar, pues tiene salidas no solo a la colonia marginal La Fosa, sino también a un cruce de calles donde hay más de cuatro carriles con otras tantas direcciones.

Para quedarme aquí incluso tuve que amenazar a punta de pistola al director de la Editorial Universitaria, el poeta Man­lio Argueta, pues, según él, mi presencia aquí los compromete, me exigió salir del edificio. Sin embargo le recordé que él también ha estado en Cuba, y aunque no es del Partido, ambos so­mos revolucionarios, con lo cual se le fue hasta el pánico de ver­me en persona. Este susto fue a causa de que le puse la pistola en el pecho y le dije, “quieto”; creo que si me hubiera seguido reclamando le hubiera disparado. Todo esto leyó Manlio Argue­ta en mis ojos de fugitivo desesperado.

No es para menos, estoy en una situación desventajosa, pues no sé cómo, de la noche a la mañana, después de ejecutar a Ernesto Regalado Dueñas, han salido con la información completa sobre todos nosotros, los llamados de “El Grupo”; nos tenían supercontrolados, y han iniciado una cacería del hombre.115

4. Roque

A Checoslovaquia, valga la palabra, fui a perderme, pues aunque el Partido me ayudó para llevarme a Praga a mi mujer Aída y a mis hijos Roquito, Juan José y Jorgito, las co­sas se pusieron color de hormiga en lo económico, a pesar de que teníamos un techo común, ubicado en el departamento número seis de la calle Rijnonove Revoluce Namesti número trece, es decir, en pleno corazón de Praga. Una calle kafkia­na además, pues es de poco tránsito, oscura como la tumba donde yace mi hermano poeta Armando López Muñoz, ase­sinado por nosotros en una parranda del Bar Río Rosa en la Avenida Independencia de nuestra juventud lejana y salvaje. Mi escape legendario de la cárcel de Cojutepeque, a donde me lanzó como carne de carroña para la gorilada salvadoreña el Negro Ewers, quedó plasmado en el informe que en Cuba redacté para el Partido y que, debidamente retocado en algunos puntos y revisado estilísticamente, fue publicado en la revista Casa de las Américas.

Fue motivo de admiración por parte de los hermanos poetas cubanos en esa fecha, 1965, quienes conocían dos libros de poemas míos publicados en La Habana, El mar y El turno del ofendido, y las monografías sobre El Salvador y México que escribí por encargo de Fidel, la vez cuando me encontró a mí solo haciendo la programación de Radio Habana.

Sólo el turco Cipriano, el Secretario General del Partido, no ha terminado de tragarse todo el texto. Tampoco Cayetano Carpio, un viejo que se las da de zorro. Algunos de mis hermanos poetas ni tan siquiera me han dado el beneficio de la duda. Por ejemplo, Ítalo López Vallecillos desconfía de esta fuga; fue el único que no firmó una carta de solidaridad con mi persona, luego de mi escape de la prisión de Cojutepeque.

En una de las pláticas sostenidas con otros miembros del Comité Central del Partido Comunista Salvadoreño, actualmente de visita en La Habana, el turco Cipriano se refirió despectivamente a mi testimonio calificándolo como novela de ficción; e insinuó que es un oportunismo para obtener réditos con el movimiento comunista internacional.

No le caigo bien al turco Cipriano, chocamos en cuanto a carácteres; él es más un hombre de partido, un apparatchik, un cuadro acatador de consignas y lineamientos, mientras yo soy hombre de bar, duda y lucha, de literatura y marxismo.

No soy monedita de oro, aunque el problema aquí es que me he convertido en enemigo del jefe. Es una jodida ser adversario de cualquier jefe, lo sé, pero no aprendo la lección. Nuestros líderes son de una seriedad que termina rozando la risa.

Tanto el turco Cipriano como Cayetano Carpio, desde que me fugué de la cárcel, tienen recelos, que comentan con otros compañeros, relacionándome de una u otra forma con la cia. Cuando me comunicaron que me enviarían a Praga a trabajar en la redacción de la Revista Internacional, Problemas de la Paz y el Socialismo, que editan los partidos comunistas de todo el mundo en diversos idiomas, no evitaron la envidia.

Y ello a pesar de que ese puesto me lo cedió Jorge Arias Gómez, una gran persona y quizás el cerebro del Partido, ya que él lo rechazó aduciendo que yo tenía más necesidad del mismo, por mi situación de perseguido político nada menos que por la cia. A esto hay que agregar el apoyo que recibí de otro gran intelectual del Partido, Raúl Castellanos Figueroa, con lo cual hasta el mismo Cipriano se entusiasmó con mi nuevo destino en Checoslovaquia. Y es que viéndolo desde un punto de vista pragmático, de paso se deshacían de mí.

En Praga terminé de hundirme más en el alcohol y las mujeres, culpa de la cerveza checa y sus sacros lugares cuna de marcas mundiales, pues Checoeslovaquia es la patria donde está ubicada la región de Pilsen, Budweiser, Bratislava o de Bohemia, de donde procede la famosa cerveza “Cristal”, y donde fabrican las mejores porcelanas y cristales finos del mundo.

Praga está indisolublemente unida a mi pasión por los huevos de tortuga y los cocteles de concha. Incluso he bromeado con Jorge Arias Gómez, al decirle que si la cia garantiza poner en mi mesa cada semana seis docenas de huevos de tortuga y seis docenas de conchas, me pasaría al bando de ellos con todo y cartuchera. Qué grandeza unir esas mariscadas de mi país a esta tierra de la mejor cerveza del mundo: Pilsner Urquell (la Pilsener de la fuente original), Budwar, Staropramen, Velke Popovice, y la cerveza negra malteada de la taberna U Flekù.

Ya sé que de lo que se trata es de no forjarnos coartadas con nuestras cárceles, con nuestros sudores o nuestras cicatrices —y este es el miedo que Regis Debray tenía a mi respecto cuando me miraba beber tanta cerveza en Praga—, sino de dar, todos, un paso hacia adelante. Y Praga significó dar rienda suelta a mis instintos sexuales de tercermundista, por ser la meca del movimiento comunista internacional y la meca de mujeres hermosas, rubias y delineadas, ojos azules como la Mar del Sur, cultas, y por si fuera poco, comunistas militantes.

A no ser porque aquí intimé con otros revolucionarios latinoamericanos, me hubiera hundido en la bohemia y la irresponsabilidad, con tanta mujer hermosa que rodeaba mis pasos y con la cerveza checa, el ron cubano, el vodka ruso y el vino húngaro a flor de labio. Esos licores son relativamente baratos pues en el socialismo se convierten en artículos de primera necesidad. Y es que una forma de desahogar la frustración que el socialismo produce en la juventud es a través de alcohol, tabaco y sexo.

Praga también me dio el privilegio de conocer a la venezolana Elizabeth Burgos, al revolucionario guatemalteco “Cholón” Porras, a quien bajo el seudónimo de “Jorge” le dediqué mi libro de poemas Taberna y otros lugares que ganó el Premio Casa de las Américas en 1969. Además conocí a Regis Debray, el intelectual francés experto en todos los movimientos guerrilleros latinoamericanos y autor de Revolución en la revolución. Cuando hablo aquí de los intelectuales latinoamericanos me interesa situar un alto nivel de perspectiva: el de sus responsabilidades ante la gigantesca tarea de la revolución latinoamericana. Y muchos de estos intelectuales llegaron a la revolución a través de aquella Praga que reunía a toda una pléyade de rebeldes con causa, todo esto antes de que Debray decidiera enrolarse en la aventura boliviana del Che Guevara, donde lo capturaron los militares bolivianos y la cia y, en el proceso de la ciudad de Camiri, lo condenaron a treinta años de cárcel. Tuvo la suerte de que el general Juan Torres, nacionalista revolucionario, diera un golpe de Estado en 1970 y lo liberara mediante una amnistía política.

El trabajo como miembro del comité de redacción de la Revista Internacional es aburrido, propio de ratas de escritorio. Ya sé que no basta con ser revolucionarios de oficina, de salón de clase, de café, viajar al extranjero, hablarse de tú a tú con las celebridades, decir de paso elegantemente: “Miguel Ángel Asturias me dijo en Berlín, cuando me emborrachaba con él, no seas un burgués que vive de su capitalito revolucionario”. Lo más importante de mi estadía aquí, lo que me ha llenado las venas de poesía, aventura y literatura han sido las frecuentes visitas de los poetas cubanos del extinto suplemento cultural habanero El caimán barbudo como Jesús Díaz, quien últimamente quiere hacerse cineasta. Aquí está como corresponsal de Prensa Latina, Heberto Padilla, quien a veces tiene que trabajar en Moscú, pero que se traslada a Praga en cuanto tiene tiempo libre, pues esta ciudad es más cosmopolita en lo cultural, que la gran Moscú, ya casi en el corazón de Asia, cerca de Kazán con sus huellas tártaro-mongólicas. También tengo contactos con viajeros como Luis Rogelio Nogueras, El Rojo, gran poeta, quien siempre está viajando por su oficio de periodista de Prensa Latina, así como con Fayad Jamís, y mis entrañables hermanos Roberto Fernández Retamar y “Febo, el Príncipe”, alias Juan Pablo Fernández. Gracias a ellos me he salvado de hundirme en el alcohol, las mujeres y la banalidad, pues ellos transmiten la presencia del fuego mágico de la literatura.

En Praga también he conocido a otros revolucio­narios como el capitán Arnaldo Ochoa, un verdadero “filtro” como dicen los cubanos, así como a los jimaguas de la Guardia, cuadros del aparato militar del espionaje cubano en el extranjero encargados de dar apoyo a las guerrillas latinoamericanas y africanas. Son leyendas vivas, James Bonds del socialismo, manejan diestramente desde una lancha hasta un avión, desde una navaja hasta un tanque.

Cerca de acá, en la República Democrática de Alemania, estudian cinematografía tanto Otto René Castillo como Arqueles Morales, ambos guatemaltecos, con quienes me une una amistad eterna desde los días de 1956 cuando fundamos el Círculo Literario Universitario. Con ellos coincido seguido en Berlín Oriental que queda a escasas cinco horas de Praga, sobre todo cuando llega allí de visita nuestro clásico Miguel Ángel Asturias. Un joven colombiano, Carlos Rincón, los acompaña, a él le daremos la ciudadanía centroamericana cuando tomemos el poder en nuestra gran patria.

La distancia me ha sido de provecho, he leído como un poseso libros de ciencias políticas y de literatura, en especial de poesía; he producido mucha obra poética que puede considerarse como de “mis años praguenses”; y me animé a entrevistar largamente a una leyenda del movimiento revolucionario salvadoreño, estoy a punto de terminar un libro de testimonio sobre él, que intitularé Miguel Mármol, los sucesos de 1932 en El Salvador.

Algo que ha sido útil y que me servirá en un futuro, caso retorne al trabajo conspirativo bajo cualquier cielo del mundo, ha sido mi colaboración con los servicios secretos soviéticos de la kgb. Me vi envuelto en los vericuetos del trabajo para los servicios especiales ya en 1962, en La Habana, cuando Barbarroja y Fidel en persona me pidieron que trabajara para el contraespionaje cubano ayudándoles a detectar en Cuba un agente enemigo que procedía de Latinoamérica, y que les estaba causando daños irreparables, pues muchos cuadros que salían de La Habana en misión revolucionaria para el subcontinente americano, iban solo a caer en las garras del enemigo.

La cia y los ejércitos latinoamericanos liquidaban a los cuadros revolucionarios que procedían de Cuba; ni se tomaban la molestia de interrogarlos, lo cual significaba que tenían una fuente de información fiable en La Habana.

Con la ayuda de las redes cubanas de contraespionaje seguí una pista que conducía directamente a la casa del Embajador de la República de México en La Habana, con quien de paso, casualidad de casualidades, éramos grandes cuates; me lo había presentado mi hermano de leche y comunista mejicano, Laco Zepeda, para una recepción en la Embajada, con motivo de la celebración del aniversario de la Independencia de México de España. Se llamaba Santiago Nogueras, y como todo mexicano burócrata, también era licenciado. Con el correr de las semanas y los meses de charlas y tragos, pues él era un gran amante de la gran literatura estadounidense, intimé con él de tal forma, que a veces entre trago y trago de tequila y discutiendo de la literatura mexicana y de la política exterior del Partido de la Revolución Institucionalizada (pri), me quedaba a dormir en su casa.

Fue así como descubrí que Santiago Nogueras salía religiosamente todos los miércoles a las seis de la mañana a pasear al Malecón de La Habana. Ya habían sospechas sobre él. La gente de Barbarroja me puso tras su pista después de considerar que yo era la persona idónea para ganarme su confianza. Cuando di estas informaciones sobre los paseos matinales habaneros de Nogueras, me dijeron que eso bastaba para terminar de hilar las sospechas y que todo cuadraba con sus suposiciones. Lo demás era coser y cantar, pues estaban seguros que el espía de la cia que tanto daño les estaba ocasionando era el Señor Embajador en persona. Muy generoso, gran cuate, la pura mar y sus conchas, pero lo entregué al G-2 cubano.

Uno de los puntos que cerró el círculo fue la clave con la cual entraba en contacto por medio de una radio sofisticada con la central de la cia. Era la canción mexicana “Estas son las mañanitas / que cantaba el Rey David…”. También fue una prueba decisiva, que no dejaba dudas, la filmación oculta que le habían hecho durante varios miércoles durante su paseo matinal y el momento en que se dedicaba a pescar. Ahí habían descubierto, y se la decomisaron cuando lo capturaron, que su sofisticada caña de pescar tenía instalada a la altura de su rostro una potentísima radio con la cual se comunicaba con sus controladores estadounidenses. Esa semana lo declararon persona non grata y, con las evidencias reunidas, lo expulsaron del país.

Todo ello me valió la felicitación de las altas instancias del G-2 cubano. Me advirtieron que este tipo de trabajo era ultrasecreto, no debía de contar sobre él a los miembros del Partido Comunista Salvadoreño, debido a que no descartaban que entre los mismos militantes existieran agentes del enemigo infiltrados.

Gracias a esos contactos cubanos con la contrainteligencia es que se apuró mi viaje a Praga, y gracias a ellos es que intimé con muchos revolucionarios latinoamericanos. A través de la inteligencia cubana contacté en Praga con la kgb, para quienes realicé operaciones de menor cuantía, como catalogar a las visitas latinoamericanas de paso o residiendo en Praga o redactar informes sobre su manera de pensar, posturas ideológicas y opinión sobre el socialismo.

Estas labores pusieron más interés a mi estadía en Praga y me dieron posibilidades de estirar un poco el salario mensual con el cual apenas alcanzábamos llegar a fin de mes en la economía familiar. Éramos cinco bocas, Roquito, Jorgito, Juan José, los hijos, más mi mujer Aída Cañas y yo. Y solo yo trabajaba, estábamos condenados a vivir apretados debido a que los niños consumían mis magros ingresos.

El trabajo y la confianza adquiridos con los oficiales soviéticos de la sección de espionaje, motivó que la kgb, la vez que me emborraché con unos gitanos en la Plaza Wenceslao en pleno centro de Praga, después de lo cual aparecí con una paliza de primer orden en el hospital, acusaran a la cia de ha­berme propiciado la misma. Recuerdo que había terminado en una “vinarka” de la estación de trenes bebiendo con unos gitanos; en medio de la borrachera y encariñados conmigo pues me había ganado su simpatía, me llevaron a conocer a su padre, hospedado en un hotel aledaño a la estación central de trenes de Praga.

El problema que originó la reacción violenta de los gitanos fue cuando comencé a enamorar y a besar a la hermana menor de ellos, una hermosísima gitana de ojos brillantes y cabellera suelta y larga que le llegaba hasta las caderas. Me había sonreído y me dio la pauta para que la comenzara no solo a enamorar sino también a acariciar y besar en la cocina del piso del hotel donde estaban alojados. Al darse cuenta de que estaba a punto de ocurrir algo entre aquella beldad zíngara y yo, los hermanos y el padre me empezaron a insultar, para luego, al darme alcance, patearme en las costillas y golpearme el rostro, al grado que me trajeron a puño limpio, rodando gradas, hasta la recepción, desde el quinto piso del hotel. Cuando llegué a la salida, recobré por un momento la lucidez y eché a correr en medio de la nieve, con los gitanos blandiendo unos cuchillos con los que me amenazaban y maldecían.

Pude escapar, pero cuando iba a tomar el trolebús de la estación de trenes a mi casa, me desmayé. Me desperté solo tres días después en el hospital, acompañado por la visita de mi controlador soviético, Grigóri Ivánovich, quien me conocía desde 1957 para mi llegada como delegado salvadoreño al Sexto Festival Mundial de la Juventud y de los Estudiantes por la Paz, en Moscú; tan preciso es el espionaje soviético en este aspecto, pues desde entonces Grigóri Ivánovich fue mi sombra durante mis estadías en la Europa Oriental. A él, y para no confesar mi lío de faldas, terminé de alimentarle las sospechas de que había sido el enemigo el que me había dado la paliza de mi vida. Grigóri Ivánovich me tenía un enorme cariño, casi paternal, pues era mayor que yo, y al darse cuenta de la magnitud de la paliza, concluyó erróneamente que había sido la cia en venganza por mi escapatoria de la cárcel en El Salvador en 1964, la autora de tal hecho.

Praga. Divina Praga a pesar de todo. Entre tragos de cerveza y las piernas de mi traductora rusa Tania pasaron mis mejores horas allí. Creía tenerlo todo, comenzando por mi esposa y mis tres hijos, un trío de amantes rubias fijas y un sexteto de ocasionales. El amor en Praga florece por doquier, junto con la poesía. Tenía un puesto de trabajo como burócrata comunista, chóferes a la orden con sus pomposos autos de lujo, los “Volga” soviéticos y los nacionales “Skoda”, debido a mi condición de funcionario del movimiento comunista internacional. Mantenía contacto con la central de los servicios secretos del Pacto de Varsovia, la kgb, a través de un alto oficial de los servicios especiales, Grigóri Ivánovich, y el visto-bueno del Partido para viajar a Berlín Oriental y a Occidente, por ejemplo a París, donde estuve de paso un par de veces.

El vodka era exquisito, sobre todo si lo tomaba en compañía de los maestros en tales menesteres, los camaradas soviéticos, mis hermanos mayores. Tenía acceso a todos los libros en español editados en Cuba y algunos de México, que me eran enviados a través del Attaché Cultural de la Embajada de Cuba en Praga. Mis amigos escritores mexicanos Laco Zepeda, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, Thelma Nava o Efraín Huerta, enviaban a mi dirección en La Habana, los últimos libros de poesía y cuento, novelas y antologías salidas en el D.F.

Lo tenía todo en esos momentos. Bastaba seguir como una oveja la línea ideológica de los partidos comunistas para hacer carrera en Praga. Sobre todo, comentábamos con Aída, de nuestra estadía allí saldrían ganando nuestros hijos, pues podrían graduarse como profesionales en universidades de Europa Oriental, cuando crecieran.

Pero sufría, tenía “mal de patria”, pues esos mismos lujos y privilegios me recordaban de imprevisto las casas pobres de mi país, el analfabetismo de sus obreros y campesinos, las bayuncadas de los poetas pavos reales que se hundían en la ignorancia y la frustración, la dominación feudal de las catorce familias oligarcas y del ejército títere que manipulaban a su voluntad. Era entonces cuando entraba en crisis. No importaba si tenía en mis brazos las piernas de leche de Tania, el calor hogareño de Aída y mis tres hijos o la amistad fraterna de mis colegas de trabajo en el comité de redacción de la Revista Internacional.

Y caía hasta el fondo del alcoholismo. Me volvía un cínico tratando de justificar mi estadía en Praga con argumentos banales, cuando sabía que por ser comunista hasta en la sopa, marxista-leninista de principio a fin, mi puesto estaba en El Salvador.

Claro que estaba en juego el destino de mi familia, la suerte de cinco personas, pero ¿acaso no tenía el Che Guevara también familia y había renunciado a sus puestos como Ministro y alto funcionario de la Revolución cubana? Además, ¿qué significaba en tales circunstancias el destino particular de un grupo familiar comparado con el destino global de todos los humillados y explotados de mi pobre y remendado país El Salvador? Esta crisis de fidelidad ideológica terminó torciendo mi camino hacia La Habana, desde donde abrigaba las esperanzas de enrolarme en cualquiera de los movimientos armados de Guatemala, Nicaragua o El Salvador, debido a mi concepción centroamericanista de la lucha revolucionaria.

Al tener conciencia de ser extranjero de lujo, becado por las prebendas del comunismo internacional, un auténtico “compañero de viaje” de la revolución y la demagogia, me sumergía en cavilaciones que aumentaban proporcionalmente la cantidad de vasos de cerveza o tragos de vodka sobre mi mesa de exilado del paraíso cuscatleco.

Praga tenía su encanto especial, único en Europa. Me devolvía con intensidad el amor por la literatura que siempre tuve, así como el deleite por la lectura a plenitud, en la placidez de sus plazas y cafés, parques y bibliotecas llenos de magia socialista. Me sentía transportado, a través de los callejones medioevales de la parte vieja de la ciudad y en medio de mis pasos sobre sus calles adoquinadas, hasta el universo real de la literatura que yo encontraba en cada uno de mis movimientos en la ciudad.

Le tomé cariño al Staroméstská, el casco antiguo de Praga, y a sus cafés bohemios; no es gratuito que esta palabra proceda del étimo Bohemia, una de las regiones artísticas de Checoslovaquia notoria por su porcelana y vidrios de cristal. También un bar en especial, el “U Flekù”, donde siempre encontraba turistas alemanes occidentales, así como intelectuales y escritores checoslovacos disidentes de la línea del Partido. Se podía ser disidente en esa época, cuando el verdor del socialismo florecía, sin temor a ser denunciado por algún chivato de los servicios secretos y llevado a la cárcel acusado de enemigo del Estado. U Flekù, según mis investigaciones etílicas con la intelectualidad checoslovaca, era uno de los bares más antiguos de Europa, fundado en el año 1499 de nuestra era (¡¡¡Oh Roque, desde tu mesa en la taberna un oceáno de quinientos años de cerveza te contempla!!!); probablemente su primer propietario fue un judío checo. Pues su etimología viene de la familia “Fleck”, que en yiddish, la lengua judía de centroeuropa, así como también en alemán antiguo, quiere decir “mancha”, y “U”, que significa “donde”, “en casa de”, en idioma checo. Es decir, ya declinados nombre y preposición “U Flekù” se traduciría como “donde Fleck”, en el bar perteneciente al judío apellidado Fleck, “mancha”.

Ubicado en el barrio Stará Mesta, la ciudad vieja, en el distrito 1 de Praga, sobre la calle Kremencova No. 11, U Fleckù es el hogar de la cerveza negra; está ubicado cerca del Kar­lov Most, el Puente del Rey Carlos, regio y con sus estatuas doradas a lo largo de su superficie que cruza el río Ultava. “U Fleckù” era punto de encuentro de estudiantes universitarios, pintores, poetas, periodistas checos y extranjeros. Siempre ha sido un bar germanófilo, comenzando por su nombre, un étimo del “Hochdeutsch” o alemán clásico antiguo, pero también del yiddish, y terminando con sus clientes, generalmente alemanes. Hasta una leyenda negra tiene, pues fue allí donde el 20 de abril de 1942, Adolfo Hitler celebró su cumpeaños bajo la primavera parda de una Praga ocupada por los nazis.

El tema omnipresente por esas fechas era el socialismo con rostro humano que el Partido Comunista de Checoslovaquia por voz de su Secretario General, Alexander Dubcek, había decidido construir en tierra checa, muy a pesar de los lineamientos del hermano mayor soviético y de los países del Pacto de Varsovia.

Se respiraba libertad no solo en Praga, también en todo el país a medida que se profundizaba el proceso checoslovaco. Habían logrado conquistas maravillosas en el contexto del campo socialista como la libertad de expresión, pues los medios de comunicación estaban abiertos al debate y se habían liberado de la censura de los comisarios políticos estalinistas. Los jóvenes, los viejos y los niños podían viajar a Occidente sin problemas y sin que la policía secreta, como es usual en los países socialistas, antes de otorgarles visado, los investigara minuciosamente. También los obreros y las mujeres podían ir por temporadas a trabajar a Occidente, donde ganaban salarios en dólares; la corona checa circulaba a la par del dólar, y en Praga los almacenes y las tiendas estaban surtidos con todo tipo de productos occidentales. No existía la libreta de racionamiento. Y sobre todo, se comenzaba a formar una sociedad pluralista, donde el Partido Comunista iba dejando de ser el único referente político de la sociedad, como es usual en los países tras de la cortina de hierro.

Con este clima de efervescencia, los lugares masivos de recreo como cafés, bares, teatros y librerías, eran foros políticos donde se discutía el proceso checoslovaco, sin te mor a represalias en el trabajo o en la vida privada, si uno se mostraba en desacuerdo con la línea política oficial del Partido. Era la alborada para lo que los utópicos del socialismo llamaban “el hombre nuevo”, nacido bajo la sociedad socialista, sin el pecado original de la alienación burguesa y sin la aberración de considerar legítima la propiedad privada, sabiendo, como lo proclamaron los anarquistas rusos de principios de siglo xx, que la propiedad privada es un robo.

Estas tertulias, foros intensos y debates ideológicos, tenían lugar en U Flekù, que se convertió en mi bar preferido. Embriagado de poesía y de ese socialismo con rostro humano que tanto deseaba para mi pequeño país, escribí el libro de poemas Taberna y otros lugares con el que gané en 1969 el Premio Casa de las Américas.

En esta danza ideológica conocí al francés Regis Debray y a la venezolana Elizabeth Burgos y reencontré, sin el estrés de la lucha clandestina en El Salvador, a Miguel Mármol para, de nuestras conversaciones kilométricas, elaborar mi libro de testimonio basado en su vida, que es la biografía del movimiento comunista salvadoreño. Miguel Mármol era la historia andante del país; conversar con él equivalía a consultar una biblioteca especializada sobre la historia política de El Salvador. Mi mayor dicha fue no solo haber obtenido el permiso del pcs para entrevistarlo, sino haber obtenido el beneplácito, el vistobueno de Miguel Mármol cuando le entregué la copia escrita a máquina del manuscrito de mi libro sobre su vida.

De El Salvador me llegó por esos días el libro de poesía De aquí en adelante, que era una antología poética de mis hermanos Manlio Argueta, Roberto Armijo, Tirso Canales, Roberto Cea y Alfonso Quijada Urías. Mi ilusión era que publicaran mis poemas en dicha antología; hubiera sido una gran ayuda para paliar mi tristeza y mi soledad en la lejana Praga, y el libro se hubiera llamado “Los seis” en lugar de “Los cinco”.

No me satisfizo el libro tal como lo editaron, estaba encorsetado en la ortopedia de la poesía de protesta panfletaria así como en la dulzona poesía en rima clásica. No tengo nada en contra de ambas pero si se autollamaban movimiento de poesía de ruptura, como lo prologaban rabiosamente, dejaban patente una contradicción, pues no rompían con nada, ni en lo formal ni en el contenido.

Les envié una carta lo más suave posible, aunque muy clara, con mis críticas, que ellos publicaron en La pájara pinta, órgano de la Editorial Universitaria de El Salvador al cual siempre les sugerí le pusieran el nombre más poético y provocador de “La pájara puta”; en fin, hasta en eso se notaba que eran conservadores de izquierda, chapados a la antigua que jugaban a lucir el chaleco revolucionario.

Por estas noticias que me llegaban de El Salvador me daba cuenta de que los poetas jóvenes se estaban abriendo espacio en la Universidad Nacional y que los tiempos estaban cambiando en el país; habían fuertes convulsiones sociales y paros, como por ejemplo los fraudes electorales y una gran huelga del magisterio nacional; las masas empezaban a tomar conciencia de clase, lo que auguraba, a corto plazo, un estallido revolucionario en Cuscatlán.

Praga de noche. Nocturna como una dama inmóvil sonámbula. Era casi un sueño, sobre todo si tenía la compañía de los pechos rosados de Zdena o los labios rojicarnosos de Tatiana. Praga era una fiesta para mí, poeta del subdesarrollo venido a esta cantata socialista y al esplendor de la primavera comunista desde la otra orilla del mundo.

Cuando recapitulaba sobre todo esto tenía conciencia de mi condición de extranjero. Me caía entonces como un martillazo en la cabeza el recuerdo, la plena conciencia de que yo era un revolucionario salvadoreño perdiéndome en aquel amanecer socialista de la Primavera de Praga. Así quise y amé a Checoslovaquia. Con mucho cariño para los que echaban adelante sus osadas concepciones ideológicas de un socialismo democrático. Esto lo podía ver, palpar, oír, no solo en los discursos de Alexander Dubcek, también en las argumentaciones de los jóvenes comunistas checos, los obreros y los intelectuales. Toda Checoslovaquia ardía en fervor socialista revolucionario; esta es una de mis ideas fijas de aquel tiempo de sueños y utopías. Para los que creíamos en aquella Primavera, ello significaba una segunda revolución bolchevique de octubre.

Estaba fascinado con las posibilidades que abría el socialismo humanizado del pcch. En esos momentos comprendí, entre el temor de volverme un ebrio consuetudinario y un parásito funcionario de la revolución, de que mi lugar estaba en América Latina, en mi país. Comencé a realizar los trámites burocráticos de rigor a nivel de Partido, para trasladarme a Cuba y —este era un deseo secreto por esos momentos—, posteriormente, a El Salvador. No lo veía difícil, ya que en Cuba era conocido en el círculo de intelectuales y de los escritores jóvenes y también entre los combatientes del silencio del G-2 cubano de Barbarroja Piñeiro. Era realizable aquel primer salto de Praga a La Habana, y de allí a la boca del lobo, a mi querido y lejano El Salvador.

Sacrificamos con Aída y mis hijos mucho, pues como familia eso nos marcó; los niños crecieron sin identidad posible, entre San Salvador, Praga y La Habana, más desigual no podían ser dichas ciudades y sus sistemas políticos. Cómo sufrió Aída por tanta cabronada mía elevada a la infinitésima potencia; putadas mías por ser mujeriego, borracho caótico, irresponsable; por ser, a mi manera, un pobre diablo y un cobarde.

Llego a esta conclusión ahora que esos recuerdos lle­gan a su fin mientras espero en un Hotel de La Habana a ese joven brillante del que tan bien me han hablado tanto Bar­barroja como sus sabuesos del G-2 cubano, pasando por Eli­zabeth Burgos y Martita Hartnecker; todos me lo han reco­mendado. Un brillante estudiante universitario salvadoreño, que viene del mayo francés y del 68 alemán, Édgar Alejandro Rivas Mira, con quien esta mañana habanera, tenemos una mesa de trabajo común los de la revista Pensamiento crítico y yo. Mejor dicho, un debate teórico revolucionario sobre las formas y tipificación de la estrategia armada para tomar el poder en El Salvador, y en los países latinoamericanos donde a nuestro parecer, están dadas las condiciones revolucionarias para la lucha armada.

Me cuesta, sin embargo, divorciarme por completo de la primavera praguense y por ello me remuerde la conciencia, que es como decir mi piel de cobarde oportunista...

...De dos cosas me tengo que arrepentir hasta el sol de hoy; fueron dictadas por la necesidad económica que me hacía depender de una supuesta lealtad al Partido, pues era el que me daba el vistobueno para oficializar mi puesto de trabajo tanto en Praga como en La Habana. Estas dos ca131

bronadas mías de oportunista del Partido son la vez cuando, en México, D.F., en la casa de Carlos Monsiváis, después de haber condenado con todos los intelectuales y escritores mexicanos que estábamos ahí reunidos, el aplastamiento de la Primavera de Praga que habían hecho los tanques soviéticos y del Pacto de Varsovia, me tuve que retractar, me tuve que tragar mi propia condena a los tanques estalinistas, y por el contrario condenar a los revolucionarios checoslovacos que resistían con flores contra las armas del socialismo real, debido a que, horas después de dichos acontecimientos, salió por la televisión Fidel Castro declarando la solidaridad revolucionaria cubana con los tanques soviéticos que aplastaban en esos momentos las flores rebeldes socialistas en Praga.

La otra metida de pata oportunista de la cual me arrepiento amargamente sucedió cuando, formando parte de la delegación del pcs que se encontraba en La Habana participando en el congreso de la Organización de Solidaridad Latinoamericana, olas, compuesta por Boca de Trapo, el turco Cipriano, Domingo Santacruz, Lico Baires, Américo Araujo, Mingo Mira y yo, a pesar de tener mis simpatías puestas en la línea lanzada por el Che, así como en su lucha armada y su teoría del foco guerrillero, dejé solo a Mingo Mira, quien fue el único de nuestra delegación de comunistas salvadoreños que sí se solidarizó abiertamente con la lucha armada propuesta por el comandante Guevara, quien en esos momentos, era del dominio público, se encontraba cercado en Bolivia. Esta solidaridad, sin embargo, iba contra la línea oficial del pcs, que condenaba dicha lucha como un aventurerismo pequeño-burgués. A pesar de tener el campo abierto, ya que los cubanos estaban en esos momentos apoyando al Che, yo no dije ni pío, incluso cuando el turco Cipriano expulsó públicamente del pcs a Mingo Mira en esa reunión de la olas en La Habana, demostrando así que él era el dueño de todo ese bazar que se tenía por el pcs. Cuando habló Mingo Mira, el turco Cipriano, descompuesto y sin contener la rabia, se subió al podio y le arrebató el micrófono, para anunciar categórico, ahogándose al ver que uno de sus súbditos se salía de la línea partidista, que el apoyo que en esos momentos Mingo Mira daba al comandante Guevara y a la vía armada latinoamericana no reflejaba la postura oficial del pcs, agregando de paso, que dicho representante quedaba ipso facto expulsado no solo de la delegación salvadoreña, sino del pcs.

Yo callé. No dije nada, a pesar de que en el fondo de mi ser estaba de acuerdo con los planteamientos de Mira. Pero dependía del vistobueno del turco Cipriano y de Boca de Trapo para seguir cobrando mi cheque de funcionario del comunismo internacional bien en Praga o en La Habana.

Recuerdo que el quórum de revolucionarios latinoamericanos reunidos en ese Congreso de la olas, repu­dió con silbidos e insultos la actitud absolutista del turco Cipriano, al grado que hubo votación para permitir a Mingo Mira seguir hablando en ese Congreso extraordinario, por cuenta propia, como un revolucionario salvadoreño. Armando Hart, el ministro de educación cubano que presidía el cónclave, le dio la palabra a aquel insólito revolucionario salvadoreño. Y bien que lo era Minguito, los tenía rayados, incluso por andar en la guerrilla sandinista una bala somocista le había volado un testículo para la ofensiva del Chaparral, a comienzos de los sesenta.

Habló de forma fulminante; aquél indio chele de Mingo Mira cuando se enojaba era cosa seria; condenó públicamente el revisionismo de los pc latinoamericanos que propugnaban la estrategia electorerista y rechazaban la lucha revolucionaria extraparlamentaria, y de paso mandó a la mierda al turco Cipriano y a todos los delegados salvadoreños revisionistas prosoviéticos que estábamos allí. Yo no dije ni pío. La discusión siguió y yo no moví un dedo a favor de Mingo Mira, pues sabía que si lo hacía, ahí nomás el turco Cipriano me ex­pulsaba del Partido y para mayor inri me despedía de mi trabajo de representante del Partido ante las instancias checas y cubanas, que iban desde estar en el comité de redacción de la Revista Internacional hasta mi membresía en el comité de redacción de la revista Casa de las Américas.

Dos cabronadas que pesan, que taladran la cabeza y soporto como un cadalso: la traición a la Primavera de Praga y a la lucha armada del Che Guevara. Podría intentar exorcisarlas, por ejemplo, enrolándome como un soldado raso en la guerrilla urbana salvadoreña que está preparando Rivas Mira, y que se llama Ejército Revolucionario del Pueblo. Un exorcismo a la altura de mi complejo de culpa. Sobre todo porque el Departamento América me ha propuesto como asesor político de dicho ejército.

5. El Gran Capitán

En El Salvador me encuentro prófugo de la ultraderecha en la hora de la lechuza. De madrugada, la sensación de que la policía me pisa los talones no me deja dormir.

Édgar Alejandro Rivas Mira, El Gran Capitán, alias Sebastián Urquilla, conocido también como “El Choco Mira”, es el jefe de “El Grupo” que secuestró y asesinó a Don Ernesto Regalado Dueñas. Se busca vivo o muerto. Se gratificará con 100,000 colones a la persona o personas que den pistas sobre su paradero.

Así reza el volante que han repartido por todo el país con una foto mía reciente y con el seudónimo con el que me conocían en la Universidad Nacional los simpatizantes y militantes de izquierda. El panfleto está firmado por la institución castrense con el lema oficial: “Lo posible está hecho, nosotros haremos lo imposible”, Fuerzas Armadas de El Salvador, algo que, por paradójico que parezca me recuerda la consigna de los muros de París enarbolada por los estudiantes antistablishment: “Seamos realistas, exijamos lo imposible”. El lema que sí no parece soñador, y que recuerda que estamos dominados bajo la bota asesina de los militares es el que sigue al anteriormente expuesto y que dice cínicamente: “La República vivirá mientras viva el Ejército”, frase en la que habría que aclarar “La República descuartizada”, pues de los restos troceados de la res pública es de lo que se hartan los oficiales del ejército para vivir a cuerpo de rey con sus cuentas bancarias, sus contrabandos, sus putas y su whisky.

Es una frase tenebrosa que hace poner los pies sobre la tierra y tomar conciencia del peligro que implica para la salud pública del país y sus cuatro millones de habitantes, estar bajo las garras de una tiranía militar de corte bonapartista, pues los gorilas están tratando de independizarse del gran capital. Con ayuda de la embajada americana quieren hacer una parodia de reforma agraria; ellos, como casta intocable, tienen el poder de decisión política, pues cada cinco años, de entre sus filas y de acuerdo con la promoción quinquenal de oficiales que se gradúan de la Escuela Militar “Capitán General Gerardo Barrios”, nombran al Señor Presidente y a la mayoría de sus ministros.

A nivel tragicómico soy el hombre más buscado de El Salvador y mis cazadores los gorilas de ese ejército asesino que nos atenaza con garfio de hierro la garganta.

En la madrugada estrellada, en una habitación fugaz en Santa Tecla, donde pernocto, me llegan poco a poco los detalles nimios pero decisivos sobre los misterios entretejidos en torno al "caso" Regalado Dueñas. Desde el principio estuvimos infiltrados por uno o varios agentes, incluso me parece que el enemigo escogió la personalidad que teníamos que secuestrar. No sé cómo nos jugaron la vuelta, a nosotros, que nos la llevamos de gallitos y de superlistos. Quizás haya sido debido a la profusión de material informativo que de la noche a la mañana tuvimos sobre los movimientos y medidas de seguridad de Ernesto Regalado Dueñas, y que nos pusieron en bandeja.

Teniendo en cuenta que el actual Director de la Benemérita Guardia Nacional de El Salvador es el Coronel José Adalberto Medrano, alias “El Chele”, algo me huele ya a podrido en todo este embrollo. Porque Medrano es el hombre de la cia en El Salvador y uno de los que propugnan por la hegemonía del ejército, no solo política sino también económica en el país. Medrano y su grupo han entrado en contradicción con los nuevos ricos. Él es el fundador de las fuerzas paramilitares de la Organización Democrática Nacionalista (orden), y de los escuadrones de la muerte del Movimiento Anticomunista conocido como “Mano Blanca”. Con la jefatura de orden, el Chele Medrano retoma la tradición del dictador Maximiliano Hernández Martínez, quien masacró a más de treinta mil campesinos para los sucesos de 1932 en El Salvador, y de paso fundó las patrullas cantonales en cada cantón de los 262 municipios del país; un verdadero trabajo territorial de espionaje a escala nacional.

A partir de 1932, el “Pecueche Martínez” o “El brujo de Teotepeque”, como era conocido este asesino, fundó las bandas paramilitares dedicadas a cazar y asesinar a los campesinos del occidente del país; las tristemente célebres “Guardias cívicas”, a semejanza de las “Guardias blancas” antibolcheviques en Rusia, a las que luego convirtió en “Patrullas cantonales” conocidas como “La Patrulla”. Como sus miembros son gente sencilla y analfabeta, exsoldados tan pobres como los pobres más pobres a los cuales reprimen, se les conoce como “La descalza”, pues muchos de sus miembros no tienen ni para comprarse un par de zapatos. Medrano es un hombre de armas tomar. Fue a Vietnam como voluntario salvadoreño del ejército estadounidense para pelear contra los vietnamitas del Vietcong y del Ejército de Liberación Nacional. De ahí trajo sus conocimientos como experto torturador y también allí fue donde los soldados y ofi­ciales gringos le abrieron las puertas del mundo sicodélico de las drogas. Es un mariguano consumado, aparte de que se inyecta heroína y consume lsd. Parece que este es el vínculo que tiene con cierto sector de la juventud hippie salvadoreña que se reúne con él en una casa de Los Planes de Renderos, cuyo grupo de mariguanos hippies despolitizados es lidereado por Juvenal Aquelarre y una vieja loca, Ana Meridiano, que es su amante. En las fiestas mariguanas construyen altares sicodélicos y la Meridiano aparece disfrazada de Primera Dama del brazo de su Señor Presidente, el drogado general Medrano. Aquelarre es un pseudohippie con una gran cara de cuilio que se las tira de artista y que siempre anda husmeando en la Universidad bajo la cobertura de ser poeta, pintor y no sé qué mierdas más. A veces se da el taco de decir que fue un gran revolucionario, para ello recuerda su amistad con Roque Dalton; otras dice ser agente de la cia; la verdad es que este esperpento no llega como soplón ni a choricero de la Policía Municipal de San Salvador, su estatus es ser el mariguanero de confianza del Chele Medrano.

No sería raro —ahora que lo analizo con cierta distancia—, que Medrano nos haya indicado, a través de sus agentes infiltrados en el interior de “El Grupo”, el nombre de Ernesto Regalado Dueñas como el candidato idóneo para ser secuestrado. Ya que mi mayor sorpresa de todo este secuestro fue que, durante los interrogatorios que le hice a Regalado Dueñas, me pareció estar hablando con todo un caballero, con ideas bastante avanzadas, incluso entrando en contradicción con la oligarquía feudal; Regalado Dueñas representa el ala más liberal de la oligarquía salvadoreña que está apostando por la urbanización e industrialización del país. Era un hombre que no comulgaba con la ultraderecha rancia de los Salaverría y otros latifundistas medioevales y feudales, los mismos que son uña y carne con Medrano.

¡A la gran puta!, para mí fue una sorpresa discutir con Regalado Dueñas, es pura paja eso de que toda la oligarquía salvadoreña sea inculta, al contrario, en muchas discusiones sobre economía política hasta me ganaba en argumentos, sobre todo al discutir la ineficacia de la economía planificada en el socialismo. Bien informado, manejaba mejores concepciones teóricas a nivel de economía política que muchos de nosotros, revolucionarios de cuaderno, guiados por el odio ciego y la certeza de que este sistema de abismos entre ricos y pobres debe ser erradicado por otro más justo.

Todas las informaciones que nos llegaron a posteriori eran bastante positivas para su persona; creo que fue un error garrafal secuestrarlo, pues se trataba del millonario más culto y abierto de la oligarquía, el que más apostaba por los cambios democráticos recomendados por los asesores gringos de la Embajada. Estaba convencido de que es necesario reformar al país feudal y cambiar su modelo económico basado en el monocultivo del café. Encauzarlo por el desarrollo urbano industrial burgués, fomentador de la clase media y la democracia pequeño-burguesa.

Medrano y otros oligarcas de horca y cuchillo como los Salaverría y los Wright, nos intoxicaron con información manipulada para que secuestráramos a Regalado Dueñas. ¿Cómo lo hicieron? Es un misterio por el momento, pero a todas luces nos tienen infiltrados, nos conocen hasta en frijoles, sino, ¿cómo es posible que háyamos realizado sin mayores complicaciones un operativo de este tipo? Ernesto Regalado Dueñas era un hombre culto, había leído a Gabriel García Márquez y a Carlos Fuentes, era amigo personal del pintor mexicano José Luis Cuevas, de quien posee una pinacoteca y a quien había invitado personalmente varias veces a su casa en El Salvador. (…Recuerdo ahora, en mi silencio europeo décadas después, jubilado como un pobre viejo espía chino, que toda esta historia, que acaba con mi huida por medio El Salvador como un prófugo con precio a su cabeza de vivo o muerto, comenzó cuando me cansé de Europa y vía La Habana vine a fundar un movimiento guerrillero en el país. El embrión del grupo armado lo constituyeron mis antiguos amigos con quienes estudié Áreas Comunes en la Universidad Nacional y que políticamente estaban organizados en el Movimiento Social Cristiano de la Universidad en el año 1969-70. Tras el erp había un trabajo inmenso de coordinación y articulación; era la alianza de muchas estrategias, ideas y organizaciones. Funcionábamos más bien como una federación de grupúsculos. El erp, que se funda luego del fiasco que representó el secuestro de Regalado Dueñas, fue una fusión de elementos que venían de la Acción Revolucionaria Salvadoreña, ars, formada por exmilitantes del fuar escindidos del pc, así como de otro núcleo denominado Comandos Organizadores del Pueblo (cop), en el cual estaban Rafael Arce Zablah, Ana Guadalupe Martínez, Joaquín Villalobos, Ana Sonia Medina, Janeth Hasbún Samour (Filomena), y otro compañero de seudónimo, Rodrigo, alias Mauricio González.

También al erp llegó una vertiente disidente de la Juventud Comunista, radicalizada luego de la huelga de maestros de 1971, entre ellos el más destacado fue Armando Arteaga, comandante Pancho, Humberto Rogel Umaña, alias “El Seco” o “El Vaquerito” así como Sonia Aguiñada (Galia), Alejandro Montenegro, y los estudiantes del Bachillerato en Artes Mario Vigil (Mateo) y Jorge Meléndez (Jonás) . También estaba el grupo que luego se conoce como Resistencia Estudiantil Universitaria constituido por Eduardo Sancho, Lil Milagro Ramírez, Ernesto Jovel, Carlos Arias. Además, el “Perico”, Francisco Jovel, quien dirigiría a partir de 1974 el grupúsculo de “Ligas para la Liberación” y años después fundaría el Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (prtc), también estuvo por varios meses integrado en nuestras estructuras.

Venía fogueado en las técnicas de conspiración, de chequeo y contrachequeo, tan indispensables para la lucha clandestina, y también en el manejo de armas cortas y de mediano alcance. Me habían adiestrado en técnicas de fabricación y uso de explosivos, en el combate cuerpo a cuerpo. Estaba curtido en todo lo referente a la lucha armada. Ello, unido a mi experiencia en Europa con los movimientos estudiantiles del 68, facilitó el hacerme con la jefatura político-militar de “El Grupo”, que luego se constituyó en erp; terminaron apodándome “El Gran Capitán”, a semejanza del Camarada Presidente, el Gran Timonel.

Fuimos poquísimos los que nos iniciamos, entre ellos militantes fuera de toda sospecha, como Eduardo Sancho, quien provenía de la Juventud Comunista de El Salvador, Lil Milagro Ramírez, Luisa Castillo, hija del exrector de la Universidad y excandidato presidencial en 1967 bajo la bandera del Partido de Acción Renovadora (par), el doctor Fabio Castillo Figueroa. Otros fundadores de primera hora fueron el “Tierno” Ricardo Sol Arriaza, Carlos Menjívar Martínez (Mario) que murió producto de una explosión de una bomba mal activada en 1973 o Francisco Antonio Guerrero, quien murió heroicamente en 1974, Guillermo Aldana, el poeta Alfonso Hernández, a quien había reclutado Eduardo Sancho en San Vicente, y por supuesto mi mujer Angelica Meardi, Gertrudis, y uno de sus alumnos más destacados en el Plan Básico de Soyapango donde ella impartía clases como profesora, el Vaquerito. Otras figuras del grupo fueron simpatizantes como Cáceres Prendes, quien facilitó un auto de su propiedad para que lo utilizáramos en nuestros operativos, y a quien el gobierno capturó y luego de mantenerlo preso cuatro años, se vio obligado a liberarlo debido al fallo de los miembros del jurado. Otro simpatizante fue Carlos Solórzano, quien huyó hasta Chile, donde estaba el gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende, para luego emigrar a La Habana, donde fungió como profesor de sociología en el preuniversitario de La Habana, y de ahí, terminar como profesor de sociología en Lyon, Francia, con su compañera de vida argentina, que murió trágicamente de cáncer.

Más militantes: el chino Quan y un primo mío, Carlos Eduardo Rico Mira, a quien encontré en La Habana con Roque Dalton en el ínterin que hice luego de venir de Europa hacia El Salvador, y mi hermano Alfonso Rivas Mira. A este, a quien logré conseguirle una beca para que fuera a estudiar a Lovaina en Bélgica, lo declararon un apestado los socialcristianos salvadoreños que estudiaban becados allá. Debido a que como estuvo preso, sospecharon que era un agente del enemigo, que trabajaba para la polícía política salvadoreña. Tanto fue el escándalo de su llegada a Lovaina, donde estaba para ese tiempo estudiando gente como Héctor Dada Hirezi, que una estudiante socialcristiana de la Universidad Nacional, Rhina Toruño, fue enviada como becaria a Lovaina con la misión de advertir a los salvadoreños que estudiaban allá de que mi hermano era policía. Los belgas resolvieron estas sospechas al trasladar de la Universidad de Lovaina a la de Bruselas a mi hermano Alfonso.

Con ellos formamos las primeras estructuras de “El Grupo” alrededor de la instrucción militar y de los círculos de estudio de las obras del Presidente Mao Zedong, de cuyo Libro rojo extraímos la frase que se convirtió en nuestra doctrina programática, “el poder nace del fusil”...)

Fueron los cubanos quienes nos dieron el contacto con la guerrilla guatemalteca procastrista Fuerzas Armadas Rebeldes, las far rebeldes, ya que también existían las Fuerzas Armadas Revolucionarias, o simples far, del Partido Guatemalteco del Trabajo (pgt). Guatemala y su heroica lucha armada era un referente de primer orden para nosotros, y cuando supimos que habíamos establecido contacto con ellos nos alegramos en suma, ya que ello significaba enviar cuadros nuestros a foguearse en la lucha urbana, intercambio de cuadros militares, operaciones conjuntas, cobertura a los perseguidos políticos, entre otras prioridades.

Las far rebeldes nos enviaron a dos militantes curtidos en la lucha guerrillera urbana, bastante operacionales. Con recursos mínimos y planes consisos, diseñamos la primera acción revolucionaria salvadoreño-guatemalteca. Ellos, por sus años de lucha guerrillera urbana, eran los indicados para hacer la propuesta, también eran los más necesitados de recursos económicos pues “la guerra pagada” que la guerrilla guatemalteca desarrollaba en esa época, costaba millonadas de dólares mensualmente. El plan chapín del secuestro-relámpago para luego repartirnos equitativamente el rescate fue aceptado sin mayor discusión luego de dos reuniones celebradas en San Salvador.

Aquí, probablemente, es donde entra o entran en acción el o los infiltrados del Chele Medrano en “El Grupo”, porque recuerdo que de la noche a la mañana, nos vimos inundados con una amplia y completa información sobre todos los movimientos cotidianos, medidas de seguridad, debilidades y manías de Ernesto Regalado Dueñas.

Decidimos secuestrarlo y exigir como rescate un millón de colones.

Hasta ahí todo se desarrolló óptimamente. La captura de Ernesto Regalado fue impecable, no tuvimos siquiera necesidad de disparar al aire. Lo espinoso vino cuando iniciamos las negociaciones para cobrar el dinero del rescate.

Pasaron días y no salíamos del impasse, con todos los cuerpos de seguridad, el Ejército y la policía secreta, tras nuestras huellas. El secuestro se volvió un riesgo para nosotros mismos pues no teníamos experiencia, capacidad e infraestructura para mantener prisionero a Regalado Dueñas por semanas o meses, tal como iban las cosas.

Tan díficil se volvió la situación que los guatemaltecos de las far se fueron del país ante el temor bien fundado de caer prisioneros en algún cateo del enemigo.

La razón de todo ello era que el entonces jefe de la inteligencia militar, el coronel Comandari, así como el director de la Policía Nacional y el ministro de Defensa, aseguraron a la familia Regalado Dueñas que ellos liberarían a Ernesto Regalado sin necesidad de pagar rescate. Y la familia Regalado les creyó. ¿Qué argumentos tan convincentes esgrimieron ante ellos para que se arriesgaran a confiar en un rescate del secuestrado sin pago de dinero? ¿Por qué esa seguridad del jefe de la inteligencia militar y del mismo ministro de Defensa, coronel Torres, de que podían liberar a Regalado Dueñas? ¿Es que confiaban en uno o en varios infiltrados en “El Grupo” de plagiarios?

Al convencer a la familia de no pagar rescate desbarataron nuestros planes iniciales, pero no desistimos del plan general exigiendo “el impuesto revolucionario” del millón de colones. Fue otro detalle el que contribuyó al desgraciado desenlace del secuestrado, pues los chapines eran los encargados de negociar telefónicamente con la familia Regalado Dueñas el pago del rescate.

Cuando los chapines desaparecieron sin decir adiós, asumí personalmente esa tarea junto con Guillermo Aldana, quien actuaba bajo mis órdenes.

Ahora bien, nosotros sí teníamos un topo en la casa de la familia Regalado Dueñas. Se trataba del padre del rector de la Universidad Nacional, doctor Rafael Menjívar, quien trabajaba desde hacía muchos años como mayordomo de la familia Regalado Dueñas. Por medio de él nos hicieron llegar la información de que en la casa de los Regalado Dueñas estaban instalados con tecnología de avanzada para detectar llamadas telefónicas, tanto el ministro de Defensa, coronel Torres, como el jefe de la inteligencia militar, coronel Comandari. El padre de Lito Menjívar, quien era desde hacía décadas el mayordomo de los Regalado, nos advirtió de que el teléfono de la familia Regalado estaba intervenido y los equipos de rastreo de llamadas telefónicas estaban en alerta roja para detectarnos y capturarnos, vivos o muertos, a través de alguna llamada telefónica. Por ello el papá de Lito Menjívar rogaba y recomendaba que si llamábamos por teléfono, nuestra llamada no pasara de un minuto para evitar ser detectados.

Toda esta información valiosa la puse en conocimiento de Carlos Menjívar y Guillermo Aldana el día cuando envié a ambos en misión especial para establecer contacto telefónico. Guillermo Aldana se encargaría de hablar, no más de un minuto, y Carlos Menjívar le daría protección. Había planificado llamar desde un commutador telefónico, ya que sabía, debido a mi entrenamiento de inteligencia, que las llamadas telefónicas hechas desde un conmutador no son rastreadas de inmediato. Y teníamos la posibilidad de hacerlo en la Universidad Nacional, pero las reglas del clandestinaje y el compartimiento que ya en ese entonces practicábamos de forma rigurosa, nos decían que si llamábamos de un conmutador de la Universidad Nacional, algún empleado o secretaria se podría dar cuenta o al menos sospechar.

Para evitar este mínimo riesgo es que nos decidimos por la llamada de menos de un minuto desde una cabina telefónica. Tanto Guillermo Aldana como Carlos Menjívar Martínez, alias Mario, se encaminaron para hacer la llamada a la casa de la familia Regalado Dueñas, desde una cabina telefónica ubicada en la colonia Málaga, cerca del Barrio de Santa Anita, donde existen una serie de edificios multifamilia}res.

Ordené a Guillermo Aldana no hablar más de un minuto a esa casa. Que si era necesario repitiera la llamada cada cinco minutos agregando lo que había quedado pendiente pero sin pasarse de un minuto en cada llamada. Hasta un reloj con minutero que funcionaba a la perfeccción le entregué.

Mientras Guillermo Aldana hablaba por teléfono, su acompañante Carlos Menjívar se quedó semiescondido, para darle protección, en un matorral que quedaba en la otra orilla de la calle sobre la que estaba el teléfono público. Ambos iban armados, Menjívar con una escuadra, Aldana portaba pistola. Nuestra consigna era ya la de “vencer o morir”, pues no contemplábamos bajo ninguna circunstancia caer prisioneros, ya que en esos momentos el ejército y la policía no hacían prisioneros, los ejecutaban. Por eso también portaban una cápsula de cianuro; se volvió práctica común portarla durante nuestras misiones.

Lo curioso del operativo es que Aldana se pasó más del minuto estipulado para hablar. Según nos explicó, cayó en la trampa que le tendieron los que le contestaron el teléfono con preguntas explicativas que terminaron prolongando la llamada que estaba destinada a durar un minuto a cerca de diez minutos. Más garrafal no podía ser este error.

Carlos Menjívar, desde el otro lado de la calle, aunque tuvo deseos de cortar la llamada, se abstuvo, creyendo que Al­dana estaba haciendo una maniobra desviacionista al hablar tanto tiempo. Menjívar creyó todo el tiempo que Aldana solo había hablado un minuto y que el resto del tiempo que seguía hablando, lo hacía con el teléfono desconectado para despistar; tan perfectas tenían que ser las medidas de seguridad.

Ahora bien, la pregunta que me sigue corroyendo, es ¿por qué Guillermo Aldana, a sabiendas de que estaba siendo escuchado por el Ejército, tardó tanto tiempo en realizar la llamada y cayó en la trampa tendida para que hablara cerca de diez minutos? ¿Fue algo deliberado? ¿Le estaba dando tiempo al rastreador de llamadas para que el enemigo nos detectara? Preguntas que solo hoy, con la sobriedad de la distancia temporal y geográfica me atrevo a formular, pues 145

Carlos Menjívar cayó como un héroe en la guerrilla urbana, víctima de una explosión años después. De Guillermo Aldana se dice que murió en México de una enfermedad, lo cual puede ser una leyenda, dado caso haya sido él uno de los topos que teníamos en “El Grupo”. De haber sido Guillermo Aldana el topo del general Medrano, en realidad aquella llamada de diez minutos la usó para describir donde estaba y para describirnos a nosotros.

El desenlace de aquella fatídica llamada fue desas­troso, pues diez minutos es mucho tiempo. Carlos Menjívar desde la orilla opuesta de la calle donde se ubicaba la caseta telefónica, aguardaba el desarrollo de los acontecimientos, creyendo en esos momentos que su compañero no llamaba más de un minuto.

Los rastreadores de la casa Regalado Dueñas detectaron la cabina pública y ubicación exacta desde donde llamaba Aldana. Radiotransmitieron la dirección a las unidades poli­ciales y portadoras de walkie-talkies, con órdenes de dirigirse urgentemente al punto señalado para capturar al guerrillero que estaba al aparato, advirtiendo que se trataba de un hom­bre sumamente peligroso y debían de tomarse las medidas del caso, pues andaba armado.

¿Qué fue lo que motivo a Guillermo Aldana a saltarse el minuto reglamentario que le impuse para su llamada, algo de vida o muerte, sobre todo teniendo en sus manos un reloj con segundera? ¿Le estaba dando tiempo al enemigo para que los detectaran, los capturaran o los abatieran? ¿Qué fue lo que en realidad habló durante los casi diez minutos con la casa de la familia Regalado Dueñas, pues aunque salió en los medios de comunicación el texto completo de la conversación, este pudo haber sido falsificado por motivos de intoxicación infor­mativa y para seguir guardando la identidad del agente doble que tenían en “El Grupo”, es decir, Aldana?

Cuando desde su puesto de observación Carlos Menjívar vio aparecer la motocicleta del policía motorizado Ángel Vindel, no le quedó otra alternativa que semiesconderse un poco más en una esquinita de la calle, y de quitarle el seguro a su arma.

Lo que vino le pareció a Menjívar extraño. El policía motorizado llegó a la cabina telefónica, parqueó su motocicleta frente donde Aldana telefoneaba, se bajó de la misma, lo encañonó; Aldana dejó caer el aparato telefónico y levantó las manos, el policía lo esposó y sacó de la cabina telefónica.

Bajo esta madrugada estrellada y fría de Santa Tecla dilucido los acontecimientos con más sobriedad, y por más que lo intento, no les encuentro lógica alguna. ¿Por qué Aldana no reaccionó de inmediato cuando el policía parqueó su motocicleta frente a la cabina telefónica donde él se hallaba? ¿Por qué no sacó su pistola y disparó si al igual que Carlos Menjívar andaba armado, con la pistola sin seguro y con una pastilla de cianuro en el bolsillo? ¿Habrá caído preso del pánico como él nos juró o estaba calculando fríamente la escena? ¿Por qué se dejó esposar sin ofrecer resistencia alguna?

Sea como fuera, el policía sacó esposado a Aldana y lo condujo hacia la motocicleta, para llamar refuerzos a través de la radio; en todo ello el policía había concentrado su atención. Se llevaba una presa valiosa, probablemente creyó que se trataba de un vulgar delincuente de baja ralea, y estaba casi seguro en esos momentos de poder recibir los 100,000 colones de recompensa, por las pistas que dicha presa daría para rescatar a Regalado Dueñas.

Sin embargo, lo que él nunca imaginó en su vida, y probablemente tampoco Aldana, es que Carlos Menjívar sí era un auténtico revolucionario y andaba dispuesto a todo. Fue así como, con sigilio y seguridad, Carlos Menjívar se acercó lo más próximo posible al policía y le disparó a la espalda, a quemarropa cinco tiros, para estar seguro de que lo había dejado fuera de combate, tal como lo recalcaban los instructores cubanos en los entrenamientos del campamento Punto Cero. Hay una diferencia entre matar a alguien de uno o de cinco tiros, pues cinco tiros son sinónimo de seguridad.

Cuando el motorizado se desplomó por los balazos recibidos, Menjívar tomó a Aldana del brazo y hurgó en el uniforme del policía muerto buscando las llaves de las esposas para liberarle sus manos, a lo cual Aldana respondió que no perdieran tiempo pues otros policías y el Ejército estarían por llegar. ¿Habrá querido con ello Aldana dejar un mensaje a sus jefes, si es que fue él el topo o uno de los topos infiltrados que tuvimos?

Menjívar desistió de buscar las llaves en el cadáver del policía y con Aldana iniciaron la fuga hacia una casa de seguridad que teníamos en Santa Anita, cerca de la colonia Málaga. Abordaron el carro que Cáceres Prendes nos había prestado y cuyas placas fueron anotadas por varios testigos; por ello le hicieron el juicio que duró casi un lustro a Cáceres Prendes, absolviéndolo de los cargos de secuestro y asesinato de Ernesto Regalado en mayo de 1975.

El resto del erp estuvo concentrado durante eternas horas, antes de verlos regresar vivos, en una casa de seguridad. Estábamos preocupados porque no regresaron a la hora convenida al grado que los hacíamos muertos, heridos o prisioneros. Cuando llegaron a la casa de seguridad encontraron a todos los compañeros en posición de combate. Tuvimos la suerte, en esa ocasión, de que supieron borrar las pistas y escapar a los sabuesos del ejército y la policía, durante aquella fuga tan especial.

Dentro de la casa, accionamos el lavabo del baño, que servía de camuflaje a la entrada secreta a un cuarto que habíamos construido en el sótano del baño.

Ese mismo día, al calor de los acontecimientos, deliberamos la suerte que correría nuestro prisionero de guerra, el millonario Regalado Dueñas. Recordé una frase leída en los muros de París, "revolución que transa, revolución que muere"; tuve entonces por primera vez conciencia de mi rol como jefe político-militar. En esos momentos debíamos estar preparados para defendernos de los soldados del Ejército, los policías y guardias que andaban peinando los barrios aledaños cercanos, incluyendo el nuestro.

Durante las deliberaciones finales sobre el destino de Regalado Dueñas, una cosa quedó clara, y era que la oligarquía, y en primer lugar la familia misma del secuestrado, no iba a pagar el rescate, es decir, no nos tomaron en serio. El jefe de la inteligencia militar, el coronel Comandari, los mantuvo esperanzados hasta el último momento, asegurando que lo rescatarían con vida y que no era necesario pagar rescate. Por nuestra parte estábamos con los nervios alterados y con el recargo de redoblar la vigilancia del secuestrado, eso aumentaba no solo el peligro de que nos detectaran, sino de que en una operación de rescate nos mataran a todos. Apesar de que estábamos nerviosos, no perdimos la calma, actuamos de forma racional, por lo que el fallo acordado sobre la ejecución de Ernesto Regalado fue sumamente meditado. Se trató de una decisión unánime, teníamos que ajusticiar allí mismo y en el menor tiempo posible a Regalado Dueñas, luego abandonar su cadáver en algún sitio totalmente diferente y distante al de donde lo habíamos tenido, para despistar al enemigo.

No estuve solo en esa decisión, los cerca de ocho miembros de “El Grupo” que en esos momentos votamos, fuimos unánimes en dictar sentencia de muerte. Iba a ser la primera que dictábamos en los albores de aquella Guerra Popular Prolongada que iniciábamos, pero no la última.

El balazo en la sien se lo dio alguien de “El Grupo”, sin que apenas Regalado Dueñas notara algo sospechoso pues estaba vendado de los ojos y no sabía el veredicto que llegaba a cumplir su asesino. Tuvo una muerte instantánea y sin sufrimiento alguno, ya que en ningún momento lo torturamos físicamente.

No sé qué rol jugó en todo este secuestro Guillermo Aldana, ya que algunos afirmaron tiempo después las teorías más disímiles, sin que por ello les falte algo de razón. Por ejemplo, que el Chele Medrano se había infiltrado en “El Grupo”, ¿probablemente a través de Aldana u otro de nosotros? Y nos habría intoxicado con información tendenciosa para que secuestráramos a Regalado Dueñas. El objetivo que perseguía el Chele Medrano parecía ser claro y de múltiples alcances: por un lado afianzaba su poder como el hombre de la cia en El Salvador; por otro lado, a través de sus agentes o agente infiltrado en “El Grupo” trataría de quedarse personalmente con el millón de colones del rescate y al mismo tiempo ordenaría que ejecutaran en nombre de “El Grupo” a Regalado Dueñas, para despistar. Así mataba dos pájaros de un tiro. Su última ratio: dar un golpe de Estado con todas las de la ley al enano presidente Fidel Sánchez Hernández, apodado “Tapón”. A partir del desenlace trágico de Regalado Dueñas, el destino del Chele Medrano, quien era para entonces el todopoderoso director de la Benemérita Guardia Nacional de El Salvador, comenzó a tambalearse. Fue perseguido por la misma Sección de Investigaciones Criminales (sic) de la Policía Nacional, al grado que terminó matando a uno de los sabuesos que lo acosaban. Su divergencia en el seno de la cúpula militar se debía a sus aspiraciones presidencialistas frustradas, y debido a ello planeaba dar un golpe de Estado, incluso con ayuda de la izquierda. Sea como fuese, el general Medrano estuvo cerca del desarrollo del secuestro de Regalado Dueñas, y aún me queda la duda si no habrá sido Guillermo Aldana el topo que nos infiltró en el corazón de nuestra organización ultrasecreta.

Luego de ejecutar a Regalado Dueñas, nos aventuramos por la noche a sacar su cadáver y abandonarlo en las afueras de San Antonio Abad. Cuando lanzamos el cadáver de Regalado Dueñas desde la calle a una pequeña hondonada, pues lo tiramos desde un borde un poco elevado, el cadáver cayó rodando hasta quedar enzarzado y con la cabeza hacia abajo en un cercado de alambre fuertemente tensado que acordonaba la finca de San Antonio Abad donde lo abandonamos.

El cadáver quedó boca abajo y sus testículos acumularon parte de la sangre coagulada, hinchándose y adquiriendo un intenso color morado, casi negro; debido a que su pijama se rompió en jirones durante su caída, el cadáver quedó semidesnudo. Por ello la familia creyó que lo habíamos torturado salvajemente, basados en estos hechos que tienen una explicación lógica, debido a que cayó boca abajo sobre el cercado desde un promontorio bastante elevado. La familia Regalado Dueñas aseveró, tomando como base los testículos hinchados amoratados del cadáver, así como el balazo en la sien, que lo habíamos torturado despiadadamente hasta ocasionarle la muerte.

Esta acción reafirmó nuestra convición marxista-leninista, nos demostramos a nosotros mismos que el enemigo era impotente ante la lucha revolucionaria en forma de guerrilla urbana, que a partir de entonces iniciamos. De ese embrión socialcristiano, “El Grupo”, salió lo que se conoce desde entonces como Ejército Revolucionario del Pueblo, erp. No se trataba de un grupo de asesinos vulgares ni de delincuentes comunes, sino de un puñado de revolucionarios conscientes de la crisis socio-económica por la cual atravesaba nuestro país, que para entonces ya consideramos irreversible, y cuya única solución era la lucha revolucionaria armada para transformar las obsoletas estructuras feudales en El Salvador.

En el secuestro y ejecución de Ernesto Regalado Dueñas, fallaron garrafalmente sus propios familiares (¿qué costaba pagar un millón de colones, ínfimo en relación a las millonadas de dinero que almacenan y de las cuales a veces ni saben a cuánto ascienden?), al negarse a pagar el rescate exigido ni a cumplir las propuestas que hicimos en cuanto a difundir unos comunicados por los medios de comunicación. No tomaron en serio ninguna de las fechas que pusimos como ultimátum, ni a nosotros mismos como organización revolucionaria. Se nos iba la vida si seguíamos negociando. Era lo que ellos pretendían, alargar las negociaciones hasta capturarnos en algún descuido. Lo que nunca imaginaron, y es lógico porque hasta entonces la guerrilla urbana era totalmente desconocida en El Salvador, es que andábamos jugándonos la vida con una propuesta revolucionaria que iba en serio, más allá de cualquier componenda negociadora o politiquera, a las que estaban acostumbrados a neutralizar hasta entonces, en el país. Desde la ejecución de Regalado Dueñas la oligarquía comprendió que las reglas del juego habían cambiado, y que íbamos en serio a por ellos.

6. Roque

Mi traslado a La Habana conllevó un retorno a las venas intensas de la poesía y la literatura. En Praga me terminé de formar políticamente ya que ahí trabajé en el consejo de redacción de la Revista Internacional, problemas de la paz y el socialismo, órgano oficial de los partidos comunistas del movimiento internacional. Ahí entablé contacto con los jóvenes checos que luchaban a favor de construir un “socialismo con rostro humano” durante la Primavera de Praga y con toda la gama de artistas checos que hacían uso de una auténtica libertad de creación hasta ese momento solo vista durante los primeros años de las revoluciones rusa o cubana, bajo un proceso revolucionario marxista-leninista. Las críticas más ácidas eran asimiladas como autocríticas por el régimen de Alexander Dubcek. En medio de este ambiente de cambio y esperanzas contacté a muchos revolucionarios latinoamericanos y cubanos en especial; y fue allí, en sus exquisitas cervecerías y restaurantes, donde tuve el conversatorio con Miguel Mármol, estimulado por Jorge Arias Gómez, que luego transformé en libro sobre los sucesos de 1932 en El Salvador. Corría el año 1966.

Durante mi estadía praguense prevaleció lo político sobre lo poético en mi vida, si es que se pueden separar ambas cosas, que para mí son un todo indisoluble. Uno de mis libros de poesía más elaborados políticamente, Taberna y otros lugares, lo escribí allí teniendo un trasfondo ideológico nacional e internacional; su título original era “Poemas-Problemas”, que luego cambié por el que hace referencia a la taberna de U Flekù, donde concebí la mayor parte del libro, que recoge las conversaciones allí escuchadas a la juventud checa e internacional que había hecho de Praga la meca del sueño para construir un socialismo democrático. Praga impulsó lo político como prioridad, debido a mi calidad de funcionario mal pagado del pcs, sueldo abonado por las instancias del movimiento comunista internacional. Fue también soledad, en medio de otra cultura, otro idioma, otras costumbres, otras comidas y otras gentes, barreras que profundizaron mi aislamiento y estimularon la sed etílica. Bajo la nieve y el frío de aquellos inviernos-infiernos, no se me ocurría otra cosa cuando caía víctima de mi mal de patria, que apurar la amargura del exilio con tragos de ginebra, vodka, vino rojo.

Cuba, en cambio, representó la llegada plena a la literatura latinoamericana, que en esos años vivía uno de sus mejores momentos a nivel mundial, eran los años del “boom”. Años de la literatura de calidad publicada en la revista Casa de las Américas, de cuyo consejo de redacción pasé a formar parte, junto con Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Roberto Fernández Retamar, bajo la dirección de Haydée Santamaría. Mi salto de Praga a Cuba fue atinado en mi desarrollo como escritor, pues si Praga me sirvió como base para redactar mis libros, en Cuba terminé de acabarlos y publicarlos.

Mi regreso a Cuba tuvo como desenlace un nuevo contacto con los servicios secretos cubanos. Me volví no solo un agente que espiaba a los otros escritores, extranjeros y residentes en La Habana, sino también a los jóvenes escritores y artistas cubanos. No he visto nunca contradicción alguna en esta labor de chivato que realizo, con la convicción de contribuir a la construcción y defensa del socialismo en el mundo y en Cuba. No la veía como tarea policíaca, aunque recibía prebendas, sino parte del trabajo ideológico que iba muchísimo más allá del deleznable oficio de delator.

Gracias a estas labores de contrainteligencia tuve contactos que permitieron conseguirle a Salvador Cayetano Carpio en 1969, quien se había distanciado del Partido Comunista Salvadoreño al abandonar su cargo de Secretario General, una entrevista personal con Fidel Castro, para explorar las posibilidades de desarrollar en El Salvador la vía armada, alternativa a la línea parlamentaria del pcs. Esta posibilidad se concretó en 1970, cuando Cayetano Carpio, convertido en Marcial, fundó con dos obreros y cuatro médicos, las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí”, fpl, las felipas. Los obreros, con José Salvador Dimas Alas a la cabeza, murieron en el transcurso de la lucha. Los médicos sobrevivieron las tormentas que vinieron.

El G-2 cubano, debido a mi amistad y simpatía con los artistas jóvenes cubanos, me dio la tarea de asesorarlos con lineamientos políticos. Así fue como pude encausar a grandes valores del arte cubano, como Silvio Rodríguez, quien andaba a la deriva ideológica con sus veintitantos años en medio de la selva de la disidencia y el trapicheo del mercado negro, y a quien alineé con los postulados del Partido Comunista Cubano y de Fidel, promoviéndolo como el cantor oficial del Ejército Rebelde. El otro cantautor, Pablo Milanés, estaba recluido en una granja de reeducación política, debido entre otras cosas a sus inclinaciones homosexuales. Pablito también se encausó con la orientación y tendencia revolucionarias que diseñamos con Silvio, y ambos supieron descollar a partir de entonces convirtiéndose en los pilares de la Nueva Trova cubana.

Algo similar sucedió con los poetas de la revista político-literaria El caimán barbudo, todos a punto de ir a parar a la cárcel o cuando menos a centros de reorientación ideológica debido a sus posturas críticas con el gobierno revolucionario. A Jesús Díaz lo orienté para que fundara la revista de filosofía Pensamiento crítico; Heberto Padilla terminó como funcionario internacional de la Revolución cubana, en Moscú y Praga; a Raúl Rivero y Luis Rogelio Nogueras, los convencí de que la autocrítica se podía ejercer desde las filas revolucionarias y terminaron convertidos en periodistas internacionales de Prensa Latina.

Después vino el desencuentro ideológico de estos hermanos poetas con la revolución, mejor dicho con Fidel, que culminó en 1969 con el acoso contra Heberto Padilla. Hubo mucha incomprensión de parte de los burócratas, pues su libro de poesía, Fuera del juego, Premio “Julián del Casal” y editado por la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos, uneac, es un libro escrito bajo el espíritu de la Primavera de Praga. Lo metieron preso y lo obligaron a que escribiera una "autocrítica" en el mejor estilo de las purgas estalinistas de los años treinta. Era un asunto cantado, ya que Heberto Padilla había reprochado a los jóvenes de la revista El caimán barbudo haber dedicado un espacio a la mediocre novela de Lisan­dro Otero —un escritor orgánico de la revolución— Pasión de Urbino, que había concursado fallidamente en el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, ganado ese año por Guillermo Cabrera Infante y sus Tres tristes tigres; es decir que habían ninguneado a Cabrera Infante por su exilio y su destino de tránsfuga. Aquel reclamo de Heberto Padilla, quien al igual que el sargentón Roberto Fernández Retamar jugaba a pavo real por encima del bien y del mal, le valió la ojeriza de Raúl Castro. Así se llega a ese 1969, cuando Raúl Castro había hecho circular el rumor de que como ganara Heberto Padilla con Fuera del juego, iba a haber problemas. Y los hubo.

Sufrí mucho cuando se tomaron represalias contra él, debido a mi impotencia, ya que como poeta extranjero arrimado a la revolución nada podía hacer. Sobre todo aquella noche del 17 de abril de 1971, cuando Padilla leyó en el local de la uneac, sombreado por agentes de la Seguridad del Estado, su “Autoconfesión”. Pobre Heberto, había volado tan alto, y así fue de estrepitosa su caída. Años después me dedicó su novela autobiográfica tomando el título, En mi jardín pastan los héroes, de una estrofa de uno de mis poemas. Heberto simboliza la pérdida de la inocencia de la intelectualidad cubana que aún creía en Fidel, en el hombre nuevo, en la revolución. Aún y cuando fui yo quien, basado en la amistad con Heberto Padilla y Fidel Castro, redacté su “Autoconfesión”, quedé también marcado por los burócratas del espionaje cubano. Para salir de aquél impasse internacional, el “Affaire Padilla”, le propuse a Heberto la redacción de su “Autoconfesión” simultáneamente pactada con Fidel Castro, de la cual lógicamente, solo yo podía hacerme cargo de escribir por el contacto íntimo que tenía con ambos. Salió un texto complaciente con los delirios de grandeza del Comandante en Jefe, que dejaba patente la humildad y sumisión del poeta autoconfesando su pecado mortal, disentir de la línea del Gran Jefe.

Desde entonces la inteligencia cubana nos puso en la mira a todos los intelectuales extranjeros y nacionales, en especial a los poetas jóvenes habaneros y a mí.

La revista Pensamiento crítico de Jesús Díaz también tronó, junto con el equipo de redacción. Jesús se dedicó al cine, con mucho éxito, pues tenía el apoyo del "Oso" Titón, Tomás Gutiérrez Alea, apodado así por haber ganado el Oso de Oro de la Berlinale, el Festival Mundial de Cine de Alemania Federal.

A pesar de que desde mi llegada a La Habana, de Praga, me dieron las prerrogativas y privilegios reservados a los funcionarios del Partido, mi presencia siempre incomodó a mucha gente del Partido y de la seguridad cubana, comenzando por el Gallego Barbarroja. Los incomodaba mi experiencia política internacional, mi condición de escritor revolucionario, mis relaciones personales con Fidel, al grado que tenía entrada a su oficina sin necesidad de anunciarme, pero sobre todo, los incomodaba mi manera irresponsable e irreverente de caer bajo lagunas mentales cuando estaba borracho.

Ya en 1968, la milicia habanera me conocía como ebrio escandaloso que terminaba en las comisarías gritando o llorando. Desde entonces inicié la no muy loable rutina, durante los años que pasé en Cuba, de terminar como el último borracho abandonado a sus delirios de grandeza en cualquier rincón bohemio de La Habana. Lo cual no hablaba más que de mi frustración como escritor, como ciudadano salvadoreño, como revolucionario. No podía reivindicar ninguno de estos adjetivos que reclamaba para mí. Aquí era donde funcionaba el reclamo que los interesados me hacían. No bastaba con emborracharme para lavar mi frustración e impotencia. Era necesario producir una obra de gran calidad artística e ir a luchar con las armas en la mano a mi país. La incitación a la autoinmolación, esa heroicidad cursi en nombre del internacionalismo revolucionario, se respiraba por toda la isla, en especial dirigida a los arrimados como yo, quien además se declaraba poeta revolucionario.

Esto fue lo que me dijeron sin más rodeos, tanto los comisarios políticos de baratillo que pululaban en la redacción de Casa de las Américas, como el “sargentón” Fernández Retamar o la vieja loca lesbiana Haydée Santamaría, quien despectivamen­te se refería a mí como “el ciudadano Roque Dalton”. Haydée era una esquizofrénica que se encerraba en su oficina de Directora de Casa de Las Américas y se orinaba encima de su escritorio de la ira que le ocasionaban mis salidas de tono. Por ejemplo, la vez cuando durante una recepción a finales de 1969 en El Vedado, les tiré en la cara, medio borracho, el contenido de mi vaso de ron al grupo donde estaban Roberto Fernández Retamar, Mario Benedetti y Lisandro Otero. Tampoco comulgaban con mis borracheras compañeros revolucionarios que me es­timaban como Manuel Galich, Julio Cortázar, Regis Debray. Un lacayo de cuartel se hizo mi enemigo gratuito, Mario Benedetti, poetastro mediocre que le servía el café a Haydée Santamaría o a Fernández Retamar, quien firmaba con puntos y comas las acusaciones y reproches que me hacían sus patrones, ya no se diga las acusaciones y condenas contra Heberto Padilla.

A mi llegada a Cuba, por pertenecer al comité de redacción de la revista Casa de las Américas, me dieron una casa para mi familia en el barrio de El Vedado, en la Calle J, cerca de la redacción de Casa de las Américas, ubicada en 3.a y G, del Vedado. A pesar de las prerrogativas que tenía, pendía sobre mí, como una espada de Damocles, el reto de integrarme a la guerrilla urbana en El Salvador. Era mi sueño revolucionario.

Siempre tuve la amistad y simpatía de Fidel, nacidas a principios de la revolución la noche cuando me encontró a mí solo transmitiendo la programación de Radio Habana. Esta confianza aumentó y me sentí honrado cuando Fidel en persona, luego de la muerte del Che Guevara en Bolivia y ante la captura y juicio de Regis Debray, en el que fue condenado a treinta años de prisión, me solicitó que escribiera un tratado ideológico que funcionara como defensa de las tesis guevaristas y de Regis Debray, para neutralizar la andanada ideológica de los pc latinoamericanos que propugnaban, luego de la derrota militar de "la teoría del foco", la vía parlamentaria para la toma del poder. Estos habían comenzado a publicar libros y ensayos políticos contra el Che, Debray y el mismo Fidel, toda vez que Cuba preconizaba la vía armada como única alternativa revolucionaria en Latinoamérica. El alegato ideológico que escribí por encargo del Caballo, ¿Revolución en la revolución? Y la crítica de derecha, fue publicado por Casa de las Américas en 1970.

Esta obra, que hacía una encendida defensa de los movimientos guerrilleros en el subcontinente latinoamericano, terminó de comprometerme con la guerrilla. Pues en términos revolucionarios debía predicar con la praxis, ser consecuente con la teoría. Y mi exilio dorado en esa Habana a punto de tor­cer su línea a una política prosoviética más ortodoxa debido a las grandes catástrofes económicas producidas por la igno­rancia del Caballo en la más elemental economía política, era insostenible bajo esas circunstancias. Con mis postulados de­fendiendo las tácticas militares de la guerrilla latinoamericana, yo mismo me labré la estaca y ahora tenía que sentarme en ella, demostrar que creía en lo que escribía, tomar las armas y unir­me a cualquier movimiento guerrillero, preferentemente en el área centroamericana.

Este sería a partir de entonces el principal alegato de mis adversarios en Cuba. La exigencia del martirologio, del mesianismo estúpido que debía de practicar, creció desde entonces como un alud de mierda que no me dejo más opción que partir de Cuba. Pues la pregunta lógica que hacían burlonamente era de “cuándo” me iba a decidir a "dar el salto" y a predicar con el ejemplo las tesis que defendían la vía armada en Latinoamérica expuestas en ¿Revolución en la revolución? Y la crítica de derecha.

Le fui dando largas al asunto desde el mismo 1969. Debido a que había intimado en La Habana con dos viejos conocidos, Carlos Fonseca Amador, el fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (fsln), al que conocí en el Festival Mundial de la Juventud en Moscú en 1957, y César Montes, el legendario guerrillero de las far rebeldes, que operaba en la Sierra de Las Minas, en Guatemala. Trabajaba en Casa de las Américas y recibía entrenamiento militar en La Habana. Luego de acordarlo con César Montes, anuncié a mis controladores cubanos que me alistaría con las far rebeldes chapinas. Eso sucedió en 1969, después de ganar el Premio Casa de las Américas. Fui posponiendo el viaje a Las Minas porque las oportunidades de salir rumbo a Guatemala eran contadas y muchos revolucionarios guatemaltecos en Cuba deseaban retornar con las armas en la mano a su país. Uno de los que detuvieron mis planes guerrilleros fue mi amigo en el equipo de redacción de Casa de las Américas, el dramaturgo guatemalteco, Manuel Galich, quien medio en broma y medio en serio me advirtió que era una locura que yo tomara las armas pues a las primeras de cambio me iba a matar el Ejército enemigo o mis propios camaradas debido a mi carácter antisolemne y antiautoritario, que no cuadraba en los reglamentos militares del enemigo o de la guerrilla, pero más debido al trago y mis borracheras.

En un momento dado César Montes en persona me abrió las posibilidades para alistarme en una columna guerrillera integrada por combatientes internacionalistas. Oportunidad que deseché aduciendo compromisos con Prensa Latina y Casa de las Américas. Estos ambiguos argumentos fueron aceptados con sorna por cubanos y guatemaltecos. Yo dudaba, tenía miedo; no al peligro sino a morir joven, sabiendo que tenía infinitas posibilidades como escritor para desarrollarme. Los guatemaltecos comprendieron mi indecisión y, sabiamente y sin reprochármelo, no insistieron en reclutarme.

A los ojos de algunos intelectuales cubanos y latinoamericanos me convertí en el clásico bufón de corte fi­delista, en el poeta payaso que se llena de soberbia con ar­gumentos falsos, pues no partí a Guatemala cuando todas las condiciones estaban dadas. Incluso, agoté la paciencia de los chapines, quienes aceptaron mi negativa con respeto; des­pués de todo, yo mismo les había solicitado mi enrolamiento. 160

Aquí perdí la credibilidad ante los moralistas de la revolución, pues fui confrontado con una guerrilla que peleaba contra el gobierno ultraderechista, a la cual no fui capaz de incorporarme pese a tener el apoyo tanto de cubanos como de los insurrectos nativos en Guatemala.

En esos momentos, en Latinoamérica estaban cayendo en combate poetas y teóricos como el peruano Javier Héraud, el brasilero Carlos Mariguella, el nicaragüense Leonel Rugama o el guatemalteco Otto René Castillo. Eran los tiempos de la autoinmolación en nombre de la defensa de la Revolución cubana. Y todos marchaban cantando como ratas al matadero, había mucha ingenuidad, mucho idealismo en todo ello. Carecía de una excusa revolucionaria para seguir aferrado al hueso de poeta y periodista de opereta que me daban los cubanos en Casa de las Américas y en Prensa Latina; estaba arrimado bajo la sombra de la revolución cubana. No tenía otra escapatoria que pagar con la autoinmolación el tributo mesiánico que en La Habana se exigía a los simpatizantes y militantes latinoamericanos, en nombre de la pureza y la consecuencia revolucionarias.

La opción para ir a pelear a Nicaragua me pareció más factible, incluso me atraía más. Conocí a Carlos Fonseca Amador en Moscú cuando coincidimos en el Festival Mundial de la Juventud en 1957, éramos amigos personales. Ahí la mala suerte me jugó una emboscada. Pues quiso la casualidad que cuando llegó el poeta nicaragüense y sacerdote católico Ernesto Cardenal a Cuba en 1970, el G-2 cubano me dio la tarea de atenderlo pero también de espiarlo, pues debido a su filiación religiosa era un elemento sospechoso. Cumplí al pie de la letra mi tarea de chivato redactando un informe al G-2 cubano donde describía todos los movimientos de Ernesto Cardenal en Cuba, así como el listado de todas las personas con las cuales se había entrevistado.

Alguien llegó con estas noticias, que eran fáciles de 1961 descifrar pues pasé todo el tiempo con el curita nicaragüense en la Isla, donde Carlos Fonseca Amador. En esos momentos el fsln estaba tratando de reclutar como militante a Ernesto Cardenal, y Fonseca Amador temió que Ernesto, al saber que yo estaba como guerrillero en Nicaragua en las filas del fsln, sospechara que se tratara del mismo espía procubano que le venía dando seguimiento, lo cual era una conclusión muy lógica. Carlos Fonseca temió que Cardenal se lo pensara dos veces antes de continuar con el proceso de reclutamiento al fsln al ver a un personaje como el mío en Nicaragua, debido a que, y esto lo sabía muy bien él desde el principio, yo había sido su sombra en Cuba por encargo del G-2.

Ello fue una razón poderosa para que Fonseca Amador detuviera mi salida hacia Nicaragua. Quedé de nuevo anclado en Cuba, y aunque esta vez no era mi culpa, las miradas críticas y los murmullos en voz baja a mis espaldas crecieron, tanto en la redacción de Casa de las Américas como en las diferentes actividades culturales habaneras a las cuales asistía. Se trató de una mala jugada del destino, pues Cardenal hubiera sido el primero en alegrarse al saber que yo estaba en Nicaragua luchando con el fsln; pero debido a lo difícil de las comunicaciones que la clandestinidad imponía, no pudo Carlos Fonseca preguntar abiertamente a Ernesto su parecer.

No tenía más argumentos que aducir para justificar mi estadía en Cuba y la de mi familia. Me quedaba únicamente la opción por la lucha armada en El Salvador. Para ello, en aquel lejano 1970, tenía, sin embargo, motivos para alegrarme. Pues desde que me di cuenta de que Salvador Cayetano Carpio, alias Marcial, había fundado las fpl, consideré que ese sería mi lógico destino. Con él me llevaba muy bien. Cierto es que le hice un par de jugarretas en San Salvador en la década de los sesenta, como la vez cuando me comprometí ante él y el Comité Central del Partido Comunista a dejar el alcohol, solo para agarrar una tremenda borrachera a la semana siguiente, por lo cual Cayetano, que me había toma162

do la palabra y confiaba en mi compromiso, se convirtió en el hazmerreír del Partido. Cayetano siempre me recordaba, y una vez en La Habana también lo hizo, mi famosa huida de la cárcel de Cojutepeque, poniendo su mirada penetrante en mis ojos y lanzándome una risita sarcástica como diciendo “yo no me trago esa”; era un zorro bien entrenado en las medidas de seguridad, desconfiaba hasta de su propia sombra. Él y el turco Cipriano siempre dudaron de mí, pero a esas alturas de los acontecimientos, en 1971, y habiendo sido yo el que le consiguió la entrevista personal con Fidel Castro en 1969 para exponerle su plan de fundar las fpl e iniciar la lucha armada en El Salvador, sus sospechas deberían de haber sido superadas. No sé si después que le conseguí la cita con el Caballo siguió con las mismas.

Demiurgo intervino de otra forma, pues cuando hacía planes de que me iba para El Salvador como combatiente de las fpl, se apareció el Gallego Barbarroja en una recepción habanera y me dijo directamente en un tono de orden, que yo iba a El Salvador con la misión de ser los ojos y oídos del espionaje cubano, no en el seno de las fpl de Salvador Cayetano Carpio, sino del Ejército Revolucionario del Pueblo, erp, que recién un brillante joven trotsquista, Alejandro Rivas Mira, quien había sido correo del espionaje cubano en Europa, acababa de fundar. Esta orden me terminó de confundir. Pues iba contra mi voluntad bajo el mando de alguien a quien apenas conocía. El caso contrario era Cayetano, yo sabía que él tenía sus reservas hacia mí, pero como era procubano, no dudaba que la recomendación de la inteligencia cubana hacia mi persona le haría recibirme con los brazos abiertos, no tanto por tratarse de Roque Dalton como por el hecho de mostrar su lealtad a prueba de fuego a los cubanos, lealtad valga decir, que tenía visos perrunos.

Por esa fecha mi alcoholismo era avanzado y mis compañeros de Casa de las Américas me evitaban, al grado que a veces, la directora de Casa, Haydée Santamaría, me saludaba con el insultante epíteto de “ciudadano Roque Dalton”, en lugar del consabido “compañero Roque Dalton”. Este desprecio, viniendo de la que se suponía era mi jefe, me hacía llorar; una vez intenté pedirle disculpas arrodillándome ante ella. Pero ya era tarde, incluso hasta para humillarme. Era un apestado y para colmo también mis amigos poetas se empezaron a descarrilar, Heberto Padilla, Jesús Díaz, hasta Raúl Rivero armó un escándalo en la redacción de Casa de Las Américas al llegar borracho y sacar del pelo de la oficina a una secretaria que era su amante y que él juraba le estaba poniendo los tarros. Por ser el cuasi responsable de ellos terminaba pagando los platos rotos y metido en la cueva de leprosos donde iban a parar los intelectuales disidentes y “asociales” del régimen socialista.

¿Qué me deparaba, cuáles eran en realidad los planes del Gallego Barbarroja para mí en el erp de Alejandro Rivas Mira? Esta pregunta me taladró el cerebro por semanas. Tuve intención de ir a planteárselo personalmente a Fidel Castro quien, estaba seguro, desconocía esa maniobra que los cua­dros intermedios del G-2, así como los burócratas del Partido, estaban maquinando. Aquella orden no terminaba de convencerme, algo hedía a podrido allí; me sentía en terreno extraño, pues desconocía por completo la existencia y funcionamiento de las estructuras del erp en El Salvador, así como las de su membresía de combatientes.

Por fin pude conocer a Rivas Mira en una cita de traba­jo con la plana de redacción de la revista Pensamiento crítico, que dirigía Jesús Díaz. Cuando lo traté me cayó simpatiquísimo. Alto, usaba lentes graduados con una montura negra de carey, delgado, frisaba por entonces los veinticinco años, razón por la cual podía ser mi hermano menor. Tenía el don nato de ganarse la simpatía de sus interlocutores, era un tipo carismático, capaz de bromear y de tomarle el pelo a cualquiera y al mismo tiempo de argumentar sólidamente sus juicios y opiniones, lo cual lo volvía una persona fría, que a pesar de alguna broma o una emergencia, no perdía la calma ni el juicio, un tipo de cuidado. De piel blanca, tirando a mestizo, era medio achinado, rasgo que ocultaba con los lentes que usaba. Había estudiado Ciencias Políticas en Tubinga, Alemania Occidental, y participado en el mayo estudiantil francés del 68, lo cual hacía comprensible su postura antiautoritaria, así como sus atrevidos comentarios burlándose de algunos funcionarios de la revolución cubana.

Cuando narré estas impresiones al Gallego Barbarroja este se carcajeó estentóreamente y me dijo que por eso me en­viaba como asesor político del erp a El Salvador, para que los mantuviera informados de los desplantes y movimientos de Rivas Mira, pues sospechaban de sus ideas trotsquistas. Acto seguido me entregó un rimero de libros de Trotski y del movimiento trotsquista internacional, para que me quemara las pestañas. “Se aproxima una lucha ideológica muy fuerte para ustedes en El Salvador”, aseveró, en referencia a la discución maratónica que tuvimos en la redacción de Pensamiento críti­co con Rivas Mira. De allí, adujo la importancia que significaba para la inteligencia cubana poner a un hombre suyo en el seno del erp y de influir sobre el debate ideológico en el país. Tuve la corazonada, y la impresión muy bien fundada, de que el erp era solo la excusa que se sacaba de la manga el Gallego Piñeiro para ocultar sus preferencias por las fpl de Cayetano. Me des­viaba hacia una lucha ideológica en el seno del erp para evitar que las fpl lo hicieran y contribuir a que, hundido el erp en divergencias internas, las fpl se fortalecieran. Era el pararra­yos de la lucha ideológica que se avecinaba entre el erp y las fpl, pues el Gallego Barbarroja, por estarse cogiendo a Mar­tita Hartnecker, a la que luego hizo su esposa, sabía bien que tras Rivas Mira se escondían los chinos. Martita había sido la amante de Rivas Mira en París, y conocía al dedillo sus movi­mientos, incluso sus contactos con la kgb y la China maoísta. Lo más triste era que mi partida hacia El Salvador no tenía nada de heroica sino que iba a la boca del lobo como un peón 165

más que el espionaje cubano sacrificaba para salvaguardar su joya más preciada allí, las fpl de Cayetano Carpio.

En la discusión ideológica que Rivas Mira sostuvo con la redacción de Pensamiento crítico y conmigo, salió bien parado, venía apertrechado ideológicamente desde Europa. Con tesis trotsquistas y semianarquistas defendió sus posiciones elitistas en cuanto a la dirección revolucionaria y militarista y en cuanto a la tipificación del carácter de la revolución salvadoreña, del rol que en ella jugaba la mística del Ejército Revolucionario del Pueblo como motor de cambio.

Cuando hicimos el balance de la discusión con los camaradas cubanos, llegamos a la misma conclusión del Gallego Piñeiro, de que nos la estábamos viendo con un trotsquista de pura cepa.

Entonces comprendí la misión que Barbarroja me encomendaba. Se trataba de que yo, al igual que lo había hecho con Silvio Rodríguez, con los poetas disidentes de El caimán barbudo y con otros artistas jóvenes cubanos, hiciera entrar en el carril de la revolución cubana a Rivas Mira. Caí en esa trampa facilona que me tendió como una bomba de humo Barbarroja; esa tarea me pareció provechosa y cambió las perspectivas de mi trabajo revolucionario en este caso concreto. Mi misión secreta sería la de orientar e influenciar hacia nuestra línea político-armada al Choco Rivas Mira y a su pandilla de mocosos socialcristeros despistados ideológicamente.

Cuando lo vi y supe su edad, consideré que la mitad de mi misión ya estaba cumplida. Le llevaba a él y a los jóvenes de su grupo guerrillero en El Salvador más de diez años, aparte de mi experiencia en el movimiento comunista internacional y mi oficio de escritor revolucionario. Creí que tenía una gran ventaja sobre ellos si las discusiones se llevaban a cabo en el plano político-militar, tal como debería de ser. Recién había publicado ¿Revolución en la revolución? y la crítica de derecha, donde se ventilaba ácidamente esta discusión a nivel teórico, y por ello consideraba que no tenía adversario de peso en este terreno en El Salvador. Lo único que temí fue que, debido a la excesiva simpatía que tenían por Trotski como jefe del Ejército Rojo, tanto Rivas Mira como sus compañeritos tuvieran inclinaciones militaristas, lo cual sí iba a representar un que­bradero de cabeza. Para mí no era díficil enfrentarlo y ganar la partida basado en argumentos marxista-leninistas. Ahí, sin embargo, yo llevaba las de perder, pues no conocía personalmente a los demás miembros del erp.

Las dudas quedaron despejadas cuando esa misma noche, luego del maratónico debate con la plana de redacción de la revista Pensamiento crítico, nos tomamos unos tragos en “El Floridita” y terminamos en mi casa de El Vedado, donde le presenté a Aída y mis hijos. A mi mujer también le cayó simpático Rivas Mira, su brillantez intelectual era evidente hasta en la discusión más banal, de manera que desde ese momento me consideré un soldado revolucionario más de las filas del erp salvadoreño.

Y ello debido a que en 1970 todavía desde Cuba teníamos un contacto con el exrector de la Universidad Nacional de El Salvador, el doctor Fabio Castillo Figueroa, a quien encontré en diciembre de 1972 en Santiago de Chile, bajo el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. En ese memorable encuentro estuvo siempre presente Regis Debray, con quien nos divertimos recordando viejos tiempos de Praga, y con quien convencimos a Fabio de que el asesinato de Ernesto Regalado Dueñas por miembros de “El Grupo”, futuro erp salvadoreño, era un acto de fe revolucionario. Fabio tenía remordimientos de conciencia, pues sentía cierta culpabilidad en el asesinato de Regalado Dueñas. Allí, Fabio Castillo me hizo entrega de un par de miles de dólares que aún tenía para la organización de un embrión de guerrilla en el país, y al mismo tiempo me dijo que por estar exilado en esos momentos en Costa Rica, luego de la toma de la Universidad 167

Nacional por el Ejército el 19 de julio de 1972, él quedaba fuera del bregar revolucionario momentáneamente.

Ello motivó a que un cuadro político-militar que la organización de Fabio Castillo había enviado a Cuba, y que estaba en esos momentos entrenándose conmigo en Cuba, Carlos Eduardo Rico Mira, quien era primo de Alejandro Rivas Mira, también pasó, como yo, a formar parte del erp. Mi entusiasmo creció. El optimismo y carisma de Rivas Mira estimulaban esperanzas en la larga lucha por la revolución en El Salvador. ¿O quizás no sería tan larga? Estaba satisfecho, pues así callaba a los burócratas y a mis enemigos gratuitos que, en parte debido a mis excesos alcohólicos, me había hecho en Cuba.

Los últimos meses, el último año en La Habana, me trataron de a patadas. Algo que me dolió en lo más profundo fue cuando, debido a que Aída Cañas se divorció de mí y se casó con un dominicano del Partido, Sarita de la O, no me autorizaron el cambio de domicilio ni me asignaron una casa aparte, a la cual tenía derecho como divorciado según las leyes revolucionarias cubanas. Les rogué que me concedieran ese derecho, aunque se tratara de una casa pequeña y distante de El Vedado, aunque fuera la más miserable de las existentes en La Habana, imploré vanamente.

Fue una tortura infernal para mí oír cómo el dominicano y mi exmujer hacían el amor, con la curiosidad y la pasión de nuevos amantes recién casados, mientras me debatía en el cuarto de al lado o en la salita entre mis poemas, lecturas y planes revolucionarios.

Casi siempre salía disparado de esa casa durante la madrugada, con los gemidos y gritos de placer de Aída y del dominicano rompiéndome los tímpanos, rumbo a cualquier bar que aún estuviese abierto o rumbo a la casa de cualquier hermano poeta, para paliar mi tristeza y mi dolor con unos tragos de ron entre la medianoche y mi soledad de exesposo abandonado en el torbellino de un mundo diferente a ese país que siempre llevé en lo más profundo de mis entrañas.

Mi partida hacia El Salvador implicó medidas de precaución que el espionaje cubano urdió para despistar al enemigo sobre mi presencia en el país. Se divulgó en los medios de comunicación mi gira como corresponsal de Prensa Latina por Vietnam y Corea del Norte, donde logré, a través de un traductor, ganarme la amistad del presidente Kim-Il-Sung. El G-2 cubano me trasladó al “Calixto García”, el hospital quirúrgico especializado cercano al campo de entrenamiento Punto Cero donde, por medio de una operación de cirugía plástica, me cambiaron varios rasgos de la cara —sobre todo la nariz, una seña de identidad mía por su gran tamaño—. Me abultaron las cejas y el entrecejo para hacerme más frentudo; resaltaron mis pómulos y me recomendaron usar anteojos imitación de lentes graduados.

Cayetano Carpio de las fpl, Rivas Mira del erp y los revolucionarios salvadoreños sabían que, luego de la mal llamada “guerra del fútbol”, en julio de 1969, entre El Salvador y Honduras, las condiciones objetivas de la lucha armada estaban dadas. Debido a la guerra, llegaron al país más de 300 000 salvadoreños expulsados de Honduras con una mano atrás y otra adelante. En menos de tres meses, los pobres del país aumentaron en más de 300 000 personas. La consigna reinante entonces era prepararse para la revolución que venía. Estaba a la vuelta de la esquina, la oíamos respirar después de las dos grandes huelgas magisteriales de 1968 y 1971 que radicalizaron el movimiento revolucionario en El Salvador. Solo el Partido defendía la tesis de agotar las vías parlamentarias y legales antes de lanzarse a la lucha armada. Pero el Partido estaba dividido y con la radicalización de las masas no les quedaría más salida que unirse a la lucha armada o morir tontamente en las cárceles, torturados, pues la represión de la tiranía militar iba en proporción ascendente conforme crecía el ímpetu revolucionario en el país. Una de las cuestiones con las que disentí fue con las ideas golpistas de Rivas Mira, pues él nos aseguró tener contactos con la “Juventud militar” dispuesta a dar un golpe de Estado para instaurar un gobierno de corte democrático, antiimperialista, antioligárquico y popular. Me pareció sospechosa esa tesis pues había que desconfiar por mera sanidad mental de cualquier militar y sobre todo de un golpe de Estado que se fraguara y consumara a espaldas del pueblo. Yo sostenía que no les iba a funcionar debido a que no tenían trabajo de base. Las experiencias negativas que tuvimos en el golpe de Estado del 26 de octubre de 1960, cuando derrotamos al tiranuelo José María Lemus, se me venían a la mente, sobre todo cuando recordaba el contragolpe que los mismos gorilas nos dieron tres meses después, la medianoche del martes 24 de enero de 1961.

Rivas Mira sacaba a relucir sus ideas trotsquistas sobre el rol de la "intelligentsia" en los procesos revolucionarios como vanguardia a la cual la masa sigue por inercia. Terminábamos en un impasse, pues le contraargumentaba que esa “intelligentsia” de la cual habla el camarada Trotski, se refiere a las capas intelectuales y de la burguesía progresistas que toman partido por la clase obrera como aliados estratégicos en la lucha revolucionaria, pero nunca a los miembros del ejército represor, aunque estos se presenten bajo la piel de corderitos demócratas.

Mal que bien, cuando nos despedimos esa vez en La Habana, nos prometimos continuar esa discusión bajo el cielo envenenado de El Salvador, cuando ambos estuviéramos en nuestros puestos de combatientes del erp, en las calles y ciudades del país. Fue una despedida que me animó mucho, incluso le di la razón al Gallego y al G-2 cubano, pues me mandaban en calidad de asesor político del erp, aunque sin ningún grado militar; este tenía que ganármelo en combate. Iba como soldado raso del erp a la boca del león, el lugar de mis más altos anhelos, El Salvador. Llegué a mi país con pasaporte falso como Julio Dreifus Marín, el 24 de diciembre de 1973. Entré por el aeropuerto de Ilopango procedente de San José de Costa Rica. En San José tuve la hospitalidad de mi hermano de letras Ítalo López Vallecillos, director en ese tiempo de la Editorial Universitaria Centroamericana (educa), que recién había editado mi libro de testimonio Miguel Mármol. Los sucesos de 1932. De paso, ahí recibí los derechos de autor que todavía me adeudaban del mismo, con los cuales me di una buena despedida del exilio en el que había vivido desde 1964. Al mismo tiempo le entregué los originales de mi novela Pobrecito poeta que era yo… Retornaba al lugar de mis sueños, a mis raíces ancestrales, al río subterráneo que nutre mi poesía.

Todo ello lo celebré en San José de Costa Rica, al calor de varias botellas de guarapo tico y caminatas por las apacibles calles de San Pedro Montes de Oca, el barrio universitario donde residía Ítalo López Vallecillos. En Costa Rica ese diciembre, cómo no, contacté a Fabio Castillo, el exrector de la Universidad Nacional, excandidato presidencial de la izquierda durante las elecciones de 1967, y a quien había encontrado hacía un año en el Santiago de Chile de Salvador Allende y la Unidad Popular. También vi a Manlio.

Ese diciembre de 1973 en San José reencontré luego de años a mi viejo amigo Tomás Paz, quien había sido cooptado por el Negro Ewers de la cia, ayudado por el Ratón Ulises San Román y Aníbal Martínez en San Salvador, poco antes de mi secuestro a principios de septiembre de 1964. Tomás Paz estaba exilado en Costa Rica debido a su participación en el golpe de Estado frustrado contra el gobierno de Fidel Sánchez Hernández el 24 de marzo de 1972, organizado por el jefe de la estación de la cia en El Salvador en esos momentos, el Negro Ewers, quien había maniobrado con el general Omar Torrijos, presidente de Panamá, y con cierto sector del Partido Demócrata del Departamento de Estado, para fraguar el golpe de Estado que llevara un poco de luz a ese medioevo que era 1971, nuestra patria El Salvador, en esos momentos.

Tomás Paz, Manlio, el Negro Ewers, Ítalo, golpe de Estado frustrado, Fabio Castillo, eran los mismos personajes y geografías de ese capítulo inconcluso entre mi patria y yo. Similar a un disco rayado que repetía nombres y lugares de la canción de la alegría que constituía para mí ese retorno a mi madriguera, y a la guerra popular prolongada.

Diciembre me esperaba junto con un país que sería a partir de entonces un retablo de sorpresas permanente, mejor dicho, una caja de Pandora abierta.

7. El Gran Capitán

Hay misterios que se llevan a la tumba. Ahora que Manuel Piñeiro Losada, el Gallego Barbarroja, el Jefe del Departamento América adscrito al comité Central del Partido Comunista de Cuba, está muerto, ese secreto murió con él. Me doy cuenta a través de las noticias de la prensa internacional de que a Barbarroja Piñeiro, al Gallego Losada, “lo murieron” de un ataque cardíaco mientras conducía su auto por las céntricas calles habaneras. El extrovertido Gallego, quien siempre bromeaba con el mito de que había nacido durante un ciclón, murió como mueren los espías, en el misterio de un ataque cardíaco, y con ello es ya una certeza de que ese otro misterio, el de si Roque Dalton fue o no miembro de la cia, se lo llevó a la tumba. Su viuda Martita Hartnecker, a quien amé en unos ya distantes años salvajes europeos de rebeldía y conspiración, mi amante de París, tampoco creo que sepa algo al respecto, aparte de que suficientes motivos tendrá para estar preocupada. El Gallego conocía con exactitud las cuentas secretas de Fidel y Raúl en el extranjero, él mismo tenía también sus cuentas, de manera que este pequeño enigma histórico relacionado con Roque Dalton es lo mínimo que en estos momentos le debe de interesar a Martita, sospechosa, por ser la viuda de Barbarroja, de haber heredado también los secretos, las cuentas y los cuentos del Gallego Piñeiro quien, si existe un Dios justiciero, tiene que estar a estas horas chamuscándose en un perol con manteca de cerdo en los infiernos.

Como Édgar Alejandro Rivas Mira, alias Sebastián Urquilla, me he convertido en leyenda, a pesar de que el hijo de Roque, Juan José, me ha detectado viviendo en Milán, y ha descubierto que mi hermano menor, Alfonso Rivas Mira, labora como profesor universitario en Baja California, México. Otros me hacen preso en las cárceles francesas, debido a cierto parecido que le doy al Chacal, ¿mi hermano gemelo?, con quien tuve mis tropiezos en aquellos lejanos días del arcoíris y de la revolución a finales de los años sesenta en París. ¿Él y yo la misma persona? Sobre todo porque mis padres siguieron siendo protegidos por el kgb soviético en Costa Rica, incluso años después de mi desaparición, cuando mi rastro era solo la sombra de un sueño.

Un argumento que abona mi incorporación al mundo de los servicios secretos durante mi vida posterior al asesinato de Roque Dalton, para algunos bocones, es la operación de cirugía plástica en el Hospital "Calixto García", en las afueras de La Habana, que el jefe de los espías cubanos, el Gallego Piñeiro en persona, ordenó que me hicieran en 1978, cuando lo de Dalton era historia y los cubanos estaban contentos de haberlo convertido en un mito funcional, utilizable, con la pompa propagandística que un mártir de este calibre significa para la revolución. Para dar una orden de este tipo, Barbarroja tiene que haber contado con el vistobueno de Fidel, por lo menos, y también de Ramiro Valdez, ministro del Interior, así como del ministro de Defensa, Raúl Castro. Ni una hoja de árbol se mueve en Cuba, dicen los mismos isleños, sin el vistobueno de esta trinidad. Mi salida de El Salvador se debió a que fui derrotado en las pugnas por el poder dentro del Estado Mayor. Fui obligado a “jubilarme” con parte de la plata de los secuestros y asaltos que teníamos. Esta condena, producto de una salida negociada, me la impuso Joaquín Villalobos con su grupo de pistoleros compuesto por Jonás, Ana Guadalupe Martínez y el Chicón Armijo, Claudio Rabindranath, el hijo mayor del poeta Roberto Armijo. Lo hicieron luego de darme un golpe de Estado cuando regresaba de firmar acuerdos de cooperación con el viceministro de Defensa de la República Popular de China. Mi “jubilación guerrillera” fue un precedente, pues años más tarde se volvió una práctica normal entre “revolucionarios”. A Salvador Cayetano Carpio, luego de los sucesos sangrientos que culminaron con el horrendo crimen de Mélida Anaya Montes, la comandante Ana María de las fpl, en 1983 en Managua, le ofrecieron llevarlo a Cuba, pensionado, así como que llevara una vida cómoda; también le prometieron que se echaría tierra sobre el “caso” Mélida Anaya Montes, y para ablandarle el ego, le juraron que se seguiría alimentando su imagen de revolucionario intachable. Marcial, sin embargo, desconfió de todo esto —con razón— y prefirió pegarse un tiro.

Con Villalobos y su jauría de pistoleros llegué a un acuerdo pactado, no fue realidad esa otra fuga famosa de El Salvador que luego fabricaron, en la cual me acusan de haberme fugado hacia el extranjero con varios millones de dólares del erp. Las cosas no funcionan así, sobre todo si los cubanos y el kgb meten manos de por medio. Y hasta los compadres chinos. Tan es así que fue el mismo Gallego Piñeiro quien ordenó a los cirujanos que me terminaran de volver un chino, así estás más a tono con tus jefes, bromeó conmigo la vez cuando me despidió en Rancho Boyeros, el aeropuerto militar de La Habana, pues yo partía rumbo a Londres, probablemente para no ver nunca jamás a ese criminal, responsable de la muerte de miles de revolucionarios latinoamericanos ingenuos; inmolados en la ola de martirologio que la revolución cubana les exigió como tributo a Fidel, al socialismo y a la revolución latinoamericana. En esto no tienen pelos en la lengua, Patria o Muerte es la consigna, valga decir, una tautología de cajón.

Todavía tengo en mi memoria la vez cuando Piñeiro me citó a su oficina para una sesión de trabajo en La Habana, al principio de la odisea guerrillera en El Salvador, cuando ya me habían dado el vistobueno y el apoyo para desarrollar la lucha armada en mi país a través del erp. Yo estaba feliz, satisfecho de haber realizado el salto hacia El Salvador desde Tubinga y París, vía La Habana. Allí, el espionaje cubano había tratado infructuosamente de ponerme bajo las órdenes de Salvador Cayetano Carpio, Marcial, quien recientemente había fundado las fpl.

Sin embargo, mi negativa no solo de ponerme bajo sus órdenes, sino a entrevistarme con él, pusieron las cosas claras a los cubanos. Se trataban de dos visiones diferentes —la de Cayetano y la mía—, no solo de la concepción de la lucha armada en El Salvador, sino también de cómo ambos veíamos la vida en general, pues mientras el viejito panadero tendía a encerrarse en su disciplina de exseminarista, yo propugnaba por una visión más jubilosa de la vida y la lucha, más lúdica, más sensual y más abierta; en este sentido coincidimos con Roque, fue quizás el rasgo de mi personalidad que le cayó bien, y que lo hizo identificarse rápidamente con mi persona.

Recuerdo que al final de aquella maratónica conversación con Barbarroja, para no defraudar ni a unos ni a otros, terminé aceptando un encuentro con Cayetano en La Habana. Puse, eso sí, una condición: en dicha reunión yo solo iba a escucharlo, iba solo a oír que me expusiera su proyecto revolucionario, no le iba a preguntar nada ni mucho menos a contestarle interrogación alguna.

Fue un clásico diálogo de sordos, y creo que el viejito se fue más empurrado de lo que siempre andaba, pues lo puse en ridículo ante sus héroes, los controladores cubanos, y su autoridad cayó por los suelos. Conmigo no le valió la manía cursi que tenía de mirar profundamente a los ojos de su interlocutor y de ganarle la voluntad, de sugestionarlo. Ni que fuera hipnotizador semejante viejo caca. En El Salvador, después de tal afrenta, que él terminó perdiendo, en términos revolucionarios, Cayetano Carpio dejó de ser la única figura por excelencia de la vía armada, y pasó a ser uno más de los jefes del movimiento guerrillero urbano, a principios de la década de los setenta.

Pero lo que me dejó perplejo e intranquilo fue la petición de Barbarroja Piñeiro que siguió a mi encuentro con Cayetano aquella mañana habanera cuando me citó a su oficina. Lo de la entrevista con Cayetano había sido solo el prolegómeno de lo que vino después. Por ello lo interrumpí con mis preguntas una y varias docenas de veces.

Lo que me proponía, cuasi me ordenaba, era aceptar al poeta Roque Dalton como asesor político del erp, aunque en lo militar Roque se integraría al erp como soldado raso, pues los grados en la guerrilla tendría que ganárselos en combate contra el enemigo.

¿Lo hizo a propósito Barbarroja, suponiendo que ese regalito envenenado que me obsequiaba tendría trágicas consecuencias? Sobre todo porque lo primero que le reclamé era el por qué no le ordenaba a Salvador Cayetano Carpio que lo aceptara en las filas de las fpl. Era el lugar idóneo para él, incluso a nivel de edades, pues nosotros éramos todavía demasiado jóvenes para trabajar con un viejo mañoso y maniobrero, trinquetero, como Roque. Fue algo que desde el principio le recalqué a Barbarroja, quien con argumentación seudorrevolucionaria me terminó demostrando lo contrario. Nunca me tragué sus cuentos de camino real; en fin, gallego después de todo. Era proverbial cómo manejaba a su antojo las más impensables truculencias dialécticas para imponer sus puntos de vista en las discusiones.

Cayetano había sido además un hombre de Partido, como Roque; tenían un pasado común, ambos habían estado en diversas ocasiones en los países socialistas y habían sido compañeros bajo la bandera del Partido en sus años de militancia revolucionaria. Pero una cosa era luchar contra la dictadura prudista del coronel Chema Lemus en 1960 y otra contra la dictadura fascista del coronel Arturo Armando Molina en 1974.

Cayetano era un servil de los cubanos. Por ello, aunque no simpatizara con Roque, lo hubiera aceptado en las fpl si se lo “recomendaba” alguien como el Gallego o el propio Caballo en persona. Siendo así, la petición que me hacía el Gallego era ni más ni menos que ganas de colmarme la paciencia. Así se lo dije.

Me negué hasta el último momento en aceptar a Roque como miembro del erp. Por naturaleza él no cuadraba en nuestro organigrama, esquema estratégico y pensamiento ideológico. Yo venía del movimiento antiautoritario alemán y del mayo francés, mientras que él venía del encorsetado mundo burocrático que había aplastado la Primavera de Praga. Teníamos dos visiones diferentes del mundo en lo ideológico. Mientras Roque era un dinosaurio anclado en los dogmas marxista-leninistas, yo había leído no solo a Marcusse, a Mao, a Trotski y a los ideólogos revisionistas de la nueva izquierda, sino también había visto en directo la diferencia del modo de vida tanto en las aburridas sociedades socialistas donde se ejercía la dictadura del Partido, como en las degradantes sociedades occidentales de consumo, donde el capitalismo florecía, y con éxito muchas veces.

También había otro pero de grandes dimensiones: algo me decía que este poeta, debido a su amor por el trago, a su tendencia a hablar más de la cuenta por ser un conversador nato, o, incluso y sobre todo, por el puesto hegemónico que le tendría que dar, nada menos que de mi asesor político, nos crearía hondos problemas en el interior del erp.

Es que le reclamé al Gallego que ya me había comenzado a levantar la voz, nosotros no vamos a hacerle de niñeras cuidando a Dalton cuando este se emborrachara y quedara dormido en algún bar. Estábamos en guerra, y el alcohol, precisamente el grado de alcoholismo que Roque presentaba, del cual era consciente el Gallego, era algo que desconocíamos a nivel personal. Éramos una juventud sana en lo referente al trago y a las drogas, muchos de nosotros ni tan siquiera habíamos ido donde las putas; la Lupita por ejemplo, luego de convertirse en un cuadro militar de primer orden, seguía virga, nadie le había hecho el amor aún; la terminó desflorando un torturador de la Guardia Nacional, la Guara, cuando borracho se metió en su bartolina durante su prisión en 1976 y la violó. Esto lo supimos gracias a que logramos que la liberaran y la enviaran a Argelia durante el secuestro de Roberto Poma en 1977. Cuando teníamos aventuras amorosas, estas quedaban en el interior de la organización, éramos un grupo endógeno, debido a las medidas de seguridad que la clandestinidad exigía. Las guerras del sexo se libraban a nivel interno entre Lil, Ana Sonia Medina, Janeth Hasbún Samour, Filomena, la Lupita, Luisa Castillo y los jóvenes combatientes, que éramos todos. Allí un viejo chusco, gastado y truquero, con panza de borracho cervecero, hablantín hasta por los codos cuando estaba a verga, como era Roque, no cuadraba, estaba fuera de contexto.

Luego de explicar a Barbarroja estos obstáculos que sustentaban mi oposición al ingreso de Roque al erp, él siguió insistiendo en la necesidad de que lo aceptáramos, era una condición que nos ponían los cubanos para seguir apoyándonos. Fue, en otras palabras y en buen cristiano, una orden.

¿También fue una orden las informaciones sobre Roque que solapadamente otros miembros del G-2 cubano me hicieron y que iban desde el señalamiento de su indisciplina, pasando por su sospechosa fuga de la cárcel y terminando con su carácter de intelectual pequeño-burgués oportunista, que había parasitado hasta entonces, durante largos años, tanto en Cuba como en Checoslovaquia?

Estoy seguro de que los cubanos lo que querían en realidad era deshacerse de Roque, y debido al aprecio que tanto Fidel como Barbarroja le habían tomado a Cayetano, por su condición de lacayo, decidieron echarme el muerto a mí. Me dio hasta no sé qué en el corazón, un quisquilleo, un segundo de tristeza me corrió por la cabeza, al saber que tendría bajo mis órdenes a aquel poeta indisciplinado que la irresponsabilidad de los cubanos enviaba directamente al matadero. Sabía que ese pobre borracho hablantín no iba a guardar las más elementales normas de seguridad en el país.

Con Roque Dalton como militante en las estructuras internas organizativas del erp, también arriesgaba la seguridad de mis hombres, y por ende la existencia del proyecto revolucionario del erp salvadoreño.

Las informaciones gratuitas sobre Roque, que Barbarroja me proporcionó a través de sus agentes, eran casi una condena a muerte al poeta. Me ponían en bandeja de plata la cabeza de aquel individuo de quien habían pruebas consistentes para tenerlo como un agente de la cia infiltrado en Cuba y en el movimiento comunista internacional. Las pruebas del Gallego, por ejemplo, las fotos de Roque en diferentes países y tiempos con el mismo agente de la cia, supuestamente su controlador, estaban avaladas por la kgb soviética que podrá ser una mierda en muchos aspectos, pero que es fiable al cien por ciento en lo que respecta a sus métodos de detección de agentes infiltrados por la cia en el movimiento comunista internacional. Me dio la impresión, desde ese momento, que tras la figura de Roque se escondía el destino trágico de las víctimas de las luchas de poder entre fracciones, desde que el mundo es mundo.

Se me cruzó por la mente que tanto Barbarroja como los cubanos habían detectado a Roque Dalton como agente de la cia desde hacía mucho tiempo, y le habían seguido el jueguito al permitir sus estadías en Praga y La Habana. Partían del hecho irrefutable que había sido contactado y reclutado por la cia poco antes de su famosa fuga de la cárcel en Cojutepeque. Nadie vive para contar que ha rechazado ser agente de la cia estando prisionero de la agencia, era la lógica. Y el servicio secreto cubano lo enviaba al erp, organización trotsquista de dudosa fidelidad a Cuba, a una muerte que en el fondo tenía el objetivo de provocar al erp, de sembrar la división y la autodestrucción para que Marcial saliera fortalecido. Debido a que no seguí ciegamente, como sí lo hizo Carpio, los lineamientos cubanos, pues critiqué a Fidel luego del fiasco de los diez millones de la zafra azucarera, en 1970 y 1971; los cubanos desconfiaban de mí.

Pisaba terreno fijo con mis señalamientos pues era respaldado desde la sombra por el espionaje chino y venía de realizar un trabajo impecable como correo clandestino en Europa para el servicio secreto cubano. ¿Es que la inteligencia cubana enviaba a Roque para que yo hiciera el trabajo sucio de eliminarlo como agente de la cia? Intuición o no, esta fue la certeza que tuve la mañana habanera durante mi entrevista con Barbarroja quien me ordenó aceptar en las filas del erp a Roque Dalton como asesor político.

La leyenda tenía por fin una explicación, al menos para mí. Estaba seguro de salir con vida de aquella aventura salvadoreña a la que me lanzaba con todas mis fuerzas; quizás con un nuevo rostro, una nueva vida y una nueva identidad. Se trataba tan solo de una muerte en el alma.

III. Desenroque 183

1. Lil

Tocó la noche en los tibios labios de Lil. Tenía una máscara, Julio Delfos Marín, y una nueva identidad en esa vida subterránea; los muchachos lo conocían como el tío Julio. El Choco Mira cumplió su palabra y gracias a las estructuras urbanas del erp en San Salvador, su llegada en plena Navidad, como un Santa Claus que trae como regalos pólvora y rabia contra la oligarquía, había sido normal, pasó el control policial del aeropuerto de Ilopango ("lugar de las banderas y los maizales", en pipil, recordó), con tranquilidad.

Con Lil, quien también era poetisa, al igual que Eduardo Sancho y Alfonso Hernández, el pequeño Chiquitón, había congeniado más que con el grupo militarista del que se había rodeado el Choco Rivas Mira, al que apoteósicamente llamaban Estado Mayor.

Él y el grupo de poetas constituían, junto con Ernesto Jovel, la comisión política que tenía el nombre de Dirección Nacional del erp. Desde el principio afloraron divergencias, comenzando porque el nombre del periódico clandestino que bautizaron como Por la causa proletaria; los militaristas se lo cambiaron por El combatiente. Esas y otras divergencias eran motivo de guerra civil entre el Estado Mayor y la Dirección Nacional del erp según sabía ya a ciencia cierta Roque Dalton, alias Julio Delfos Marín, alias "El tío Julio", alias "Ernesto", el responsable de la célula ideológica "Vanguardia" del erp.

No todos estaban alineados y alienados con la frase de que el poder nace del fusil. Uno de los comandantes más destacados, el joven ebanista Armando Arteaga, alias Pancho, había trabado amistad con él; ambos tenían un carácter alegre, extrovertido, irónico, antisolemne, que los había identificado y llevado a una productiva amistad.

Compartía casa clandestina con Lil. Era noche en La Libertad. La besó largamente y como quien navega un río lleno de rápidos y cascadas, los recuerdos se agolparon. Praga, Moscú, el Parque Centenario, y ahora esta casa escondida y enloquecida con la paranoia de la guerra civil en el interior del erp.

La belleza de Lil, singular y esotérica, debido al aguaje adquirido por el clandestinaje, transformó la luna llena; esa misma luna que no veía desde hacía nueve años, en caricatura de nostalgia. El calor era sofocante en el cuartucho que les servía de alcoba, a pesar de que el ventilador funcionaba a tope. Eran extraños que tenían cien años de conocerse, hasta para expresar la intuición del peligro que rondaba permanentemente. “Apaga la luz antes de encender el último cigarrillo”, dijo la muchacha flaca, pelo negro, nariz aguileña, voz serena y segura, añosa, entrando en la adolescencia de la madurez y la muerte, en el sonido de la tristeza.

La luna empozada en las calles de la ciudad, gran zoco de la miseria y el hambre, era el espejo quebrado donde naufragaban la peste y el morbus que azotaban la urbe. Luna ebria caída de espaldas al mar donde fluían ríos alimentados de de­sechos químicos y estiércol, a la que las siete plagas bíblicas con su pleamar volvían más luminosa y redonda. La ciudad, el país, un mar de mierda. No hagan olas. “La cuchilla”, gritaba el eco de Dios borracho desde algún bar de mala muerte aledaño al puerto de Acajutla y de esa casucha invisible donde pernoc­taban desde hacía una semana.

Lil y su perfume trágico que abría las puertas del esplendor y el gozo. La vio en la oscuridad con la mirada del recuerdo: flaca, desnuda, alta, con el perfil de su rostro bañado por la cabellera negra que le llegaba hasta los hombros y que resaltaba sus senos medianos y erectos, la sonrisa sensual y el brillo de sus ojos cafés.

Le venía a comunicar a él que el erp estaba dividido, y que se cuidara del Estado Mayor. Era joven, saludable, y estaba enamorada. ¿La vida es un juego del cual no saldremos vivos, entonces, en resumidas cuentas, solo un sueño, o solo una pesadilla? ¿Qué más puede pedirse de un mundo que, cotidiano, nos acerca a la muerte? Boleros, rancheras, tangos y corridos hablan de esta etapa que dura solo una vez, el amor y la juventud, pero también la vida.

Le informaba que tanto Sancho, su responsable, como el pequeño Chiquitón, Jovel, ella y Pancho, habían cerrado filas en torno a la comisión política, o estaban en esos momentos por hacerlo. Eran momentos claves, había que tomar decisiones, Roque.

En la ciudad, a pesar de que finalizaba el verano, caía un calor cargado de melancolía, desesperante, ahogaba el alma y los recuerdos, después del cual llegaba una tranqui­lidad cargada del silencio de la madrugada, a pesar de que el calor se volvía más insoportable.

¿Es que de nuevo se repetía la historia de Caín y Abel? ¿Y la lucha fraticida que se avecinaba en el interior del erp sería entre el Estado Mayor y la Dirección Nacional? ¿Entre Rivas Mira y Roque Dalton? ¿Entre los militares y los intelectuales? ¿Entre el fusil y las palabras? No podía creerlo, los militantes del erp estaban hermanados por el riesgo de jugarse el pellejo en aquella maldita clandestinidad, en aquella guerra sorda, invisible e interminable. Conocía al Choco Mira desde La Habana, gran amigo, excelente y cultivado cuadro, venía desde el mayo francés y el 68 alemán, cuna de la última revolución del pensamiento europeo. También conocía y había intimado con los muchachos que le rodeaban, El Vaquerito, con los jóvenes universitarios Joaquín Villalobos, alias René Cruz, Lupita Martínez, Ana Sonia Medina, Rafael Arce Zablah, y con los más jóvenes que estudiaban en el Bachillerato de Artes como Mario Vigil y Jonás. Eran una hermandad rebelde, unidos por la guerra popular prolongada en la cual estaban comprometidos. ¿Por qué razón iban ahora a entrar en divergencias? Mucho menos a batirse a balazos. ¡Por Dios! ¡Me cago en los cojones de Mao! Eso sería el acabóse, había expresado a Lil, una lucha fratricida significaba tirar todo por la borda, deshacer con las patas lo que tanto desvelo les había costado.

Sabía que por ser él el más viejo y el de más experiencia, tenía como tarea limar asperezas entre las fracciones enfrentadas. ¡Coño para esto me mandó el hijueputa del Ga­llego Piñeiro, a hacerle de cambiapañales de niños cagados!, maldijo para sí.

Lil. Y el olor al peligro, a la tristeza, a la muerte. Siempre presentes en mi vida, que retornan como aves de mal agüero ahora que este El Salvador entra más densamente en mis venas. Lil o el delirio.

El país había cambiado en nueve años. También su gente y sobre todo sus jóvenes. La juventud de ahora no era la misma de su lejana juventud; habían llegado de la adolescencia con valores más urbanos, influenciados por el rock and roll y menos contagiados de las bayuncas canciones mexicanas. Hasta los vientos de octubre de su lejana infancia habían desaparecido. Ahora eran, cuando más, vientos o ventiscas de enero. El país entero se transformaba en un planchón de cemento y asfalto lleno de maquilas, tenderos y templos del con­sumo, como esos gigantescos almacenes que cual suntuosos oasis florecían en la recién iniciada parte comercial descentralizada de San Salvador. De aquél tiempo ahora casi antediluviano, cuando su madre tenía la tienda "La Royal" en el barrio de San Miguelito, precisamente en la esquina de la calle Cinco de Noviembre y la calle a Mejicanos, queda el recuerdo de sus noches bajo lluvias torrenciales. Entonces bebía en guacales el chocolate espeso acompañado por el pan francés, o saboreaba, como los dioses pipiles, las tortas de Panchimalco que la india pancha Rosita traía desde ese pueblo pipil para su venta en la tienda.

Lil. Han transcurrido siglos desde mi salida al patio a orinar bajo la luna de fuego después de amarla por primera vez, y este momento cuando ella se ha recostado a mi lado izquierdo, en la sofocante noche de plenilunio, con la parafernalia de siempre que usa para fingir ser la secretaria modelo de su vida cotidiana que le sirve de camouflage en el vecindario: perfume de rosas y magnolias, cuerpo oloroso a talco y shampú recientes, voz suave. Otro capítulo aparte lo constituye su sexo húmedo y velludo, sus labios frescos y su mirada penetrante aún en el laberinto del fondo de la noche.

Me cuenta que probablemente tengamos que separarnos del erp. Sebastián Urquilla, el Choco, alias Alejandro Rivas Mira o el Gran Capitán, quiere hegemonizar el erp bajo su mando supremo, y en esos planes la Dirección Nacional donde estamos Sancho, Jovel, tú y yo, queda prácticamente desarmada, bajo sus órdenes y sus manías, bajo su paranoica conducta y sus desplantes de genial estratega revolucionario.

Es una locura, lo sé, para supremos mandos cacas, pre­fiero mejor a esas negritas cantantes de soul music, The Su­prems, Donna Sommers, Roberta Flack, Aretha Franklin, o, ya en plano de combate, mejor a la cerveza Suprema, el placer, la rubia vestida de verde, por el color de su envase embote­llado, le responde a Lil. No te preocupes cariño, el enemigo, gracias a Lenin y a Marx, no está en casa sino en los cuarteles y los bancos de los multimillonarios salvadoreños, hablaré con Sebastián Urquilla de tú a tú, es un gran chero, la pura mar y sus conchas, excelente conversador. ¿Cómo vas a creer que un hombre de su talla, que viene de conocer mundo y las más novedosas experiencias revolucionarias de Alemania y Francia, va a caer en semejantes truculencias de aldea, en esa megalomanía de pueblo?

Mientras, los sauces llorones de un parque lejano ulu­lan entre la brisa y los sueños, a pesar de que los maquilis­guats, los madrecacaos y los caraos en flor han desaparecido y los gorriones caen con las alas abatidas, envenenados por el aire cancerígeno del país, de aquella remota región donde bate la Mar del Sur. Ese es el problema central, aceptó Lil. Al Choco Mira se le ha metido entre ceja y ceja que él tiene que ser el jefe supremo, se le subió la mierda a la cabeza, más de lo que siempre la tuvo. De nada le ha valido su supuesto IQ de caca, mucho menos su paso por Tubinga, París o La Habana. Te lo repito querido Roque, este país envenena también la mente de su gente, como envenena a sus pájaros y a sus peces. Aire, fue­go, agua y subsuelo, todo está bajo el efecto del fétido azufre de nuestros volcanes.

El Gran Capitán ha vuelto a sus delirios de grandeza juveniles. El Superhombre nietzschiano, el übermensch, los demás somos títeres que debemos bailar como marionetas disciplinadas la marcha militarista que su delirio de persecución y su paranoia producen, una marcha hacia los infiernos. Amado Roque, repitió tantas veces Lil, Sebastián Urquilla es de los que en nombre del bien comunitario, del paraíso terrenal para to­dos y de la revolución popular, han conducido a la humanidad a Auschwitz o a los Gulags, un profeta del érebo, cuyo camino está empedrado de buenas intenciones. Y no te lo creerás, pero una de las principales responsables de inflarle su ego enfermo es su mujer, Angélica Meardi, Gertrudis, la “Chele Patanga” de hombros caídos tan fácil de detectar por su original caminado. Ella, que actualmente es profesora de tercer ciclo de Soyapan­go, es la principal aduladora del Gran Capitán, y la que le mete en la cabeza esas ligerezas de que es el jefecillo supremo. La Chele Patanga nos odia. Tan bonita y tan amable, pareciera que no quiebra un plato, pero es una víbora en sus adentros. A ti porque le quitas luz, le haces sombra a su marido; a mí, porque antes de ella yo fuí amante del Choco Mira, recién venido este de Europa, cuando nos contactó a los jóvenes universitarios del Movimiento Social Cristiano, para crear las estructuras de la primera guerrilla urbana en San Salvador, “El Grupo”, que realizó el secuestro del caficultor millonario Ernesto Regalado Dueñas.

Gertrudis y sus fantasmas. Ya ves, esa mujer que parece un ángel, blanca, hermosa, puede ser la caparazón donde se anida un odio visceral. Nos aborrece porque el Gran Capitán en realidad es un gran mediocre a la par tuya en términos intelectuales, ello dicho sin menospreciar su talento de hormiga, que de seguro lo tendrá. A mí me odia porque he sido la mujer anterior del hombre que ella ama, y todavía debe de sospechar que, debido a que estamos siempre en contacto, hay un peligro de que regresemos, o de que la engañe conmigo, dado caso yo me decidiera a acostarme otra vez con él. Somos los fantasmas que ella ve a través de la piel y la máscara de Rivas Mira.

Tendré que mediar, cavilaba Roque; esta frase le trepanaba el cerebro aquella noche cancerígena. Mediar entre niños que se han metido a jugar a la guerra de verdad. Mediar entre mis años de juventud salvaje y madurez atemperada.

Lo recuerdo con este rictus amargo que hace más soportable esta vida dura del clandestinaje, sé bien que estoy purgando aquellas metidas de pata con los míos. Sobre todo después de que en La Habana, cansada y harta de mí, Aída me pidió el divorcio para casarse con el “Tigre” Sarita de la O, aquel dominicano pura alegría, con una mozorola de altos vuelos, una gran verga de Pedro Urdemales, una tranca calibre mayor, y para más joder, a quien yo mismo llevé a casa. Y quién iba a creerlo, Aída me terminó engañando con él, se cansó de mis borracheras, de mis aventuras con otras mujeres, de mi irresponsabilidad, de mi cobardía. Terminó divorciándose de mí y casándose con Sarita de la O. El colmo de los colmos fue que los hijosdeputa cubiches no quisieron darme otra casa, ni que les hubiera pedido una mansión, con cualquier cuchitril en el último rincón de La Habana me conformo, les dije, incluso se lo pedí al comemierda del Gallego Piñeiro, quien se hizo el pendejo como diciendo a mí no me vengas con tus problemas domésticos. Todo esto lo pedía para no pasar las torturas mentales en las noches, cuando en el cuarto de al lado oía los bramidos de Aída mientras era ensartada por la gigantesca verga de negro del dominicano; con solo imaginarme a la pequeña pajarita de Aída tragándose semejante tranca me volvía loco, sobre todo cuando sus grititos terminaban en chillidos de gata caliente, era claro que nunca había gozado de una verga de tal calibre y que se estaba divirtiendo de lo lindo, cogiendo duro y parejo todas las noches mientras yo me moría de celos con mi amargura de cornudo impotente unos cuantos metros al lado de aquella cogedera que no tenía fin y que hacía traquetear y rechinar los resortes del catre nupcial, que yo mismo había comprado hacía un par de años. Era un infierno que me hacía terminar buscando un trago fuerte en casa de algún poeta hermano en El Vedado.

Los cerotes del Comité de Defensa de la Revolución (cdr) de mi cuadra tampoco apoyaron mi solicitud, estaba apestado en el vecindario como un asocial borracho seudorrevolucionario que vivía parasitando de la revolución. El cdr nunca aprobó mi solicitud para recibir una casa lejos de aquel infierno. Ahí comenzó mi rodada cuesta abajo. Creo que por ello aceleré mi venida a El Salvador. No tenía escapatoria.

¿Años de la vida real o del sueño? ¿Siglos de una pesadilla? Demasiado tiempo para un sueño. Buscó en la oscuridad sus labios, cerró los ojos, empezó a volar por el mar, las montañas, los volcanes, la besó. El calor asfixiante de las calles cercanas llegaba con el bullicio de los últimos transeúntes y giró sus manos ciegas hasta sus pezones erectos. Los acarició con la misma pasión de hacía meses, pasión recién nacida, y se introdujo en un túnel del tiempo, mientras los palpaba. Ya en las fronteras del sueño recordó a Dios borracho (¿Él mismo?) y sus amenazas. "Se la merecen", suspiró convencido mientras se dormía. Este perro mundo no tiene remedio.

La humanidad es la más gigantesca fábrica de mierda del universo, en cuyo mar de estiércol se mantiene a flote, murmuró. En sus borracheras divinas, Dios lanza no unos dados cargados, sino una inmensa cuchilla que pasa rozando el océano de estiércol en que nada la humanidad. Quien no hunde la cabeza es decapitado. Mientras tanto, hay que mantenerse a flote y de vez en vez, tragar amargamente mierda en estado químicamente impuro cuando los gordos vecinos de al lado hacen olas. ¡Naden hijos de puta, badulaques de a cuartillo, humanidad enmierdada hasta el tuétano de los huesos! "¡La Cuchilla, hijos de su puta madre!" grita una voz lejana en la Mar Océano. “No hagan olas”, exclaman ahogándose en mierda millones de ciudadanos modelo en los cuatro puntos cardinales. Antes de dormirse, Julio Delfos Marín, Roque Dalton, como verdadero exjesuita, rezó y rogó, "¡Dios maricón, no nos vengas con tu reino aburrido y maniático! Lanza mejor la cuchilla intermitentemente hasta que estos cinco mil millones de hijos de puta se ahoguen como ratas apestadas en su mar de inmundicia!" Esa fue su oración a aquel Todopoderoso de papel, a Dios, sin sospechar que a esas horas Éste vomitaba en algún callejón del Puerto de La Libertad, las bazofias alcoholizadas de la última noche.192

2. Pancho

El 13 de abril de 1975, cuando me apresaron las unidades militares del Vaquerito, en la casa de Lil Milagro Ramírez ubicada en la Colonia Santa Cristina del Barrio Santa Anita, por orden de Sebastián Urquilla, algo me dijo que ese era un golpe ya esperado por mi compañero de infortunio, Pancho, quien dos horas antes había sido apresado en el Barrio San Miguelito por Jonás. Fue todo un operativo militar que los esbirros del Estado Mayor del erp nos tendieron.

A Pancho lo había conocido recién ingresado a El Salvador, en la primera mitad del 74. El nombre de aquel joven ebanista era Armando Artega, experto en demolición y explosivos que nos adiestró durante algunas semanas, las suficientes para que coincidiéramos en tomar la vida con humor y júbilo, con ironía más que con tristeza. La lucha revolucionaria no tenía por qué ser la de un puñado de mártires que se la pasan eternamente sufriendo en la clandestinidad, me dijo, aquí también hay lugar para la risa, la lucha revolucionaria debe ser un canto a la alegría, a la jocosidad y, por qué no aceptarlo, a la jodarrria y al valeverguismo, dosificados, sin caer en el total abandono de ideas y disciplina, agregaba Arteaga.

Era ebanista, según me contó en medio de un millón de risas, también había sido canillita vendedor de periódicos y coyote de objetos robados en la Plaza Barrios; venía de abajo, pues, sus padres eran de escasos recursos económicos, apenas le dieron escuela y comida hasta su adolescencia. Se había criado en la Plazuela Ayala del Barrio de Concepción, en un pasaje que quedaba a la vuelta del local de la Unión de Trabajadores de Ferrocarrileros (utf). Llegó a la lucha convencido de que la oligarquía y burguesía nuestras solo tendrían oídos a la razón de las armas en la mano. Ingresó a la revolución reclutado entre los dirigentes estudiantiles de secundaria que apoyaron la huelga de maestros de junio y septiembre de 1971. Ahí había conocido al poeta Cirilo, el secretario de propaganda de los estudiantes de secundaria y director del periódico Poder estudiantil, en cuya plana de redacción él trabajo junto con el poeta Rigoberto Góngora, en los talleres de la Editorial Universitaria. Allí conoció a los poetas José María Cuéllar, Salvador Silis, Alfonso Quijada Urías, quienes trabajaban como correctores de pruebas, así como al director de la Editorial, el poeta Manlio Argueta. Por ello habíamos congeniado muchísimo más.

Con ellos se desvelaba durante la huelga de maestros del 71 en la imprenta universitaria editando Poder estudiantil. Me pareció estar con uno de los míos, a pesar de la diferencia entre mis 39 años y los 23 de Pancho. Concordamos en mucho, sobre todo cuando me dijo que el poeta Cirilo le había presentado a varios poetas jóvenes, con quienes corregía las galeras impresas de los periódicos universitarios: El Tiempo, órgano de la rectoría, que dirigía Quijada Urías, así como La Opinión Estudiantil, órgano de la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños (ageus), que dirigía Manuel Rivera, su secretario general con quien yo había conversado en 1972 en La Habana, antes de mi partida a Corea y Vietnam. También conocía la revista literaria de los poetas de la Universidad, La pájara pinta, dirigida por Manlio.

Todo aquel universo del que Pancho venía me fascinó, teníamos mucho en común, aparte de ser bromistas y gozar el humor y la desacralización de cuantos nos rodeaban.

Pancho era mi hermano menor. Y él, a pesar de ser uno de los mejores cuadros militares de Sebastián Urquilla, se encariñó conmigo al grado de hacer causa común con la línea que tiré de dar prioridad al estudio político antes de lanzarse a las acciones armadas.

Era negrote, alto, la cicatriz en la ceja derecha la teníade una caída cuando niño que le había partido la frente. Tenía un diente de oro en la parte superior de la cavidad bucal, que volvía más expresivos y burlones sus sonrisas y comentarios. Su mentor había sido el poeta Cirilo, de quien a principios de enero del 74, leímos unos poemas aparecidos en el Diario Mundial, con una foto suya acompañando al poeta místico, también mi hermano revolucionario, Ernesto Cardenal, en el volcán Irazú de Costa Rica. Cirilo le había presentado a Alfonso Hernández, el Pequeño Chiquitón, que militaba en nuestras filas, y a otro poeta que lo acompañaba en su labor de editar el periódico estudiantil, Rigoberto Góngora.

Cuando me sentí más hermanado, sin embargo, fue cuando Pancho me dijo que había participado en la redacción del pasquín La Jodarria, distribuido durante el “Desfile Bufo” que hicieron los estudiantes universitarios en las calles de San Salvador en agosto de 1971, y donde se caricaturizaban a los principales personajes de la política oficial del país. Este “órgano viril de la irreverencia al servicio del mal humor”, que yo había fundado en tiempos de mi lejana juventud, durante la lucha contra el dictador José María Lemus, seguía pues, con vida. Estos recuerdos llegaron la noche de abril cuando el Vaquerito nos informó que, por indisciplina, al no haber entregado armas el día anterior al regresar del entrenamiento de un grupo de obreros realizado en Ilopango y San Martín, quedábamos arrestados.

“Me huele mal todo esto”, gruñó el Negro Pancho antes de ser detenido. Tras aquella leve falta de disciplina se escondían los desencuentros entre el Estado Mayor y la Dirección Nacional, entre el organismo militar y la comisión política, entre Rivas Mira y yo, pues este, azuzado por Angélica Meardi, alias Gertrudis, me tenía en la mira. Es jodido que el jefe te tenga ojeriza, murmuró Pancho. En las últimas semanas era el receptor de las miradas de desconfianza y de insinuaciones sobre infiltrados en el erp que Rivas Mira me hacía directamente. No dudaba de que el Choco Mira tenía por falso el bulo de que la cia me había reclutado durante mi última carceleada en Cojutepeque hacía nueve años, y que mi famosa fuga era una leyenda armada por los gringos para despistar. A tanto no llegaba la idiotez del Gran Capitán. Pero me tenía desconcertado, ya que poco a poco, de la confianza y camaradería mutua que nos teníamos en La Habana, pasé a sentir su mirada despectiva, su risa sarcástica, incluso cuando me invitaba a beber o cuando hacía llegar a mis lugares clandestinos exquisitos vinos, whisky o el clásico “jerolán” salvatrucho, fuese “Tick-tack”, “Espíritu de caña” o “Muñeco”. Luego he comprendido que lo hizo con el objetivo de que yo perdiera credibilidad ante los demás militantes, con el argumento de mi alcoholismo irredento.

La vez que me sacó de quicio fue cuando, reunidos en una casa de seguridad de la colonia Escalón, la colonia de los ricos, tomó, o mejor dicho, estrujó los apuntes estratégico-políticos que habíamos trabajado con Lil y Sancho, los hizo un pliego doblado y los puso como cuña a una pata de la mesa donde estábamos bebiendo, que cojeaba. Lo hizo para darnos a entender que nuestros planteamientos no le decían nada, que le importaban un comino. Pero se le notaba la rabia de leer unos apuntes que denotaban una seriedad ideológica a la cual él, a pesar de sus embustes, no había llegado, producto de búsquedas teóricas revolucionarias que habíamos escrito con Lil y Sancho; se le notaba la envidia, se puso pálido y comenzó a sudar. Los nervios lo traicionaron y para demostrarnos que él era el jefe, los estrujó y los usó como cuña para equilibrar la mesa; el bobo de Joaquín Villalobos, allí presente, aplaudió en silencio con su sonrisa de cretino aquella demostración de fuerza del Gran Mentecato. Su quijada de burro se desternilló de la risa con este desmán del Gran Capitán; Joaquín Villalobos, alias René Cruz, es el clásico asesino lombrosiano, de ser ciertas tales teorías. Claro que al nomás retirarnos los volvió a sacar y a leer con lupa para escudriñar las ideas allí expuestas. Y lo que allí planteamos fueron tres lineamientos fundamentales que el erp hizo propias tiempo después, como la fundación del Partido de la Revolución, la creación de un Ejército Popular y la fundación de un Frente Amplio de masas, que se concretizó después, tanto en la fundación del Frente de Acción Popular Unificada (fapu), como con el frente de masas “Ligas 28 de Febrero” y la creación del Partido de la Revolución Salvadoreña.

Yo tenía conciencia de esta debilidad ideológica en la organización, y debido a ello trabajé en todos esos documentos junto con Lil, Sancho y Jovel, que supuestamente el Gran Capitán se pasó por el culo. Para ese entonces el erp era una banda de forajidos, de delincuentes jugando a Robind-Hoods, le hacía falta una base político-ideológica.

En esos apuntes estrujados que sirvieron de cuña a la pata de la mesa coja del Gran Capitán, estaban diseñadas las estrategias del aparato político-ideológico. La idea de fundar el Partido de la Revolución Salvadoreña (prs), la tomé del modelo que José Martí creó con el Partido de la Revolución en Cuba para la lucha independentista a finales del siglo xix. La estrategia de crear “Comités militares” en cada barrio, fábrica, escuela, oficina o cuartel, la trasladé de los "Comités militares" que funcionaban en Vietnam del Sur. La otra tesis desglosada en esos papeles que aparentemente el Choco Mira se pasó por los huevos, era la creación de un frente amplio, que no era nada nuevo; no estábamos inventando el cero ni descubriendo América, pero era necesario plasmarlo como idea programática en las condiciones nacionales de El Salvador. Esta estrategia política la había estudiado en Praga, cuando analizábamos en los diferentes seminarios políticos de la Revista Internacional, la estrategia del “Frente popular” que creó George Dimitrov en Bulgaria durante la lucha antinazi en la Segunda Guerra Mundial, y que fue el preámbulo para la creación en El Salvador del Frente de Acción Popular Unificada (fapu), y luego las “Ligas 28 de Febrero” erpianas. Oponía al simplismo maoísta del Gran Capitán de que el poder nace del fusil, la lucha político-ideológica desde el terreno de las organizaciones de masas.

Esa fue la llaga que más lo marcó. Rivas Mira hizo como que no dio importancia a los planteamientos teórico-ideológicos que ha elaborado la Dirección Nacional, vale decir la Comisión Política del erp. Su ego e ignorancia no le permitieron aceptar este hecho.

Rechazó dichos planteamientos por no haber sido él quien los formuló, aunque después se apropió de los mismos y los hizo pasar como suyos; tan infantil es su megalomanía y su delirio de cuadro elitista por encima del bien y del mal. Se cui­da de guardar su imagen, pues a ese montón de adolescentes tarados a los cuales tiene apantallados, comenzando por Joaquín Villalobos y terminando con niños escueleros como el Vaquerito, Mario Vigil o Jonás, le es fácil engatusarlos. La cultura general de estos no llega ni a tercer ciclo de Educación Básica, mientras él viene de universidades europeas. Ven en Rivas Mira a la lumbrera que viene de París y Alemania a darles nuevos conocimientos teóricos.

Lo veneran más que a Marx, el colmo de los colmos, y lo que da una idea de su nivel ideológico pues, argumentan, “Sebastián Urquilla es teórico y práctico, ideólogo y guerrillero, al contrario de Carlos Marx que nunca tomó un fusil”. Estas joyas de la ignorancia política más recalcitrante se las debe el erp a Gertrudis y al Vaquerito. No sé por cuánto tiempo seguirá engañándolos; en política la lógica es a veces ilógica, y los alumnos superan a sus maestros en cuestiones de días o semanas; no sería raro que estos mocosos lo manden a la mierda un día de estos.

Pancho ha sido de los primeros en dudar de la omnisapiencia del Gran Capitán, por eso no se inmutó cuando nos dijeron que estábamos capturados. Menos mal que luego nos pusieron a ambos como prisioneros en la casa de seguridad que aún está siendo cuidada por la gente de Lil y Sancho, es decir, por camaradas leales a la Comisión Política.

Ese es otro lío tras bambalinas. La desobediencia de Pancho. Me contó que estaba nervioso, agotado, de solo andar halando el gatillo. Desobedece, no tan solapadamente, al Gran Capitán. Desautoriza sus tácticas seudorrevolucionarias por ineficaces, y lo hace él, que es quien lleva a cabo muchas de las operaciones militares del erp. Una cosa que le censura Pancho a Rivas Mira es que este premia en metálico y con prebendas a los combatientes que matan guardias y policías o roban exitosamente bancos y carros blindados. Es un díscolo militarista, un chafarote al revés, nos dijo un día Pancho, cuando nos confesó que a unos militantes recién ingresados, humildes, pues eran campesinos, les compró como regalo unos trajes caros, corbata incluida, de "El mundo elegante", cuando ellos mataron a tres agentes en un asalto al puesto de guardia en Santa Elena, en el departamento de Usulután. Este es el verdadero Gran Capitán.

Signos de confusión ideológica y de agotamiento nervioso de algunos combatientes debido a la falta de educación política me motivaron a que como miembro de la Dirección Nacional o Comisión Política del erp propusiera que se congelaran las acciones armadas y que se fomentaran los círculos de estudio de las células guerrilleras. Cada combatiente debe estar consciente de que cuando dispara para dejar fuera de combate al enemigo de clase personificado en un policía o un guardia, para asaltar un carro blindado, un banco o para secuestrar a un enemigo del pueblo, está realizando una acción revolucionaria diferente a la del delincuente común.

Propuse que diéramos más estudio teórico-ideológico para que nuestros combatientes supieran distinguir entre la violencia revolucionaria del erp y la violencia fascista del gobierno del Coronel Arturo Armando Molina, así como de la violencia criminal del vulgar delincuente. Aquí se dio un encuentro de ideas y una coincidencia de pensamiento con Pancho. Habíamos encontrado la respuesta a un cúmulo de dudas que nos atormentaban en nuestro bregar revolucionario.

Es lo que hace falta, has dado en el clavo Tío Julio, dijo Pancho cuando le expuse esos planteamientos políticos que presenté como propuesta al Estado Mayor del erp.

Vuelvo a la fatídica noche de nuestra captura el trece de abril de 1975. “Este arresto tiene el vistobueno de la Co­misión Política”, remachó el Vaquerito cuando me encañonó y encapuchó. “Incluso quedarán arrestados en una casa de seguridad bajo control de Lil”, argumentó horas más tarde cuando supimos que Jonás había capturado a Pancho en el Barrio San Miguelito.

Pancho los putió, cómo no iba a hacerlo si aquello era una cabronada. De nada valieron los convincentes argumentos de que no habíamos llegado a tiempo la noche anterior para entregar nuestras armas a la hora reglamentaria luego de haber entrenado a un grupo de obreros en Ilopango, debido a que nos dejó el autobús antes de pasar una de las cuestas que dan al lago, y tuvimos que subirla a pura canilleta hasta llegar a la carretera. Les demostramos que por eso habíamos dormido con los hierros, pero que los habíamos entregado a primeras horas del día siguiente.

Pancho sospecha algo irregular en esta captura, debido a la nimiedad de los cargos, que no merecen tal medida, “ya sé qué se traen entre manos hijosdeputa, a mí no me van a dar paja, porque también soy de su misma jauría pendejos y cuando ustedes van yo ya he venido tres veces, así que mejor disparen ya y acabemos con esta farsa”, les ha gritado mientras nos conducen a lo que ellos llaman la cárcel de pueblo.

Y tiene razón. La línea de la Comisión Política exigiendo mayor formación política mediante círculos de estudio para los combatientes caló en las bases militaristas del Estado Mayor. Creó una situación de impasse.

Mientras Sebastián Urquilla y su cohorte de admiradores sostiene que la mejor escuela política es el hambre y la explotación de nuestro pueblo así como el combate armado, nosotros pedimos análisis crítico y formación política.

Muchos han desobedecido las órdenes militaris­tas que se siguen dando. Y como Pancho, por ser uno de los comandantes que más han estado involucrados en asaltos, secuestros, recuperación de armas y enfrentamientos, tiene seguidores que lo respetan y están dispuestos a seguirlo, el Estado Mayor ha visto con terror que puede perder, y de hecho está perdiendo, autoridad entre sus combatientes.

¿Es esto entonces el acabose del erp? ¿El enfrentamiento fratricida fraccionalista? Pancho terminó replegándose a mis lineamientos políticos, algo valioso, porque este negro cabrón tiene los huevos no redondos sino que cuadrados y muchos combatientes darían todo lo que poseen por morir junto a él, de tanto que lo quieren y lo respetan.

Uno de los últimos desencuentros que se han dado entre los seguidores de la línea política de la Dirección Nacio­nal y los militaristas del Estado Mayor, fue la planificación del asalto al Banco Agrícola Comercial en Mejicanos. Para ello movilizó a una célula donde estaban los combatientes Armando y Mauricio, quienes, por estar concentrados y aislados durante las últimas semanas, no tenían noticia de toda la dimensión de la lucha ideológica en el interior del erp. El Estado Mayor les dio las instrucciones del caso, y les ordenó estar con las armas listas a las ocho de la mañana frente al banco, a la hora de apertura de sus oficinas. Allí llegaría el que comandaría la acción, de quien, era lógico, no les dieron la identidad, solo les dijeron que llegaría vestido con pantalones jeans, zapatillas deportivas, camisa celeste y cachucha azul. El Estado Mayor nombró jefe de ese comando a Pancho. Un pulso de poder. Una manera de ponerlo a prueba y de medir la correlación de fuerzas. Pancho me lo comunicó, pues tuvo tiempo el día anterior de zafarse de la casa de seguridad donde estaban concentrados y de llegar al punto de reunión de reserva que tenemos los días martes y viernes a las dos de la tarde, en el Parque Infantil, para comunicarnos. “No voy a dirigir ese asalto”, exclamó airado. “No participaré más en acción armada alguna mientras no se resuelva tu propuesta de los círculos de estudio”, recalcó. Y no fue.

El problema, y por ahí van las dudas y la desconfianza de Pancho, es que los combatientes Armando y Mauricio sí llegaron a las ocho de la mañana a la entrada del Banco Agrícola Comercial de Mejicanos. Esperaron al que comandaba la operación, esto es, a Pancho, más de diez minutos fuera del banco, pero él no llegó, pues ya lo había expresado en reunión a sus jefes militares. Pero estos no suspendieron la acción, ni avisaron de este cambio a Mauricio y Armando, quienes, aguardando a Pancho en las afueras del banco, despertaron las sospechas de los policías que custodiaban el banco, que pidieron refuerzos al cuartel general de la Policía Nacional. Cuando se dirigieron para pedirles la documentación personal, ellos respondieron sacando sus armas y disparando; se armó una balacera en la cual ambos fueron abatidos y luego rematados en el suelo agonizantes, aún con vida.

Este es un lío de un gran calibre. Porque el Gran Capitán y sus seguidores militaristas acusan de la muerte de Armando y Mauricio a Pancho, pero también a mí, por ser el instigador de la desobediencia de Pancho y de otros combatientes y, de hecho, el que promueve, “con quién sabe qué oscuros intereses”, según reza la acusación, el fraccionalismo y la indisciplina en el seno del erp.

Tengo fe, pese a todo, de que vamos a entendernos con Sebastián Urquilla cuando nos sentemos a conversar. No creo que sea tan cerrado, mezquino y corto de visión para no discutir entre camaradas este problema interno y solventar nuestras divergencias. La ropa sucia se lava en casa. Incluso hasta saldremos fortalecidos como organización de esta lucha ideológica que, viéndolo desde este punto de vista, es saludable.

Pancho me ha mirado tristemente en el momento cuando nos llevaron presos por separado. Creo haber oído un “hasta siempre poeta” de sus labios, dicho en voz baja cuando lo vi partir hacia el fondo de la noche con sus captores. A mí también me trasladaron al final de la luz, cuando el Vaquerito y Joaquín Villalobos me vendaron los ojos, camino de la cárcel del pueblo.

Cuando el Vaquerito, jefe de seguridad que dirige los interrogatorios, preguntó a Pancho por qué han tardado más de doce horas en entregar las armas usadas, Pancho le respondió: “No voy a discutir con los que me están apuntando. Me han enseñado que se apunta solo a los enemigos”, esto es lo último de Pancho que oye Julio Delfos Marín, el poeta Roque Dalton García, el tío Julio, esa noche de su captura.

3. México. Rivas Mira

Aquel viaje a México terminaría cambiando las reglas del juego. Lo mandamos como correo clandestino del erp rumbo a México, D.F., Roque Dalton no sabía que tras él enviamos un controlador. Era una medida de seguridad rutinaria, y también especial, ya que la personalidad de Dalton siempre nos dio dolores de cabeza en cuanto a la seguridad debido a su alcoholismo, la falta de compartimentación e indisciplina.

Yo, que había sido correo clandestino del espionaje cubano en Europa, conocía al dedillo las reglas de este jueguito, aquí Roque jugaba en mi cancha. Mordió el anzuelo. No le teníamos tanta confianza a pesar de su excelente trabajo como asesor político. Gracias a él nos fusionamos por breve tiempo con las fpl del viejo Marcial, es cierto, pero a mí aquel poeta con ínfulas de ser el más experimentado, el más viejo, el más preparado teóricamente y el ideólogo de la organización, me caía de la patada.

Sobre todo luego de las discusiones sobre la invasión soviética a Checoslovaquia que, entre trago y trago, aquel badulaque defendía a capa y espada en intensos debates etílicos que terminaban empatados, pues el alcohol nos enviaba a todos a la cama.

Jamás debió entrometerse en estos jueguitos demasiado serios para un soplamocos seudorrevolucionario, borracho empedernido y poeta de corazoncito cursi. El teatrero chapín Manuel Galich le predijo en La Habana que si en la vida guerrillera cometía las mismas imprudencias alcohólicas — léase grandes borracheras—, que hacía en La Habana, terminaría frente a un pelotón de fusilamiento, pero revolucionario, pues en la guerrilla hasta el retraso de un minuto puede costar la vida a alguien.

La milicia no era para aquel vodevil de los brindis y el buen conversatorio, de los elegantes chistes de sobremesa y el trago en mano, de la réplica oportuna y las agudas observaciones en las discusiones de cafetín. El suyo era el universo de las palabras, de las tertulias literarias de salón. No sé por qué se le metió en la cabeza que debía ser el Che Guevara salvadoreño. Infiero, de mis conversaciones con Barbarroja, que los cubanos en realidad lo echaron de la Isla; ya estaban hartos de su comportamiento irresponsable de ebrio consuetudinario, al que tenían que liberar casi todas las semanas de las comisarías de la milicia habanera.

Me echaron el muerto a mí, pues a Cayetano, el maricón de Barbarroja le tiene más aprecio y ese regalito envenenado me lo cedió con dedicatoria. No me arrepiento de haberlo fusilado, ello salvó muchas vidas de auténticos combatientes. En este aspecto sí, lo asumo con la seriedad del caso, era necesario liquidar a aquel poeta bocón y arrogante. Un papanatas metido a líder guerrillero, ¿habrase visto tal desatino?

Dalton no respetó las medidas disciplinarias, no les dio la seriedad del caso que nosotros les dábamos. Partió hacia aquel México lindo y querido como a un viaje de turismo. Y no supimos cómo pero a los primeros días de su arribo a la capital azteca escapó a nuestro control. No sabemos qué pasó durante la semana que se nos desapareció.

Surge de nuevo la duda de su pasado vinculado con la cia. Las fotos que el Gallego Piñeiro me enseñó en La Habana (¿Para qué?), regalo de la kgb soviética, donde estaba fotografiado en diferentes países y bajo diferentes tiempos, pero siempre a la par del mismo agente de la cia. Roma, París, Praga, Berlín, ¿también en México durante ese viaje que hacía por encargo del erp? ¿Encontró a su supuesto controlador de la cia durante esa semana que se nos perdió en el D.F.? Porque las fotos-encuentro de la colección del Gallego eran muchas, por ejemplo, Gander, la escala técnica de Cubana de aviación en Canadá rumbo a la urss. ¿Coincidencias? El mismo agente de la cia, el mismo Roque Dalton García, y la misma foto en el lapso de 1965 a 1971, en diferentes años y bajo diferentes cielos, pero con la misma sonrisa campechana de grandes amigos. Una de esas fotos al pie del avión en algún aeropuerto del mundo, los dos posando abrazados y sonrientes. ¿Su controlador? ¿Dalton, un agente doble? ¿Su misión? ¿Cuál fue en verdad su misión en Cuba, en Praga, en El Salvador?

Cuando lo interrogamos y lo confrontamos con los hechos, negó haber tenido cualquier tipo de contacto con la cia esa semana que escapó a nuestro chequeo en México. Para cubrir su leyenda nos dijo que había estado en casa de Manuel Lenca y que el motivo de aquel misterio y secretismo era su amante, la hija del viejo Lenca, Brenda, y que él solo trataba de no comprometerla, pues estaba casada. ¿Explicaciones de moral burguesa a nosotros, que estábamos en guerra, donde una mera sospecha puede significar la muerte? ¿Por qué salió con aquella coartada, leyenda trucada que no convenció a nadie?

A todo ello se agregan las eternas sospechas de Cayetano, quien en una reunión que sostuvimos con él en 1972, estando presente Eduardo Sancho y Felipe Peña, en una casa de seguridad del Parque Centenario, poco antes del ingreso clandestino de Roque Dalton al país. Él no estaba convencido de aquella fuga de la cárcel, pues de todos los miembros del Partido que habían sido perseguidos, a más de alguno lo había reclutado la cia. A Roque se le detectó en esa época, luego de su fuga de la cárcel, una visita al Hotel Intercontinental en San Salvador donde, ¿por casualidad?, se hospedaba el agente de la cia y sus colaboradores cubanos, Aníbal y el Ratón, que andaban a la caza de los salvadoreños que se habían adiestrado militarmente en Cuba.

Tenía demasiados misterios. Y nosotros vivíamos bajo un estado de paranoia crónica, viendo al enemigo hasta en la sopa, lo cual era un mecanismo de defensa para evitar que nos infiltraran y a la vez un estado sicológico lindando con la esquizofrenia.

Para colmo Roque, Sancho, Lil y Jovel escribieron sus tratados seudorrevolucionarios explicando al Estado Mayor la cuadratura del círculo. Como si no tuviésemos cuatro dedos de frente para pensar. La bazofia revisionista que redactaron la conocía desde Europa, eran argumentos oportunistas de derecha que estaba harto de oírlos en el 68 francés y también en Alemania. Era el caló de los revisionistas prosoviéticos que nos acusaban de espontaneístas pequeño-burgueses. Venía de oír esas mismas perogrulladas en Europa Occidental. Los escritos de la Comisión Política eran una excusa para volver a la burocracia revisionista de los pc. Un neoestalinismo a pesar de que ellos eran los primeros en renegar de Stalin, y de criticarnos veladamente, debido al carácter militarista que le dábamos a la organización, de ser nosotros los verdaderos estalinistas.

Lo grave fue que sus lineamientos teóricos hicieron mella en algunos de los mejores cuadros militares del Estado Mayor del erp, como el comandante Pancho, y ello terminó de precipitar los acontecimientos.

Este torbellino de recuerdos es como entrar en un agujero de Cronos, varar en playas de ignotos continentes al otro lado de la realidad que se hunde en la luz del tiempo hasta acabar convertida en magia. En el futuro los revolucionarios debemos usar la telepatía, la parasicología, la intuición, las corazonadas. Algo de esto es lo que me hacía estar seguro de las medidas disciplinarias tomadas contra Dalton. Debíamos deshacernos de él si queríamos sobrevivir. Sus planteamientos teóricos eran un obstáculo a nuestra estrategia política de acción directa. No era tiempo de teorizar, esas etapas estaban superadas. Era el momento del combate, sino la burguesía nos iba a agarrar con los calzones en la mano.

Los miembros del Estado Mayor del erp que participamos en el debate, Joaquín Villalobos, Jonás, Arturo Sandoval, Mario Vigil, el Vaquerito, yo mismo, coincidimos en que debíamos liquidarlo. Si cometíamos una equivocación viviríamos marcados por ese error político en el futuro, pero lo asumíamos. Cierto, era un riesgo necesario, porque si era lo correcto, asegurábamos el camino, pues eliminábamos al enemigo infiltrado en el corazón de nuestra organización.

Aquel viaje a México cayó como anillo al dedo, pues solo fue un punto más que se sumó a la cadena de sospechas acumuladas contra él. La famosa fuga de la cárcel, donde supuestamente lo reclutó la cia al ponerlo entre la espada y la pared ¿colaboras o te mueres?; las fotos en diferentes tiempos y lugares que la kgb le pasó al Gallego Piñeiro y que me las mostró él personalmente, donde se veía a Dalton con el mismo agente de la cia, ¿su supuesto controlador?; su desaparición misteriosa por una semana en México, ¿obra de la cia?; las mismas sospechas de Cayetano Carpio, de los cubanos y del Partido. Demasiados puntos frágiles. Aquél rompecabezas infernal comenzaba a tomar forma contra Dalton.

Todos estuvimos conscientes antes de decidir su eliminación física que, o bien cometíamos un error y deberíamos cargar con sus consecuencias, o bien estábamos en lo cierto y al liquidarlo redoblábamos nuestro sistema de seguridad.

Teníamos, entonces, irremediablemente, por un sí o por un no, que sacarlo del juego, y la única forma de hacerlo en esos momentos era a través de un tiro en la sien. Se pensó, incluso, en enviarlo exilado a México o a Cuba, pero eso era imposible en tales circunstancias. Por un lado, no teníamos la infraestructura para ello, y por el otro, por la misma compartimentación organizativa, pues Roque Dalton conocía muchas de nuestras casas de seguridad en todo el país. De manera que ello terminó de sellar su suerte. Solo quedaba pendiente buscar al ejecutor. No hizo mucha falta pues apenas miré a Joaquín Villalobos comprendí que a él le picaban las manos por matar a Dalton.

Villalobos siempre tuvo vocación de verdugo. Recuerdo su labor de quemador de expedientes académicos universitarios de los maestros rompe-huelgas que estudiaban en la Universidad Nacional en septiembre de 1971, luego que terminó la segunda gran huelga de maestros a nivel nacional. Un supuesto tribunal revolucionario presidido por él, los condenaba, y él mismo se encargaba de quemar frente al auditorio universitario los expedientes de los maestros rompehuelgas, que quedaban así expulsados de la Universidad y sin constancia de notas y materias cursadas frente a la chusma de estudiantes y maestros que aplaudían a rabiar. Lo conocían como Quijadita por entonces, debido a lo pronunciado de la misma, es decir, a su gran quijada de burro díscolo. Muy temprano comprendí que este asesino nato (de creer las teorías lombrosianas de los criminales en serie, él sería un típico ejemplar por su quijada salida y sus ojos desorbitados) estaba dispuesto a ejecutarlo a sangre fría, en el momento en que yo, su Gran Capitán, se lo ordenara. Quijadita siempre fue mi lacayo. Otro que tenía ganas de ejecutar a Dalton era el Vaquerito, pero en este se notaba más una cuestión personalista; era un voluntario enceguecido por su fobia antipoeta, antiintelectual, nacida después del ingreso de Roque Dalton al erp.

El telón de fin de partida había caído sobre el destino de Roque Dalton, alias Julio Delfos Marín, un hado lleno de comedia, de ironía, de gozo, de placer, lúdico, jubiloso muchas veces, pero también un destino marcado por la tragedia, la tristeza, la amargura, la soledad, el exilio interior y exterior, la frustración y la desilusión. Un drama de la vida real (“Gracias, gran teatro del mundo, por demostrarme que no solo estás hecho de comparsas”, podría decirse de él, parodiando uno de sus poemas clandestinos), tragicómico, al que debíamos poner fin por razones de seguridad, en nombre de nuestra supervivencia.

En esas circunstancias, poco importó que el Vaquerito se ofreciera para volarle la tapa de los sesos. El Vaquerito fue uno de mis fieles escuderos, con unos huevos de acero y una fidelidad a prueba de sangre y fuego. Desechamos su oferta. El indicado era Joaquín Villalobos, quien tenía la frial­dad para disparar por atrás al poeta. Pero Joaquín Villalobos no estaba solo en esos aciagos momentos. Junto a él estaba la mano del destino ayudándole a halar el gatillo asesino. No creo en Dios, pero sí creo en el destino.Y no estoy tan seguro de que en el caso de Roque Dalton García, ¡Ay, pobre de mí en reconocer estas huellas!, el destino no se haya llamado Barbarroja Piñeiro.

4. Roque

Los miembros del Estado Mayor éramos los mismos cuatro pelagatos del aparato militar del erp. Antes de asesinar a Roque y a Pancho, tuvimos conciencia de que lo hacíamos en nombre de la seguridad de la organización, del pueblo, de la revolución. Era hora de asesinar a papá, en este caso a aquel badulaque ingenuo con el alias de tío Julio. Superábamos así la adolescencia revolucionaria, los sueños de papel. Atrás quedaban, para mí en lo particular, el idealismo del mayo francés y del 68 alemán. Habíamos llegado a este país medioeval donde privaban las leyes de la selva, el aullido de la tribu.

Jamás olvidaré, bajo los olivos del recuerdo, mi reencuentro con Barbarroja Piñeiro dos años después de la ejecución de Roque Dalton, cuando me tocó ser el siguiente purgado. Villalobos y su marabunta de pistoleros me dieron golpe de Estado, luego de mi regreso de China Popular. Logré pactar mi exilio en compañía de Gertrudis, mi mujer; sin embargo, en aquella purga liquidaron al Vaquerito, víctima de los mismos métodos estalinistas que él usaba. Gracias a los contactos con Pekín, y a la mediación de la inteligencia soviética es que logré ingresar a Cuba en 1978, con el objetivo de transformar mi rostro a través de una operación de cirugía plástica. El centro me enviaba a Europa Occidental con nueva identidad.

“Es el mismo equipo médico que le hizo la plástica al Che, a Roque y a un sinfín de rostros invisibles”, me dijo sonriente el Gallego Piñeiro Losada, luego de explicarme que la operación de cirugía plástica que cambiaría mi rostro la efectuarían en el Hospital “Calixto García”, en las afueras de La Habana. Allí funcionaba desde los años sesenta un equipo formado por cirujanos, agitadores políticos y psicólogos, encargado de transformar rostros y almas de los revolucionarios, espías, contraespías, narcos y todo tipo de sabandijas que han pasado por sus salas de operaciones.

Había escapado de El Salvador ileso de otro debate interno en el interior del erp en el que, gracias a la mediación de chinos y cubanos, pacté mi salida del país con el nuevo jefe, Joaquín Villalobos, alias René Cruz. En esa lucha de fracciones, me acusaron de fomentar el culto a la personalidad; acabaron ejecutando a mi fiel camarada, Vladimir Rogel, el Vaquerito, a quien desde entonces le echan la culpa de haber asesinado al poeta Dalton. Cuando la guerra fraccionalista llegó a su clímax, en una reunión con Joaquín Villalobos, donde estuvieron presentes Jonás, Ana Guadalupe Martínez y Angélica Meardi, Gertrudis, mi mujer, pacté mi salida del erp. La reunión se celebró en una casa de seguridad que tenía en Ilopango, y estuvieron presentes varios de mis seguidores, experimentados tiradores. De manera que Villalobos y los suyos comprendieron que era necesario negociar. El trato fue que me dejaban escapar, levantaban la pena de muerte que habían dictado contra mí los muy hijos de puta, pero que a cambio yo juraba no regresar jamás a El Salvador. Un exilio dorado, pues me “pensionaban” con parte de la plata que teníamos de los secuestros y asaltos a bancos y carros blindados hasta entonces efectuados. Después ellos propagaron esa infame leyenda de mi huida como un cobarde, y con dos millones de dólares. Lo de la plata es cierto, pero esta suma, producto de secuestros y extorsiones del erp, fue negociada; era parte de mi retiro, una especie de pensión revolucionaria por mis servicios prestados al erp.

Gracias a ese pacto llegué a La Habana, donde escuché que el erp en El Salvador me acusaba de haber desertado de la organización con varios millones de dólares, entre ellos el rescate cobrado por el secuestro de Roberto Poma, el exdirector del Instituto Salvadoreño de Turismo (istu) en 1976. Dicho secuestro, a pesar de que Poma murió en cautiverio, permitió canjear a Ana Guadalupe Martínez y otro compañero militante, Marcelo, del erp, que estaban secuestrados en una cárcel clandestina de la Guardia Nacional. Ellos partieron a Argelia. Corría el año 1977, ya estaba yo casi fuera de la organización, por lo cual no cuadran sus acusaciones. Muchas cosas habían pasado luego de la ejecución de Dalton, y los cubanos necesitaban información para orientarse de cómo marchaban las cosas en el interior del erp salvadoreño. En La Habana fui bien recibido, como si nada hubiera pasado; habían echado tierra sobre el caso Dalton, incluso hasta los encontré aliviados por el desarrollo de los acontecimientos que culminaron con su ejecución.

Fue entonces cuando comprendí que Misoko Matsamuto y la central en Pekín aún recordaban mi nombre oloroso a mar, para decirlo en versos de Roque Dalton García.

Si me preguntaran hoy, cuando soy un viejo decrépito que sobrevive en algún lugar del mundo gracias a la magra pensión del espionaje chino, sobre aquel error de juventud, volvería a decir, como en ese salvaje abril, que fue necesario extinguir a hierro y fuego esa nube subversiva, con la cual la risa y la alegría, la indisciplina y el valeverguismo de poeta bocón trataron de equivocar nuestro camino. Y es que los poetas no tienen lugar ni en la República de Platón, que es esta misma mierda capitalista llamada sociedad de consumo; mucho menos en la revolución de Marx y Lenin, perdón, de Mao y Trotski.

5. Roque

La luna a los pies de Lil postrose en los gemidos, los suspiros, gritos y susurros de la alcoba caliente donde, como perros encadenados, se amaban. Esa noche de diablos y de calores vaporosos había terminado en un bar del puerto llamado El Cielo, que le recordó aquel bar de hacía diez años, El Paraíso, donde la policía al capturarlo, paradójicamente, le había marcado el inicio de su libertad infinita durante su peregrinar mundial. Llegar a El Cielo procedente de El Paraíso era como cerrar un círculo de tiza de una etapa que se quemaba, quizás de una vida que llegaba a su fin, ¿la suya? ¿la de Lil? Bajo el clandestinaje, oliendo la muerte en el peligro, esta posibilidad es más real que nunca para cualquiera de nosotros, se dijo.

La Libertad es el puerto, El Cielo, el bar, y Dios, un humilde aspirante a asesino que retorna desde lejanas tierras hasta ese túnel de amor y locura. Noches de homicidas y apóstatas, de traidores y paranoicos rematados como el Gran Capitán, al que se le ha metido entre ceja y ceja que soy el origen de la división en el erp, por encargo del G-2 cubano o de la cia.

Por ser el único que se permite corregir sus desviaciones anarcoides y reírse de su manía de grandeza me he convertido en la víctima propicia. Me odia, ya arribó a ese estado de la personalización de sus disputas ideológicas conmi­go. Lil ha dicho entre beso y beso, después de hacer el amor, que Angélica Meardi, alias Gertrudis, su mujer, la chele patanga, ha sido la que más se ha encargado de calentarle la cabeza a este descerebrado; ella sí está resentida contigo, dice Lil, le estás quitando luz a su Gran Capitán, lo estás enviando a la sombra, aparte de que le quitaste a una de sus amantes, bromea Lil, a esta chica Bond en persona, me dice. Lil, a pesar de su experiencia como amante, no ha fomentado indisciplina o riñas personalistas internas en el erp. Es una mujer madura. Incluso han reaccionado serenamente cuando se han dado cuenta que se la he quitado al Gran Capitán. Cuando ha quedado claro que somos amantes, este ha tomado las cosas deportivamente, quizás porque la chele patanga, Gertrudis, llena el vacío que su corazón de ególatra necesita.

La noche calurosa sigue iluminada por la luna ardiente, luna de tahúres, proxenetas, sicópatas, escuadroneros. Noche de ronda donde hasta Dios, luego de nacer y ponerse a jugar haciendo olas antes de lanzar la cuchilla, termina embelezado por la putrefacción y el estiércol en que nada, con la cabeza fuera de la Mar Océano, esta gigante fábrica de mierda que es la humanidad.

Los sollozos de Lil apretando los dientes y exclamando un tequiero estertórico cercano al orgasmo le recordaron que debía ordenar como libro los poemas clandestinos que había publicado en El combatiente. Su libro Las historias prohibidas del Pulgarcito, había sido recién editado por Siglo xxi en el Distrito Federal mexicano. Los editores, ahora acepta que actuaron correctamente, le censuraron la provocativa dedicatoria: A la vieja hijadelagranputa cursi de Gabriela Mistral, que nos desgració la vida bautizando nuestro país como “El Pulgarcito de América”.

Lejos de la alcoba, la luna hace rugir a las olas de la Mar del Sur, y él observa el poder que Selenia ejerce sobre las mujeres de pelo negro azabache en las cálidas noches de la costa. La cabeza de Lil está empapada en sudor y balbucea un viejo seudónimo de guerra mientras se entrega sin fronteras, con las piernas abiertas hacia el infinito, recibiendo el cuerpo de Dios hasta que el estertor de sus alaridos alcanza las estre­llas, trastocándolas, originando una lluvia de luceros fugaces, de meteoritos tránsfugas que se estrellan contra el mar. Él por su parte, satisfecho de haberla satisfecho, y olvidándose del tiempo, de las malas fintas de la vida y del último cigarrillo, así como del dengue y el morbus que azotan la ciudad, ha dado rienda suelta a sus deseos desbocados y la ha amado hasta el amanecer y el apocalipsis, como si en voz baja estuviera viviendo su primera juventud por última vez. Comprobó que tras la muerte hay otra vida con los mismos placeres y emo­ciones. Al amanecer, sus miradas se encontraron bajo el cielo de la costa.

Ella pertenecía a esa patria que él había abandonado hacía nueve años como a una amante burlada y a la que ahora retornaba. Había trocado sus raíces y ese encuentro con El Salvador, con sus 39 años cumplidos, en plena madurez del olvido, era un truco más entre la gama de ases y reyes de espadas falsos que escondía en la manga.

“Estamos divididos”, dijo Lil a Roque, sin rodeos, para explicarle la escisión interna del erp, “la línea militarista de Rivas Mira es aventurerismo puro, y el culto a la personalidad que el Gran Capitán fomenta hacia su persona solo redunda contra nuestra organización, nos aleja de los verdaderos objetivos políticos. Se cree el amo del universo. Sobre todo después que esa enigmática japonesa de sus años europeos, Misoko Matzamoto, a quien nos presentó como su vieja amiga, lo visitara hace unos meses. No hay duda que tras él están los amarillos. Una delegación del erp visitó recientemente la República Popular China, para establecer relaciones diplomáticas formales, y firmaron acuerdos de cooperación con el viceministro de Defensa chino”.

“No comprendo este punto”, interrumpió Roque, "en La Habana Rivas Mira es conocido como un trotsquista de pura cepa, hasta el nombre de la organización, tomado del erp trotsquista argentino, da aval a estas suposiciones. La contradicción estriba en que los trotsquistas odian a Mao, en quien ven la personificación del neoestalinismo."

“Son bombas de humo del Gran Capitán, La Habana lo apoya por el papel que jugó para la inteligencia cubiche sirviéndoles como correo clandestino en el viejo continente”, Lil.

“A mí me lo recomendaron el Gallego y el Caballo, que ya es mucho decir. Hay un salvadoreñito que es de pinga y para acabar de joder ha formado su propia guerrilla, dijo Barbarroja mientras me apachaba un ojo en señal de complicidad. Era la oportunidad que estaba esperando, después de fracasados mis intentos de unirme a César Montes y Carlos Fonseca Amador, de las far rebeldes guatemaltecas y del fsln nicaragüense”.

Soplaba un viento fresco. Desayunaban café negro, pan francés, frijoles fritos, huevos estrellados, quesadilla de queso de San Pedro Perulapán, el banquete de despedida que no pudieron celebrar la noche anterior. En parte porque Lil estaba quemada en el Puerto de La Libertad, y mejor se encerró en casa para evitar ser reconocida por algún policía secreto en la calle, en parte porque la borrachera en solitario con “Pilseners” en “El Cielo” no les permitió compartir mesa para una última cena, la del verdugo, la noche anterior. Al día siguiente, luego del desayuno, debían separarse.

Disentía de la Comisión Política porque pese a las órdenes que le transmitieron los compañeros de la Dirección Nacional, que habían formado una estructura paralela dentro del erp, las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (farn), él no iba a separarse del erp. Confiaba en convencer al Gran Capitán de la necesidad de conservar la unidad entre los pocos combatientes que estaban, por el momento, organizados en el país.

“No conoces a Rivas Mira”, dice Lil, “con esos argumentos estás sellando tu pena de muerte. Al jefe nunca se le contradice, las órdenes se cumplen, no se discuten”.

“¿Cómo se plantean, entonces, el triunfo de la revolución si comienzan despedazándose en estériles divisiones internas?”, contradice Roque, “creo que aquí es donde mi rol de asesor político, avalado por La Habana, puede servir para neutralizar estos conflictos fratricidas. Ya logramos algo que parecía imposible, la alianza estratégica con las fpl, y Felipe Peña, nuestro interlocutor de las felipas, nombrado en persona por el viejito Marcial, es el primero en reconocer la im­portancia de estos pasos hacia la unidad revolucionaria. No creo que Rivas Mira siga tan obstinado, luego de aclarar a fon­do nuestras divergencias”.

“Seguirá de necio”, remachó Lil, “y mucho más, ese desalmado te va a enviar al otro barrio sin que le parpadee el ojo del culo; igual son los lacayos militaristas que le siguen hasta la muerte como Joaquín Villalobos, ese asesino no se tienta los hígados para meterle plomo a cualquiera, para ese maldito la revolución es una excusa para saciar su sed criminal de sangre”, Lil.

“Púchica, esto parece una organización de asesinos en serie, de matarifes con vocación, antes que el disciplinado ejército revolucionario que debería ser. No deberías de demonizarlos de esta forma, amor. Hierro se combate con hierro, mamayita, para madrugarle el mandado a los genocidas de la Benemérita Guardia y Policía Nacional y de la Policía de Hacienda, debemos, aparte de tener rayados los huevos y los ovarios, no temblar a la hora de halar el gatillo, de apretar la mano sobre el cuello o de hundir el puñal redentor en las tripas de estos esbirros”.

El viento ululaba en forma de brisa marina bajo el cielo despejado. La mar se agitaba. Tomó la mano larga, blanca y delgada de Lil, ideal para una pianista o para una experta en explosivos y demolición, la acarició con sus manos lisas de oficinista, la frotó con la palma de la suya, la besó en el dorso y atrayéndola hacia su cuerpo, la abrazó.

“Te lo repito por última vez Roque. Son las conclusiones a las que llegamos Sancho, Foncho, Jovel y yo, hay que salirse del erp antes de que esos cerdos inicien la matanza tipo Día de San Valentín en Chicago que de todas formas tienen planeado realizar con nosotros. Nos tienen en jabón. Tú encabezas su lista, porque a los ojos de ellos representas el revisionismo castrista de La Habana. No acudas a la cita que te han puesto, ya medio erp no les hace caso, te lo repito, esta mierda ahora solo se deci­de a tiro limpio. Nosotros no vamos a caer en la guerra gansteril que quieren ellos. Tienen apoyo de los chinos, no lo olvides, eso fomenta su altanería”.

“Pero dejar el erp en estos momentos significa traicionar a los que dentro de las estructuras militares me apoyan y creen en mí. Por ejemplo Pancho. Nada menos hoy por la tarde tenemos una tarea conjunta. Adiestrar en el manejo de armas cortas a unos obreros de Ilopango. Si no voy y dejo enganchado a Pancho, él también se queda solo, ¿comprendes? Sobre todo después de que Pancho rehusó acatar la orden de Rivas Mira para comandar el asalto a la sucursal del Banco Agrícola Comercial de Mejicanos, donde desgraciadamente cayeron Armando y Mauricio”.

“Ya ves”, dice Lil, “por ahí van los tiros. Esos compañeros murieron en la entrada del banco al batirse a balazos con los policías custodios que les pidieron su documentación, debido a que Pancho no llegó al punto de reunión, la calle frente al banco, a las ocho en punto. Desobedeció la orden alegando que él no participaba en acciones armadas mientras no se esclareciera el diferendo entre el Estado Mayor y la Dirección Nacional. Se trataba de darle vida a la escuela política que deben seguir los cuadros militares, línea que habíamos propuesto los de la Dirección Nacional.

El Choco Mira te acusa a ti de ser el instigador de la desobediencia de Pancho, en ti recae por lo tanto la responsabilidad del fracasado asalto al banco de Mejicanos. Eres el culpable de la muerte de Armando y Mauricio, y un saboteador en el seno del erp”.

“Ahora que hemos llegado a tales extremos, es cuando se necesita un debate ideológico-estratégico”, responde Roque, “para sacar conclusiones de esa tragedia de la cual no somos cul­pables, pues la decisión del asalto a la agencia de Mejicanos del Banco Agrícola Comercial, fue una decisión unilateral del Gran Capitán. Ellos reiniciaron las acciones armadas a pesar de no ha­ber ni tan siquiera comenzado con los círculos de estudio que les propusimos. Todo es culpa del fraccionalismo que está impo­niendo Sebastián Urquilla, los he amenazado con denunciarlos ante la prensa revolucionaria internacional por tales desmanes”.

“Pobre Roque”, se lamentó Lil, “todavía crees que los puedes convencer, o que estos animales son capaces de razonar y de comprender argumentos. No papi. Rivas Mira aparte de la paranoia que padece desde que lo buscan acusado de ser el jefe de “El Grupo”, que secuestró y asesinó a Ernesto Regalado, cree tener el monopolio político-militar del erp, y en parte lo tiene. Se considera el jefe máximo, y tú lo que estás haciendo con tus actitudes disidentes, discutiendo algo que él considera asunto cerrado, es cavar tu propia tumba. Pancho se las sabrá arreglar por su propia cuenta, no te preocupes, es uno de ellos también, un combatiente de experiencia y díficilmente lo van a tocar. Conociendo al Gran Capitán, es probable que lo enamore con pre­bendas para que vuelva al redil. Pancho se las arregla solo.

”El que corre peligro eres tú, ya que sigues siendo tan ingenuo al pensar que puedes debatir con Rivas Mira. Ese tiempo ya pasó, mi amor. Ahora ese esperpento lo que tiene en mente es deshacerse de nosotros, de ti en primer lugar porque te considera el ideólogo de la Dirección Nacional, y de nosotros, porque no seguimos sus idiotas lineamientos militaristas pro-chinos”.

“Un último intento bien vale la pena. Como dicen los cubanos, de los cobardes no se ha escrito nada”, dijo Roque y besó a Lil en la mejilla.

“Hasta luego mi amor, mi niño consentido, mi Roque más querido. Te cuidas mucho mi hijito, porque hasta aquí hemos llegado con los consejos. He dicho todo lo que tenía que decirte, estás prevenido mi amor. Si te metes en la boca del lobo es porque Europa te cambió por completo, y te hizo olvidar que este país hijuecienmilpepinos, tan querido y odiado, aún está en la edad de las cavernas. Papacito, no vayas a morir tan tontamente, por favor, te lo suplico”. “He muerto tantas veces que hasta me olvidé de cómo se resucita”, respondió Roque mientras veía a través de la ventana el viento fuerte que arrastraba cúmulos de basura y ramas secas por la calle. Contemplada desde el interior del café de aquel hotelucho de puerto, la playa se borraba paulatinamente en el horizonte marino.

Y te fuiste de mi vida, Lilia querida. Recuerdo mi llegada al país después de nueve años; te vi por primera vez en una reunión de célula en compañía del Gran Capitán. Llovía. Me dijeron que eras poetisa, que provenías de buena familia, rancio pasado católico, y que eras una experimentada guerrillera en mil batallas a pesar de tu juventud. Creo que fue en invierno cuando nos enamoramos, porque la estación lluviosa dura de mayo a octubre, y el verano, de noviembre hasta abril, en aquél pedazo de cielo caído que tenemos por país. La primavera y el otoño no existen. Esta es una de las cosas maravillosas que añoro de mis años en Praga y en Europa.

Fue en uno de esos chaparrones fronterizos entre la clandestinidad y el galanteo, entre el fusil y la rosa, cuando la conocí a fondo. El invierno de San Salvador, monje sardónico, celebró los rituales de la iniciación en el amor. Nos volvió ha­bitantes de su mar de tormentas viviendo bajo la ilegalidad de la lucha armada que recién iniciábamos. No estábamos solos en esa batalla del tiempo contra los oligarcas de siempre. Hasta nosotros llegaban aliados como zompopos y hormigas, ratas escapadas de las cloacas y los albañales, murciélagos amaestrados para fumar cigarrillos cabeza abajo, con sus pa­tas prendidas a un gancho colgando del techo. Sentíamos miedo de nosotros mismos, solos en aquella batalla desigual de una docena de intrépidos soñadores contra un ejército de soldados, policías, guardias, chivatos y colaboracionistas de más de doscientos mil efectivos. Entonces repetía ese poema de André Breton de que “17 siempre vencieron a 71”, pero en el fondo teníamos pánico de aquella lucha asimétrica, y por ello llenábamos el cuarto con aroma de incienso y el ciprés verde estrujado que nos recordaba el hedor del higío, el tufo de la muerte y los difuntos.

Así acumulaba valor para besarte, Lil, mi señora de la noche. Tus ojos cafés se llenaban de un brillo seductor cuando cerrábamos las puertas de la casa clandestina en plena capital, en el corazón del Valle de las Hamacas, y entrábamos en el mundo de los audaces, en la guerra de la vida real contra aquel orden burgués que destripaba vidas y sueños de los desem­pleados, los hambrientos y los humillados de siempre.

Percibíamos, a pesar de la clandestinidad, en el cuarto de nuestro encierro, olores de frutas adquiridas por tí en el mercado “La Tiendona” y en el mercado “El Calvario”, como caimitos, mangos, marañones, jícamas o jocotes, almacenados en la bodeguita del cuarto donde pasábamos días encerrados, obligados a veces porque la represión recrudecía o porque estaban pisando nuestras huellas. Siempre con las armas listas a disparar y con las pastillas de cianuro a la mano, nuestra última alternativa en aquella danza del amor y de la muerte. Mientras te desnudaba en aquellas circunstancias especiales y mordías mi oreja, me pedías fundar un país particular para nuestros sueños, aparte de aquella República Popular de Cuscatlán que tanto visionábamos. Me volvía tu Dios o tu perro en esas ceremonias del invierno. Eras la sacerdotisa mayor de ese Edén que se enturbió cuando la peste y la carroña invadieron nuestros territorios sagrados. Me apasionó siempre tu coqueta forma de aceptar la tragedia de sumergirnos en la más profunda clandestinidad armada para transformar revolucionariamente aquel país llamado El Salvador. Ahora que te veo partir, Lil, tú dices que para siempre, siento de nuevo en mi memoria esas gotas de alcohol esparcidas en tu pubis la primera vez que te amé, para besar y lamer suavemente los cabellos risados de tu sexo, la pelusada negra de tu vulva colorada. Ritos del invierno, de la mar y de la lucha clandestina que nos perseguirían como una saga trágica en búsqueda de su argumento. Hemos naufragado en el tiempo y nos hemos reeencontrado después de la tempestad y la muerte. Anoche sentí, en la humedad de tu sexo excitado, esas sensaciones de muerte y deseo percibidas por mí durante nuestro primer encuentro. Las mismas que me llegan ahora que nos hemos despedido, dices tú que quizás para siempre. Eros y Tanatos. Lila. Lil, o la consumación del invierno.

6. Rivas Mira, la captura

A Pancho lo capturó Jonás, el domingo 13 de abril, en un operativo militar que estaba montado para dejarlo ahí mismo fuera de combate mediante un tiro en la cabeza si hacía algún tipo de resistencia, pues se le acusó de rebeldía militar. Lo apresamos en una casa de seguridad ubicada en el Barrio de San Miguelito con todas las precauciones y medidas del caso, teniendo en cuenta que se trataba de un comandante guerrillero con gran experiencia de combate. Dos horas después, en la casa clandestina de Lil Milagro Ramírez, ubicada en la colonia Santa Cristina del Barrio Santa Anita, las unidades militares del Vaquerito capturaron a Roque Dalton, bajo las mismas acusaciones que se habían vertido contra Pancho de parte del Estado Mayor del erp. Luego se procedió al traslado de Pancho a la casa de seguridad de Lil donde estaba capturado Roque, casa que se transformó de esta forma en una cárcel del pueblo, con el vistobueno de la célula guerrillera de Lil encargada de vigilar dicha casa. Hasta ese momento Lil, Sancho, Ernesto Jovel y Alfonso Hernández están conscientes de que la falta de Pancho y Roque, al no entregar en el tiempo estipulado sus armas, constituye una falta grave a la disciplina militar del Estado Mayor.

Aquel miércoles 16 de abril por la tarde, formalizadas las detenciones de Roque Dalton y Pancho, sacamos un bo­letín interno informando sobre estas capturas, donde se notificaba que yo, Edgar Alejandro Rivas Mira, Capitán del erp, quedaba nombrado como jefe político de la organización, lo que anulaba el poder de la Dirección Nacional, compuesta por Eduardo Sancho, Ernesto Jovel y Lil Milagro, en el seno del erp.

En una vuelta de tuerca, pues ya les teníamos dos prisioneros, Roque y Pancho, se asignó poder de emergencia solo al Estado Mayor del erp, que yo comandaba. No sé cómo fue posible la reacción relámpago de la Dirección Nacional, porque ese mismo miércoles, 16 de abril de 1975, por la noche, nos respondieron con un comunicado en el cual exigían mi destitución de todos mis cargos al frente del erp.

Habíamos tocado techo en lo que a encontrar consenso se refiere. Y para mayor lío, yo seguía desconfiando de Roque, a quien no sabía todavía, aún teniéndolo preso, dónde ubicarlo. ¿Me habrá dado falsa información el maricón del Gallego Piñeiro, para facilitar el trabajo de Roque supuestamente como agente de la cia, cuando en realidad seguía siendo un peón del espionaje cubano? ¿O, ciertamente, estaba Roque Dalton dando información al enemigo, a la cia, a pesar de que su papel en la organización era limitado? En lo militar él era un soldado raso, sin embargo, nos había copado la dirección política y ahora, para colmo, sus compinches Sancho, Jovel y Lil nos exigían que el Estado Mayor se subordinara a la autoridad de ellos. Y como en una espiral ascendente de penetración tipo cia, nos habían empezado a minar la disciplina entre el aparato militar que dependía del Estado Mayor, al reclutar a Pancho, uno de nuestros mejores cuadros militares.

Todo coincidía para sospechar que Roque, a través de sus tácticas revisionistas de infiltración y sus viejas mañas de cuadro comunista, le estaba dando vuelta al giro militar que imperaba en la organización.

Desde antes había tenido disputas con él, puesto que siempre estuvo en contra de que como erp nos uniéramos al golpe de Estado que preparaban nuestros aliados de la “Juventud Militar”. Roque no creía en un golpe de Estado desde la cúpula sin la participación de las organizaciones de masa. Quería que anunciáramos con el pito y el tambor el golpe de Estado contra la dictadura fascista del coronel Arturo Armando Molina, por sindicatos, partidos políticos, organizaciones de masa; si le hacemos caso y corremos la bola de que habría golpe de Estado no hubiéramos durado ni dos días en los preparativos; nos hubieran capturado a todos. Roque había perdido la noción de cómo se desarrollan estas cosas en el país, demasiado serias para andarlas divulgando como sermón de la montaña. Con tres personas que sepan algo de ello, ya son demasiadas. Cuesta creer que este bocón alguna vez haya sido cuadro conspirador del Partido Comunista, porque este poeta parlanchín, aparte de chismorrear como una puta sin cigarrillo, está en la luna en lo concerniente a medidas de seguridad, de chequeo y contrachequeo. En lo que se pinta es en su labor de zapa, al minar nuestra autoridad con tácticas maniobreras para ganarse la confianza de los cuadros militares y luego predisponerlos en contra nuestra. Le dijimos que estas triquiñuelas de la edad de piedra debería practicarlas en la organización del turco Cipriano. En el erp esos dimes y di-retes son imposibles debido a la vida clandestina y a la compartimentación; somos otra onda en lo que a ello respecta, otra generación, tenemos otras estrategias; somos dos mundos distintos como la noche y la mañana. Roque ha llegado en el momento equivocado a la organización equivocada. Se lo he dicho entre trago y trago más de alguna vez, que su puesto de asesor político sería mejor que lo ejerciera dentro de la Unión Democrática Nacionalista (udn), el partido político que es la organización de masas de los comunistas. Allí si le aguantarían sus borracheras, y no solo de un día, pues así como iba, estaba a un paso de ser un ebrio consuetudinario, si es que no lo era ya. ¿Qué organización militar puede confiar en un militante así? Lo más adecuado hubiera sido expulsarlo en la primera borrachera que se dio, casi al mes de estar clandestino.

El problema es que no sabemos adónde con él. Pues como ya nos conoce, ello implica riesgos. Dejarlo libre en México o mandarlo a Cuba, significa que se iría con toda la información que posee de nosotros, incluidos nuestros retratos físicos que se le han grabado en la mente debido al trato regular entre militantes durante las diferentes tareas políticas y de compartimentación; conoce nuestros nombres y alias de guerra, ya no se diga la ubicación de casas de seguridad, los operativos militares montados y los que están por efectuarse. Demasiada información que tendría un enorme costo que el erp no está en condiciones de pagar. No lo podemos endosar a las fpl, pues Cayetano Carpio no se hará cargo nunca, mucho menos en El Salvador, de esta patata caliente. Vamos a tener que deshacernos de él, así las cosas. Cuando lo capturamos no dijo ni pío, ya lo estaba esperando.

La acusación de insubordinación debido a que no entregaron sus armas en el tiempo estipulado, el domingo 13 de abril, luego de entrenar un núcleo obrero en una ladera ubicada entre Ilopango y San Martín, fue un pretexto para encerrarlos.

Ya los teníamos en jabón. Jonás fue el encargado de capturar al más temido, a Pancho, porque ese hijueputa ne­grón cholo, como es bastante destrabado de la cabeza, si no le quitamos a tiempo el arma y lo encañonamos, hubiera sido capaz de batirse a balazos con todos nosotros y a saber si hasta se nos hubiera escapado. Su captura la planificamos como si se tratara de un operativo militar y, luego de inmovilizarlo a él, dos horas más tarde, esa misma noche, capturamos a Ro­que. El Vaquerito, alumno de mi mujer Gertrudis en el Plan Básico de Soyapango, fue el encargado de ello.

Hasta ahí la jugada cuadró. Pues Pancho se opuso pasivamente, es decir, insultando a los que lo arrestaron, lo cual bastó para acusarlo de faltas a la disciplina, y por ende, a Roque lo acusamos de incitar la actitud rebelde de Pancho, es decir, de fomentar la insubordinación.

Las cosas se terminaron de agravar debido a que quedaron presos en una casa de seguridad que controlaba Lil Milagro Ramírez, es decir, bajo protección de la Dirección Nacional y la dirección de Jovel, Sancho y quizás hasta de la cia, porque el otro huevo que tenemos, son las sospechas de que este hijueputa de Jovel es el segundo submarino que la cia nos ha metido en la organización. ¿Lo habrá reclutado Roque? ¿O estará el mismo Roque bajo sus órdenes? Ya que con Jovel si cagamos fuego, no le podemos demostrar nada, es un tipo que se sabe cuidar, muy profesional. Dado caso sea de la cia, ha aprendido bien las técnicas de infiltración en terreno enemigo. A estas alturas del partido, sin embargo, ya todos sabíamos que nos hallábamos en guerra, hasta Pancho, que estaba en esos momentos preso con Roque. Él sí lo había comprendido, pues ese vato, mediolumpen, semianalfabeto y todo, pero las cacha en el aire, se las huele antes de que lleguen.

Fue una jugada audaz, días después, mandar a Jonás, con cuatro combatientes bajo su mando para sustituir a la célula de Lil Milagro que tenía a cargo la costudia de Roque y Pancho. Apartir de entonces quedaban en nuestras manos; eran un valioso comodín en el momento en que negociáramos, si así lo decidíamos. El Estado Mayor se inclinaba por la eliminación de todos, incluso sin juicio previo, allí donde los encontráramos.226

La partida estaba pues, el jueves 17 de abril, cuando acordamos sentarnos en la mesa de negociaciones con la Dirección Nacional, a tablas. Fue entonces cuando nos tomamos a punta de pistola la reunión y disolvimos el organismo de Dirección Política, al tiempo que denunciamos la maniobra de Roque Dalton, como jefe de dicha fracción oportunista de derecha, de dividirnos y aniquilarnos, según el libreto orquestado por la cia.

Hasta ese momento por mi cabeza han pasado los reportes y fotos que el Gallego Barbarroja me dio en La Habana sobre Roque y estoy seguro de que lo hizo para intoxicarme con información manipulada. Los cubanos nos están dando atole con el dedo, pues el loco del Caribe, el Caballo Fidel, se ha vuelto un agente del socialimperialismo soviético, traicionando así a la Revolución cubana. Se ha echado en brazos de Moscú, del revisionismo de derecha, sobre todo después del desastre económico que representó el fracaso de la zafra de los diez millones. La aventura de este aprendiz de brujo le ha costado a Cuba un enorme desajuste económico que ha disparado la escasez de muchos productos de primera necesidad. Este caos económico le está costando un ojo de la cara a los soviéticos y terribles problemas económicos a los cubanos de a pie. En otras circunstancias el dictador Fidel Castro Ruz ya habría sido fusilado, se lo merece por armar tales catástrofes económicas; está realizando un genocidio de baja intensidad, pues está llevando al pueblo cubano a la miseria, a una muerte a plazos bajo una crónica hambruna, con las subsiguientes secuelas sicológicas depresivas entre la población. Para protegerse, Fidel aceptó el abrazo del oso ruso, traicionando la línea de los países No-Alineados que el Che, junto con líderes mundiales como el mariscal Tito de Yugoslavia, Nerú de la India, Nasser de Egipto y Mao de China, impulsaron en la comunidad de países subdesarrollados, bajo el nombre de “Movimiento de los No-Alineados”. Lo cual responde a la estrategia global de los camaradas chinos, “Ni con Washington ni con Moscú, con el Tercer Mundo”. Roque es en esta lógica, el típico agente procubano infiltrado en nuestra organización con el propósito de darle a ésta una orientación revisionista, de oportunismo de derecha. Como tal ha sido acusado ante las bases durante la última reunión conjunta del Estado Mayor y de la Comisión Política del erp, léase Sancho, Jovel y Lil, que nos encargamos de disolver a punta de pistola.

Y esto, a pesar de que habíamos acordado el lunes 14 de abril, apenas veinticuatro horas después del arresto de Pancho y Roque, que serían sometidos a un Consejo de Guerra, dirigido por los jefes del Estado Mayor, Joaquín Villalobos, el Vaquerito y yo. Eso hubiera sido lo más normal, pues las acusaciones se basaban en faltas militares que estaban bajo nuestra jurisdicción. Ese mismo lunes se llevó a cabo el Consejo de Guerra y como miembros del Estado Mayor acusamos a Roque Dalton de ser el principal instigador de la conducta “en rebeldía” de Pancho y como conspirador contra el Estado Mayor, pidiendo su ajusticiamiento inmediato. Sancho en esos momentos fungió como representante de la Dirección Nacional, es decir de la Comisión Política del erp formada por Ernesto Jovel Funes, Lil Milagro y Alfonso Hernández, y nos logró neutralizar las condenas a muerte exigidas contra Roque y Pancho, dejándolas en condenas de arresto domiciliario.

Lo misterioso de todo esto —y allí me creció la sospe­cha de que Jovel es el segundo agente de la cia en el erp, qui­zás el enlace de Roque—, es que los miembros de la Dirección Nacional, Sancho y Lil, alertados por Jovel, nos exigieron una reunión de emergencia al nomás efectuar las capturas el 13 de abril. ¿Cómo se dio cuenta tan rápido Jovel de las capturas de Roque y Pancho? ¿Es que tenían una contraseña secreta con Roque? ¿O con el controlador respectivo de la cia? Para calmar el tenso ambiente que reinaba entre el Estado Mayor y la Di­rección Nacional, para rastrear sus futuras movidas y conocer sus intenciones, decidimos ese lunes 14 de abril, llevar a cabo el Consejo de Guerra, acusando a Roque y a Pancho de insubor­dinación. La condena de arresto, pues eran evidentes las fallas, ya la habíamos dictado el Vaquerito, Joaquín Villalobos y yo, de manera que cuando Sancho se unió al Consejo de Guerra, le tocó actuar como abogado del diablo, y como tal acató las penas de arresto para Roque y Pancho. A Roque no le dimos oportunidad de que se luciera hablando caca, tampoco Pancho tuvo derecho a usar la palabra.

En estos vaivenes internos de lucha hegemónica nos pasamos casi todo abril. Cada día nos convencíamos de que te­níamos al enemigo en nuestra propia casa. A cada jugada maniobrera que hacía la Dirección Nacional, respondíamos con otro golpe demoledor.

El domingo 20 de abril, una semana después de capturados Roque y Pancho, cuando ambos han pasado siete noches en prisión, la Dirección Nacional hace un llamado a las bases para celebrar un congreso que redefina la línea y concepción estratégica del erp.

Esta maniobra es tomada como una declaración de guerra al Estado Mayor del erp; de esa forma maniobran para expulsarnos del erp y dar el rumbo revisionista procubano, es decir, prosoviético, a nuestra organización. Poco a poco se van ordenando las fichas de un ajedrez diabólico para copar la organización. Ya dominaban la Dirección Nacional y, de acuerdo a sus tácticas oportunistas, comenzaron a poner contra nosotros, con éxito, a varios de nuestros cuadros más experimentados, como Pancho.

También lo intentaron con Ana Sonia Medina, con quien Roque Dalton no tuvo suerte. Ella había recibido instrucción militar en Cuba, y allí había vivido una temporada en la casa de El Vedado, en La Habana, con la familia de Dalton. A pesar de estar prohibido, Roque, haciendo labor de zapa, tratando de ganar su confianza y simpatía y de voltearla contra los jefes de su fracción, le confesó quién era. Le preguntó no solo por el perrito “Twist”, que sus hijos tenían en casa, sino por la biblioteca que él había dejado allí. Ana Sonia Medina me contó asustada lo que había sucedido. De esto no informamos a Roque al instante, a pesar de ser una grave falta contra las medidas de seguridad, solo lo dejamos en jabón, listo para deshacernos de él en cuanto se diera la oportunidad.

De manera que, como un contragolpe a la medida anunciada el domingo 20 de abril por la Dirección Nacional — que convocaba a la máxima autoridad del erp, el Congreso extraordinario de todas las bases, para zanjar diferencias—, decidimos revelar la identidad de Julio Delfos Marín, alias Roque Dalton, el militante “Ernesto” de la célula “Vanguardia” del Partido de la Revolución Salvadoreña en formación (prs), y lo acusamos de ser un revisionista de derecha y agente procubano infiltrado en el erp.

Abril se nos fue en definir el terreno que cada fracción pisaba. Para ello encargué a Joaquín Villalobos, quien pasó a ocupar la jefatura política que Roque Dalton ejercía en la célula “Vanguardia”, que continuara desarrollando los contactos iniciados por Dalton con las fpl. Esos eran otros procubanos, aunque también estaban influenciados por las teorías del Camarada Presidente Mao Zedong. Sobre todo porque fue Mao quien rompió el paradigma marxista-leninista de que la revolución socialista la hace la clase obrera acompañada de aliados estratégicos como el campesinado, la pequeña-burguesía, los intelectuales, los burgueses progresistas y el sector democrático del Ejército.

El Gran Timonel, sin embargo, desde su “Larga marcha”, tuvo como vanguardia revolucionaria a la clase campesina, ya que China era un país semifeudal donde sí existía un proletariado, pero en mínima cantidad comparado con las masas campesinas, y aglutinado en los reductos urbanos donde no se libró la guerra popular prolongada del Ejército Rojo. La lucha revolucionaria se definió en el campo desde donde las masas insurrectas cercaron las ciudades y tomaron el poder por asalto. La sabia estrategia del Camarada Presidente, con sus axiomas directos, el poder nace del fusil, contradice la tesis leninista de toma del poder por los obreros en una lucha urbana.

Y esta táctica es la que tiene entusiasmados a varios de los jefes militares de las fpl; el modelo chino de la guerra del campo a la ciudad, del cerco a las urbes por las masas campesinas en armas, también es aplicable a nuestro país donde hay una mayoría campesina de población y unas relaciones de producción feudales, pues somos un país agrícola dependiente del monocultivo del café, el algodón y la caña de azúcar. Ello vuelve más prochino que procubano o prosoviético al movimiento guerrillero de las fpl. La línea socialimperialista es la de hacer componendas con el imperialismo yanqui, plasmada en la vía electorera de los partidos comunistas; en ello El Salvador no es ninguna excepción, pues el pcs todavía anda jugando a las elecciones.

Las fpl o felipas, que no quieren hacerle el juego a la farsa electoral como lo ordenan los revisionistas de Moscú, están convencidos de que en El Salvador la tesis maoísta del cerco revolucionario de las masas campesinas a las ciudades para tomar el poder puede tener éxito y son, debido a estas particularidades, nuestros aliados estratégicos.

Por eso Joaquín Villalobos se reunió con Felipe Peña, contraparte por las fpl nombrada por Salvador Cayetano Carpio, para informarle de la lucha fraccionalista que estaba viviendo el erp internamente. Los resultados de la reunión que tuvo René Cruz con Felipe Peña el martes 22 de abril hacen volcar el fiel de la balanza no solo de los mamarrachos de la Dirección Nacional, sino también del mismo Roque Dalton.

Felipe Peña criticó que hayamos acusado a Roque ser agente procubano; este es para él un gravísimo error que cometemos. Nos señaló que los juicios que estamos celebrando están amañados. No sé qué se ha creído este cabroncito para hablarnos en ese tono de profesor de jurisprudencia; la próxima vez me reuniré especialmente con él para pararle el carro, pues lo conozco desde muy atrás. Es el hijo de un eterno golpista, el subteniente Belisario Peña, tiene dos hermanas, Lorena y Virginia, que siguen su línea. Felipito Peña que no me venga con mierdas pues todavía recuerdo cuando, para la llamada “guerra del fútbol” contra Honduras en 1969, llegó calzado con botas de soldado a la Facultad de Ciencias Eco­nómicas donde estudiaba y, megáfono en mano, arengó a los estudiantes para que crearan una brigada universitaria que fuera a combatir con el Ejército salvadoreño a los hondureños. También el turco Cipriano del pcs cayóen la trampa de apoyar públicamente la invasión que la soldadesca salvadoreña, mejor armada y equipada, realizó a las ciudades fronterizas hondureñas. Si Felipe Peña sigue con sus acusaciones ya tengo argumentos para atacarlo.

Con todo y a pesar de los graves señalamientos de Felipe Peña, este hijueputilla de Quijadita, Joaquín Villalobos, no se le quedó atrás, pues sacó las argumentaciones más serias de que Roque era agente de la cia. Esto ya lo habíamos discutido con él. Que si el choco narizón Felipe Peña se molestaba por la acusación de “agente procubano” a Dalton, había que manejar las otras acusaciones. Así el choco Peña nos sirvió de termómetro para medir las temperaturas en el interior de las fpl. Su oposición larvada a la acusación de “agente procubano” que caía sobre Roque implica que ellos, él y el viejo Cayetano, son más procubanos de lo que creíamos. Lo cual significaba encender la alarma pues estamos pisando campo minado. En una guerra intestina entre erp y fpl nos cachimbeaban, ya que las fpl nos quintuplicaban en militancia debido a que tenemos filosofías distintas de reclutamiento. Mientras las fpl alistan a cualquiera, y allí entra chinche y talepate, nosotros somos cuidadosos para reclutar a un militante. Es una diferencia entre cantidad y calidad.

No nos conviene entrar en disputas con las felipas. Y para ello Joaquín Villalobos le hizo un detalle pormenorizado de las sospechas y pruebas que señalaban como agente de la cia a Roque Dalton, desde las fotos existentes en el archivo habanero de Barbarroja, donde aparece Roque Dalton acompañado por un agente de la cia en diferentes lugares y tiempos, hasta las sospechas proferidas por Marcial en la reunión conjunta que tuvimos en el Parque Centenario, poco antes de que Roque Dalton ingresara al país, en 1972, cuando nos expresó sus dudas respecto a Dalton, pues siempre había quedado en entredicho la veracidad de su famosa fuga de la cárcel de Cojutepeque, el 24 de octubre de 1964, luego de haber sido secuestrado por la policía e interrogado por un agente de la cia en la finca Pinar del Río del coronel Mario Guerrero, en Los Planes de Renderos.

Según Cayetano se sospechaba que, entre la espada y la pared, “o colaboras o mueres”, Roque había sido reclutado por la cia. Duda que se fortaleció cuando comprobaron que estuvo de visita en el Hotel Intercontinental de San Salvador, donde se alojaba el agente de la cia que había llegado a desbaratar, por las vías legales y las otras, al aparato armado del Partido que se había entrenado en Cuba bajo las órdenes del Che. Ahí habían visto merodeando a Tomás Paz, salvadoreño que formó parte de dicho aparato, y quien fue reclutado por la cia en esos días.

El hado de Dalton estaba sellado. Era su hora. Le tocaba morir. Héroe o traidor. Cínico oportunista o valiente soldado del ejército del silencio, pues cuando Joaquín Villalobos pidió a Felipe Peña que convocara a Marcial para confrontar las sospechas de que Roque Dalton era agente de la cia, Felipe contestó que ello era imposible. No porque el viejito Cayetano estuviera muerto o se negara a comparecer, sino porque estaba convaleciendo de una enfermedad en el extranjero. Casi adivinamos que estaba hospitalizado en Cuba, o en Moscú.

Ya desde el comienzo de todas las operaciones militares del erp, poco después del secuestro y asesinato de Ernesto Regalado Dueñas en febrero de 1971, la central de Pekín a través de Misoko me había notificado que Cayetano Carpio, a pesar de que había renunciado a la Secretaría General del Partido Comunista Salvadoreño, mantenía aún contactos con los soviéticos, no a través del Partido Comunista o de otra organización de masas como los todopoderos sindicatos, sino a través del espionaje en el extranjero del kgb (Komissia Ga­zudarnost Bezapasnosti), por medio de una estructura ultrasecreta de los servicios especiales soviéticos llamada gru (Glabnaya Rasbedobatelnaya Uprablenya —Oficina Principal de Inteligencia—), cuyos antecedentes eran los fatídicos schmertsch (“Eschmerte Eschpioni”, Muerte a los espías) de la época estalinista. La gru se encargaba de contactar, adiestrar, financiar y apoyar a la mayoría de movimientos armados antiestadounidenses en todo el mundo, desde simples partisanos nacionalistas, pasando por musulmanes integristas y nacionalistas separatistas hasta terroristas de altos vuelos como Car­los, el Chacal, ¿yo mismo, el Gran Capitán?, y por supuesto a Cayetano Carpio, alias Marcial, así como a toda una red de movimientos guerrilleros latinoamericanos y del Tercer Mundo.

El objetivo principal de la gru era desestabilizar militarmente los gobiernos proyanquis en todo el orbe, no importando para ello apoyar movimientos separatistas, nacionalistas, revolucionarios, integristas, milenaristas o independentistas, que surgían por decenas en el mundo subdesarrollado debido a las luchas anticolonialistas y al despertar político que vivían buena parte de los países africanos, árabes y de Indochina. A ello contribuía el desquebrajamiento, des­pués de la Segunda Guerra Mundial, de los imperios francés e inglés, y por ende el surgimiento de frentes de guerra antiimperialistas en antiguas colonias como Vietnam, Argelia, Irak, Siria, Nigeria, Sudáfrica, Egipto, Libia. Estados Unidos sustituía a los imperios derrumbados, tomando su relevo imperialista, y como contraparte en esa guerra fría, los soviéticos apoyaban a los movimientos armados antiimperialistas en una supuesta coalición mundial por la paz y el socialismo. En este aspecto yo coincidía con los camaradas soviéticos, en especial con el schmertsch, ellos mismos me habían aupado, gracias a las recomendaciones de Pekín, para que me infiltrara como correo clandestino europeo en los servicios especiales de los cubanos, durante mis años estudiantiles en París y Tubinga.

De manera que aquella ausencia de Cayetano Car­pio, debido a que estaba siendo tratado como paciente en un hospital de La Habana o Moscú, definió, paradójicamente, la suerte de Roque Dalton. Probablemente si Cayetano hubiese estado presente, no hubiera sido posible la ejecución de Ro­que y Pancho, pues aunque Salvador Cayetano Carpio no simpatizaba mucho con Roque Dalton, estaba consciente de que era un error de grandes dimensiones liquidar a ambos. Tenía una intuición política muy aguda para resolver estos problemas, aparte de que estaba de por medio la línea cubana de sus ídolos revolucionarios. Lo demostró luego, cuando tomó bajo su protección a los maricones de la Resistencia Nacional que andábamos persiguiendo para ejecutarlos, pues los condena­mos a muerte a todos. Se salvaron los malditos, gracias a que Cayetano les dio asilo; imagino que eso mismo hubiera sucedido con Roque y Pancho si Cayetano Carpio hubiese estado en esos meses de abril y mayo en El Salvador.

A partir de ese informe que dio Joaquín Villalobos sobre la reunión mantenida con Felipe Peña, el martes 22 de abril de 1975, es que decidimos retractarnos del segundo cargo contra Dalton y cambiar la acusación de ser agente cubano por la de agente de la cia infiltrado en las estructuras internas del erp. Así quedaba cerrada sin derecho a revisión la sentencia de muerte contra él y Pancho y la de sus cómplices, los miembros de la Dirección Nacional, Eduardo Sancho, Lil Milagro Ramírez, Ernesto Jovel Funes.

A esas alturas ya no había esperanza para Roque y Pancho. Su ejecución era cuestión de tiempo y coyuntura. Para mientras, jugaban un papel de rehenes, ya que de esa forma neutralizábamos los movimientos de la defenestrada Dirección Nacional, pues teníamos en nuestro poder a su jefe máximo. O los terminábamos de desesperar. Ese era nuestro objetivo inmediato, para deshacernos de todos ellos.

7. Cacería

No teníamos tiempo que perder; para reaccionar ante la reunión de emergencia del jueves 1.° de mayo de 1975 — donde Eduardo Sancho, Ernesto Jovel y Lil Milagro Ramírez acordaron la separación orgánica de su grupo, la “Resistencia Nacional”, de la “camarilla militarista” del erp, es decir, del Estado Mayor comandado por mi persona, Joaquín Villalobos y el Vaquerito—, nos apresuramos a realizar con carácter extraordinario un Consejo de Guerra sumarísimo en el cual el Estado Mayor los condenó a muerte. La orden de la ejecución inmediata de ellos fue cursada a todos los militantes del erp para que hicieran efectiva la condena, allí donde los encontraran.

Podrá verse esta medida como maximalista, incluso como sectarismo del Estado Mayor del erp, pero antes de ta­charla de apresurada es necesario recordar que estábamos a punto de que nos ganaran la iniciativa, y por ello necesitábamos actuar de forma contundente, evitar que la insubordina­ción creciera y se desarrollara; peligraba la existencia misma de todo el proyecto del erp. Éramos nosotros o ellos.

Cuando supieron que las conversaciones para alcanzar la paz no tenían perspectivas de progresar, no aceptaron entregarse, ni tan siquiera hacer sondeos para pactar una tregua. Tampoco teníamos pistas de dónde se movían, ni de cómo podíamos dar con ellos. Todo el plan mío de acabar con la dirección en pleno de la Resistencia Nacional se desvaneció como una chimbomba ígnea lanzada al aire por el niño tragafuegos de algún semáforo céntrico del Valle de las Hamacas.

De ahí que a pesar de haberlos tenido a tiro de pistola, —por ejemplo, Ana Sonia Medina se encontró a Lil Milagro Ramírez casi en sus narices por esos días en el interior de un bus de la ruta 33 en la parada de autobuses del Instituto Nacional, cerca de la Universidad—, no pudimos eliminarlos. Ellos también andaban armados y nos faltó más logística para poder cazarlos. Por ello fue que lograron posteriormente desarrollar su proyecto bajo el nombre de Resistencia Nacional.

Realizamos tres atentados fallidos contra Lil, Sancho y Jovel, el jueves 8 de mayo. El salir indemnes les permitió un margen de maniobra para replegarse; para ir a refugiarse bajo la sombra protectora de las fpl, con quienes Sancho continuó las conversaciones que Roque había dejado truncadas, y que infructuosamente trató de relanzar Joaquín Villalobos al re-unirse con Felipe Peña, el segundo hombre de las fpl luego de Marcial.

Los diálogos en las reuniones del Estado Mayor se volvieron cada día más violentos. Todo mundo exigía mano de hierro contra los insubordinados, en primer lugar con­tra los capturados Pancho y Roque, por ser los responsables directos de que aquel motín nos hubiese explotado en las manos.

—Hay que eliminarlos, compañeros —argumentó el Vaquerito—, solo el arresto es como castigo demasiado poco, como reprimenda, muy leve. Son culpables de la división del erp, de la muerte de abnegados combatientes como Armando y Mauricio.

Se habían ganado un puesto en el infierno por haber estropeado la organización. El erp fue sacudido en sus cimientos.

Gracias a la claridad de objetivos salimos fortalecidos de aquel impasse, con una nueva visión estratégica de la lucha armada que nos permitió caracterizar como fascista al gobierno que combatíamos con las armas en la mano.

En medio de esta lucha subtérranea que tratábamos de saldar a tiro limpio, pues no nos habían dejado otra alternativa, sucedió una cosa imprevista que, aunque no nos iba a afectar de manera directa en nuestra vida clandestina, sí nos servía como aliciente legaloide para continuar nuestra vida bajo las diferentes leyendas que cada uno de nosotros se había inventado.

Un tribunal de Chalatenango estaba juzgando al único acusado del asesinato y secuestro de Ernesto Regalado Dueñas. Era el joven demócrata-cristiano Jorge Cáceres Prendes, quien estaba sentado en el banquillo de los acusados debido a que prestó a “El Grupo” un carro de su propiedad que fue visto por testigos durante el asesinato del policía motorizado en la colonia Málaga por parte de Carlos Menjívar Martínez, para liberar a Guillermo Aldana a quien ya había esposado. Luego del asesinato del motorizado, ambos habían escapado en dicho auto, cuyas placas fueron anotadas por varios testigos presenciales y entregadas a la Policía.

Junto a Cáceres Prendes fuimos juzgados en ausen­cia todos los miembros de “El Grupo”, comenzando por mi persona, Lil Milagro Ramírez, Eduardo Sancho Castañeda, el “Tierno” Ricardo Sol Arriaza, Luisa Castillo, acusados de ha­ber asesinado a Regalado Dueñas el día viernes 19 de febrero de 1971.

Habían pasado cuatro años, dos meses y 20 días, has­ta ese ocho de mayo de 1975, cuando el jurado que conocía la causa en el Tribunal de Chalatenango, nos declaró a todos inocentes de los cargos imputados. Quedábamos, a nivel legal, libres de acusaciones. Pero no libres de salir a la calle; para entonces la policía secreta y el Ejército nos buscaban con lupa por todo el territorio nacional pues sabían que tenían frente a ellos a una guerrilla urbana organizada, dispuesta a librar una lucha de vida o muerte contra el sistema.

Ese 8 de mayo, decidimos la aniquilación de la Direc­ción Nacional, comenzando por sus dirigentes. De ahí a pla­nificar el atentado contra Eduardo Sancho Castañeda, Lil Milagro Ramírez y Ernesto Jovel Funes, solo restó un paso. Los operativos para realizar el mismo fueron coordinados por los tres jefes del Estado Mayor, es decir por mi persona, Joaquín Villalobos y el Vaquerito.

Los atentados del jueves 8 de mayo, sin embargo, fueron un fracaso, ya que los tres condenados estaban esperando una medida de este tipo, y nos lograron repeler un intento de tiroteo, incluso Jovel, que era obrero tipógrafo, había tomado ya medidas defensivas de precaución en su centro de trabajo donde fuimos a buscarlo.

El viernes 9 de mayo, una día después de haber escuchado en directo por radio nuestra absolución en el juicio sobre el secuestro y asesinato de Regalado Dueñas que se transmitía desde el Tribunal de Chalatenango, distribuimos en la Universidad Nacional unos volantes en los que comunicábamos la sentencia a muerte o al exilio de todos los miembros de la Dirección Nacional que se habían separado del erp y que habían pasado a engrosar las filas de las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (farn) conocidas solo como Resistencia Nacional (rn). Ese mismo día, los dos principales diarios derechistas del país publicaron a grandes columnas la noticia con el sobreseimiento nuestro de la causa sobre el caso Regalado Dueñas.

Así llega el sábado 10 de mayo, andábamos con los nervios de punta, sobre todo porque dos días antes se nos habían escapado por un pelo los miembros de la Dirección Nacional, al salir ilesos de los tres atentados que les hicimos. La situación estaba a punto de írsenos de las manos, de volverse incluso en contra nuestra, pues si se lograban rehacer y reunir fuerzas, vendría el contraataque, con posibilidades hasta de que capturaran a varios de nosotros y exigieran un canje, en esas estábamos ya. Era normal que no dudáramos en llevar hasta el final nuestra línea ideológica.

Tanto Roque Dalton como Pancho, con sus sabotajes organizativos exigiendo un repliegue de las acciones militares del erp y mayor instrucción política a las bases, estaban tratando de neutralizarnos, de enrumbar a la organización por las sendas del revisionismo, incluso de buscar componendas con el enemigo. Era el típico oportunismo de derecha que en mayor o menor medida, también representaban los partidos comunistas latinoamericanos e incluso el partido comunista cubano y la dirección fidelista que había decidido pasarse con todo y cartuchera a las trincheras del socialimperialismo soviético.

Dalton fue en todo instante un elemento perjudicial y dañino al proceso revolucionario salvadoreño y su ejecución fue el resultado de la puesta en práctica de sus propios métodos y concepciones de la lucha ideológica; recae sobre sus concepciones y tendencias revisionistas la responsabilidad de haber sumido a nuestra organización en una lucha fratricida de la cual el intruso Dalton fue una víctima de los errores y de la inmadurez del proceso que impidió corregirlos y evitar consecuencias. Dalton no debió nunca ser ejecutado porque no podemos asegurar que fuera un traidor, tampoco se puede justificar su ejecución por sus posiciones pequeño-burguesas. La ejecución fue un error político, pero Dalton no es inocente del hecho de haber empujado a la organización a esa lucha fratricida que acabó con su vida, con la del camarada Pancho y que estuvo a punto de provocar un mayor derramamiento de sangre; además del enorme retraso que trajo al proceso de construcción de nuestro partido. La ejecución de Dalton desató una rabiosa campaña de parte de la “intelectualidad” pequeño-burguesa que convirtió a Dalton en su bandera política, tras de la cual colocaron sus más rastreras y oscuras posiciones, pues estos señoritos se conside­ran la cabeza crítica y rectora de los procesos revolucionarios latinoamericanos. Elaborando sus juicios, ensayos y poemas desde la comodidad de sus exilios, saboreando yogurt y café malteado, desde la banalidad de su vida existencialista o desde posiciones academicistas, han visto en el caso Dalton la posibilidad de justificar su calidad de espectadores de la revolución desde una ventana. Convirtiendo a Dalton en “un revoluciona­rio” de “grandes cualidades”, faltando a la verdad en su papel jugado en el proceso revolucionario salvadoreño y sublimando su efímera militancia, piensan convertirse en la única vanguardia revolucionaria. Es este oportunismo intelectualoide a base del cadáver de Dalton, lo que vuelve importante su muerte y lo convierte, a sus ojos, en el héroe, cuando la verdad es que fue víctima y arquitecto de su propia muerte.

Fue así como ese sábado 10 de mayo di dos órdenes. Por un lado el Vaquerito se encargaría, con sus unidades militares, de liquidar a Pancho; por otro lado, Joaquín Villalobos y Jonás, se encaminarían a la casa de la Colonia Santa Cristina, en el Barrio Santa Anita, donde funcionaba la cárcel del pueblo y donde estaba prisionero Roque Dalton García. Su misión: ejecutarlo.

Las acusaciones estaban redactadas y las imprimimos en un volante que distribuimos hasta el martes 27 de mayo en el campus de la Universidad Nacional y donde se estipula que el Ejército Revolucionario del Pueblo fue objeto de infiltración enemiga por medio del salvadoreño Roque Dalton, quien mili­tó durante un tiempo en nuestra organización revolucionaria y quien estaba colaborando con los aparatos secretos del ene­migo… Roque Dalton fue detectado, capturado y fusilado por las fuerzas del erp. Existen innumerables pruebas de su labor traidora en el seno de la organización. Ambos, Joaquín y Jonás, entraron a dicha casa del Barrio Santa Anita. Era de noche; el que le dio el tiro por atras en la cabeza, fue Joaquín Villalobos; era la prueba de fuego que tenía que pasar delante de su acompañante, para tomar la dirección del erp. Pues a partir de aquél asesinato, Joaquín Villalobos se sintió con la autoridad militar suficiente para sustituirme, era como si asesinando al jefe de la Dirección Política, él hubiera asumido el mando completo de la dirección del erp.

Joaquín Villalobos vaciló, al grado que de frente no pudo asesinarlo, el balazo de su mano temblorosa le destrozó el antebrazo izquierdo a Roque. Fue entonces cuando profirió, “se salvó, ya cumplí mi tarea que era dispararle, y se salvó”. Acto seguido quiso marcharse dejando a Dalton desangrándose. Fue, sin embargo, la pistola y amenaza de Jonás el que lo hizo cambiar de opinión. “Sos el responsable de ejecutar a este poeta bocón. Cumplí la orden, o serás también hombre muerto”, espetó Jonás apuntando a Villalobos.

Fue entonces cuando Joaquín Villalobos optó por el balazo por la espalda, solo así tuvo el valor de ejecutar el asesinato de Julio Dreyfus Marín, el alias del camarada Julio, Roque Dalton García.

El balazo por atrás le destrozó la cabeza, fue una muerte instántanea. Su cabeza se esparció en pedazos como una sandía destrozada, manchando las paredes de sangre, tal fue el impacto del disparo a quemarropa. Tuvimos incluso que pasar varios días limpiando las paredes de la sangre del poeta, pues se esparció por todo el cuarto.

8. Esperanza

Ella viene con la tarde, trae una sonrisa primaveral que ha recordado que en mi país también existe la belleza. La he amado como amaba a mis novias de la lejana adolescencia, y de pronto he sentido en mis venas el correr de la sangre pipil de la que tanto renegué durante mis correrías por las europas. Después de tantas amigas conocidas en Europa, en Cuba, en México, he retornado a la magia del amor salvadoreño a través de Lil Milagro. Esperanza es su nombre de guerra. Y es de maravilla ver todas las simbologías que ella trae con sus nombres. El milagro de Lil es el renacimiento del amor bajo las raíces volcánicas de este país. Ella es la esperanza y la llama no solo de la revolución, sino del futuro de lucha que nos aguarda y del amor eterno en el que está fundado este universo, hermoso a pesar de todo.

Tiene una sonrisa capaz de derribar montañas, y nos hemos amado desde el primer momento cuando nos vimos. El mismo Capitán Rivas Mira me había dicho que era poetisa, y luego he entrado en confianza con ella a través de Eduardo Sancho. Ha querido la coincidencia que tengamos las mismas ideas en lo referente a la lucha revolucionaria en El Salvador, lo cual nos ha hermanado con Ernesto Jovel Funes y Alfonso Hernández, el Pequeño Gigante. Todo esto nos ha compactado como Comisión Política del erp, articulada en el organismo de la Dirección Nacional, uno de los dos aparatos rectores; el otro es el Estado Mayor, del erp.

Lil por su parte no terminaba de creerlo cuando supo mi identidad. Ha bastado mi nombre para que ella abra sus puertas y ventanas y me deje entrar a conocerla; a disfrutar junto con ella la primavera del mundo. Es tan ingenua y espontánea en estas cosas, como es tan enérgica y valiente en recuperación de armas y asalto a bancos y fortalezas militares enemigas. Tiene unos ojos bellísimos, serenos, cafés, una cabellera negra intensa, una nariz aguileña que resalta sus labios abultados hechos para besar. Parece una colegiala cuando ordena su cabellera lacia con una cinta alba o con una diadema blanca que le deja visible el rostro de muchacha en flor, de pajarita primaveral. Es hermosa como el sol de la vida y la alegría, con ella he descubierto que vale la pena vivir y amar bajo este cielo envenenado de San Salvador. Quererla es como entrar en una zona del delirio a altas horas de la noche, para que cuando ella pronuncie mi nombre diga sílabas extrañas como flor, abeja, cementerio.

—Mi nombre aquél no lo pronuncies ni siquiera en voz baja. Espera, ya volveré a ser yo, cuando la muerte nos reuna o cuando el triunfo nos separe —ha dicho sibilinamente una noche de luna llena caliente—, cuando hemos terminado en un hotelucho del Puerto de La Libertad discutiendo sobre las divergencias internas en el erp que yo me encargo de negarlas o de no tomarlas en serio por ser demasiado infantiles.

Se llama Esperanza en el seno de la organización y llegó a la insurrección desde las filas socialcristianas de la Universidad Nacional en las cuales conoció al Gran Capitán, a Sancho, al “tierno” Sol Arriaza y a Luisa Castillo, con quienes constituyeron “El Grupo”, acusado de secuestrar y asesinar al multimillonario Ernesto Regalado Dueñas en 1971.

Me ha dicho que soy un niño que busca paliar su dolencia de adulto recogida en el extranjero y que sin proponérmelo, he llegado a tener más edad que todas las noches y días reunidos en el destello, a miles de años luz, que emite una estrella que nace en el infinito. Una mezcla de amor con sequedad le quemaba hasta el fondo la garganta, tenía ganas de gritar por todo el orbe la terrible injusticia del hombre por el hombre que aún se vive en nuestra patria de corral, esta porqueriza feudal que algunos tienen por “el país de la sonrisa” ahora que se aproxima la celebración del concurso “Miss Universo” en El Salvador. Un soplido de viento susurra suavemente nuestros nombres acariciando sus cabellos de ángel criollo, sus labios carnosos sensuales, de pálido fuego veraniego, su misterio de mujer resuelta, tras cuya mirada se esconde la decisión de vencer y la intensidad del amor.

Pobres de nosotros sin tiempo para gozar la eternidad de todo el cariño del universo habitando en su ser, en su belleza natural cuando a la luz de la luna, en la orilla de la Mar del Sur, nos hemos amado más allá de la muerte, del tiempo y de la historia.

...Para la muerte, cuando Joaquín Villalobos ha hecho explotar mis tímpanos con ese disparo por atrás de mi cabeza una noche de mayo en la Colonia Santa Cristina del Barrio Santa Anita, mis pensamientos estaban puestos en esa mujer de ojos enigmáticos que siempre me cautivó... Vale la pena morir con el sentimiento del amor metido en todo el cuerpo, no me marcho con odio de este valle de lágrimas, vale la pena llegar al reposo del guerrero, a la paz del combatiente, con Lil Milagro de la Esperanza Ramírez Huezo Córdoba abrasando mis vísceras y pensamientos. Nació poetisa y revolucionaria el 3 de abril de 1946 y me la llevo conmigo esta noche del 10 de mayo de 1975, en mi corazón de poeta traidor enamorado del tiempo y de sus senos tibios amamantando mi sed universal de amor y de justicia. Morimos por ellos, los desposeídos, víctimas no del enemigo sino de nuestros propios compañeros. Como traidores morimos, Pancho y yo. Todo por no hacerte caso mi dulce muchacha de la Resistencia Nacional, mi talismán secreto, sea en la Praviana o en La Habana, en San José de Costa Rica o en el Barrio Santa Anita...

El 10 de mayo en El Salvador es el día de las madres. Ese día de 1975 Joaquín Villalobos se hizo acompañar de Jonás, para ejecutar a Roque Dalton García; quería un testigo, un lacayo que testimoniara su valentía, de que no le temblaron las manos a la hora de disparar contra el poeta. Lástima que 245

No oí los consejos de Esperanza, tenía razón, el Estado Mayor del erp es una estructura de asesinos con licencia para matar en nombre de la revolución. Cautivada por el país de la poesía, me dijo que había ingresado a la Facultad de Derecho en el ya lejano año de 1963 y que ya por entonces mi nombre le so­naba a leyenda por ser un perseguido político que llenaba las primeras páginas de los periódicos y por mis poemas que ella leía en más de alguna página literaria de los sábados del Dia­rio Latino, mantenido por don Juan Felipe Toruño. También ella escribe, me enseñó un cuadernillo donde llevaba apuntes sobre diversidad de cosas, aproximadamente del tamaño de una hoja de papel bond doblada por la mitad, en papel copia, muy fino, de color blanco, con las páginas numeradas desde el uno hasta el veintiuno, cada una de ellas con un poema corto, que resume la sensibilidad y la ternura de su carácter, el santuario de su poesía.

—A cada día tu ausencia, hombre mío, a cada noche tu recuerdo oloroso a nostalgia, amor mío, dejo que mis lágrimas lloren por un niño ingenuo que llegó a la revolución por la poesía y que murió en la poesía por la revolución. Dejo que mis oídos escuchen el tiro accionado desde Pekín o desde La Habana, ejecutado por un gorila de aldea que no sabe siquiera el nombre y apellido de nuestras utopías; un simio ignorante que goza empedernido por haber deshecho a balazos el nom­bre de la poesía. Un primate asesino recién bajado del árbol donde mora, llamado Joaquín Villalobos. Los antihéroes del frente silencioso siempre sospechamos que tendríamos una tumba al otro lado de esta horripilante realidad que es morir asesinados por una mano supuestamente hermana.

Colaboración Exclusiva del Doctor David Hernández

para la Revista Literaria CUSCATLÁN

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