PUTOLIÓN
 
           Colaboración exclusiva del doctor David Hernández para www.cuscatla.com
        Todos los derechos reservados por el autor
        
        Prólogo
        
        Esta novela de David Hernández, es en cierta forma una historia emocional de "La Cebolla Púrpura", grupo al que perteneció el autor; poetas cuya juventud coincidió con el conflicto bélico y por ello se vieron inmersos en la tormenta que nos envolvió desde 1972 hasta 1992. Quizás por ello apenas llegaron a publicar poemarios de provincia, en papel de pobre y tinta desteñible; pero en la novela se hacen visibles e invencibles, a pesar de todo.
 
        Sobreponiéndose a dolores propios del extrañamiento y ante el recuerdo de sus compañeros poetas muertos, Cebolla púrpura es un homenaje a ellos, los que nunca llegaron a viejos y que para beneficio social seguirán siendo jóvenes. La novela habla, sustituye al silencio de las practicidades políticas que no concede espacio para saludar a los anti-héroes en sus tumbas desconocidas. La memoria se graba en piedra en un canto de nostalgia y de profundo amor a la patria extrañada. Ese grupo cuya revista sólo se aceptaba por alguna librería, allá por los años setenta, porque su nombre era atractivo para la sección de cocina.
 
        Putolión refuerza la saga del exilio iniciada por Hernández con Salvamuerte (UCA Editores, 1993) y que se proyecta en una tercera obra, aún inédita, "Fuero de fuego", para construir un mundo narrativo. Fundador del grupo literario "La Cebolla Púrpura", Hernández escribió su primera novela una vez que inició sus estudios de doctorado en lenguas germánicas (1992). No cabe duda que en nuestro país, tan escaso de narrativa, ese corto ciclo literario es muestra de responsabilidad y disciplina; mucho más si se retoma la literatura como instrumento de cambio en la conciencia, con la "emergencia del descubridor: si yo no nombro nadie nombrará; si yo no escribo todo será olvidado; si todo es olvidado, dejaremos de ser". (Carlos Fuentes, Epica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, México, 1994, p. 285). Pero Putolión no es sólo nostalgia que se refleja en el recuerdo de los poetas caídos en la guerra, sino también alegría compartida, triunfos y desafueros, por quienes siguen viviendo dentro del país o en el exilio; pero sobre todo, es conflicto humano inagotable.
 
        Ante esa situación la saga viene siendo un imperativo. David Hernández, uno o dos de los que quedaron vivos, tendría la misión de resucitar a los muertos. Y el novelista logró sobreponerse para cumplir con sus compañeros luego de un largo periplo de aventuras, lindando con lo maldito, en el infierno gélido de Siberia, en las quemantes arenas de Afganistán o en la bella Ucrania, todo lo cual conforma su mundo literario.
 
        Me encontré a Hernández en Costa Rica, su primera diáspora, cuando era casi un adolescente; veinte años después lo descubro, casi escondido, extraviado, en los metros de París o en los trenes hacia Colonia, Bonn y Hannover. Ello, antes de escribir Salvamuerte y recién salido de una crisis existencial que lo había acercado a la autoinmolación. En una de esas oportunidades preparaba sus maletas para dirigirse a Egipto a sembrar naranjas en el desierto. Lo convencí que se olvidara de la agronomía porque él era poeta: ”agrónomos hay muchos, los poetas somos el gremio más raquítico y el más pobre, tenés que ayudar a enriquecerlo". Pero el racionalismo europeo hacía difícil ese recambio de ingeniero agrónomo a estudiante de letras. "Van decir que estoy loco", me dijo. No importa, le respondí, también los alemanes han tenido sus poetas muertos y sus poetas locos, van a entenderte.
 
        Sin embargo, David no llevó el drama personal del exilio a la extensión de su poesía, sino a descubrir la novela, género en el que ha comenzado a echar raíces profundas: erotismo y sexo, pasión glandular, expresado con palabras directas, en lo cual se realiza el camino en espiral hacia un romanticismo de la postmodernidad. Pero sobre todo hay amor, angustia, frente al país que se quiere recuperar, a través de la propia recuperación literaria.
 
        Está confirmado que la novela es también poesía y que seguirá siendo el medio para rescatar, con el auxilio de la imaginación, los acontecimientos trascendentes. Esto vale en especial para nuestro país que no termina de perfilar sus límites y donde los escritores deben jugar el papel de historiadores o cronistas testimoniales ante los vacíos que hay en otras áreas del pensamiento. ¿Acaso no fue el poeta Roque Dalton quién rescató la memoria del 32 antes que se la hubiera llevado a la tumba Miguel Mármol? La faena no es fácil en estos tiempos de avalancha pragmatista, de globalización económica y absorción de la cultura propia por una cultura electrónica universal.
 
        En Cebolla púrpura vemos pasar por nuestros ojos esa generación de poetas que David Hernández plantea como personajes: Jaime Suárez, Rigoberto Góngora -los principales-; Mauricio Vallejo, Nelson Brizuela, Chema Cuéllar, Alfonso Hernández, Chito Silis; el abuelo de ellos: César Masís, muertos en el vórtice de una realidad trágica; y otros que permanecen en el exilio de la desilusión o el sueño, ya sea dentro o afuera del país: Francisco Rivera, Morasán, Manuel Luna, Jobal Arrozales, Calderón, R. Menjívar 0., M. Bencastro, Santana, Quijada Urías, los Armijos. Y también aquellos que como agujas se encubren en el pajar caótico de la patria: Castro Rivas, Iraheta Santos, Uriel Valencia, Santana, Masís el joven, Mendoza, medio vivos y medio muertos, como dice el poeta Dalton. Y también los otros artistas que se unen a esa generación maldita de la guerra, solitarios unos, apasionados todos, aquí y allá, pero sin dejar de representar la lucidez de El Salvador; algunos con más suerte que otros: los Crespines, Meme Sorto el cineasta que sueña, Bonilla, Dago el escultor, Chico Aragón el periodista, la diva Gilda Lewin, el ceramista Carlos Mejía, Eduardo Valenzuela, Roger Lindo, Villafuerte, Chamba Juárez, Norman Douglas -"hijo secreto de Kirk Douglas"-, William Armijo, cantante en los subterráneos de París y doctor en teatro: todos con una locura cercana a Rimbaud, a Miller, a Genet, a Vukovski, a Orlando Fresedo, al Pipo Escobar Velado, al viejito Gavidia en joven. Son el vivo retrato del conflicto.
 
        Inmersos en historia desesperada del oficio, donde prevalece como punto de referencia y salvación la unidad generacional. Tratan de resucitar lo insalvable de la patria o lo rescatable del naufragio, aunque sea en sueños, como Sorto; o pretendiendo alzarla de los escombros, aún a costa de la autoinmolación, como Fresedo.
 
        Así transcurre la vida de los jóvenes entre humo de cigarrillos, cuchilladas, putas, cafetines sucios, hongos alucinantes, LSD y el "guaro" genocida; para mitigar la amargura existencial en una patria que trata de salir del laberinto.
 
        La historia novelada de la generación del setenta tiene su enlace con la historia poética de los jóvenes del noventa. Y ¿por qué no decirlo? Con los del 56, sensibilidad más, pesadilla menos, los jóvenes de siempre han tenido la palabra cuando el silencio comienza a mutilar. No hay pretextos para permanecer callados, si queremos que subsista la sensibilidad creativa, especialmente cuando el vórtice sigue siendo tan huracanado como siempre. Nunca hemos sido ángeles, pero tampoco satánicos. El escritor debe ser caja de resonancia o no es nada, no importa que su imagen sea invisible, como esos personajes de Putolión. Nos enseñaron a respetar a los héroes vivos sin reparar que sólo puede haber héroes muertos porque así no pueden reconvertirse en seres asediados por la degeneración social. Para la obra de Hernández, los poetas son los anti-héroes.
 
        La intención clara es resucitar el grupo generacional "La Cebolla Púrpura", "La Masacuata" y otros, como antes ya hiciera para diferente período la novela Pobrecito poeta que era yo..., de Roque Dalton.
Entre la generación de la década del cincuenta y la de los setenta, la historia sigue siendo la misma. Una especie de virus africano que corroe por dentro y hace desintegrar los huesos y la carne: el anti-virus es la poesía. Poco hemos avanzado, pero la literatura sigue adelante. Los escritores deben mantenerse desde sus guaridas de hombres lobos con el ojo en la mira de la realidad nacional. "Nuestra fidelidad al lenguaje en suma, implica fidelidad a nuestro pueblo y fidelidad a una tradición que no es nuestra totalmente sino por un acto de violencia intelectual" (Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, 1994, p. 178).
 
        Y Hernández reafirma su idea novelística diciendo que los poetas no imaginaban que el destino del azar y la historia -en aquellos "años de sed y sombras"-, si es que existen y coinciden, los pondrían a las puertas de la vida y de la muerte: "Todo era pobreza, lluvia y austeridad. Pero a pesar de todo éramos felices y existíamos. Los sueños estaban en embrión y comenzaban a gestarse en medio de aquella atmósfera que presagiaba malos tiempos". Aunque ese pasado sea un eterno presente y un impredecible futuro para los jóvenes que deben escoger entre la muerte en vida camino abierto- y la creatividad -vía cerrada-: pero que puede abrirse siendo fiel al lenguaje --como dice Paz-; a la poesía, que no sólo está hecha de palabras -según Dalton. Como se expresa en Cebolla púrpura.
 
        Manlio Argueta, San Salvador, El Salvador
 

... Y apagará mi corazón

 

Y apagará mi corazón su queja.

Mi lámpara de auroras esta llama.

Y un fuego fatuo con temblor de grama

 dirá que estoy yaciendo en La Bermeja

 

Este amargo vivir nunca se aleja.

Estoy en un recinto que reclama

una rosa, una espada y una dama.

El sol se ve cuadrado tras la reja...

 

Y apagará su música mi trino,

La vida en nuestra muerte es un camino

y quedan nuestras flores como huellas...

 

Por eso van al cielo los poetas

y tienen blancas colas los cometas...

Nos veremos de azul en las estrellas

 juntando nuestro amor a todas ellas...

        Oswaldo Escobar Velado.

        

        El último círculo de la telaraña

         Tengo que recordarte que cuando ella viene revuelve con furia peculiar mi cuarto de emigrante incrédulo; estruja mis sentimientos de hombre sincero; desequilibra el universo que con esfuerzo, desde nuestro último encuentro, he logrado ordenar. Anarquiza todo lo que poseo con un placer que se refleja en el brillo de sus ojos azules. Adora volver al caos, y con una paciencia propia de ella, de Araña, destruye alevosa el paraíso en tono menor que aún quedó en pie desde nuestro postrer adiós.
        Adora con especial furor, con una saña que ella identifica con la bondad y yo con lo cursi, aniquilar la paz espiritual que, de no ser por sus periódicas visitas intempestivas, me permitiría gozar de la felicidad y del retiro que con mucha razón y honra merezco, después de haber sufrido como un condenado en este valle de lágrimas, y saborear además ese ansiado descanso - el de un profano, de un bastardo, de un traidor o de un blasfemo - que, hace algunos años, mientras arriesgaba cada día mi suerte y la suerte de otros ilusos e idealistas, prometí darme si aún salía en condiciones de seguir contando el cuento de aquel sangriento baile de disfraces.
        Por otro lado, más acá del hedonismo y lo sardónico, ella prefiere la música clásica, el coñac con café fuerte, desnudarse en la oscuridad a la luz de la luna que se filtra por la ventana de mi cuarto, hablar de botánica, de las plantas tropicales de mi patria lejana y harapienta, respirar el humo de mis cigarros caribeños, sentir en su húmedo sexo la vibración permanente, durante largas horas, de mi verga de extranjero, hartarse hasta reventar de mi saliva, sudor y semen.
        Lo cual no es suficiente para despojarme de mí identidad de incrédulo en busca del reposo, de mi sombra de forastero apátrida en estos países monstruos, de mi soledad de emigrante en un mundo diferente. Por el contrario, es de una delicia singular estrujar su cabellera de hembra satisfecha después de hacer el amor, o saborear, con una satisfacción interior, las diferentes mudas y camuflajes con los que osa presentarse cada vez; gozar hasta el infinito cuando se enfada y con una rabia de Araña me echa en cara no haber aprovechado hasta el momento las grandes oportunidades que ofrece la vida moderna, y sobre todo, no haber aprendido a ser responsable.
        Eso: no jugarme con pasión mi suerte, y no perseguir con garras el éxito que, es lo normal, nuestro mundo tiene reservado a los jóvenes perseverantes. La callo con un beso lascivo y asesino que doy en la superficie fríamente calculada de su yugular, o palpando las zonas acósenos de su cuerpo con prudente insistencia.
        Le describo entonces, sarcástico hasta desconcertarla y con sus mínimos detalles, la disposición geométrica-cosmológica de las multimilenarias pirámides indígenas de Centroamérica, o la perfecta temperatura ambiental que desde siglos reina en las catacumbas de las momias y los monjes ortodoxos en Pechersky-Lavra, Kiev.
        Total, termino despistándola. Por algo he sido durante buena parte de mi límpido pasado, un profesional del peligro.
        "Hay que inventar a tu país", dijiste, "hay que inventarle un pasado y una memoria con la plenitud de la verdad y el honor, así como es la historia normal de los países normales".
        Ahí erraba tu sabiduría de Araña europea. Allí fallaste Princesa. Porque todo estaba perdido, cariño. Sin vuelta de hoja. La astuta patente de corso que proponías como alternativa para crear una memoria civilizada a mi país encharcado en lodo y sangre, tampoco servía.
        "Fallaste corazón", creo que contraargumenté tratando de explicar en tu idioma que ése era el título de una canción popular en mi lejana aldea.
        ¿0 acaso esa tendencia a la quietud y al silencio, esa sensación de formar parte de una galería de anti-héroes, era sólo la expresión de una antigua nostalgia?
        ¿De cuándo éramos valientes?
        ¿De cuándo éramos felices, conspiradores, amantes de Kafka, y recién habíamos descubierto el riesgo de asaltar la razón?
        ¿De cuándo iniciábamos la vida de café literario, bohemia, poesía de zapatos pobres y estómago vacío, en el café El Skimo o en El Porvenir de la gorda Irene? A eso quería llegar. Al génesis.
        Hoy queda únicamente el testimonio que es una cruz y una bandera ondeando eterna y joven sobre los que partieron ya que los poetas de esos años heroicos se pasaron al cielo, con todo y poesía. Nos abandonaron en este valle de condenados, los muy astutos.
        Los restantes, los que quedamos rumiando el recuerdo de los tiempos cuando se vivía para el recuerdo, andamos como gitanos o bandidos del desierto a campo traviesa, subsistiendo a dentellada limpia por los caminos del mundo.
        "Sírvete, calma tu hambre de sobrevivir", dijóme un domingo con una primaveral mañana, antes de revelar su identidad de Araña: flaca más bien, pelo castaño, ojos azules, labios carmesí, de mediana estatura y con una mirada suave y tierna que inspiraba tranquilidad a mares, ella era así antes de desnudarse aquella mañana y convidarme su cuerpo de hembra en celo, sorbido a pausas, centímetro a centímetro, por mi inexperta lengua de especialista en lenguas extranjeras.
        En esta hora de rendición cuando se acabaron las utopías, solo y olvidado, recuerdo mis crímenes. Eres un esbozo en la memoria y el pasado desfila desde su génesis hasta el día de hoy en mis ojos de suicida frustrado: te recuerdo alegre en las calles de Praga, buscando sin éxito la tumba de Joseph K.; de visita en la casa humilde aledaña al Karlovo Mostá, donde vivió Kafka, ese judío checo tan odiado por sus compatriotas porque siempre escribió en alemán... Y aparecen en un desfile de actores, brujos, fantasmas, poetas y músicos muertos y vivos, como en un baile carnavalesco de la época colonial, por las calles empedradas de una ciudad de otros siglos, los chemas, los jimmys, las gildas, los rigos, las thelmas, los dagos, los fonchos, las marilunas: esa parte de la historia vivida por los poetas de esos instantes, para la poesía de esa época y ese pasado que es, como un espejo móvil de la eternidad, reflejo del futuro, peldaño para un eterno retorno inicio de un espacio sin infinito o de una historia al margen del tiempo.
        ¿Intento amarte Araña a mi manera?
        ¿0 es todo sólo una esperanza inútil como la voz aguardentosa lo afirma en un disco viejo mientras los boleros estrujan mi memoria?
        ¿Es esta balada mi canto de cisne con el cuello roto desde siempre?
        ¿La última canción en la última ciudad elegida por mi destino de condenado para entonarla frente al último cielo que vean mis ojos, antes que el verdugo descargué en mi entrecejo el balazo de final del juego?
        Ya lo decía alguien Princesa: cuando la superioridad absoluta no es alcanzable debes conseguir una superioridad relativa haciendo hábil uso de tus posibilidades...

La Cebolla Púrpura

        Habíamos llegado en un autobús de los ordinarios, de esos Blue-bird pintados de un verde oscuro penetrante y cruzados en medio por una franja blanca donde se podía leer La Sultana de Oriente en letras rojas. Autobús garnacha vieja que se quedaba y a veces en las cuestas reculaba. Autobús tortuga: el viaje había durado casi tres horas. En el trayecto, confundidos con la mayoría campesina de pasajeros y vendedoras de los mercados - las famosas locatarias que iban o venían del Valle de las Hamacas, sobresalía la singular estampa de Jimmy: barbudo, de pequeña estatura, con lentes dorados metálicos culo de botella, flaco, moreno tirando a negroide (los antepasados de la Abuela, su madre, de apellido Quemain, procedían de las ex colonias caribeñas de Martinica y Guadalupe, y en la Abuela se notaba con mayor énfasis su raigambre africana) y con la pipa en la boca que en aquél tiempo usaba.
        - Es más que todo para tener el plante de intelectual nos lo aclaró un día en la casa de la Abuela mientras nos hacía oír a Elvis Presley -, la verdad es que me, gustan más los cigarrillos.
        - Lo de la pipa se lo has copiado al Catrín Mendés de Oza - observó el Chele Rigo.
        Pero por supuesto que a mí, por ser más regular y más poeta, me va mejor - complementó.
        - Mejor sigamos poniéndole coco al diagramado de la revista - indicó Morasan.
        Y siguieron discutiendo de la revista, los futuros clientes y patrocinadores, los anuncios a cobrar para sobrevivir.
        Tenían los anuncios de la abarrotería El Cochinito, de la librería Claridad, de Radio Continental y de la Librería Hispanoamérica. Habían ido además a Casa Presidencial por un anuncio que el Centro de Información (CNI) quería darles: Chepe Botella, que había sido maestro del director, Kaldo Vasca, los había enviado ahí con la antología La Bomba H, publicada en los años cincuenta por Orlando Fresedo, Eugenio Martínez y Orantes, Urrutia, Kaldo Vasca y otros poetas. Luego que mostraron a los empleados el libro revolucionario con los poemas del director, unos amables genios que trabajaban en el CNI se lo decomisaron y no lo volvieron a ver jamás. Cirilo los recordaría sin embargo, miles de años y pensamientos después, cuando los sabuesos-huesos del poeta Vasca se purificaran en el paraíso a la diestra del Señor. Sobre todo un poema-río que le llamó la atención: ése donde Kaldo habla del peligro del pulpo del norte y del oso siberiano. Por ello, Cirilo había creído que el sabedor-sagaz poeta fue un nacionalista temprano nadando en el río revuelto de las revueltas estudiantiles anti-osoristas, anti-lemusianas y anti-prudistas, donde confundido con camarón, fue pescado por los compañeros de viaje de los "tavarischi" del comunismo internacional. Talentoso como fue el joven Kaldo (es este el juicio de una posteridad próxima) fue enmaletado y enviado de viaje por el mundo comunista de entonces. Razonable es que el nacionalista temprano se espantara luego de su estadía en la China de Mao y otros lares estalinistas. ¿Lo demás es retórica chongas de los poetas de ultraizquierda para justificar su envidia y frustración? Porque: ¿qué poeta humilde, hijo de una pobre profesora de primaria, como el ex pobre poeta Kaldo Vasca para el caso, ha resistido los halagos de la oligarquía cuzcatleca y del pulpo norteño, halagos con H mayúscula como la Bomba H? Que no vociferen los poetas ultras con su conciencia crítica. Para ponemos cheles, hay que aceptar que un medio como el nuestro a lo único que conducía en aquellos tiempos y aun hoy a los poetas jóvenes, era a terminar de chichipates o de locos, o ambas cosas, como sucedió a Mario Arenales, a Orlando Fresedo o a Lorenzo Castrorrorro en su época de maldito y pravianero. No es extraño que Kaldo haya sido ensamblado, galvanizado y talqueado con las ideas democráticas de una Europa civilizada y anti-comunista (estaba ahí en su apogeo la "guerra fría") y luego trasladado a su aldea al frente de la inteligencia de la oligarquía local. Lo demás es lógico, como en un círculo celestial todo va en espiral ascendente: luego viene la gloria, el poder, el dinero, la inmortalidad.
        Al filo de años y pensamientos, Cirilo recordó la prehistórica feria cuzcatleca cuando fue reclutado junto con Cepomch por aquel par de ángeles chapines que organizaron un grupo dinámico con el rimbombante nombre de "Anastasio Aquino", una de cuyas primeras y últimas acciones fue tirotear la casa del ex pobre poeta Kaldo. Recuerda Cirilo que Fabrizio Casildo, el querido profesor humanista de la universidad, les había dado apoyo moral y económico la vez cuando 1os chapines y ellos llegaron a su oficina. Cirilo. y Cepomch, enmascarados con un pañuelo que les cubría la mitad de la cara y con unos pistolones de bandidos en la cintura, acompañaron de guardaespaldas a los guatemaltecos durante la charla con el profesor Casildo. Pero todo se fue al carajo cuando se dieron cuenta que uno de aquellos dioses era el poeta chapín Oscar Arturo Palencia, tremendo bandidazo que hizo temblar las bibliotecas universitarias y puso al borde de la quiebra a varias librerías, donde saqueaba sus libros predilectos desde la "a" hasta la "z" para, después de leídos, vendérselos a precio de quemazón a los poetas jóvenes. Fue en este pillaje de carácter literario, cuando Cirilo conoció a Foncho Hernández, quien andaba en las mismas, con una saña y un cariño explicables sólo por su secular avidez provinciana de nutrirse con literatura clásica y anti-clásica. El mismo un clásico en estos menesteres, famoso por sus calzones - pantalones donde paría libros de poesía maldita y revolucionaria.
        - El doctor aprobó un anuncio para su revista- oyó Cirilo aquella tarde sanjacinesca en el segundo piso de Casa Presidencial. La secretaria le entregó una foto del coronel Calvo Sancho Fernando, apodado "Tapón" y bautizado como el enano bastardo por un poeta iracundo del Valle de las Hamacas, donde estaba en compañía de un estudiante en el Círculo Estudiantil. El adolescente hacía el símbolo hippie de la época y Tapón sonreía a la par de su acompañante. Al pie de la foto estaba escrita con letras sobresalientes, una de las frases mágicas que los genios del CNI le inventaban al Señor Presidente.
        Cirilo recuerda: no dijo ni sí, ni no. Era el anuncio por el que más dinero iban a recibir: doscientas maracandacas.
        Hubo acalorada discusión y al final una votación en la redacción de La Cebolla Púrpura.
        - No - dijeron encachimbados Morasan, y con mayor razón el Chele Rigo.
        - Yo estoy a favor - dijo Jimmy -, achís, miren la revista Guatemala Comercial que es financiada por los comerciantes chapines. 0 las becas a escritores talentosos y mediocres que da la Shell. Además, si publicamos ese anuncio no indica necesariamente que dialtiro seamos "pecenistas" o "sobalevas" gobiernistas - recapacitó.
        Cirilo, dubitativo, votó al final en contra.
        "Hay poetas que en verdad son genios del mal le dijo Manlio el cronista a Cirilo, siglos adelante en París, refiriéndose a Kaldo Vasca.
        Años después, en uno de sus naufragios, Cirilo aterrizó en el campus universitario de Bolonia y, por asociación única con su lejano país, recordó a Kaldo: él había estudiado por ahí. El conoció lo mejor de la Europa occidental, visitó ciudades bellas y encantadas, se codeó con profesionales y personas sabias, leyó a Montale, Ungaretti, Cavalcante y Calvino, se hizo un intelectual culto, democrático y civilizado. Entonces, recordó Cirilo por una fracción de segundo: ¿cómo es posible que haya podido hacer un pacto con los diablos?
        El primer número de La Cebolla Púrpura salió sin aquel anuncio. Fue editado en San Vicente, San Chente, hacia donde se dirigían.
        El autobús garnacha vieja, a paso de tortuga, se había quedado un par de veces en otras tantas curvas, y tuvieron que bajarse del mismo varios pasajeros y empujarlo para proseguir el trayecto.
El cobrador les había cobrado lo justo - setenta y cinco centavos de colón, puro pisto guanaco- y había prometido avisarles cuando pasaran cerca de la Imprenta Ramírez, su punto final.
        San Chente: la ciudad del río Acahuapa, el celebérrimo hijo pródigo de esta geografía. El sueño dorado de los travestis y los tránsfugas: si un cura se baña en sus aguas milagrosas, sale monja; si es un coronel, sale una coronela; si es un camión, sale una camioneta. San Chente, donde va toda la gente: la ciudad de los culispipianes masacuatos.
        "La ciudad de los culeros", gritaban los bolitos zumberos del parque Central-Chental.
        - Esos barbudos chocos de la Imprenta Ramírez - les gritó el cobrador al mismo tiempo que les indicaba desde la puerta delantera del autobús, un próxima esquina donde estaba ubicada la tipografía.
        Los tres se bajaron al instante del autobús. Jimmy llevaba bajo el brazo los últimos retoques del diagramado de la revista.
        A última hora, luego de haber rechazado más de ochenta posibles títulos y nombres para la revista y el grupo que el Bachiller Campesino había propuesto la semana anterior (La Tarántula, El Manicomio, El MurciéLago de Managua, La Vicuñycarne, La Tortuga Mensajera, El Jilgüero, El Flamencoyote, El Hidromedario, El Gato de Agua Dulce, La Langostra, El Muyseñor, El Ornitorrinconaningólogo, La Telaraña, entre otros), Jimmy pescó en el aire el nombre de la revista y del grupo.
        Sucedió en las entregradas del primer piso del Teatro Nacional del Valle de las Hamacas, mientras se dirigían a ensayar la poesía coral del Bachiller Campesino. Fue en una discusión sobre la futura revista cuando Raúl Chamagua, el locutor nuevaolero que terminaría su triste historia en las villas miserias de Panamá, envuelto en la tormenta del exilio, el alcohol y el LSD, todavía bajo los efectos del último porro de mariguana, les gritó, medio en broma, medio en serio: "Y por qué no le ponen la cebolla púrpura, para ponernos dialtiro güiri-güiris". En ese instante antológico, Jimmy y el Chele Góngora se dieron una mirada cómplice de unanimidad.
        Raúl Chamagua, el broder neurótico, poeta y disc-jockey, había dado por una sola vez en su bendita vida en el clavo.
        - Ya te salvaste maldito - le gritó Jimmy emocionado- sólo por haber inventado ese nombre pasarás a la posteridad de la literatura mundial.
        - Sí, está mejor lo de cebolla, porque eso de la Telaraña, es como decir-diciendo aráñame-los-güevos - recapacitó Morasan.
        - El muchachito éste siempre de malcriado - dijo Jimmy- y no solo entre los cheros, sino también en sus poemas.
        - Fin del recreíto, fin del recreíto - recordó Rigo, ya que se encontraban en una pausa del ensayo de la poesía coral, montada por el Bachiller Campesino.
        - Contanos algo más sobre "La filosofía del aguacate" de Emiliano Androsky Flamencoyote - solicitó Morasan a Rigo.
        - Aquél como auténtico masacuato que es, anda empilado con sus poemas mini-mini-lis-lis-lirín-tin-tin, y con las poses sexuales maxi-midi-mini de la chocolatera de la esquina de su casa, que es una de sus musas y damas informó el Chele Rigo fiel a la realidad.
        - Los masacuatos y sus posturas anti-académicas, anti-solemnes, anti-todo - les espetó el Bachiller Campesino. Acto seguido sacó de la gaveta de su escritorio una revista masacuatada donde habían publicado su poema 'Feliz año viejo", y se los mostró.
        - Quizás concebir el mundo como una perpetua cruzada personal o como una constante guerra - reflexionó en voz alta Cirilo -. Entonces, ¿nos llamaremos "La Cebolla Púrpura?" - preguntó en tono afirmativo.
        - Así es -remató Jimmy.

La juventud de una salvaje ausencia

        Las once de la mañana de un día difícil en Ucrania. 0 quizás no, ya que se encontraba lejos de Cuzcatlán y habíase dicho que aunque estuviera en el infierno, no podía existir tanta dificultad estando como estaba fuera del bom-borom-bom, del traqueteo y de la jugada. Se tomó el café doble, una dosis con doble concentración de la bebida arábiga, en el segundo piso del Metro Krischatik, ubicado sobre la entrada principal del subterráneo kievita. Antes había pedido doscientos gramos de vodka Ptschenischnaya, oriundo de Siberia, o doscientos gramos de coñac georgiano, pero la rubia mesera, con voz dulce y cortés, le explicó que a partir de las once comenzaba la venta de licor fuerte. No quiso sobornarla con un billete de diez rublos y ordenó el café doble, dvoinoi se decía en ucraniano. Sobre la mesa tenía los periódicos en diferentes idiomas de los últimos días; todas las primeras planas traían noticias de Cuzcatlán y su orgía de sangre.
        Dobló los rotativos y varios folios arrugados con cuentos que había escrito días atrás, no sin antes haber corregido un par de comas y asesinado decenas de adjetivos y pronombres por el prurito deseo de buscar la brevedad en la expresión. Se divirtió mucho borrando todos los sustantivos que terminaban en mente. Sacó, de la cajita-estuche de madera especial en el que venían empaquetados, un cigarro Montecristo e hizo el respectivo ritual para encenderlo. Esto era: cortarlo de la punta donde se fuma, meterle fuego lento a todo el cigarro mientras se redondea para que el fuego lo caliente por completo a manera de ahumarlo-tostarlo, y luego, con el mismo fósforo de madera con el que se ha encendido, hacer una pequeña cuña con la mitad del mismo e introducirla en el centro de la punta del cigarro que al principio se ha cortado.
        Estaba sin el mar y sus volcanes. Con alcohol, sexo y botánica consumía días y noches de ausencia. Una manera de olvidar el drama de su aldea lejana.
        - En la guerra y las calamidades cualquier hoyo es trinchera- había bromeado José una tarde de otoño mientras en la terminal, baksal se decía en ruso, hacían comentarios sobre mujeres rubias y pelirrojas y consumían una caja de cervezas Tyugüiliskoye. A veces mezclaban la cerveza con smetana, la crema de leche, sobre todo si se trataba de cerveza fuerte, Moskovskaya, tal como acostumbran beberla en la Ucrania occidental, en Lvov e Ivano-Frankov.
        - El Bueno está con rabia sexual - dijo Julio, refiriéndose a Cirilo -. En lo que respecta a mujeres, su divisa es de lagartija para abajo, perdón, para arriba.
        - No jodan con sus bromas - habló Cirilo que se ajustaba sus lentes graduados - la necesidad tiene cara de chucho jiotoso: una verdad universal aquí y en Tokio, en Moscú y en Chirilagua.
        - Semos malos --espetó José después de haber tomado su cerveza de un sólo impulso- o lo que es 16 mismo: de cuches lo único que tenemos son los pelos - aclaró mientras la cerveza se asentaba en su estómago.
        En ellos, que ya no estaban en Kiev, pensaba mientras bajaba las escaleras del restaurante en el centro de la ciudad ucraniana, y se dirigía a la Alameda Krischatik.
        Se hallaba solo con aquél enemigo rumor de dos millones de habitantes en la ciudad eslava. Lanzó un suspiro de autosatisfacción ya que esa soledad en una tierra baldía era la oportunidad de su ego para buscar una epopeya menor en la cual enterrar el baúl de sus recuerdos, que lo perseguían como fantasmas huérfanos de sombra.
        Abrió las puertas del restaurante que daba a la calle y, estrenando nueva vida, se internó en la alameda. Aspiró profundo el cigarro caribeño que fumaba, y, por muchos motivos, también se sintió triste.
        Sintió que en otra geografía y en el lado oculto de su corazón comenzaba un nuevo amanecer... El de los bosques de leche, donde nos' sumergíamos en días de oro y hojas muertas, inspirados por una salvaje juventud que creíamos eterna; en búsqueda de la felicidad, impacientes porque no podíamos mirarla frente a frente, palparla como palpábamos los muslos de estudiantes kievitas y extrañas, o la ira de las uvas moldavankas en el vino que solíamos escanciar a la salú de un continente perdido, a la, salú de nuestra más perfecta muerte... Locuras tenía en la ciudad kievita, bañándome de un sol primaveral en compañía de ponderables amigas tocando con manos profanas la magia de otras orillas, buscando entre la nieve y el viento de enero otros códigos para nombrar el amor al atardecer de alguna edad, cuando cansados, volvíamos de lejanos territorios, ríos y países, al inicio de la ciudad, laberíntica Araña Madre que, cual monasterio para ascetas del desierto, nos acogía luego de breves odiseas por el mundo... No nos quedó tiempo para definir que aquellos días y territorios eran la felicidad, esto lo comprenderemos, viejos y escleróticos, los sobrevivientes de esa salvaje juventud ebria como una tempestad o un barco, pero no nuestros hermanos que tuvieron la suerte de morir en pleno huracán... Tanto tú, como tus demás correligionarios del alcohol y la pasión, entrados ya en años, cuando la vida se ha mostrado en todas sus dimensiones, recordarán con un rictus en la sonrisa irónica que locos habitantes fueron de esos días del Dniéper y de la Ucrania encendida y cautivante, qué amantes irracionales fueron de los castaños y sus flores silvestres; de los albos inviernos cosacos: con tus coetáneos sobrevivientes recordarán estos sueños desde el umbral de otra vida, desde el hilo de un destino aventurero, al filo de la navaja donde consumieron años de leyendas y bailaron sus pasiones ciegas desnudos en las arenas del Dniéper, gozando ese fandango de la muerte... Y no podrás evitar en estos momentos de rendición total y de ajuste de cuentas, echar de menos esos años de juventud perdida e ideales que se hundieron, porque en un rincón del alma tendrás la certeza de que ellos fueron la felicidad y tú no lo notaste, ya que la violencia y la velocidad con que la vida fue abordada no te permitieron, ni a ti ni a tus hermanos singulares, filosofar sobre este aspecto. Ahora, con el peso de los años y el paso de la experiencia, conocida la mejor escuela que da el fracaso, recordarás días de vino rojo, oro otoñal, plata invernal, trigueño y rubio vodka y aquellos labios carmesí ofreciéndote pasiones mortales e inmortales... Historias de amor parcas con las cuales olvidar las lágrimas de una aldea lejana y preparar nervios para el próximo combate con la vida. Y quizás, perdido en alguna tempestad del presente, reconciliarte con la idea de que nunca más habrás de retomar a Itaca...

Lejanía

        Distancia. Leyenda. Desde lejanos puertos tratas de enviarme códigos intermitentes, señales de humo, algo que me indique lo desfavorable de tus días. Desde el último invierno, que fue frío con especial bondad, no he dejado de pensar en tus palabras. Suenan en mis oídos como susurros de fantasmas que me arrullan. He llegado a creer que esto es el amor, sin embargo, al meditar y contar los años transcurridos, termino convencido que se trata tan sólo de mi terquedad y mi torpeza, de mis fobias cuando las ideas fijas me acorralan y no hallo más escapatoria que disfrazarlas con diferentes motivos para darle un sentido - inútil como lo habrás ya adivinado- a mis torcidos pensamientos y utopías. Alguien me dice que eres feliz, y que aquella ciudad del encanto donde te conocí, te amé, donde viví mi mejor epopeya y donde te dije adiós, sigue encendida de flores y castaños; que las alamedas en esta época otoñal se llenan de hojas amarillentas y secas de los árboles despeinados, y que los niños y las muchachas hermosas siguen existiendo a pesar del frío: todo ha seguido su marcha, la historia no cambió aunque se acabó el mundo, si acaso, desvió un pedazo de su ruta para deshacerse de inútiles cargas y carroñas, y luego continuar su vaivén loco y certero, como las manecillas de esos relojes suizos tan apreciados por su exactitud e infamia a la hora de enmarcar el molino del tiempo, ya que si la verdad y la memoria son los pilares de un tiempo mítico, qué gran infamia cometemos cuando medimos las horas vulgares de una realidad relativa.
        No sé si estarás de acuerdo con mis apreciaciones. Siempre admiré burlescamente tus profecías porque al elaborarlas te mostrabas tan influenciada por el entorno inmediato. Tropezones y caídas de aquellos años de sed y sueños, me hicieron entender desde otras latitudes el cariño y la pasión. Cuando lo comprendí ya era tarde (como sucede en la vida real), y me encontraba lejos de la cervecería donde vendían aquellas jarras libadas de un tanque - boschka se dice en ruso -, conteniendo cerveza o bebidas de trigo llamadas kvas (la coca-cola de ellos me explicaron otros latinos recién llegados a la Gran Tierra), bien lejos me hallaba de las ventas de refrescos y cervezas en las calles primaverales o veraniegas de esas ciudades del encanto. El tiempo y la distancia idealizan y corrompen todo recuerdo en su auténtica dimensión. Ausente me encontraba de dioses borrachos, orondos y locos en cuya compañía bajaba --entonando canciones rusas- las empedradas calles de las alamedas anexas a la Academia de Octubre, y me encaminaba a las cuatro de la tarde de esos días difíciles sin mi país y sin mi gente, en dirección al próximo supermercado, magazín en ruso, para comprar botellas de vino dulce de Oporto, vodka de trigo o de papa, o el famoso e ilegal zamagón adquirido clandestinamente, sabrosa cerveza Moskovskaya, Tyugüiliskaya, Kievskaya o Kristal, vino seco de Moldavia o de Georgia, coñac de Azerbaidschán, ron cubano o champagne de Crimea elaborado a las orillas del Mar Negro: con todo esto paliaba en parte mi sed de patria, mi orfandad de país. Bárbaras cantidades de cerveza, vodka o vino de Oporto ayudaban a tender el velo de olvido y sombras sobre aquella región mágica del planeta en pie de guerra. Los bosques, todos a las orillas del Dniéper o aledaños al Mar de Kiev, donde embriagadas tardes perdidas en la inmensidad verde me arrullaban y divagaban, eran los componentes de brujos ungüentos y misteriosas hierbas para borrar el pasado. Y así me fui, náufrago en el transcurso de años sin afán y sin tormentas, como perdiendo la memoria, los rastros primigenios, la geografía y el alma de la tribu, agonizando o retumbando de caída en levantón o viceversa hasta amanecer, huérfano de patria y de fronteras, en la otra orilla de la desnudez y la muerte...
        Te llamo amor para inventar un recurso que me guíe dentro del laberinto y la audacia que tu nombre me inspira: te llamabas Helena en aquella época, las fogatas de los hombres celebraban la alegría de la ciudad: aún no había llegado el fin del mundo - aquel final de partida para la utopía- y las flores eran rojas encendidas, todas para ti y para el cielo azul que era el techo de nuestra casa. La nieve, pequeña novela de las encantadas urbes, inseparable en tu sibérica chapka o en tu paltó de pieles salvajes, caía recia y eterna en los diciembres de esos siglos construyendo la casa del hombre y la alegría, con tu pelo rubio escabechando al viento nuestras ilusiones. Ahora, al final de un milenio cruel, me parece todo eso un sueño mientras despunto horas de vigilia y de agudeza absoluta, a la espera del cazador o del verdugo que un día de estos llamará por fin a rebato. Es posible que para entonces - cuando suene mi hora- aún siga siendo el muerto memorable que la historia y el anecdotario de mi pequeña aldea fabricaron. Sin embargo, desde la muerte y el silencio, emboscado en esa región que es mi verdadera casa, la de las sombras, acaso siga oficiando el amor y la ironía. Esto lo aprendí de ti y tus ancestros: sostenerse a cualquier precio, no dar el brazo a torcer, resistir.
        "Tienes que hacerlo", fue lo único que exclamaste cuando me tocó partir para siempre. Años después comentaste que éste fue el momento más impresionante de aquella historia: no sabías si las tuercas iban a apretar hasta desclavijarme y destruirme en el transcurso de aquella travesía, o si yo tenía capacidad para salir vivo del infierno.
        "Es más", recalcaste siglos después, en una ciudad similar a la tuya, cuando pudimos celebrar y cerrar aquél capítulo inconcluso y lejano, "estaba segura que perecerías durante ese loco intento de ganar la otra orilla de un puerto seguro que se tambaleaba y se hundía".
Pero hasta aquel reencuentro imprevisto en el libreto de ésa opereta macabra pudiste comprobar que yo era otro, diferente, disfrazado en la misma piel y en el mismo corazón del Cirilo que tu amaste: todo se volvió inútil de repente y tuvo el sinsabor de un final triste para nuestro carnaval de ilusiones.
        "Ya ves, retorné", dije abrazándote y al mismo tiempo regañándote por tu impuntualidad al señalarte las horas perdidas de aquél reloj mundial que me recordaron las horas inútiles que se pierden en esta vida y este universo, "sólo para dar testimonio de que fallé, fracasé en mis obras tal corno lo habías previsto, pero, muy en contra de tus profecías, no me hundí para siempre en el pantano".
        El frío incesante y los sorbos de un café cosmopolita tomados al atardecer de una ciudad planetaria, fueron los únicos testigos mudos y entusiastas que sirvieron de fondo para aquél ajuste de cuentas.
        "Es tarde para nosotros", hablaste sibilinamente al comprender mi cambio de piel y mis nuevas máscaras macabras, "pero es temprano para ti, para la vida y sus colores que comienzan a brillar cascabeleantes en diferentes tonos y dimensiones en tu horizonte", argumentaste.
        Ahora, en un ápice de la vida, lejos ya de aquel vendaval violento que azotó nuestros mejores años, caminando al filo de una historia frágil como un espejo de arena, lo único por hacer es encender de nuevo la vieja pipa ucraniana que un día primaveral ella te regalara, y oír en el tocadiscos, dentro de la magia de los discos láseres compactos, las eternas notas de un canto a la felicidad, o el agudo violín de aquel famoso judío pródigo acompañando algún poema ruso de la vanguardia: escucha, si las estrellas alumbran, / significa que para alguien son necesarias ... / Escucha, / si mi aullido de lobo acorralado en la emigración / se levanta rabioso en la noche encima del cemento de la ciudad extranjera / significa que para alguien será necesario, / que para alguien tendrá un sentido...
        Querías escribir un adiós, como esos pequeños y memorables "hastaprontos” - que se dan al pie de la tumba o a la orilla del paredón, pero es como desear encontrar otra explicación a un pasado cuyo rumbo es imposible de torcer... Quede entonces sólo el recuerdo mágico que exorciza y trasciende, como el de aquellos primeros días de un julio caminando en las afueras del estadio de una ciudad olímpica, bebiendo la cerveza barata de un automático en la calle con tus pobres derechos de autor ganados a pulso limpio y a golpe de tecleos nocturnos, traduciendo a los poetas jóvenes y cachimbones de tu pequeña tierra de lagos y volcanes, hablándole del mar y de esas playas de un lugar utópico donde un sur azul y soñador se estrella contra las rocas y la arena de la costa... Se trataba de Kiev, aquella ciudad del sueño y del amor.
        Tú como aquella muchacha lejana del amor, el frío y la aventura socialista, habrán cambiado y serán otros en el momento de hacer una evaluación en bajo relieve del tiempo perdido: ya no serán los de entonces, tal como lo leerás en los versos de algún poeta parco, y sin embargo, tú seguirás escribiendo estas líneas en una prosa ilógica, como ganando el tiempo y la confianza para ubicar, dentro de un infinito caos, esos memorables paisajes sembrados en tu pecho, clavados de raíz, que de cuando en cuando afloran como esos agujeros negros en el universo: invisibles pero existentes, habitantes dentro de un gran caos no se sabe cómo, ni dónde, ni cuánto, ni cuándo...
        Y quizás terminarás tarareando la canción de moda de aquellos años de felicidad, para consolarte o fingirlo así, en el pequeño balcón de tu última residencia, y querrás creer que fue sólo la vida loca y sabia bajo este mismo cielo azul la que te lanzó por tormentas y naufragios, ahora que sin sus ojos habrás de recordar los años cuando fuiste feliz y osado, antes que el tiempo eche sus últimas paladas de tierra sobre toda esa historia y tengas que preparar nervios para el próximo combate con la vida. Aunque desde el fondo de tus recuerdos, sea para ti imposible borrar los ojos y aquella mirada enigmática de Helena, conocida en los años de salvaje afán y loca juventud. Ojos de Araña Madre. Y que a pesar de todo en el girar desenfrenado de una melodía arrabal y bajos fondos, terminarán por diluirse y extinguirse, entre la consumación y el fuego de un legendario amor, del que - oirás martillear en tus tímpanos- sólo cenizas quedarán...

La Cebolla Púrpura.

El arco iris de las cuatro

        Hacía tiempo que Cirilo se había olvidado de la risa. "De tanto morir, uno se acostumbra a vivir en las sombras ", se dijo. Recordó su primera risa: una escapatoria a campo traviesa en medio de un golpe de Estado que fracasó. Luego vinieron muchas sonrisas, hasta acompañarse de la burla por medio mundo: en las montañas de Costa Rica o Panamá, cuando una eterna lluvia caía sobre las sierras cubiertas de flores y platanales, y la eterna necesidad aguzaba los sentidos. Recordó a Manlio el Cronista, así como a otros exilados de la pensión Santo Tomás definiendo la estrategia y magia del porvenir, la vez que cerraron la universidad cuzcatleca y el Bello Arturo, el tiranuelo de turno, los expulsó a San José. Sueños y planes inéditos escuchados y concebidos en los rincones miserables donde mascaban su odio y frustración, su impotencia, su rabia y sed de grandezas: ahí nacieron las metas que más tarde, bajo otra lectura de las mismas, tendría que cruzar a rajatabla por la vida y por el mundo. ahí fueron concebidos los sueños y los grandes objetivos, cargados a retumbos por vendavales y odiseas; ahí creyó en el poder de la poesía y se enroló de voluntario en las próximas batallas por perderse, buscando en el fracaso ese fruto amargo del sabor quintaesenciado de la vida.
        Después de haber barajado las posibles respuestas para recordarle la próxima cita, Cirilo, con voz grave, llamó la puerta de la casa del Chele Góngora. Estaba ubicada sobre el cantón Matasanos, en el punto final de la Ruta 23, aledaña a la Colonia Santa Lucía, y al aeropuerto de llopango. Recién habían editado el primer número de La Cebolla Púrpura en la Imprenta Ramírez de San Vicente. Las pruebas de prensa habían sido revisadas en compañía de Paquito Rivera, Masís y Santana en el café El Porvenir de la gorda Irene. El café del centro: ahí habían acordado reunirse ese día para salir a distribuir y vender en los colegios nocturnos los ejemplares de la revista.
        De la casa de ladrillos rojos aún en construcción salió una muchacha de unos dieciséis años, bastante entrada en grasas y descalza. Luego de contemplar a Cirilo cayó en la cuenta que buscaba a su hermano y lo anunció a su manera gritándole su nombre. Después, con una amable sonrisa se dirigió a Cirilo.
        - Siéntese en el taburete, por favor. Mi hermano no tarda en venir. ¿No quiere un guacalito de café?
        - Sí, muchas gracias - espetó lacónico Cirilo y se sentó en el rústico mueble de madera. Sacó de su bolsa el libro que andaba leyendo en esos momentos, Los cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont. Al cabo de cierto tiempo, sacó del mismo cartapacio su última producción literaria con la cual pensaba armar un libro de poemas atípicos: "Una larga canción y las quebrantadas razones".
        Poco antes de su llegada a la casa del Chele Góngora, había visitado en el Valle de las Hamacas las dos librerías que ofrecían material interesante, la de Don Kurt, llamada Cultural-cuzcatleca, y la Librería Claridad, de la "niña" Rosita Ochoa, una anciana encantadora, que en su época juvenil había sido una encendida anarquista. Ahí se podían comprar siempre a los autores preferidos por los jóvenes poetas de esos años.
        Luego de unos minutos de espera, con el atardecer de un escampe resplandeciendo en el futuro arco iris del Valle de las Hamacas, mientras se escuchaban cercanos los motores de los buses de la ruta veinte y nueve que de su punto final comenzaban un nuevo recorrido hasta el centro de la ciudad y la colonia Escalón, entró Góngora al cuarto donde Cirilo se encontraba absorto en la lectura de sus trabajos literarios.
        - Ya nos vamos loco, sólo dejame buscar la cartera para ver si me alcanza el pisto para el pasaje de regreso. Si no, me voy a tener que venir a pata desde el centro - dijo, y hurgó en los bolsillos de su pantalón buscando sencillo o monedas sueltas. Aunque era atardecer, el aire húmedo de ese mayo resoplaba entre los ventanales solaire de la casa de Rigo. La llegada de Cirilo, aunque no del todo sorpresiva, parecía haberlo desconcertado.
        - Apuráte que Jimmy nos está esperando a la salida del ministerio, en el café de las medias tazas, para que ordenemos los ejemplares y luego ir a venderlos a los tres colegios escogidos para hoy, el David J. Guzmán, el Nuevo Liceo Centroamericano y El Cervantes. Del Nacional me encargaré yo, ya hablé con el profe de literatura Chepe Botella y él nos ayudará.
        - Ahí también está Buchaga y el Negro Campos, paisanos de San Chente que antes colaboraron con los masacuatos – informó Góngora-. Yo por mi parte ya hablé con Tarquino, el director del América, y está de acuerdo en que la promovamos en su instituto.
- Jimmy se está moviendo con la Librería Hispanoamérica, aunque por ser revista literaria es difícil; sin embargo, el jefe de ventas la puso entre la literatura concerniente a "cocina y salud", pensando que el título de cebolla púrpura puede jalar clientes homeopáticos y hierberos.
- Los masacuatos están contentos en San Chente. Han colaborado y sus cosas están pegando.
        La tarde apacible, el trinar de los pájaros que en la lejanía del cantón Matasanos escuchaban y el sol amarillento que moría hacían más paradójicos aquellos momentos. Rigoberto Góngora, al igual que un antepasado suyo célebre, nacido en la España clásica del áureo siglo, escribía sus poemas pajarrucos como gustaba en llamarlos, ya que estaban impregnados de barruntos barrocos que contradecían la lógica de los acostumbrados patrones estéticos de la contemporaneidad ilustre de aquella aldea. En ellos hablaba con una ironía e inocencia campesinas sobre un reciente atropello del que había sido víctima cuando por ir leyendo con mucha concentración sus poemas de ruptura en las calles de una colonia de ricos, la San Benito, sufrió un tremendo levantón de tres metros arriba del cielo terrestre cuzcatleco por un lujoso Cadillac, conducido por una mamayita burguesa que no se molestó ni siquiera en decirle adiós. Un alto funcionario del gobierno, actualizado con las nuevas ondas de aquella poesía de protesta, que había escuchado la poesía coral montada por el Bachiller Campesino en el Teatro Nacional, le había enviado una cálida felicitación por el cierre de uno de sus poemas, "Estoy un poco agrio con el mundo", o algo por el estilo. Estilete era más bien la prosa rosa de Góngora, el Rabelais cuzcatleco, futura gloria nacional de la literatura pipil, a la cual se encargaba de oscurecer y hacer árida e incomunicante. A veces hablaba de las cosas más disímiles y terminábalas con los más comunes lugares, esta treta de crear rebuscados versos y temas construidos con cultismos y culteranismos y terminarlos con los eternos temas de la poesía, el amor, la mirada dulce de una mujer o la sonrisa amiga de un canario eran los elementos, aseguraba él, que constituían la llamada corriente de rompimiento en la poesía. Acción, vida, movimiento. El país, la realidad que le tocó en suerte afrontar, la historia de esa mágica época, los llevarían a librar los debates metafóricos más espeluznantes con la cotidianeidad.
        Por fin halló los diez centavos que necesitaba para el pasaje de regreso, y satisfecho, como quien se ha salvado de una maratón imposible, tomó sus papeles y cuartillas con las últimas versiones de sus poemas. Luego de meterse bien .la camisa rosada en el pantalón campana de lona azul pálido, hizo un ademán a Cirilo, indicándole que ya era hora de marcharse.
        - Ojalá que Jimmy no esté encachimbado de tanto esperar, que se entretenga leyendo La náusea, o hablando chuladas sobre el Valle de las Hamacas, sus mujeres y sus mercados, con Chico Aragón o con el Viejo Ulises - acotó Rigo. Luego, Cirilo se despidió de las hermanas y el padre de Góngora. Los dos se hicieron humo rápidamente, mientras se dirigían al centro de la ciudad.
        El Ministerio de Educación estaba anexado con la Biblioteca Nacional, formando un doble rectángulo que unía los dos edificios. En la pequeña plazoleta de la Biblioteca estaba el busto de don Francisco Gavidia, fundador de. la cultura de Cuzcatlán, esculpido por Valentín Estrada, el mismo que había tallado la estatua del cacique Atlacatl, el legendario indio pipil que desde lo alto de su monumento, al comienzo de la 24 avenida norte, con el brazo izquierdo en la frente, defendiéndose del sol, y con su arco poderoso en la otra mano, les echaba un vistazo fenomenal a las prostitutas, las cervecerías y los salones ubicados en dicha avenida en los años cincuenta-sesenta. Cerca del busto de don Francisco Gavidia, en la parte opuesta, está ubicado el Mercado Cuartel Quemado. Ahí se venden artículos típicos y artesanías cuzcatlecas manufacturadas y provenientes de la provincia.
El Porvenir, joven local poético, es el café de la niña Irene, ubicado en la esquina opuesta al parqueo del Ministerio de Educación y al Mercado Cuartel Quemado. Sentado, a la par de una mesa de la esquina del café del centro, en compañía del viejo Ulises, quien leía y comentaba sus poemas, encontraron a Jimmy.
- No me aflijo por la inmortalidad de mi libro de cuentos Carne de venado, ni por mi poemario La tradición en retratos --explicaba a Jimmy -. Tengo comunicación directa con los poderes supremos que están por encima de cualquier autoridad en el Valle de las Hamacas - agregó y acto seguido señaló a Jimmy la punta del cerro de San Jacinto, ubicado en la parte oriental de la ciudad, donde Ulises Masís, el poeta pintor de brocha gorda, aseguraba tener el contacto más sólido con las fuerzas supranaturales de Cuzcatlán, con los poderes supremos, que le daban las energías necesarias y le dictaban los mejores cuentos y poemas de aquel país mágico.
        - El Viejo Masís, el único poeta proletario del Pulgarcito, tiene contacto con las grandes fuerzas magnéticas de Cuzcatlán, que viven en la punta del cerro - bromeó Jimmy, explicando su charla a los recién llegados: Góngora, Cirilo y el Poeta Super-Vivi, Paquito Rivera.
        - Les gana a los masacuatos y a los picapedreros del siglo. Aquéllos para acelerarse, se motean, inyectan o comen hongos alucinantes, le ponen al ácido lisérgico o al tápis, pero el Viejo Ulises con un trago de Muñeco cinta verde y un cigarrillo "patas de cabrá" tiene suficiente para entrar en su tremendo ondón literario - apuntó Rigo.
        - Paquito, si ve a Parabotes en El Skimo, dígale que necesito hablar con él urgente - Ulises dirigiéndose al recién llegado.
        - No creo, Alejandro está muy ocupado ahora que es secretario de Schoffrá Rivas - acotó Paquito, el Super-Vivi.
        - Bueno, entonces puetas hijos de puetas, invítenme a una pailada de arroz, frijoles fritos con crema y a una media taza de café - dijo a los jóvenes - así me van pagando de voladitas los derechos de autor que me deben por el poema "La nuevapalabra", que sacaron en el último número de su revista.
        - También sos gorrón viejo - replicó Cirilo al tiempo que encargaba el menú a la "niña" Irene.
        - Bueno, hoy si estamos cabales - dijo Jimmy -, el Nuevo Liceo es el primer colegio que visitaremos.
        - Lo veo un poco yuca porque enfrente está ubicado el edificio de la cuilia nacional - Cirilo.
        - Y qué, tenés miedo que te reconozcan dialtiro y te entuben por delincuente - preguntó sarcástico Jimmy.
        - Mucho oreja estudia en ese colegio - agregó Rigo.
        - Ahí es donde mejor terreno tenemos, así contribuiremos con una labor de alfabetización culturizando a los chafarotes - Jimmy.
        - Eso es como querer sembrar rosas en el mar - cerró Cirilo.
        El arco iris aparecía a las cuatro de la tarde, poco después del escampe, cuando el chaparrón recién desaparecía y sobre las calles y las esquinas de la ciudad surgía ese ambiente de ciudad mojada típico del Valle de las Hamacas. El Porvenir, ubicado en el centro de la ciudad, servía de pálido foco que alumbraba el futuro de una incierta literatura y arte nacionales en un medio tan reacio como el de aquella aldea cultural. En el interior del café siempre se encontraba el Viejo Ulises, a veces revisando o corrigiendo sus poemas y cuentos, otras, terminando de apurar su sed de guaro y de poesía, cuando ingería las cantidades de cerveza y alcohol puro que lo transformaban por completo y que lo hacían terminar como un verdadero paria literario en las asfaltadas junglas de cemento del Valle de las Hamacas, donde empeñaba el resto de sus objetos de valor y vendía todo lo vendible de su cuarto, en el mesón barato donde sobrevivía. Con el escampe y aquél increíble arco iris llegaban también los pintores jóvenes y en compañía de los poetas de La Cebolla Púrpura hablaban de Bakunín y el asalto al cielo de la razón, entre tragos de café, guaro y lecturas de Marcusse o de Los agachados de Rius, confabulando unas crónicas de la modernidad que salían a medio pelo entre la poesía y la prosa, entre la elegía y la carcajada.
Jimmy escribía con la esperanza de vivir un día de la literatura, trabajaba como contador en el Ministerio de Educación. El Chele Góngora era actor, ”los actores caminan" escribió una vez, ya que su destino de andarín iba paralelo con su fe en la literatura, como que siempre intuyó que el destino de la poesía es rodar y rodar, eterna exilada de las buenas conciencias y las mesas felices. Cirilo estudiaba en la Normal, había fundado con sus compañeros de parranda y estudios, el periódico normalista Brecha, donde habían publicado un poema sobre el "maischtro" Masferrer que encandiló los ánimos de aquellos profesorcitos provincianos.
        El arco iris de esa tarde, estimulado por el escampe, salió puntual a las cuatro. Se levantó imponente en una de las cimas del cerro de San Jacinto, cerca del lugar donde estaban los poderes supremos aliados del viejo Ulises Masís. En el café, Cirilo pagó a la "niña" Irene la cuenta, y luego se marchó con sus amigos a promover la revista.
        Al salir a la puerta del café tropezaron con Santana y Alejandro. Venían con los usuales maletines, donde cargaban productos médicos alterados por ellos mismos, que vendían a los campesinos o a la gente ignorante del campo o en los mesones del Valle, como mágicas píldoras doradas o panaceas para combatir todas las enfermedades del mundo. Vestían un traje lustroso, hecho de material sintético, que hacía muy brillante e impactante su presencia, eran sacos hechos de plástico, poliéster u otro material parecido. Santana les entregó en el acto uno de los últimos cuentos que había escrito en memoria del gran amor de su vida, Clara Luz Sansivirini, y Alejandro les dio unos poemas, "El Lutecia" y "La Praviana".
        - Así se acordarán de estas noches, un día lejano, quizás en un café de París o en una vía de Roma - les profetizó.
        Paquito Rivera escribía cuentos breves sobre sus experiencias con los neuróticos anónimos, grupo que solía frecuentar en compañía de Gilda Lewin la famosa actriz y diva de Cuzcatlán. Esa tarde les entregó su cuento "Los paranoicos", donde profetizaba viajes a la plaza Roja, en aquella época algo tan distante como la galaxia más distante, y donde hablaba de los guardias nacionales de la poesía cuzcatleca, expresión que había acuñado en las oficinas del Bachiller Campesino y su poesía coral.
        Todo era pobreza, lluvia, austeridad. Los sueños estaban en embrión y comenzaban a gestarse en medio de aquella atmósfera que presagiaba malos tiempos. Algo flotaba en el aire, una brisa premonitoria de tiempos oscuros y de futuras catástrofes en Cuzcatlán.
        Eran años de sed y sombras. Personajes en formación, no imaginaban que el destino nómada del azar y la historia, si es que existen y coinciden, los pondría en las puertas de la vida y de la muerte. Jimmy fumaba una eterna pipa y tenía una barba espesa que lo destacaba entre la multitud, el Chele Góngora escribía sus poemas cantarinos con los cuales terminaría su gesta en las montañas de Nicaragua al lado de los sandinos, Alejandro tenía un cuarto ubicado en el edificio Arturo Ambrogi, anexo al Cine Apolo, en el centro de la ciudad, que el viejo Uriel Palencia le había heredado antes de perderse con los indios tarahumaras de México, ahí terminaban sus borracheras y sus incursiones nocturnas a La Praviana, la zona roja del centro del Valle de las Hamacas, ubicada sobre la tercera calle poniente y la quinta avenida norte, donde estaba el mayor número de bares y prostíbulos por decímetro cuadrado en toda Latinoamérica.
        Aquella realidad apresada en un instante por los niños que jugaban a la guerra después del escampe, mientras el arco iris de las cuatro iluminaba el café del centro, estaba en la frontera de la literatura, el sueño y la prehistoria, antes que comenzara aquella guerra del gorila, que cambió de rostro a toda la nación y sus habitantes.
        Años después, si por azares de la vida e ironías del destino, alguno de aquellos personajes de El Porvenir hubiera sobrevivido, al escribir una crónicas sobre esos días, habría tenido que evocar tiempos de magia y de un encantado arco iris de las cuatro. El Valle de las Hamacas le habría parecido entonces, al describirlo entre líneas borrosas, humeantes y fugaces, sólo un sueño azul de algún país de hadas.

Curarén tiempo sin tiempo

        Curarén se llama al lugar donde los brujos viajan en cáscaras de huevo transportados por los vientos y huracanes que vienen de la costa atlántica. Está ubicado en la frontera sur-oeste de Cuzcatlán, la selva semivirgen de la región limítrofe. Para llegar hasta él, hay que partir de Nueva Esparta con suficiente bastimento y con un perraje por si la noche llega en el descampado del camino y hay que dormir a las orillas de las veredas.
        Para arribar a Curarén, el lugar de los indios magos, se parte como quien va hacia la costa atlántica en busca de las bananeras de la yunai fuit company.
        Es un cantón pequeño, en cuyo centro se ubica la iglesia en construcción desde tiempos inmemorables. Putolión narróle a Cirilo un día de su infancia, que era el orgullo de los brujos de la comarca, ya que está inconclusa y demuestra que pese a la tenacidad de los curas y de los "Caballeros de Cristo Rey", todavía existen los viejos curanderos pactados y los "mañanaviernes" de la región.
        En el patio de la iglesia trajina un gallo pinto, prieto y rojo, que canta todas las mañanas a las cinco, la hora cuando el nixtamalero se deja ver clarito en el cielo y el cantón se despierta. La única vez que el gallo pinto se equivocó, fue para un eclipse total de sol que dejó a oscuras por breve tiempo la localidad en pleno día, pero de esto hace ya muchos años.
        Las pocas calles que existen, tres o cinco, están empedradas y son lo suficientemente anchas como para que pase un camión o un vehículo motorizado, aunque fueron construidas pensando en las carretas y los carretones que son los vehículos del lugar. Una carreta es tirada por dos bueyes, viejos, y se mueve sobre dos ruedas de madera; la cama de la misma es de tablones resistentes como el quebracho, el conacaste, el ceibo, el roble o el mango.
        "La Carreta Chillona" y su leyenda embrujada no es ningún cuento aquí. En las noches sin luna de los martes o los viernes, puede oírse por las calles empedradas su rechinar mientras rueda cantón abajo en su fantasmal ruta.
        Curarén tiene siete casas. Sus habitantes son brujos y curanderos. Es un pueblo fantasma. La gente no se ve en las calles ni en los patios.
        Quizás por el frío, Ya que está cerca de las montañas y del cerro La Llorona o por la pobreza de sus moradores, ya que la época de las vacas gordas pasó a la historia junto con los antiguos abuelitos, en los años treinta, cuando las minas de Montecristo estaban en su esplendor. Son huraños y es difícil comunicarse con ellos. No hay hoteles ni posadas ni pensiones, ya que todo mundo está aquí de paso, tanto los brujos nativos, debido a sus largos viajes por el mundo en medio de los ventarrones y huracanes, como los forasteros, ya que no hay nada que los detenga en este cantón sin vida. La mayoría de los pobladores son indígenas y mestizos.
        Son católicos y los ritos y ceremonias religiosos los celebran las viejas rezadoras brujas, que saben de memoria el misal y las oraciones de La Magnífica, los diostesalve y los padrenuestros.
        La iglesia está sin terminar desde hace siete veces trece años. En el cantón, desperdigadas de las ringleras de casas del centro, hay un par de ellas más, todas perdidas en la maleza y las veredas que lindan con la montaña. Allí, en lo profundo de la selva, entierran a los brujos que se mueren de viejos y por propia voluntad, ya que por ser magos, tienen la opción de la vida y de la muerte a flor de sus barajas encantadas o de sus hierbas poderosas. En las noches heladas, los lobos y los coyotes aúllan sin parar. También pasa el león, cuyos rugidos son más nítidos cuando está en la bocana del río Torola. El león éste es con toda seguridad un descendiente de los leones que a principios de siglo se escaparon del circo Ataydé Hermanos, cuando ese batallón de arlequines, volatineros y gitanos, se trasladaba a Tegucigalpa en medio de una jubilosa caravana artística de paso por la montaña y las aldeas aledañas. Por las noches rondan otros animales y se efectúan reuniones de cerdos que gruñen macabramente, sobre todo cuando es luna llena los viernes a las doce de la noche o los martes a la misma hora, los días propicios para que El, El Caballero Limpio, se presente para presidir las orgías de los indios brujos transformados en marranos, perros negros y conejos blancos, que vienen a rendirle pleitesía...
        -A veces por estas veredas aparecen de improviso El Desbarrancado, El Cadejo Negro, La Siguanaba, El Justo Juez de la Noche, El Cipitío, El Cadejo Blanco o El Padre sin Cabeza - oye decir a los susurros del viento y el agua clara de la fuente natural, Putolión.
        Es difícil prevenir los acontecimientos de la noche en el cantón, sobre todo en las noches sin Dios y sin luna, alumbradas por el brillo intermitente de las luciérnagas o por los cigarros encendidos de los brujos haciendo en la oscuridad "La prueba del puro, el cigarro padre".
        - Ha habido intentos infructuosos de terminar la iglesia, dedicada a la Virgen María, pero todos terminan en desgracia. Está sin terminar desde que un terremoto la destruyó el siglo pasado. A los últimos que intentaron finalizar esta obra divina les fue mal. El albañil que hace siete años empezó con verdadero afán a reconstruirla, se cayó del andamio donde estaba trabajando y de ahí se fue directo a la tumba. El otro fue el nuevo sacristán que el cura de Polorós nos mandó el año pasado. Ese comenzó por pedirnos limosnas y querer vendernos bulas y agua bendita, hasta que un día, de un buen somatón que se dio al choyarse con una cáscara de guineyo majoncho que habían tirado en el patio de la iglesia, le prendió una fiebre infernal que no lo ha de haber abandonado ni siquiera en el chimbolero, donde ahora debe de estar, ya que al poco tiempo de su chistosa caída, estiró los hules - le informa una voz del aire a Putolión mientras la neblina cubre la placita del lugar.
        - En fin - dicen resignados dos o tres murmullos en el patio vacío de la iglesia de la discordia -, quizás un día de estos El nos permita terminarla y podamos rezar de nuevo al Señor.
        Putolión tampoco recuerda haber visto alguna vez celebrar misas los domingos, los días feriados o de semana, cuando estuvo de paso con su tío Jorge el Brujo por el cantón, rumbo a Santa Rosa de Copán para negociar telas, o rumbo a Yoro, cerca de la costa atlántica, para ver la lluvia de peces.
        Don Nolbo, el padre de Putolión que fue secretario municipal de los pueblos cercanos por muchos años, era confundido como amigo de la indiada bruja, todo por su memorable aparición una noche de verano en el campanario del pueblo y por su extraña muerte.
        Putolión recuerda que cierta vez los sorprendió una catástrofe en el cantón y tuvieron que refugiarse debajo de las camas de los vecinos asustados, debido a que un extraño crucifijo, echando fuego por la cola, lo cual recordó a las viejas rezadoras y a los magos supersticiosos el carro del profeta Elías, pasó volando sobre el cielo de Curarén, Lislique, Arambala y Cacaopera: todos creyeron, azuzados por un cura de visita en el cantón, que había llegado el fin del mundo, debido a las maldades y a las brujerías del poblado. Aquel fue el primer avión que estrenó el cielo de esa comarca. Se dirigía rumbo a Nicaragua, parece que a bombardear rebeldes en las segovias.
        Don Nolbo era también juez de lo civil en los pueblos de la comarca donde no era ni secretario ni telegrafista. Debido a que había conocido las capitales de dos países, El Valle de las Hamacas y Tegu, era el intelectual de la región. Los últimos años de su vida los pasó ejerciendo todos estos cargos. Era el dueño de la única farmacia de su pueblo natal, Nueva Esparta, muy famosa en varias leguas a la redonda ya que en la misma, sobre una vitrina-mostrador, se podía rezar a la Virgen Santa Rita, la patrona de los imposibles, una virgen de madera que desde tiempos inmemoriales los abuelos de la familia habían comprado a un capitán vasco que pasó proveniente del puerto de Cutuco, en La Unión, rumbo a la costa atlántica, vendiendo baratas las cosas de valor restantes de un desperdiciado barco que en su naufragio fue a varar a dicho lugar.
        Los domingos era el día especial de don Nolbo, cuando se ponía más tipería con su sombrero de pelo color café, sus botas negras bien lustradas y equipadas con espuelas, sus pantalones de dril hechos con los mejores cortes que sus amigos contrabandistas le regalaban, su camisa de lino blanca y su chaleco de tela fina, en cuyo bolsillo interior guardaba su pistola pequeña con cacha de nácar. Su caballo lo equipaba con una silla de montar muy vistosa, comprada en el tiangue de San Miguel. Decenios después de su muerte, los descendientes comprobaron asombrados que don Nolbo, debido a su condición de secretario municipal, alcalde y juez de lo civil de varios pueblos a la redonda, se había casado siete veces al mismo tiempo en otros tantos pueblos y cantones. Un heptígamo, eso era don Nolbo.
        En su noche más memorable - la que sería relatada a sus bisnietos y que Putolión narró a Cirilo una noche de su infancia a la luz de un fogón mientras tomaban café de palo en un guacal de morro -, don Nolbo estaba borracho y finalizando una gran parranda de varios días. Como a eso de las once de la noche, se subió al campanario de la iglesia y soñó incesantemente las campanas con inusitada violencia. Le fue fácil llegar hasta aquel punto estratégico, debido a que tenía las llaves de la iglesia. En esa época, cuando las campanas sonaban fuera de lo previsto era porque anunciaban algo extraordinario: bien podía tratarse de un incendio, un ciclón, un terremoto u otra calamidad pública. Los habitantes del pueblo, al oír el repiqueteo musical, corrían a reunirse a la plaza ubicada frente a la iglesia. Esa vez, mientras los vecinos se reunían alrededor del campanario, la oscuridad de la noche hizo muy difícil que se distinguiera al hombre desnudo que febril y demencial tañía incesante las campanas. La mayoría de las beatas del pueblo, así como las rezadoras, los integrantes de "Las Hijas de María' y de "Los Caballeros de Cristo Rey" y otra gente reunida en la plaza, al ver la silueta desnuda en lo alto del campanario, creyeron a pie juntillas que se trataba del diablo en persona que llegaba a establecer sus dominios y a gobernar aquel pueblo de incrédulos y pecadores.
        Fue necesario que el cura del pueblo, hombre experimentado en exorcismos y otras ceremonias y ritos contra las fuerzas del mal, armado con una cruz de palma bendecida en domingo de ramos, con una botella de agua bendita y un crucifijo en la mano derecha, así como también con un revólver en la cintura, se enfrentara con el extraño campanero.
        Cuando el cura se dio cuenta que era el secretario del pueblo, don Nolbo, quien en pelotas oficiaba de tañedor, lo único que se le ocurrió proponerle como salida digna, fue un caballo prieto que tenía en la puerta trasera de la sacristía, al mismo tiempo que con la ayuda de la oscuridad lo conducía al mismo para evitar que las malas lenguas de la gente del pueblo se cebaran en él. Don Nolbo, sobrio a pura agua bendita arrojada sobre su cabeza, aceptó de buena gana la propuesta y a pelo de potro salvaje se marchó por la puerta secreta de la iglesia. El cura convenció a los feligreses asustados que gracias a sus exorcismos y al agua bendita había hecho retroceder al demonio de la casa de Dios hasta las mismas puertas del infierno.
        Según Putolión narróle a Cirilo, don Nolbo nació con el siglo y aunque murió joven, sus hazañas y aventuras recorrieron la comarca hasta muchos años después de su partida definitiva. Murió a los treinta y tres años de una forma extraña, el día cuando terminó de celebrar su última luna de miel en Corinto. Ahí había realizado una de sus tantas bodas, había bebido varios días seguidos toda clase de licores, en especial el más popular de la región, conocido como la cuzuza. Este aguardiente, parecido al chaparro, es fabricado a base de caña de azúcar, zapatos viejos, b1oomers sin lavar de mujeres con menstruación, azúcar, levadura y cáscaras de piña, así como marañones o nances añejados. La cuzuza, aparte de ser un exquisito néctar de los dioses brujos del oriente de Cuzcatlán, tiene un alto porcentaje de alcohol, cercano a los ochenta grados, y la característica de esfumarse en el aire. Al ser lanzado hacia el cielo un guacal de cuzuza, explicaba Putolión, se disuelve por completo en el aire, no cayendo ninguna gota del concentrado al suelo. Esto es posible debido a su composición y fermentación tan singular, lo cual facilita su disolución al entrar sus diferentes elementos en contacto con el carbono, el oxígeno, el hidrógeno, el nitrógeno y los gases raros del aire.
        La mañana de su muerte, don Nolbo había resuelto parar el carro a la zumba, que duraba ya varios días, y trasladarse a Nueva Esparta, donde tenía sus obligaciones de secretario municipal los jueves y viernes. Por el camino venía sufriendo los estragos de una gran goma, ya que había decidido no quitársela con el trago mañanero de rigor, pues por experiencia propia había comprobado que lo único que lograba en realidad era iniciar una borrachera para el resto del día, que formaba una cadena de días de alcohol perpetuos, siendo casi imposible romper ese círculo celestial. Por ello no había tomado el trago salvador que le aliviara el malestar. El problema que lo llevaría a la tumba sucedió al vadear el río Goascorán. Ahí, en medio de aquella corriente que no era muy fuerte, le comenzaron unos retortijones en el estómago que no lo abandonaron hasta su muerte definitiva dos días más tarde. Al ser auxiliado por sus acompañantes y llevado a la orilla del río profundo, le comenzó a salir una espuma interminable de la boca. Fue una incesante secreción de baba y espuma la que lo atacó por espacio de dos días hasta que agonizó en la farmacia del pueblo que tenía con la imagen de Santa Rita de Nueva Esparta, así conocida por los moradores de los alrededores, que eran al mismo tiempo, devotos y clientes de la Virgen y de la farmacia. Lo único que don Nolbo lamentó con el cura que lo llegó a confesar - el mismo que lo había salvado una noche oscura de ser linchado por el pueblo, al confundirlo con el diablo- no fue precisamente el hecho de tener que morirse tan joven a la edad de Jesucristo, sino el no poder marcharse a las segovias nicaragüenses a pelear contra los yanquis al lado de un tal general Sandino, junto con un grupo de primos y otros amigos parranderos, jugadores y mujeriegos como él, quienes habían reunido corvos, machetes, guarisamas, cumas, pistolas, escuadras, escopetas y fusiles. Tenían una carreta topada con los mismos, y estaban de acuerdo con varios contrabandistas de oro de Montecristo y otros vendedores de cortes y telas que conocían muy bien las fronteras y que eran los amigos de Sandino, para unirse a éste en las próximas semanas. El cura, a pesar de todo esto, le echó la bendición, para que muriera en paz con sus pecados.
        - Pues a mí me llevó Candangas por haber tenido un padre tan hijueputa como don Nolbo - le confesó Putolión a Cirilo una tarde de infancia, ya que, según le explicó, a la edad de seis años había quedado huérfano y había sido testigo de una encarnizada batalla legal e ilegal de todos los hijos, mujeres y parientes de don Nolbo que, como aves de rapiña, se disputaron sus propiedades y su herencia.
        - Nuestra familia se quedó con algo de las mismas, pero los muy bandidos le dieron camotillo a mi madre, la planta venenosa del oriente del país, debido a lo cual murió exactamente un año después de haber ingerido esta planta que se puede confundir con el camote.
A lo lejos, como en una final de cuento, estas voces llegan a susurrarme, años después, las viejas historias de un territorio y de una comarca míticas, existentes en un tiempo y un espacio paralelos a los orígenes de las leyendas y las tradiciones, cuando existieron en carne y hueso los héroes, los dioses, los animales sagrados, los brujos y los demonios. Junto a este incesante vaivén de la memoria habré de recordar nombres y ensalmos con los que los ancianos de la comarca conjuraban el humo, el copal, el mal de ojo, las brujerías, las curaciones, la ruda, el ajo, la cebolla, las barajas y la ceniza, la cruz y la carne, y no podrán faltar en esas primitivas oraciones palabras llenas de una sonoridad y un significado adecuado como chiribisco, y todos esos chi que existen en el léxico cuzcatleco como chiripa, chimbimba, chinchintorra, chindondo, chichicaste, chilate, chilacayote, chinto, chinta, chicha, chimar, chiltota, chira, chirilagua, chingo, chirimía, chisperío, chinamas, chinchilete, chimbolero, chile, chilaquila, chifurnia, chichuisa, chichipate, chingaste, chiche, chicagüita, chibola, chichera, chimbomba, chimichaca, chilindrina, chimol, chillar, china, chirajo, chiva, chinche, chivo, chipilín, chío, chingolingo, chiribisco, chironda, chiruste, chiquirín, chiquito, chiviar, chistar.
        Esos orígenes de un país del sueño recuperados por el azar y la nostalgia de las raíces cuando, lejos de esa comarca, naufragaba por azarosas travesías en el mundo, recordando esa pequeña región de cafetales y algodonales, con aparecidos y brujos de Curarén y del oriente del país, que viajan a lo largo y ancho de la costa y la montaña, metidos en cáscaras de huevo que son arrastradas en su universal ruta por los ventarrones de octubre y protegidos en el ojo de los huracanes, originados por los vientos alisios que vienen del Atlántico después de cruzar las montañas de Honduras. Esto lo saben bien los indios brujos de Cacaopera o de Jocoro, de Nueva Esparta o de Corinto, de Lislique o Lolotique, de Sabanetas o de Pasaquina, que habitan los dominios del rayo y la leyenda, del trueno y la montaña.

El último círculo de la telaraña

        "Tan largamente de un sueño, también se puede vivir", exclamó para sí en voz alta Julio, mientras en un breve descanso en medio de la selva y el chillar de los monitos, había saboreado un pedacito de aquel atado de dulce de panela que los ayudaba, como única reserva, a mermar la sed, el hambre y el cansancio. "Hemos vivido", contraargumentó José recordando su universo personal, los años duros y de terciopelo de su estancia en las frías tierras de una utopía que explotó de su distopía. "Eramos pobres pero felices, los estudiantes del tercer mundo que a pesar de todo podíamos dedicamos a tiempo completo al estudio, aunque la pasábamos mal con cosas como la distancia, la cultura diferente, la gente que casi siempre era reacia con los extranjeros, el frío que calaba hondo y la necesidad de cosas elementales como una buena pasta dentífrica o una exquisita taza de café cuzcatleco", rememoró Cirilo a la vuelta de muchos años y de aquellas tierras otrora socialistas que fueron su segunda patria, su sagrada familia, aunque el hogar y su calor amoroso fuera para entonces una mítica idea en su mundo, ya que había terminado lo recuerda rodeado de fantasmas y premoniciones, donde el amor era el aprendizaje del olvido y, el hogar, las raíces del caminante, una vana sed de muerte y derrota: pararse para él en aquellos años y en aquellas espléndidas ciudades significaba estancarse, morir en vida en esos parajes extraños, frustrarse hasta perderse con el alcohol y la esquizofrenia de estar metido en la camisa de fuerza que para él era aquel socialismo con sus maravillas, sus conquistas y sus bellísimas personas pero que no, que lo obligaba a portar una máscara diaria, a tragarse fáciles argumentos y banales explicaciones sobre la grandeza de un sistema en el cual creía, esto era lo más difícil, sabía que parte de todo aquello era una mierda, sabía que un 49 por ciento de esa criatura estaba podrido, pero creía en el 51 por ciento de sus hermosas conquistas.
"Ramiro dejó dicho que habláramos con vos y te reincorporáramos", habló la voz chillona de Vilma, mientras tomaban un te negro georgiano, y en las afueras, en las calles otoñales, que a través de las ventanas de su casa distinguían, el frío hacía más profundos la voz y el silencio del exterior, esa vez que la ciudad de Kiev estaba más solitaria sin la presencia de sus amigos. A Cirilo aquellas frases de Vilma le tocaron las fibras de su ser, ya que sentía un respeto profundo por Ramiro, su compañero de estudios que había dejado mujer, posición e hijos, muy a lo che, para ir al otro lado de aquella alegría, a jugar en el tapete de una lotería sangrienta, su destino de guanaco. Sí, Cirilo podía recordar ahora, en medio de una ruta irregular por las fronteras selváticas, aquella mañana de Ucrania, cuando había sido reincorporado como cualquier títere de plomo en algún engranaje frío, calculador y matemáticamente perfecto, tal como suelen ser los verdaderos engranajes.
        Así meditaban, cavilan y recordaban Julio, José y Cirilo. Trataron de ingresar a territorio cuzcatleco por las veredas de la montaña hondureña, luego de haber retomado de Europa, Celeste María y quedarse con los brazos cruzados porque el chaneque que los tenía que pasar de Nacaorne al Pulgarcito se acobardó, es que andaba aquel general catracho de la Montada, Tomás Caquita, sembrando el pánico y el caos en la zona fronteriza hondureña y por eso que lo pensaran bien muchá el general Tomás Caquita anda con doscientos montados, buenas armas, víveres hasta para regalar y en un verdadero encontronazo podemos comer la que enterró el gato nosotros no somos muchos sólo cuatro pelones y aunque nos la llevemos de cachimbones vamos a cagar fuego porque no tenemos armas largas. Fue entonces, recuerdan ahora, perdidos en la montaña, cuando quedaron desconectados del "Bom-Borón-Bom" y el "triquitraca", que allá adentro estaban armando porque si el chaneque se les rajó se acabó la oportunidad de enlazar el contacto que en un determinado día y lugar los iba a estar esperando, y tampoco podrían llegar a tiempo a la cita de reserva dos días más tarde que se habían dado, los chamacos allá adentro se habrán resignado a nuestra impuntualidad o creerán que nos quebraron el culo gajes del oficio en estos tiempos de parranda, y lo peor es que no podemos movemos sin este chaneque cabrón que nos tiene en sus manos pero si es cierto que el general Caquita merodea por la frontera pues sus razones tendrá o quizás hasta zurrasón ya que se le olvidó lo de la paga y la mecha que le habíamos prometido nos cuenta su mujer que al hermano del chaneque el general Caquita, conocido en la zona como Tomás Caquita con Cucharita, lo fusiló durante una inspección por la frontera mientras el chaneque inmóvil escondido en unas piedras pachas sin hacer ruido vio cómo su hermano tuvo que cavar su tumba y los cabrones de la Montada se echaban sus vergazos de cuzuza y se rifaban al "par o non" con los dedos quién se iba a dar el gustazo de quebrarse a un guanaco hijuecienmilputas más, por eso fue que calmaron la chocolía ya no quisieron meter apuros al Chaneque para que los pasara al otro laredo aquel había sido un trauma y un truene de la gran puta para cualquier vato Luego lueguito se preguntaron qué podrían hacer en los próximos días o semanas no se iban a quedar con los brazos cruzados y gastándose aquel cachimbazal de pisto que traían por lo menos un par de gringos de licencia que se encontraran en las calles los bares y los puteríos de lujo de Tegu - iban a pagar el pato aseguró Julio que había que tronarse aunque fuera un par de mierdas cheles de esos que salen de las bases americanas de franqueo los fines de semana o en caso contrario tenían que ponerse buzos buxos-caperuxos y coquiar o craniar una salida viable que los sacara del aletargamiento y de aquellas aburridas calles empedradas o de las angostas avenidas asfaltadas de Tegu - a las rutinarias cinco o cuatro de la tarde qué horas más lentas y espesas pero años después en la soledad de Europa pensabas qué dicha estar allá aunque cuando estás viviendo esas tardes en el aburrimiento de la capital catracha eso te parece lo más cabrón del mundo es como estarse muriendo a plazos y en cámara lenta sin amenidad alguna pero es que eso es entonces la vida un hilito en picada que cae y cae y cae y cae y cae y termina un día cayendo por completo Las tardes de Tegu son el lado oculto de la luna o de la muerte porque así acaba todo en cámara lenta en un eterno ir hacia adelante hacia el futuro hacia el fin.
         A la gran diabla dijeron una semana después cuando José propuso ir a comprar mudadas nuevas y otras cosas que les dieran aspectos de catrines para evitar sospechas con la gente ya hasta de filósofos nos ha agarrado todo por la modorra pedorra de estar acá güeliéndonos los pedos en esta ciudad aburrida hasta que Julio dijo y si nos lo amarramos bien y pasamos solos esa frontera puta por mí está bien dijo Cirilo y José agregó lo que sí hay que llevar las mechas listas no nos vayan a agarrar con los calzones abajo Entonces fuimonos muchá les dijo Julio y ni siquiera dijimos adiós se acordó uno de ellos no es de gente educada ni mucho menos de compas irse sin la despedida o sin dar las gracias má culero por andar dando las gracias podemos terminar dando las nalgas o nos pueden quebrar del todo no ves que existe la remota posibilidad de que el chaneque o su mujer o sus cheros o sus chuchos puedan transmitir la información de nuestra partida qué sé yo borrachos o alegres o verguiados o torturados o por ganas de joder o por chiripa por eso es mejor irse sin dejar rastro borrar siempre eternamente borrar las huellas Si te vi ya no me acuerdo ni te conozco indio patudo narigudo panzón y cabezón puta que diaverga estas despedidas si no serán arrechas las venimos dando desde Europa sin decirle adiós a nadie sólo tragando gordo disimulando con saliva y chistes que nos perdemos un par de días nomás que quizás una semana o de un mes no pasemos como la vez que Helena se extraño - recordó Cirilo en aquellas montañas donde estaban perdidos- porque la besé y le dejé mi anillo como olvidado cosa sagrada que testimoniaba nuestra unión teniendo como testigo al pelón judío-tártaro en una sala de matrimonio pero yo agregando quizás venga noche no me hace falta y ella presintiendo algo preguntando a quemarropa no vaya a ser que te querrás ahorcar si tenés problemas de cualquier tipo mejor discutamos pero yo no jodás muchacha el único problema que tenía como dicen los cubiches era haber nacido y hoy ya estuvo ya nací pero sabélo bien si por las cochinas dudas me fuera para el otro mundo quedaré en tu corazón en los pasillos estrechos de las catacumbas de Pecherscky Lavra donde me identifiqué con las momias de aquellos monjes ortodoxos que pasaban veinte años encerrados en sus celdas dibujando sus iconos a pan y agua imagínate un icono era la obra de toda una vida de monasterio y prisión ya que no salían nunca a la luz ni a la superficie fieles a su fe inquebrantable ortodoxos al fin allí había voluntad temple y sabes cariño mejor apago la luz no tardaré en regresar te lo prometo buenas noches cariño buenas noches Europa y sin embargo ese temple de los monjes ortodoxos fue lo que recordé cuando nos perdimos en las veredas cerca de Arambala José quiso que regresáramos por el camino recorrido yo dije que lo mismo daba continuar o retomar ahora para qué vacilar si ya nos llevó el diablo igual puede suceder que nos topemos al general Tomás Caquita y sus doscientos montados o a los botudos de la Guardia Nacional así que mejor adelantémonos con movilización constante vigilancia constante y desconfianza constante las tres reglas de oro de la guerra irregular no nos pueden joder a todos por lo menos uno de nosotros saldrá vivo para informar que esas eran cosas en las que no había que pensar en esos momentos dijo Julio a mí los guardiolos o los caquitas me importan un comino lo que me descomputa y descontrola es estar perdido en estas montañas oyendo la chillazón infernal y el trinar interminable de esa multitud de monitos y pájaros pues sigamos muchá que no hay de otra dijo alguien y siguieron con la rabia a cuestas.

Distancia

        La mañana lo encontraba cerca del puerto fluvial sobre el Don, en la ciudad de Rostov, donde descendían con una furia exquisita ésas, las más hermosas del mundo. Es de una delicia singular establecer el contacto con las habitantes de esta ciudad y de este lado del mundo, se habría dicho Cirilo al otro lado del Atlántico, en el parque Gorky de una ciudad del encanto, dueño y señor de una ausencia cínica perfectamente camuflageada, y para terminar de enterrar sus neurosis y sus ansias de mar y fuego, se fue a lo largo del Prospekt Engels - el mismo que décadas más tarde, para el retorno de los lobos, habría de llamarse avenida Imperial- rumbo al primer supermercado, magazín en ruso, donde se compraba ese vodka sibérico de cuarenticinco grados con el cual combatía a pausas, a tragos leves, aquella nieve y aquel frío hijueputescos que no lo dejaban en paz. Eso, mientras durase el presente invierno, iba divagando-pensando qué va se decía momentos más tarde ya con el primer talaguashtazo entre pecho y espalda, mejor irse a casa de La Araña Mayor en la cuesta que baja al Don y guachar si ella ha llegado, dado caso no esté buscar la llave en medio del ladrillo flojo cerca de la puerta, donde la deja escondida especialmente para ti para cuando tuvieras hambre y te sintieras solo y triste y abandonado y quisieras charlar con alguien en esta ciudad fría y extraña, panimaesch, ¿entiendes? Le preguntaba en ruso que Cirilo no comprendía ni en papas, no sabía muy bien lo que ella le decía en aquellos primeros meses en Rusia, pero sí entendía el sentido humano de sus palabras o la verdad universal que se trataba de una mujer sola y caliente en busca de un macho cabrío que se la empacallara como Dios manda de vez en cuando. Sí, dijóse de nuevo Cirilo en aquella borrachera inicial, caer por casa de la Araña con botella de vodka en mano, un cesto de manzanas, unos racimos de uvas báquicas de Gruzia o Georgia y palpar sus senos fríos y erectos. Recién retomaría del teatro citadino, donde trabajaba de cantante, cuando se encontraba en aquellas eternas tardes de frío a Cirilo en el cuarto calentado con carbón de aquella chimenea de antes de la revolución que algún cosaco había construido en la casa a las orillas del Don apacible, como entremés sus senos blancos y sus piquitos rosados, sus labios carmesí y sus ojos azules, su cuerpo flaco y su cabellera trigueña suelta, desparramada en el suelo o en la cama, cuando Cirilo pudo comprobar que la tristeza tiene el mismo lenguaje, el mismo tono mundo. Un sexo ardiente en plena entrega, en fin, estaba en Rostov de¡ Don, al otro lado del mundo, se era un forastero eterno porque no había cambio de piel, ni de costumbres, ni se podían olvidar por completo aquellas raíces con savia indígena y peninsular corriendo por sus vasos comunicantes. (Ella, lejana, quedó perteneciendo, a esa secta secreta, la de los parcos con la vida, en la cual se había enrolado años atrás luego de meditarlo cuidadosamente, aquel enrolamiento inicio de una cadena mágica de sectas y sociedades secretas que lo llevaría a otro túnel dentro de otro túnel, donde al final pudo ver la luz del mismo, ni más ni menos, una resurrección al otro lado del espejo de la razón, esa coartada del ser y la nada.) Llegar a casa de la Araña Mayor, la felina más exquisita que destrozaría uno por uno, una vez más, todos tus sueños e ilusiones hasta que terminaras poniendo tus pies sobre el pantano y el suelo materialista de la existencia de los seres y las cosas, y comenzar entonces a beber ese líquido mitad ámbar, mitad cóctel de los dioses hasta perderse, en sesiones de gritos, sexo, mordidas, estertores... Qué locos fuimos, pensó siglos después Cirilo, en los cerros pelones del Pulgarcito insurrecto, ya moribundo, cuando había retornado con Julio y José por una ruta imprudente. Pero en aquellos universos lejanos del frío y el pasado, bajar una mañana de nieve hasta el final del Prospekt Engels oyendo las canciones rusas de moda que sonaban incesantes en los altoparlantes del parque Gorki, mientras en las calles las ancianas vendían flores de todos los colores: eso y saludar a los viejos amigos conocidos apenas dos o tres días atrás. Un invierno intransigente en la mañana nívea de un recuerdo final y aquella pipa suiza que me regalastes para una fiesta de cumpleaños naufragaría junto a su amo por estas tierras heladas: cómo explicarte que sólo deseaba combatir la soledad y los recuerdos que calcinan como droga, pensó Cirilo por un eterno segundo en aquellas lejanías.
        "Los mortales de este lado del mundo han cambiado por completo", corroboró entonces, "se han vuelto, de una fecha anterior para acá, más solícitos e indispensables para las hadas madrinas rusas y ucranianas que frecuentan esos caminos del mal, de humos premonitorios y que los fines de semana alegran el rato: es de una exquisitez anormal volverse indispensables para esas hadas que también regalan muñecos elaborados en noches de fiestas y carnavales secretos junto a las medias luces de la ciudad en bacanal colectivo que acostumbra penetrar sigilosa cuando ellas, las solicitantes, demuestran su maestría para con las noches obscenas y de balalaikas a la luz de la luna entonando alegres las canciones prebálticas como aquellas que escuchaste de labios de una Liena mientras caminabas por las solitarias calles nocturnas y frías de la ciudad medioeval de Kazán evocando a la Ciguanaba o Cigüegüet o como las canciones ucranianas de una hermana de los ángeles mortales amada incansablemente durante dos años con sus días y sus noches de ciudad con música añeja, antiquísima, entre el vino moldavanko, las leyendas pipiles de tu aldea y el café del centro en los altos del Metro Kreschatik con su exquisito coñac jerarca para esos momentos que representan de la mejor de las formas una carabela de sorpresas carnavalescas mientras a lo lejos en el mar de Azov, en la desembocadura del Don tormentoso, sonarán las sirenas de los barcos, barcazas y proletarios yates que parten rumbo al Volga o al Mar Negro. En las aceras soplará un viento frío que calará muy hondo, unos perros ladrarán rabiosos a la luna, interpretando audaces tu nostalgia, y, ¿bajo qué otras circunstancias sino ésta habrías de invitar a tu pequeña aldea a la dicha palpitante, a gozar del calor y la amistad de la estrella que cautiva y apasiona?
        Ciudades del encanto: bellas, luminosas, llenas de puentes de oro como el Karlovo Mostá, de bares medievales como el U’ Flecku, de poetas burócratas, de torres fastuosas como la Ostankino, de plazas hermosas como la Plaza Roja o San Wenceslao, de museos ancestrales, de mausoleos y relojes utópicos, donde la historia se esconde en los acordes de eternos violines de una gastada canción de la alegría y los sinsabores y los recuerdos de un pasado que galopante conforma una historia de sangre y fuego, heroísmo y tiranías: fue paseando por la Seckseganskaya Ulitza, en Kiev, durante uno de aquellos años de ebriedad y sueño cuando recordé de pronto que era un extraño, que mi reino no era de aquel mundo, que era del otro lado del océano y que por muy alucinantes y bellas que parecieran las urbes ésas, era también de una felicidad total conocer las otras urbes de occidente como Venecia, Viena, Atenas, Roma, París, Madrid o Amsterdam, para las vacaciones de invierno o de verano, en los cuales salías a conocer la otra cara de la medalla, aunque se enojaran los dogmáticos y los burócratas con sus reducidas concepciones esquemáticas de la vida y del mundo. Cómo nos equivocamos y cómo se equivocaron en tantas cosas que hoy hasta dan risa, pero que entonces costaban sangre y nervios: la mejor forma de luchar por un nuevo mundo era abrirse el coco, desabotonarse el cerebro, algo que nunca quisimos aceptar, ésta era la mejor contribución que se podía dar a nuestra aldea, envuelta en una guerra, aunque sospecháramos que una pequeña concesión nos haría perder la partida, pero había que ser flexibles pienso hoy, al otro lado de una historia torcida como nunca la concebimos. En aquellos años de machete duro y parejo a carta cabal para aquel que desafiara los santos principios y la sagrada línea había que ponerle cráneo a la onda, buscar una combinación que permitiera llegar al exacto término medio, pero qué va, cómo ibas a convencer a tus paisanos y a tus hermanos macheteros que se podía buscar una tercera vía, si todos estábamos en tremendo patín triunfalista después de la revolución chocha y cómo se podía entonces discutir con aquel sectarismo saludable optimismo dañino con extremistas de primera línea, se repetía Cirilo en aquellos años caníbales. Lo mejor era ponerse a verga, emborracharse con algún líquido fuerte de la Siberia, que te hiciera olvidar todo, desde tus responsabilidades hasta tus sueños y pesadillas, o las dudas, las vacilaciones, los callejones sin salida que eran también obra de los molinos de viento en esas discusiones donde de antemano había que perder. Embriagarse, amanecer a las orillas del Dniéper bochinche bolo borracho borrando con el trago evasivo las responsabilidades, el deber, el ser consecuente, pero también vaya esto sí era cierto, olvidando el dogmatismo, la guerra de enanos por pequeñas cuotas de poder, el sectarismo, la megalomanía, la envidia, la terquedad, el mesianismo y la torpeza bubónica peste de los compas que a la gran púchica te hacían la vida imposible con razón y sin ella, te montaban campañitas de calumnias y desprestigio, sobre todo cuando supieron lo de Helena y quisieron meter sus narices por todos lados hasta por donde no estabas metido, en fin, qué terrible fue esa vez que tenías entre tus brazos a la mujer que más amabas, esa vez que eras el ser más feliz del universo, esa vez que era el absoluto poseedor de un sueño, pero cuando te distes cuenta que te habías quedado a partir de entonces y para siempre, irremediablemente solo...
        Todo esto, collage temporal de unos instantes vitales del ayer, desfilaba en la cabeza de Cirilo mientras, perdido en las montañas hondureñas de la frontera cuzcatleca, en compañía de José y Julio, buscaba la senda que los condujera al interior de su patria en llamas...

Leyenda para un final de partida

        Entre la niebla, el frío, la soledad y el anonimato de una urbe europea puedo oír la dulzura de tu voz que desde un túnel envía débiles señales y me embriaga con ilusiones perdidas, donde la alegría común es un barco al garete en el triángulo de las Bermudas; un necio deseo con el que consumo mis noches y territorios; una utopía, odisea o tragedia, o todo ello junto, vividas en una anterior vida: en un tiempo que invertimos como malos accionistas sin esperar beneficios --era lo menos que nos preocupó -, a fondo perdido y sin el aval de un trust o sindicato. Quizás para una nueva fiesta de bienvenida en otro universo quede el recuerdo de esos días como un necio deseo de autodestrucción con el que igual se acaban mis esperanzas, mis sueños y aunque a veces yo quisiera reír a carcajadas de todo esto, una canción lejana me recordará que aún siento ansiedad de tenerte en mis brazos, desde una legendaria voz que nace y muere en el gastado disco.
Helena bajo otros cielos, o la consumación. Tela de araña donde la vida se acaba para volver: eterno empezar de cero bajo nuevas máscaras e identidades, donde el amor y la fidelidad son acotaciones al margen del gran texto de una opereta magistral escrita por un maniático divino que siempre nos da la oportunidad de una segunda ocasión. Y aunque ese libreto sabio nos equivoque la brújula, el horizonte, la memoria y la sonrisa, siempre queda tiempo para apelar la razón, ese viejo reloj polvoso ilustrado que de cuando en vez nos sirve de fenomenal coartada para otras metamorfosis.
Siempre lo sostuve ante ti y los ponderables del bajo mundo y la poesía: el amor queda al margen y la pasión es sólo una carta trucada a jugarse. Sin embargo, como en esas ruletas encantadas e infernales tantas veces evocadas por la, enferma imaginación del ludópata, apostaremos de nuevo siempre al mismo color, aunque el mundo se acabe y en ello se nos vaya la vida.
        Ahora que ha pasado el tiempo, desde aquella juventud ebria como un barco, sin el raciocinio y la lógica de esos muchachos autosatisfechos y triunfadores, puedo decirte que todo fue inútil, pero necesario.
        Nada quedó, si acaso sólo cenizas como en ese bolero.
        Salerosa y guapa, tienes la atmósfera de una génesis: amarte fue crear el mundo y la coartada de un nuevo nacimiento, poseer todas las cosas conforme te rodearan, alfabetizarte desde la "a" hasta la "z" en diferentes códices, lenguajes y claves. No me importó caer en la trampa del romanticismo de cualquier ralea: tardío, neo, post, o pre, si de esta manera podía dominarte y conocer los misterios del otro lado de la razón y del corazón de aquel cielo nuestro. En el lado irracional de esta historia vivida con la relatividad y con la velocidad de una tortuga o de una estrella, de nuevo escucho tus señales intermitentes enviadas como esos mensajes indios en códigos y en diferentes canales, y me pregunto, como antes de este round me pregunté, si existe una vuelta al pasado, si es posible caer en otra época y lugar como náufragos desesperados que buscan un norte inédito. ¿Crear, a través de la novela utópica que me consume, un tiempo locuaz con la complicidad de algún lector ávido e insatisfecho que me acompañe como un minotauro por este laberinto de locura y muerte? ¿Para buscarle un destino diferente al orden de las cosas?
        He llegado a creer, en la sordidez de las noches de insomnio, que este delirio es la providencial señal jocosa que desde un puerto cercano, acá, en esta orilla vecina, al alcance de mis manos, la parca con su coqueteo fascinante me envía, ya que en nuestro reloj de arena sonó la hora del abur desde hace siglos. Este mismo sonido y este mismo ritmo que ahora escucho como en aquél entonces: ¿es acaso el din-don de la muerte cascabeleando por mis huellas?
        "Tengo mis ideas sobre la dignidad y el honor, pero nunca las subordino al destino de las cosas", escribí en una carta alguna vez, desde la muerte y desde una ciudad de paso, que no logré enviarte. Porque aquel adiós sea definitivo, porque terminemos en la inquisición como malditos profanadores del orden de las cosas de este absurdo mundo, porque no tengamos perdón ni compasión y seamos consumidos en una hoguera de sátrapas, marionetas, imbéciles y demás servidores de las buenas costumbres: por todo esto, ruego en mis noches de insomnio; por esto, nos dijimos hasta nunca y por esta muerte a carta cabal he vivido hasta el momento con la esperanza de perderme en la maldición y en el infierno de los condenados.
        Atrapado sin salida, ésta era la frase con la cual resumía su mundo en aquellos años: a miles de kilómetros de la estancia original, pero también a miles de kilómetros de la felicidad y de la vida, ya que se encontraba emboscado por la niebla, la nieve, el frío, otro idioma y otra gente. El contacto con la Araña Mayor, con la Dicha Palpitante, lo había transformado, o así se lo creía. A quemarropa recordaba los ojos azul-verdes más melancólicos que había amado en su vida de la última noche, y la conclusión quemante de que la tristeza es universal y la misma en cualquier cielo del mundo. Sin embargo, aún restaba un final de partida para la historia de la Exquisita que cautiva y apasiona, la Estrella de la Dicha Cautivante, donde días y noches de amor, vino, broncas, gloria y ostracismo confundidos, significaban el olvido y la muerte. A esas horas, en su solitaria noche, Cirilo supuso que ya se había recuperado de aquel lance de dos o tres meses dentro del pozo. Había librado una batalla silenciosa contra las sombras en un escenario impreciso que le recordó a un túnel sin luz al final.
        Beethoven o Wagner y sus nibelungos habrían sido el mejor sedante: la canción de la alegría o aquella trilogía memorable. 0 quizás fuese más saludable "El carnaval de San Miguel", "El carbonero", o "El son guanaco". Y a pesar de que se había sentido muy triste al comprobar, en un concierto de música que "El carbonero" era una célebre polka que el querido Pancho Lara se había fusilado sin mayores escrúpulos, se había recordado sin embargo de un rostro de mujer enamorada locamente (sí: ella), y de una región remota y mágica que aún existía en su imaginación y que suponía era su patria.
        Lo más pleno hubiera sido encontrar en un bosque nocturno esas hierbas angelicales con las que se enloquecen los iluminados. Luego perderse en un sueño (el profundo), donde no podrían faltar los rostros de Putolión y mi madre, Alberto y esa mujer de Rostov del Don que (quizás) aún seguía amando: Aliza Viktorowna, la mujer más encantadora de la ciudad, su segura aliada, su mejor batalla. Es posible que en un intermedio se colaran como duendes traviesos don Francisco Gavidia y el pecho lleno de balazos de Agustín Farabundo Martí.
        Contundente loco, sólo hacía falta una esquina del Valle de las Hamacas, los Delta, los jocotes verdes, las semillas de paterna con limón y sal, un par de pupusas revueltas, de chicharrón o de queso con loroco, y el trago doble de Chepetoño, de Tick-tack, de Tres puentes, de Muñeco o de Espíritu de Caña. Como si no existieran la Europa occidental y el Atlántico que te separaban de La Praviana... Lo más miserable, es un insomnio atacando sin compasión: también lo más saludable. El espíritu de lince: he ahí la intuición. El insomnio calcina como droga. Y como una campanada mortuoria desde una misa negra que proclama a los cuatro vientos que el ayer con su locura y su pasión dejó sus huellas en alguna canción de bajos fondos, oigo desde una infinita noche de alcohol y tabaco fuerte, los tonos acompasados de un cantante legendario que en su melodía piensa y piensa que un día habrá de volver, mientras contempla cómo se van las noches y él siempre espera, reza y ruega volverla a tener... Y cuando tú vuelvas - explica en su monólogo de traición, derrota y bajos fondos - ansiosa por verme, me hallarás perdido en el bulevard. / Estas son las noches, que pasé llorando, / implorando al cielo verte un día llegar... En collage absurdo se mezclan boleros del barrio de bronca que te curtieron el cuero y las historias de amor y traición del submundo que sirvieron de boca de paisaje en tus titánicas borracheras de los días aguafuertes en los inviernos de tu gloria y las primaveras de tu derrota.
        Me pregunto si tendrá algún sentido y será provechosa para alguien esta historia que escribo en páginas trashumantes olorosas a tabaco, que retumban con el recuerdo de hierbas asesinas como la amapola o de divinos sedantes como la heroína o la mariguana, si tendrá en un futuro mediato e inmediato algún valor este grito de lobo estepario, que des de la anonimidad de una ciudad de Europa occidental trato de enviar como seña de identidad de una generación de compatriotas que, desperdigados por el mundo, asaltando cada día la mejor flor de la mañana, subsisten a puñetazo limpio con su pedacito de país en el cerebro carcomido por el alcohol, las drogas, la locura o la gloria. Sabido es que la literatura nunca salvó a nadie de una catástrofe y que los poetas, salvo contadas excepciones cada doscientos años, no son necesariamente ni la voz del pueblo ni la voz de ningún dios. Esto lo relatarás con cierta parquedad, cuando recuerdes al poeta Armijo en Pigalle diciéndote que se vive para la literatura no de la literatura, sugerencia como una palada de sal en un mar de chocolate que te hizo poner los pies sobre la tierra en el Barrio Latino, mientras París se deshacía entre el humo madrugador del Sena y el adiós a una edad glacial hasta entonces derrochada. "Ahora ya no hay remedio, ya estamos arriba de los treinta años y la inoculación de ese virus asesino que es la literatura persiste, ya estarnos jodidos del todo", se lamentaba Sorto, en las tardes parisinas de su ocaso, "hoy ya es tarde para arrepentirnos, ya no podemos hacemos jueces, banqueros, policías, o peluqueros, ya nos quedamos marcados de por vida con esa cruz de ceniza y contraseña demente", terminaba de monologar consigo mismo al referirse al duro oficio de escritor tercermundista en el primer mundo, mientras ingería alcohol para olvidar su frustración y su impotencia, su triste naufragio en plena ciudad luz, comiendo a salto de mata, aplanando calles con sus zapatos Adoc todo terreno como un acto sin escenario, viviendo de espumas de jabón dos anos enteritos frente a la biblioteca del Centre Pompideau, una de las mejores del mundo, sin haber escrito ni leído ningún libro de la misma, masturbándose en sus sueños e ilusiones, con su glorioso pasado de cineasta de éxito que como una sombra maldecía su pobreza y su miserable existencia, versión original del París de los noventa, una ciudad cruel con los poetas y todo lo que no signifique monedas, oro, material contable en divisas duras.
        Esta era la gran novela que planeaba como un maniático desde siempre: - un relato atípico que por el sólo hecho de carecer de estilo definido sería experimentación y búsqueda a lo largo de un camino empedrado de malas intenciones y técnicas fugaces que es toda novela verdadera, una, donde hablara de la epopeya y la tragedia de mis hermanos decapitados en plena juventud, y sobre la gloria y la tragedia de los sobrevivientes. Sobre odiseas, penas o laureles de los que se salvaron por azar o por ironía del destino para decirlo en lenguaje de novela rosa. Y ahí estará siempre el Chele Góngora, el poeta campesino con sus cantarinos versos, hablándole a una tarde eterna del cantón Matasanos con sus hermanas blancas y humildes como queseras holandesas o como reses de buena raza, comprendiendo la locura de su hermanito empilado en la poesía corriente de ruptura y en la lucha armada a nivel centroamericano. Años después de aquel atardecer eterno del Valle de las Hamacas, cuando a las cuatro pasado meridiano aparecía después del escampe un increíble arco iris, el Chele Góngora cayó en Guazapa, un cerro cercano al Valle de las Hamacas, mientras activaba y desactivaba minas en aquel campo minado que fue su vida y la vida en el país de entonces: un riesgo permanente en el filo de la navaja, caminando una letal historia junto a aquella aldea querida que él como poeta campesino soñaba con ver libre, o escribiendo sus testimonios de hombre donde hablaba de susurros subversivos, de la eternidad del aguacate, de hormigas y vampiros uniformados, asaltando en plena noche la alegría tropical del Valle de las Hamacas... Y la postrera vez que nos vimos en este mundo y en esta vida terrenal y pura, yo iba rumbo a México tras las huellas de aquel destino locuaz que me haría darle varias veces la vuelta a este inundo mínimo y absurdo, recordarás entonces, hijo dilecto de aquellos años, que nos tomamos unas jarras de cerveza en compañía de Norman Douglas, el hijo que Kirk Douglas concibió durante una pequeña escala en el Valle de las Hamacas. Ahí, Rigo escribió una carta de despedida a alguien donde hablaba del canto de los gallos rojinegros para un próximo amanecer. Era noviembre, era frío, era el Cuzcatlán de un tiempo mítico, y era la última vez que nos vimos. Hablamos de poesía y teatro, de los poetas benditos y malditos del Valle y de San Chente, de los oficiadores de la cultura, del sacrosanto orden que habíamos rechazado en todas sus versiones. Yo partí ese fin de semana. El Chele Góngora salió también ese mes de Cuzcatlán rumbo a Nicaragua a pelear codo a codo con los sandinos contra Somoza en aquella magistral ofensiva. Después yo me perdí en los lugares que pierden a la gente al otro lado del mundo y el poeta campesino Góngora cayó en el cerro de Guazapa, es decir, que después de aquellas jarras de cerveza de noviembre ya no nos hemos visto ni nos veremos más en esta vida.

La juventud de una salvaje ausencia

        Recién habían dejado Arambala. Iban en búsqueda de Upatoro, el pueblo cercano donde podrían contactar con una especie de fiebre amarilla, tal era el sinónimo en música rockera de los sesenta, que encontraban para la guerra de guerrillas en los cantones orientales de Cuzcatlán. Había que decirlo claro y pelado ahora que todo se encaminaba por un rumbo inédito y la historia del Pulgarcito empezaba a dejar de ser prohibida y el mismo Pulgarcito se vestía con menos pompa para no darse color de bonchero y violento.
        Julio, José y Cirilo se internaron en el territorio que parecía ser Cuzcatlán. José era el mayor de todos y además el jefe. El que iba a cargo de la expedición. Su rostro achinado, su pelo negro y su alta estatura, le daban a su consistencia recia el típico plante de un militar, todo nervio, órdenes, disciplina y método.
        Habían pasado la frontera, ya que el famoso río Goascorán que delineaba la misma, hacía ratos había quedado atrás después de haberlo vadeado. Las veredas en Cuzcatlán tenían además ese sello característico de los guanacos o salvatruchos y se multiplicaron a sus pasos al cruzar la línea limítrofe, se movían como serpentinas carnavalescas en la ruta irracional como una bienvenida. Habían meditado mucho ese retorno durante largas, tediosas y calurosas horas en Tegu. El chaneque que se les rajó les había recordado que allá, tierra adentro, estaban los lobos. Las fieras guardianas de una fortuna mítica, compartida por catorce becerros de oro. ¿Eran argonautas pipiles a la conquista de un vellocino de oro secuestrado por lobos y primates? "Qué quijotada más pendeja", recapacitó José en sus adentros, mientras cruzaban cerros y se imaginaban volcanes-molinos de viento contra los cuales romperse la crisma del alma.
        Cruzaron la frontera, imaginaria que sólo existía en las mentes de los guardianes. La gente a uno y otro lado, el idioma, los cuentos de camino real, los mitos y las leyendas, eran los mismos. Cuentos de viejitos cacaricos transmitidos en una tradición oral de siglos. La Ciguanaba, El Cipitío, El Cadejo Blanco, El Tío Coyote, dientes quebrados, culo quemado, La Carreta Chillona, La Mano Peluda, El Justo Juez de la Noche, El Cadejo Negro, El Cachudo, que deja hedor a cuerno quemado en varios kilómetros a la redonda, los brujos cazadores de lechuzas en las noches de luna tierna, con el sombrero de palma virgen entre las manos donde llegan las invocadas, mientras rezan las oraciones de Dios al derecho y al revés, El Padre sin Cabeza, Los misterios de la ruda y el ajo, La Poza Embrujada, Los cangrejos de oro, Los Mañana-Viernes, Los meros cheros del Caballero Limpio y de sombrero alado, del príncipe de las tinieblas, montado en su piquetero caballo alazán, con su impecable capa negra, Los poseedores de los secretos del libro de san Cipriano, del libro de los muertos, del libro de los libros y del nombre secreto de Dios y su legión de amantes.
        La gente creía en estos encantos, al otro lado de la frontera y a este lado del infierno cuzcatleco.
        Frontera irreal, camuflageada por unos cuantos mojones y señales: los pobres eran pobres en ambos lados; el río Goascorán, sólo una línea caudalosa de agua silvestres que se prestó a la casualidad de algún latifundista para eliminar una misma patria y crear dos remedos de nación. Todo tan absurdo y lejano de la historia sin fronteras de nuestros abuelos mayas y pipiles.
        Así cavilaban los tres caminantes mientras cruzaban territorio limítrofe. Tierra adentro, se entusiasmaron con el paso seguro y veloz que los llevaba a su nueva vida. Había montañas por doquier en los alrededores deshabitados y embrujados. Se guiaban por la intuición, los deseos del retomo, la lógica orientación de las veredas semi-deshechas.
        El guía se les había rajado en Nacahome. "Esta semana y la otra no podré pasarlos al otro lado, me paguen lo que me paguen. Tengo hijos a los que seguir manteniendo y no quiero morir tan tontamente", argumentóles.
        La razón por la cual el chaneque estaba tan asustado, era que el general hondureño Tomás Caquita, jefe de la Policía Montada, esos días merodeaba con sus tropas la zona fronteriza que habían elegido para entrar clandestinamente al país.
        Tomás Caquita y la Montada. Su leyenda negra. La incontable cantidad de cuzcatlecos fusilados que dejaban tras sí cada vez que inspeccionaban la frontera. La mayoría de las víctimas eran campesinos y pequeños comerciantes, hachineros que, del otro lado de la frontera, venían hasta La Ceiba o Nacaorne para comprar telas y vender sus productos. Traían atado de dulce, petates, oro extraído de los ríos profundos de Cuzcatlán, animales domésticos como cerdos, vacas lecheras, caballos alazanes, gallos pintos, gallinas guineas, conejos, cuzucos, tepezcuintles o frutas como caimitos, anonas, guanabas, guayabas, papayas, jocotes, zapotes, verduras como ayotes, güisayotes, ajo, achiote, pipianes y otros como ajonjolín. Traían además chaparro, cuzuza, chicha, guacales, porrones, caites de llantas, joyas falsas y verdaderas, santos de palo, armas cortas, barajas de la suerte, oraciones para embrujar y desencantar. Los hachineros procedentes de Morazán y el oriente cuzcatleco traían artículos y artesanías de oro y plata. Procedían de la región semivirgen donde todavía - según escuchó en su infancia Cirilo de boca de Putolión- no existían los aviones, ni los trenes, ni el telégrafo, y donde miraban la vaca ahí estaba la plata, donde miraban el toro ahí estaba el oro.
        "Años después creo que ahí se construyeron las minas de Montecristo", narraba Putolión en la infancia de Cirilo.
        Los hachineros mercaban en Nacaome, San Pedro Sula, La Ceiba o en Tegu, las telas con las cuales formaban los cortes para hacer camisas, vestidos y pantalones.
        En esa región montañosa y llena de Honduras se fabrica la singular cerámica tan apreciada en todo el istmo. Los trastos son diversos y jubilosos, por ejemplo, los porrones y los cántaros de barro pintados y lacados, cuya tapadera es una figura con la cabeza de algún animal conocido o desconocido: una gallina, un lobo, un dragón o un gallo. El resto del cántaro es pintado y lacado como si en verdad se tratara del animal en cuestión, para el caso, si la tapadera del mismo es un gallo, el resto del utensilio se pinta como un gallo con motivos que sugieren plumas multicolores y alas. Fabrican tazas, tazones, ollas, picheles, guacales, pailas, comales, cucharas y otros trastos de barro crudo y elaborado. En Cuzcatlán existe un lugar parecido al de estas comarcas, se llama Ilobasco y está escondido en cerros y colinas más allá de la bocana del río Lempa. La mayoría de las víctimas cuzcatlecas de la Policía Montada del general Tomás Caquita, en las zonas fronterizas, eran estos campesinos y pequeños comerciantes. Al ser encontrados por las patrullas del temido general en los caminos o las veredas de la montañosa región, bastaban únicamente los nombres de sus pueblos de origen: Polorós, Lislique, Lolotique, Curarén, Nueva Esparta, Cacaopera, Gotera, Corinto, Sabanetas, Upatoro, Goateca, Chilanga, Jocoro, Jocoaitique y otros lugares fronterizos, para saber que estaban condenados a muerte.
        "A los pobres hachineros y caminantes cuzcatlecos que caen en sus garras, ahí nomás los hace que caven sus tumbas y los despacha al otro barrio", narróles el chaneque para argumentarles su negativa a conducirlos esa semana que el general Tomás Caquita, apodado en la frontera Tomás Caquita con cucharita, rondaba por los caminos de la muerte en Cuzcatlán.
        Julio había mirado entonces, antes de la partida de Tegu, a José por unos instantes, luego de haber escuchado con mucha atención los peros del guía. Trató de buscar una propuesta creativa, qué hacer en las próximas semanas, días o siglos.
        -¿Y si nos amarramos bien los güevos y cruzamos solos esa frontera puta? - preguntó no sin cierta sorpresa en su mirada irónica.
        - Por mí está hecho - dijo José -, pero tenemos que ir con las mechas listas, sería bien pelo de cuca que nos quebraran el culo así por así, sin llevamos al paraíso un par de angelitos catrachos de la Montada como escolta celestial.
        - No lo creo --espetó Cirilo con cierta sombra de duda en sus palabras -. Además esta es una manera de entrar en forma y de acordamos de Ambal y de las camelladas de orden que dimos en las montañas de Santa María.
- Entonces fuimos locos – respondió entusiasmado Julio.

La Cebolla Púrpura

        Dibujante, escultor, vagamundo, como albañil del hombre lo describió un bastardo del Valle de las Hamacas. Se trataba de Dago, el escultor que vagaba sin rumbo aquella mañana después del secuestro. Gordo, de, mediana estatura, con la obesidad del gastrónomo satisfecho de su propia barriga, de complexión fuerte, parecía luchador o boxeador de la arena Metropolitana. Procedía de La Unión y por ello el epíteto de "garrobero" era más bien un piropo que un insulto para su ego de artista rebelde. La mañana de julio en la ciudad había sido placentera hasta ese momento, a pesar que los clásicos chaparrones del invierno cuzcatleco amenazaran con desatarse de un momento a otro. Caminaba abatido por el miedo, la desesperanza y la sicosis general que se sentía en cada esquina de la ciudad, inclusive en San Ramón, la ciudad aledaña al Valle de las Hamacas, ubicada en las faldas del volcán Quetzaltepec. Ahí vivía con su mujer y sus hijos. No hacía mucho le habían robado los dibujos de su casa, en un intento fallido para llevarse los poco ahorros que tenía. Esto había motivado una campaña de los poetas jóvenes en el Diario Mundial con llamamientos a la buena conciencia de los ladrones para que devolvieran los dibujos robados. El poeta Jorge Campos de Santa Tecla, el mismo que aseguraba tener en el estómago diferentes micrófonos y minigrabadoras desde donde la policía política le seguía sus pasos, había iniciado en las páginas del Mundial la serie de artículos para recuperar los manuscritos y dibujos, hasta que un día habían terminado apareciendo en la barra del Bar El Lutecia, donde por casualidad "Michael", el mesero de los poetas jóvenes y viejos, los había intercambiado a un par de ladrones profesionales por una buena botánica de Chepetoño, el guaro suave pipil, adobada con sus respectivas boquitas. Los dibujos al final se pudieron recuperar y con ellos fue inaugurada la exposición de Credisa que sirvió de fondo para el libro de Jimmy, Sinfonía en la menor para un recuerdo. De esto hacía casi tres años, pensó Dago, un poco estremecido de pies a cabeza por el recuerdo del poeta Jimmy.
        Recién despertaba de la gran borrachera que como jamás antes se había puesto en su pintoresca y católica vida la noche anterior. Bebió para olvidar y escapar de aquella realidad monstruosa. Quería creer que aún seguía bajo los efectos del alcohol, la mota y aferrarse a la idea de estar viviendo en la irrealidad. Hizo el conocido truco de pellizcarse para saber que no estaba delirando y reaccionó violento. Las secuelas de la goma hacían sus estragos. La mañana de ese julio capitalino, apacible y fresca, comenzaba a volverse calurosa. Decidió bajar al centro de la ciudad y dirigirse al mercado San Miguelito, donde podría almorzar con una sopa de mondongo levantamuertos en el puesto de comida de la niña Menches, que se mandaba siempre con la sopa de patas. "Quizás", deseó, "me alcance para una Pilsener bien frívola, para una cercha más, o a lo mejor me enzaguano un buen vergazo de Espíritu de caña para que me acabe de levantar el espíritu". En su matata, por las moscas o las cochinas dudas, llevaba sus documentos de identidad y un par de sus dibujos que habían naufragado desde la exposición de Credisa; recordó que para dicha muestra, sus amigos de parranda de El Skimo lo habían reprendido con sarcásticas alusiones, "terminastes de ilustrador de sinfonolas tristes de novias tísicas y de poetas anarcos", le había espetado el gordo Sansívar a boca de jarro.
        "Exceso era aquello", recordó o así quiso creerlo para olvidar la realidad. A tal punto iba embebido en sus recuerdos y cavilaciones para no se dio cuenta que ya estaba en la parada de buses de la ruta dos que lo llevaría al. centro de la ciudad. Se hallaba en el punto o en la meta de los buses. Como un autómata, esperó el bus junto a otros pasajeros que se dirigían al centro del Valle. "Qué habrá pasado con Gilda o con Boni-", se preguntó ya que la noche anterior, al recibir la noticia y el trágico aviso-advertencia, apenas tuvieron tiempo para intercambiar un par de palabras antes de desaparecer al instante del lugar de los hechos. Por la calle empedrada de un callejón aledaño observó a un grupito de gentes que se amontonaba alrededor de alguien que yacía a la orilla de la carretera. Sintió canilleras. Las piernas se le hormiguearon. "Vaya, tengo que admitirlo por fin", se dijo, "esta vez dialtiro se me aculeró el alma". Se trataba de un cadáver anónimo, de los muchos que aparecían a diario en Cuzcatlán y sus calles polvorosas, asfaltadas o empedradas. La gente pasaba al lado, presurosa y con temor, echaba una ligera ojeada al asesinado para comprobar que no se trataba de un pariente o de un conocido y luego se marchaba sin ton ni son. Actos reflejos que había creado la guerrita. La sicología de la gente había cambiado mucho en los últimos años. Se acercó lo suficiente para observar el cadáver. Cuando estuvo seguro que no se trataba de él, lanzó un momentáneo suspiro de alivio. Sin embargo, tenía una fea corazonada. El bus había llegado, los pasajeros estaban casi todos dentro. Dago subió, pagó los veinticinco centavos del pasaje, tomó. de manos del motorista el tiquete y se sentó al final del autobús. Este inició su habitual recorrido San Ramón-Mejicanos-San Miguelito-Valle de las Hamacas. Tenía miedo. "Esta vez y este día ya no lo encontrarás más en el café del centro de la ciudad, ni en ningún otro café del mundo por mucho que viajes y los busques", oía el susurro triste de su conciencia.
        La noche anterior del café El Bella Nápoles habían secuestrado al poeta Jimmy. Quizás por tratarse de un poeta subversivo, ya que escribía sonetos contra la luna estuprada por los gringos y las estrellas mariconas, agentes de la orden sacrosanta conocidos como los del escuadroncito diestro, lo habían capturado en plena luz pública en el citado café, en compañía de su fotógrafo. Dago, Boni- y Gilda, así como Mariluna y Ramírez Melara, compañeros de parranda y de libe, hermanos de poesía, esperanzas y aventuras, cheros del alma y de toda la vida, estaban catalogados - según les relató Lupita, la camarera del café que les advirtió del suceso- como superpeligrosos sujetos integrantes de la banda o del grupo de locos, soñadores, anarcos, barbudos, teatreros, escultores, poetas, cuenteros y similares. Todos, cargos muy delicados. Según Lupita les narró más adelante, ya que Dago y Gilda llegaron minutos después de los trágicos sucesos a las cercanías donde los estaba esperando para advertirles del peligro y de paso salvarles la vida, los miembros del escuadroncito diestro estuvieron largos y tensos minutos aguardándolos y preguntaron por ellos a medio mundo y a don Segismundo, que estaban tomándose sus cerbatanas y sus tapirulazos en el interior del café. Portaban los señores diestros, además de sus respectivas mechas reglamentarias, sendas fotografías desde diferentes distancias, poses y niveles, de Dago, Boni -, Gilda y Mariluna acompañando a Jimmy.
        Tal operativo tenía por objeto decapitar al grupo más subversivo y peligroso del Valle de las Hamacas.
        Gilda, con miedo insuperable, abordó el primer taxi que encontró a su paso y fue a buscar la compañía de su amigo, el conocido pintor y cantante de ópera nonualca Edgar Valenzuela, quien vivía en las afueras del Valle en una comunidad de "Hari-Krishnas". Dago, incrédulo de que la muerte rondara coqueta por sus alrededores y con la certeza-presentimiento de que aquel viaje forzado de Jimmy era para siempre, se fue, en busca de los más recónditos antros, para cruzarse y perder la razón y la memoria.
        No sabía ni cómo había amanecido en su casa. De su matata, donde aparte de sus dibujos y bocetos, llevaba un libro de Adolfo Sánchez Vásquez, regalo-recuerdo de su maestro el escultor mejicano Zúñiga, el mismo que había hecho el "Monumento a la Robolución" de la San Benito, sacó un par de lentes oscuros con armadura café de carey y se los puso. Quiso llorar por el amigo del alma que perdía, pero la rabia y la impotencia lo ahogaron y además, el autobús y su marcha seguían su ruta impertérritos en aquel Valle de las Hamacas tomado y poseído como un ciervo por el terror de sus escuadroncitos diestros.
        El Valle de las Hamacas, sí, pensó de nuevo, interesante nombre para una ciudad que de primas a primeras para los pelos. Así la llamaron los españoles que a sangre y fuego la fundaron, debido a los innumerables temblores y terremotos que desde siempre se suceden en esta urbe a los pies del volcán Quetzaltepec, y a las orillas del lago de Ilopango, el lugar de los maizales y las mojarras, del sacrificio y morada de los dioses indios, pequeño olimpo pipil a las puertas del averno, el cráter del Boquerón. La brisa que sopla por la ciudad y que viene del mar es un rumor de mujer acariciando un arpa o una guitarra alegre en la soledad nocturna de alguna edad impredecible. El invierno, la estación lluviosa que dura seis meses, comienza cada año con los zompopos alados de mayo aterrizando como paracaidistas con las primeras lluvias y termina con los vientos de octubre, llamados los ventarrones, en los fogones de los cortadores de café que se defienden del frío en las faldas de los volcanes a lo largo y ancho del país, o a las orillas del Picacho, en la protuberancia orográfica aledaña a la ciudad capital. La brisa marina no llega hasta allí, ya que agoniza un par de kilómetros tierra adentro. La Mar del Sur dista casi sesenta kilómetros del Valle. En invierno hay apagones, las noches son tristes. El alma se vuelve nostálgica. Los temporales o chaparrones, cuando llueve recio e intermitentemente, duran tres o cuatro días seguidos.
        Amanecer en el Valle de las Hamacas. Una mañana de las habituales: oyes el claxon de los buses repletos de gente rumbo al trabajo, los canillitas gritan por las calles con el periódico bajo el brazo; en las esquinas del barrio de Candelaria se confunde el borracho que aún duerme la modorra de la noche anterior con la colegiala fresca que da un salto a la orilla de la calle para esquivarlo; en la plazuela Zurita (he de recordarte que allí existe el Hotel Bruno, donde vive el poeta Jimmy con Thelma Suárez, y donde vive también Giovanni El Fumador, este hotel es propiedad de la familia de Thelma y su madre lo administra), las vendedoras ambulantes de chocolate y de shuco están ofreciendo sus productos desde las cuatro de la madrugada: el shuco es una bebida de maíz tostado agrio que se sazona con una cucharadita de "alguashte" y de frijoles rojos o negros, se le añade chile fuerte y se acompaña con un bolillo o pan francés recién salido de la panadería que las vendedoras conservan calientes en los canastos aledaños a la cocina de brasas donde expenden el shuco, envueltos en mantas de sacos de harina que han transformado en manteles. También venden chocolate, la bebida de los dioses mayas y pipiles que se hace del cacao transformado en tabletas y que se bebe muy caliente, generalmente acompañado de semita alta mieluda, de semita pachita, de quesadilla de queso o de "porosa", de peperechas o de marquesote. El Valle de las Hamacas es un hormiguero a partir de esos momentos. (Bajo la lluvia, bajo los truenos, rayos, centellas y relámpagos, en medio del sol o de las noches calurosas: aquel año pelearon en las calles y los montes, aquel año de un tiempo inmemorial comenzaron la guerra de guerrillas ... )
        El autobús que lo transporta a la ciudad normal "Alberto Masferrer" pasa. por la veinticuatro avenida norte, la calle de las putas, a las exactas seis de la mañana. Cirilo se levanta a las cinco y media, se da un baño rápido, toma la leche con Café Listo que su madre tiene ya preparada cuando él sale del baño y que acompaña con un par de plátanos fritos en manteca de cuche. Diez minutos antes de las seis sale de prisa para poder estar a las seis en punto en la parada de buses, donde también se encuentran otros normalistas compañeros de estudios. El bus recorre la veinticuatro avenida norte y dobla al final de la misma a la derecha, comenzando un recorrido por el paseo Independencia que, tras una breve incursión por el centro de la capital, desemboca en la Alameda Roosevelt, una de las avenidas más anchas de la ciudad. Las seis de la mañana, la hora cuando el Valle de las Hamacas se despierta como una canción bucólica, con un idílico trinar de gorriones o chiltotas en medio de la selva de cemento: los borrachos y los trasnochadores aún merodean las esquinas en busca de un trago salvador, o de un estimulante shuco caliente; los obreros, los canillitas, los empleados, los rateros y los banqueros comienzan su odisea diaria: a lo lejos, en La Constancia, se oye el silbido del tren de la estación, el claxon de los vehículos se hace intenso en las esquinas del centro; algunos cafés como El Skimo aún están abiertos (en El Skimo amanecen discutiendo de poesía maldita y de Bakunin el poeta Jimmy, Dago el escultor, la chica terremoto Mariluna La Linda, la diva Gilda Lewin, el Gordo Sansívar, Paquito Rivera el poeta Superviviente o Ramírez Melara. Todos integrantes del grupo o la banda: barbudos o despeinados como ángeles del infierno o novios de la muerte, amanecen olorosos a tabaco y alcohol, a hongos y café amargo, a sueño trasnochado, a noche de farra inconclusa, a literatura rebelde y utopías).
        La alameda Roosevelt es una de las más grandes de la capital. Tiene cuatro carriles, dos a cada lado para una misma dirección o sentido del tráfico, sólo comparable al boulevar de los Héroes que también tiene el mismo ancho. Está adornada a sus lados por árboles que le dan un colorido singular en invierno, la época lluviosa y tropical, cuando las tormentas arrecian y los sauces llorones le hacen honor a su nombre. En el trayecto de la misma está el parque Cuzcatlán, el más completo parque de la urbe, superado en magnitud sólo por el parque Balboa de los Planes de Renderos. Ahí está ubicada la legendaria Puerta del Diablo, llamada así porque a ella llegan los indios panchos a cerrar sus pactos con el Angel Rebelde. El parque Cuzcatlán tiene diferentes entradas: por el Gimnasio Nacional, por el Hospital Rosales, por el Hospital Militar, por la antigua Facultad de Medicina. Los domingos, en la parte aledaña a la alameda Roosevelt funciona El Jardín del Arte, una galería al aire libre, donde los pintores jóvenes y viejos llegan a exponer sus cuadros y dibujos. Está vecino a la Galería Nacional de Arte, ubicada en la parte inferior del parque Cuzcatlán, lo que le da al Jardín cierta atmósfera, ya que cercanas se encuentran las colonias de los ricos, la San Benito, la Escalón o la San Francisco, donde viven los potenciales compradores. El naiv es lo que se vende como pan caliente, ya que con este estilo las viejas cursis oligarcas presumían en La Florida o en Europa durante sus viajes de placer, del colorido de la campiña cuzcatleca o del esbozo de los tejados de los mesones de San Marcos, ahí donde vive el poeta-pueblo Cherna Cuéllar de llobasco.
        Amanecer del Valle de las Hamacas, mientras el autobús de la Ciudad Normal "Alberto Masferrer", amarillo y cruzado en el centro con unas rayas negras, donde en letras blancas es posible leer el nombre de la institución, realiza su trayecto diario rumbo a la ciudad normalista, en San Andrés, y Cirilo recuerda sus penas y aciertos mientras el bus recorre el capitalino laberinto. El trayecto dura media hora. Después de atravesar La ceiba, el árbol frondoso frente al cual está ubicada la iglesia de la Virgen de Guadalupe cercana a la UCA, el autobús llega a Santa Tecla, donde hace dos paradas, en el parque Daniel Hernández y en el parque San Martín. Santa Tecla es conocida como la ciudad fría o como la ciudad de las colinas, ya que está ubicada entre cerros y a las faldas del volcán, el clima es muy fresco la mayor parte del tiempo. Ahí existe el Banco Técnico y Similares (que en un agosto de un año que no viene al caso sería asaltado por el "seco" Alberto y la naciente orquesta de la rebelión cuzcatleca). Después de unos diez minutos, el autobús sigue su ruta atravesando las cercanías del tecleño estadio Olimpia, y luego llegando hasta Los Chorros de Colón (has de recordar que en este balneario turístico existe el parque conocido como El rincón de los poetas, construido a iniciativa del poeta Raúl Contreras, el del viaje inútil y la dama gris, cuyas cenizas fueron vertidas en Los Chorros, previa autorización de la asamblea legislativa después de su muerte en Madrid). Siguiendo su ruta, el bus amarillo pasa por Colón, unos cinco kilómetros más adelante llega al Desvío, otra parada de buses, llamado así porque es el punto, de intersección de la carretera hacia Santa Ana que se desvía en un ramal hacia Sonsonate. Del Desvío hasta la Normal el bus sigue su ruta sin detenerse y luego de otros diez minutos ingresa en las puertas del centro pedagógico. En total, el trayecto desde la avenida Independencia, en el centro del Valle de las Hamacas, hasta la ciudad normal, ubicada en el cantón El Sitio del Niño, en San Andrés, ha durado una hora. En el Desvío venden shuco con pan francés. La última vez que los probó venía de la casa del Gordo Calero Rodas y en aquella mañanita nebulosa y fría, saboreando el shuco enchilado y el pan francés, conoció por última vez la felicidad, pero de esto hace ya muchísimos años en la memoria de Cirilo.
        A las siete en punto, el bus arriba al centro pedagógico con tres autobuses similares donde viajan los estudiantes y dos microbuses donde viajan los profesores. Una jornada más comenzará en el Normal Masferrer y durará hasta las tres de la tardé. A las tres y media, los buses retornan de nuevo al Valle de las Hamacas. Cirilo recuerda que en estos días iniciáticos de marzo fue cuando se despidió de la chinita Laura, de la que no volvería a saber nada sino siglos después, en Los Angeles. Durante aquel marzo, para disfrazar su tristeza, trataba de cantar en la noche del cementerio de Mejicanos, iluminado por la luna. "Iba muy triste y aquella lluvia me mojaba el alma y la cabezas", recordaría años después, en la Estrella de la Dicha Cautivante, enrolado en historias imponderables al otro lado de un carnaval absurdo, asistiendo a un cosmopolita baile de disfraces.
        En la Masferrer, Cirilo volvería a encontrar a Paco Cafetín, el amigo paternal que le abriría las puertas del cielo y de la gloria cuzcatleca antes de que las hienas y las ovejas de aquella aldea se enfrascaran en una batalla campal con una alevosía increíble. Vestía en aquel año una camisa verde limón, adornada con cadenas blancas, formando un largo mosaico vertical en ambos lados del pecho, un pantalón verde, unos zapatos negros comprados en el Calzado Flash del mono Ayala Molina, el mejor calzado de toda la calle Concepción.
        Había formado la plana de redacción de aquel diario sicodélico de la Normal, Brecha, tan memorable porque en él pudo publicar el poema de Roque, antes de que la guerra del gorila se iniciara en aquella punta remota del planeta, donde bate la mar del sur.
        La historia de esos años normalistas tuvo su desenlace al otro lado del mundo para Cirilo, al otro lado de la alegría para el Gigante Tadeo Morejón que cayó asesinado por el escuadroncito diestro. Pero Cirilo, al compás de una canción futura en los bares que ya nunca más visitaría en compañía de su hermano de letras e ideales como El Tecomate Rojo de Santa Tecla, seguía viéndolo como si fuera ayer, mientras tomaban café en una pausa de las mañanas de San Andrés y preparaban el asalto al cielo y a los infiernos cuzcatlecos.


La juventud de una salvaje ausencia

        Ya no pude retenerte para un futuro más sobrio, Araña. Los sueños y las ilusiones, mis planes y mis inútiles estrategias para recuperar el tiempo perdido quedaron aplazados para otro round en un tiempo y un espacio indefinidos. La sesquimilenaria ciudad de Kiev supo de mi tristeza, mientras aquella canción cubiche, "Lágrimas negras" - arreglo especial de "Los Irakeres"- era lanzada al aire desde las ventanas estudiantiles de las residencias kievitas. Para aquella caída saboreé el fracaso, pues eso fue la guerrita que en un punto del planeta mis hermanos llevaban adelante contra viento y marea y contra el imperio más cabrón de este siglo. Una cirugía plástica fue el adaptarse a las circunstancias de un destino nómada a la fuerza.
        Paralela también corría mi vida y la vida de otros miles de enrolados en aquel juego mortal, buscándole otras esquinas y laberintos a una patria en estado de emergencia. Hoy te hablo desde un quirófano, desde otra vida y otro horizonte. Es posible que haya salido con vida de aquel carnaval sangriento de disfraces y que estas contramemorias no sean escritas desde la muerte...
        Han caído de repente con la lluvia como limones maduros - esos limones que en el jardín de la casa de mi infancia caen todos los veranos cuando están jugosos- los recuerdos que siempre quise rescatar para una novela imposible que en una locura audaz me librara de fantasmas y demonios del pasado, donde los poetas de La Cebolla Púrpura, que murieron en la flor de la vida y de la juventud, escriban y griten lo que la muerte prematura no les dio tiempo de expresar. Sobreviví de chiripa, lo sabrás cuando ya todo sea historia, ya que mientras mi país se consumía en un baño de sangre y demencia, yo vagaba triste en el extranjero a las orillas del Don, del Moskva, del Dniéper, del Sena, del Danubio, del Po, del Támesis o del Rin, tratando de hacerme entender, sin éxito, con otros extranjeros a quienes casi nada decía una guerrita librada en un punto invisible del planeta por mis hermanos descalzos y hambrientos contra un ultrarnoderno ejército. Aniquilación total, tal fue el destino de La Cebolla Púrpura Jimmy fue asesinado una noche de julio por el escuadroncito diestro, antes de dejarle ir el balazo definitivo, después que lo habían torturado toda una noche negra, le gritaron, ”porque sos poeta, hijueputa", frase típica de la noche militarista cuzcatleca, ya que esas mismas playas que devoran a sus hijos convertidos en cadáveres abandonados por los torturadores, ilustran las portadas de los folletos turísticos y anuncian que Cuzcatlán es el país de la sonrisa. "Nací a las doce de la noche un día de abril. Exactamente a las cero horas", bromeaba Jimmy con palabras premonitorias sobre su vida. Todos los que me han leído la palma de la mano dicen que seré famoso universalmente, que todo el mundo conocerá mi nombre", hablaba incrédulo, pero con ese insondable misterio de quien conoce su destino de antemano. Estas líneas y diálogos los escribo una noche de luna llena de abril, veinte años después, para volver a extrañarme. Las profecías de Jimmy se cumplieron al pie de la letra. Tenía una estrella o asterisco en el monte de mercurio de la palma de su mano izquierda, pero no se explica cómo fue posible que todos los adivinadores y futurólogos en diferentes lugares de Cuzcatlán le hayan dicho lo mismo en distintas épocas y además, tal como en la profecía, que su nombre haya recorrido el mundo durante meses, después de aquella trágica noche de julio cuando fue macheteado, torturado y asesinado por la gente del orden y del escuadroncito diestro del Valle de las Hamacas. Por haber vivido a pulso limpio un mano a mano con el riesgo y el pánico, en una cuerda floja sin red protectora ni posible escapatoria es que elaboro estas líneas con los nombres de los poetas de Cuzcatlán que vivieron al filo de la navaja y con una flor en la sonrisa murieron al amanecer. Rigoberto Góngora, el Chele, era un poeta del cantón Santa Clara de San Vicente. Nos conocimos en la poesía coral salvatrucha que el Bachiller Campesino montó, y que servía de puente entre los masacuatos de la provincia y los picapedreros del siglo en el Valle, antes que surgieran los cebolludos. Rigo era amante empedernido de la literatura, pasión que compartía con Foncho Hernández de La masacuata, que apareció un día en los talleres de la Editorial Universitaria corrigiendo pruebas de La pájara pinta. El Chele Góngora peleó en Nicaragua contra Somoza. De regreso al Pulgarcito, se incorporó a la insurgencia. Su muerte ocurrió en el cerro de Guazapa, alcanzado por un vaivén mortal, mientras caminaba en un campo minado.
        Todos los cebolludos murieron, en combate o actividades anexas, para la guerra del gorila. Sólo mi sombra, deudora de una muerte racional, trata de seguir las huellas del recuerdo y escribir las baladas de amor e ironía, de aquellos jóvenes de la poesía de la vida real.
        El agente de aduana que revisaba los documentos de los pasajeros en el punto fronterizo con Guatemala, Las Chinamas, leyó:- El suscrito juez especial de policía hace constar: que la portadora de la presente estuvo detenida en esta institución durante una semana, por imputársele pertenecer a grupos subversivos, lo cual resultó ser negativo. Y para ser presentada a la dirección del lugar de trabajo u otra institución, se extiende la presente a solicitud de la interesada en la ciudad capital a las diecisiete horas del día veinte de diciembre del presente año. Sello de: / Dirección General de Policía Nacional. Juzgado Especial de Policía. Secretaría. El Salvador, C.A. /. Firma: Juez Especial de Policía”. Tuvo intenciones de arrestar a la portadora de aquella carta. Su pasaporte nuevo podía ser falso así como el visado de México. Dudó varios minutos tratando de clarificar si valía la pena notificar a sus superiores. La sacó del autobús donde viajaba en compañía de otros pasajeros y la llevó al puesto de policía fronterizo. Ahí, el que parecía ser el jefe, un oficial delgado y con una cicatriz en la mejilla, luego de haber leído la constancia y de haber revisado minuciosamente el pasaporte, empujó a regañadientes al policía y a la detenida a la calle, visiblemente enojado por algo que consideraba una pérdida de tiempo. "Cuando comprenderás que los que se van no nos interesan, más bien hay que dar gracias a Dios que salgan del país, con los que tenemos que estar ojo al cristo es con los rojos que ingresan al país y con los que están adentro", reprendiólo. Cuando la detenida subió de nuevo al autobús, notó que toda la gente que viajaba estaba pendiente. "Nos quedamos afligidos, creímos que ya no la iban a soltar. Para mayor desgracia, ni su nombre y dirección sabíamos para poder denunciarlo", exclamó con nerviosidad una señora santaneca que viajaba hasta Antigua Guatemala. El autobús partió a los pocos minutos, y aquella vez que pasaron el puente que sirve de frontera entre Guatemala y Cuzcatlán, bajo el cual fluye el río Paz o Paxaco, fue uno de los momentos más tristes que ella recuerda de su vida y también de los más felices: estaba contenta porque se hallaba en libertad y sin vigilancia de los policías secretos, sin la neurosis y sicosis de la guerra del gorila, y porque había superado sin complicaciones el paso de la frontera; pero además estaba triste porque ese tránsito en autobús por el río Paz o Paxaco en Las Chinamas era la última vez que veía alejarse tierra cuzcatleca, su suelo y su tribu que quedaban por un tiempo definitivamente atrás, en el pasado inmemorial... Y ahora recuerda de improviso, en otra vida, esos instantes de un ayer vistos como dentro de una bola de cristal o una máquina del tiempo, pero de esto hace ya muchos años y vidas y no pudo regresar jamás hasta aquel pasado por mucho que repitió en diferentes ocasiones el mismo paso fronterizo en el mismo autobús...
        (... Estabas encerrado y sin noticias del exterior. Habías desaparecido de la faz de la tierra y tus restos, como lo pedían tus familiares, tus amigos y tus compañeros, tampoco aparecieron... Así es ese puente del olvido: sin melodramas; así es la muerte cuando en el momento menos pensado llega y te arranca hasta sus dominios de locura, oscuridad, escuadrones y tortura. No era aquella una ocasión adecuada para la cita definitiva con la dama de tus sueños, tampoco para un final inesperado, aunque intuido y, sin embargo, en lo sórdido del encierro, cargando el odio del enemigo y la furia de las sombras, sufriendo las torturas que a pausas y a velocidades increíbles te hicieron cambiar de rostro y edad, la vez cuando te hundistes sin retorno en un hoyo sin final, cuando el dolor y el pánico te encanecieron y te enloquecieron en un encierro eterno, esa vez que sentistes en la nuca un certero varillazo y un trueno que onomatopéyicamente reflejaron el disparo final, distes gracias a Dios de que aquella pesadilla que fue tu vida en el Valle de las Hamacas, que también fue un Valle de Lágrimas para ti, bajo este cielo maldito la guerra del gorila, terminara ... )
        Son los susurros que van y vienen en el vaivén incesante de la memoria. La huida de María que por milagro realizó legalmente a través del puesto fronterizo de Las Chinarnas, huida hacia México, hacia el norte, hacia los yunai después, para escapar de la miseria y del hambre, pero también de los policías de Cuzcatlán. Porque en contra de todos tus deseos y promesas no pudistes llegar esa vez al Distrito Federal a tiempo para la cita y poder ayudarle con tu solidaridad de fracasado, ya se sabe, cuando las penas se comparten pesan menos; pero es que estabas encerrado, cercado por la realidad y sus carros multicolores, por azares y metas absurdas de la vida, embarcado en imposibles planes más allá del sueño, cerca de los cerros pelones y las ciudades hambrientas de tu patria de juguete, país portátil donde bate la Mar del Sur entre el rayo y la sombra... Allá donde surgen los cuentos de camino real y de viejitos pedorros a la luz de los fogones rebeldes, nietos y nietas, mientras saboreas las chengas grandotas que no estás acostumbrado a comer porque aquí, en Morazán, en Corinto, en todo oriente, las chengas son diferentes a las tortillas que a las cinco de la tarde llevan a tu casa en la capital, Le fallastes a María, no pudistes compartir con ella el dolor y paliar la tristeza, cuando son más la tristeza pesa menos, es más bofa. Pero es que te habías empilado con Julio y José en Tegu - en traspasar la montaña sin el chaneque y, en medio de un chaparrón que los empapó, descubrieron la vereda tropical que los condujo al interior del país, hasta el cantón Curarén, donde pudistes comprobar que los indios brujos todavía - siglos después de tu infancia- siguen viajando en cáscaras de huevo, transportadas por lo ventarrones de octubre, tal como en un tiempo remoto te lo narrara Putolión, putiador de don Nolbo, su tata, por haber sido tan irresponsable, haberse casado siete veces y haber tenido tantos hijos que al final, cuando murió, no se atinó a quién repartieron herencia y a quién dejaron como a él, que sólo tenía seis años, con una mano adelante y otra atrás... Chupamieles te parecen esos recuerdos, el remordimiento que no pudistes llegar a una cita puntualmente, pero al fin te conformas, como lo hicistes cuando comprobastes que toda tu familia había emigrado a los yunai y que de Cuzcatlán sólo quedaba el recuerdo, habían emigrado a paso de ilegales, como se cruza esa frontera de la tortilla diariamente, por una multitud interminable de centroamericanos y mejicanos hasta llegar a Los Angeles y no sabés si es mejor que todo continúe así: esto lo reflexionastes años después cuando caístes por Califomia y parlastes con los poetas jóvenes salvatruchos, allá, en las ventas de pupusas La Tecleña, La Tapachulteca en el exilio o en El Pollo Loco. Allí encontraste de chiripa al poeta Paquito Rivera, el Super-viviente poeta de La Cebolla Púrpura, a Dago el escultor que estaba supergordo y a sus compinches, las calabiuzas de la muerte. Y después de aquel viaje, una vez en Europa de nuevo, concluiste, ésos son locos, locazos de remate, sin remedio y sin vuelta de hoja y así se perpetuarán, qué cachimbones son que nunca mueren, meditaste entonces, una noche de rabia sexual en París: venías de amar a una última mujer y el poeta Armijo embebido en sonetos de añejo ron y en polifémicos viajes de odiseos recitaba sus últimos versos e invocaba en la noche, a la luz de la luna y las estrellas que se infiltraba por las ventanas de su cuarto, a su pobrecito Pulgarito país, y William, el hermano músico, cantaba pobrecitos los poetas son daltones son saltones son ebrios de lucidez, hasta que el poeta Armijo le pedía a William que recitara sus canciones dedicadas a frívolas parisinas que lo hacían sufrir como a un condenado y lo dejaban en la terrible soledad del tercermundista abandonado en el centro de la ciudad mundial, desnudo y sin nada material, únicamente con su cargamento de sueños paisanos... Leyenda. Y quizás esa musiquilla de las pobres esferas oída tintinear cuando tus años de sed y sueño transcurrían iracundos en la prehistoria de aquella declaración de amor, cuando el gotear de los techos de las casas pobres y el pan escaso de un invierno triste de tu aldea te hayan convertido en un adversario del status quo, quizás esa musiquilla oigas al cabo de veinte años y te digas veinte años no es nada como en ese tango memorable, pero en este tango de la vida cuzcatleca, el tuyo, se fueron todos tus amigos, todos tus sueños e ilusiones, todos tus delirios y tus fuerzas. No quedó casi nadie, salvo Paquito el Super-vivi, Dago en Los Angeles, el "choco" Estévez en Barcelona, y quizás el ”cuchito" peleando en la montaña hasta la muerte aún lejana como un valiente defensor de las termópilis salvatruchas, esos serían, pensás, tres o cuatro sobrevivientes por ligerezas de la vida, como vos, para dar testimonio de una epopeya descalza y unos tiempos de leyenda... Paseas solitario, por los alrededores fríos de tu última residencia, has decidido saborear el frío otoñal que te recordó el ayer y sus protagonistas del paraíso perdido, donde moraste alguna vez. Has concluido que veinte años, los pasados, se llevaron lo mejor de tus amigos, lo mejor de la juventud guanaca, qué cabronada te decís, quizás nos dieron verga pensás, meditás con esas preguntas hasta que reís irónico: aquel país expoliado por los bárbaros sigue siendo el mismo en la distancia, en la leyenda y en el ahora. Sirvió de algo nuestro quijotismo y nuestros utópicos ideales te preguntás, mientras la gente del campo y la ciudad, como fantasmas, se disuelve por el norte, en una diáspora inaudita, en la guinda más grande de cuzcatlecos rumbo a los yunai.... la larga marcha hacia el norte. Recordarás a los que hicieron el último tramo de la historia en tu pequeño país, risueños y bromistas, como en las barricadas las noches de sabotaje y de broncas, los sentirás gritar en las manifestaciones gigantes y en los bares de mala muerte, donde escapaban para desenfrenar los hilos de una vida terrenal y dura: los oirás reír o llorar en estas horas, como esos fantasmas que atormentaban al jugador en esa novela de Pushkín, La dama del piqué, donde el espectro de un recuerdo o la sombra de una pesadilla persigue sin cesar al protagonista hasta llevarlo a la locura y la muerte... Habrás de sentirte extraño una vez más en esta noche europea, ausente, mientras das el paseo nocturno por los alrededores desiertos y otoñales de tu última estancia... Y ella, la que te inspiró el nombre del amor como un subterfugio para burlar muertes anunciadas, ella, Helena, también te hará recordar y recitar el poema de amor más hondo que jamás hayas escrito, y acaso sientas en la distancia sus señales al otro lado del sueño, años después, cuando de nuevo has aparecido por la vida, Lázaro aguacatero, triste pero un poco alegre, jodido pero contento, por el prurito deseo de contar y reinventar otros ayeres, ayeres de ayer y de eres, es decir de sos, estás... Leyenda sin ayes: me dicen que eres feliz en aquella ciudad del encanto donde te conocí y te dije adiós: él, eso sí, fue asesinado en el encierro y sus restos no fueron hallados nunca, se supo que lo habían visto vivo tres meses después del secuestro en las bartolinas de la cuilia nacional, después ametrallaron la casa de la prima por andar reclamándolo en los periódicos y en las asociaciones pro-derechos humanos, y luego, para aquel cáncer final, el oreja que lo delató contó en los delirios de su agonía cómo había sido torturado hasta recibir el disparo definitivo. No le perdonaron aquella estadía pirotécnica en la isla de los cubiches, que para mayor jodida fui yo precisamente el que lo conecté, pero así es la vida, adelante habrá que seguir, como los bueyes, como él escribía en los programas y la jodarria que todos los años editaba haciendo temblar con su lengua divina y su verbo implacable a los requisitos de la ciudad... Distancia. Leyenda: de nuevo estás en una Europa vacía que te ofrece la paz sepulcral de tus fantasmas y a retumbos, dando saltos mortales, vas rellenando con recuerdos ilógicos esos espacios vacíos que de repente te asaltan, y todo es un gran caos: sabés que tenés que enfrentar el pasado de tu tribu, que hay dentro del caos un orden y que, cual agujeros negros del universo, tus recuerdos llenan una verdad y un tiempo míticos, que son la esencia del ser, la nada, la vida, la muerte, la historia y la leyenda.

Curarén tiempo sin tiempo

        Camino adentro, sobre las llanuras que en el horizonte se pierden, puedes llegar hasta la ciudad de Yoro, el lugar del que te hablo. Está en la ruta que conduce a la costa atlántica y por ello poblada por pequeños comerciantes, hachineros o prófugos de la ley. De esta época, la de la matazón del treinta y dos, remonta la emigración de cuzcatlecos que buscando fortuna y tranquilidad terminaron poblando esas honduras.
        - Yoro, así se llama la ciudad – explicó Putolión -, cae allí una lluvia plateada que de lejos se ve relucir, formando en ocasiones, con el resplandor de los rayos, interesantes combinaciones que hacen de Yoro una de las ciudades más brillantes de la costa atlántica y del mundo. Esta gama de colores se debe a la lluvia de peces que en invierno, época de tormentas y ciclones, arrecia sobre la ciudad de Yoro y del Arco Iris.
        Luego se hicieron sobre el camino que los llevaría a las afueras de la ciudad en mención: esto sucedía en el tiempo mítico de la prehistoria - recordaría años después Putolión -, en aquel continente de los siete colores.
        - Antes de llegar a Yoro pasaremos por los ríos profundos, donde se puede extraer oro confundido con la arena y los peces en el fondo de las aguas - le habían dicho a Putolión en su infancia cuando la compañía de su tía Eva, inició aquel viaje por la costa atlántica en busca del tío Jorge, el brujo, que junto con don Urbano, el maestro de brujos, había desaparecido del mapa, y el único rastro que tenían de ellos era la carta amarillenta, fechada en Yoro hacía tres años, donde hablaban de la lluvia de peces. Durante esa temporada se había incrementado un crecimiento demográfico en la zona, explicable por la inmigración de cuzcatlecos que, huyendo de la matazón del treinta y dos, realizada en el occidente de Cuzcatlán por el dictador brujo Maximiliano Hernández Martínez, habían poblado las desiertas regiones hondureñas camino de la costa atlántica.
        Sonaron las campanas de un lejano trinar. Julio, José y Cirilo, confundidos en la geografía montañosa, ya que no estaban seguros de encontrarse en territorio cuzcatleco, se miraron extrañados, buscando alguna explicación en sus rostros. No sabían qué hacer ahora que escuchaban los repiqueteos del campanario, indicándoles un punto final para su búsqueda. Esto no lo habían planificado, su idea principal era encontrar en las veredas o en los matorrales a los chaneques y las postas de la guerrilla. Nunca se imaginaron llegar a un poblado como el que habían encontrado y que oirían un lejano campanario anunciando las horas de aquella tarde y aquel día a sus habitantes y fantasmas.
        - Lo mejor será que esperemos hasta que anochezca. Luego podemos enviar a alguien para que explore el poblado sugirió a modo de orden José. Todos parecieron dudar de aquellas palabras al comprobar que tenían por delante otra noche más de frío y espera, cuando lo mejor hubiese sido salir de una vez por todas de las dudas, "de las cochinas y malditas dudas" recalcó Julio, pero la orden de José fue aceptada.
        - Parece que son las cinco de la tarde en este pueblo - dijo Cirilo, al oír que el anuncio de las campanas se hacía largo, les quitaba la paciencia y los ponía nerviosos. Al instante lo comprobó, mirando la hora en su reloj.
        - El más indicado para hacer la exploración es Cirilo indicó Julio. Cirilo, desde que estaban en Tegu, y aún antes, en las ciudades del encanto europeas, les había narrado que donde se estaba dando el conflicto armado del oriente cuzcatleco, a decir del Putolión legendario de su infancia, el polvorín de aquella guerra del gorila, era el mundo donde aún existían lugares poblados por brujos y mañanaviemes, que viajaban por las montañas en medio de ventarrones metidos en cáscaras de huevo y que platicaban en las colinas de La Llorona y en otros cerros aledaños con el diablo en persona para cerrar sus pactos.
        Venían a unirse a la tropa loca guanaca desde las ciudades europeas del canto y el desencanto. Menuda derrota habían transitado desde la vieja Europa hasta los cantones polvosos embrujados. A pesar que se habían entrenado en cerros y sierras, temían un enfrentamiento desigual con efectivos gubernamentales.
        - No es necesario que comprés víveres o provisiones - aconsejaron unánimes -, no vaya a ser que por comprar menudencias se den cuenta que no andás solo y recaigan sobre vos sospechas cabronas - recalcó José mientras le extendía una pistola y cierta cantidad de balas de reserva, con la instrucción de que la usara sólo si era necesario.
        Estaban en las afueras del poblado. Habían bajado desde las montañitas aledañas y lograron llegar hasta un maizal que los protegía con su espesura y donde decidieron esperar el anochecer.
Cirilo partió rumbo al centro de lo que parecía ser una aldea, algo cercano a la civilización, se dijo, ya que habían pasado tres días perdidos en las montañas, los chaparrales y las lluvias de la frontera. Tenía que investigar si estaban en un territorio controlado por la tropa loca guanaca o por los efectivos gubernamentales, si estaban en un terreno neutral, en Cuzcatlán, en Honduras, en fin, si existía el campanario que oían en aquel cantón o si todo era sólo un sueño, un espejismo que la selva y la montaña provocaban en caminantes y aventureros después de varios días mirando sólo árboles y hojas resplandecientes que los vigilaban como ojos de lechuza por las veredas.
        Después de haber salido de los maizales, encontró una vereda encharcada, ya que había llovido recio en los últimos días. Experimentó una inmensa alegría al ver pisadas frescas en el caminito. Tuvo deseos de gritar a sus compañeros que por fin habían llegado a alguna parte, pero recordó el objetivo de su indagación y calló. Caminaba a paso acelerado, se ladeó un poco el sombrero de palma con el que se cubría la cabeza y más adelante, en la misma vereda, se agachó unos instantes para amarrarse los caites de llantas que usaba como zapatos, al mismo tiempo aprovechó para dar una breve mirada a sus espaldas y asegurarse que continuaba solo en el camino. Iba vestido como campesino, portaba una camisa blanca de manta y pantalón caqui, una cuma en la mano y un tecomate con agua en el hombro, calzaba unos caites de campesino pobre. Cavilaba mucho, estaba consciente del peligro mientras seguía la serpenteante vereda que lo llevaba al centro del cantón. Innumerables pensamientos le roían el cerebro, le comían el coco poblado de mechones negros que tenía sobre sus ojos, ya que comenzaba a anochecer y el chiquirín-chiquirín de los grillos o el chillido de los animales nocturnos se comenzaba a hacer patente. Una especie de zumbido inundaba el atardecer. Cirilo recordaba los cuentos y las leyendas sobre esos páramos que Putolión le había narrado en su infancia. "Esta debe de ser la región donde habitan esos fantasmas, héroes y villanos, que Putolión sacaba a relucir en las noches de mi infancia, cuando con un guacal de café y un par de chengas tostadas con frijoles fritos me relataba todo lo referente a este universo del oriente de Cuzcatlán", meditaba. La vereda parecía interminable, comenzaba a oscurecer, y no sabía si aquella vereda y aquella oscuridad eran un fenómeno del espacio y del tiempo, o si era su vida la que estaba en una vereda interminable, a oscuras con su destino de combatiente. "El miedo nunca ha sido un buen consejero", recapacitó ya que sentía temor, pero el llevar sobre sus hombros y sus pasos la responsabilidad de otras personas le daba la seguridad que le faltaba. Unos ladridos que se escucharon a lo lejos le bajaron los humos de ilusión y lo pusieron en guardia. "Ya me jodí", se dijo, "si anda por aquí la benemérita, el ejército, la chichera o la Montada del general Tomás Caquita, ya me sintieron y va a haber vergaseo", recapacitó preparándose, "por las diule tengo que ir listo, no quiero que me vayan a agarrar así de fácil, sería muy cabrón caer en la boca del lobo sin poder decir ni pío", concluyó.
        Por un momento eterno, mientras caminaba sigiloso cerca del borde de la vereda, calculando enmontañarse tan pronto como comenzara algún problema o alguna refriega, volvió a recordarse de Putolión, de sus cuentos, de las leyendas, de todos aquellos páramos. "Aquí tiene que estar ubicada esa comarca que tanto me afamaba", se decía, "cerca tiene que estar Gotera, Nueva Esparta, Upatoro, Corinto, Jocoateca, Cacaopera, Curarén", se repetía con la esperanza de encontrar en estos recuerdos cierta solidaridad o cierta fuerza secreta que lo empujara hacia adelante, ahora que comenzaba a dudar de su seguridad, y oía cercana la ladrazón de los perros hambrientos. Siguió avanzando y en su febril imaginación conversaba con los diversos personajes que Putolión habíale descrito en los lejanos años de su inicial vida. "Don Nolbo, el tata de Putolión y abuelo mío, que murió de una santa papalina después de su séptimo matrimonio y antes de alistarse con Sandino, el general en jefe del ejército loco; el Cipitío panzón con su charra mejicana en la cabeza, buscando en los poyetones de las cocinas ceniza para hartarse; la Ciguanaba, Ciguamonta o Cigüegüet, que lava en los ríos su ropa sucia y enseña enormes senos y una cabellera larga como cascada negra de azabache en las noches de luna llena, mientras los caminantes enamorados caen víctimas de su encanto, ya que al acercarse a la despampanante mujer, creyendo que se trata de una belleza sin igual, en el momento que van a abrazarla, vuelve su rostro enseñando una monstruosidad tal que los vuelve locos o los deja tartamudos de por vida, acariciándolos luego con su saliva infernal y dejándolos jugados como papeles lujuriosos; el Justo Juez de la Noche que transita estos caminos junto con el Padre sin Cabeza en La Carreta Chillona... 0 el Caballero Limpio, el Diablo, el Cachudo, el Gran Aborto o bien el Cadejo Blanco o el Cadejo Negro, alguno de esos aparecidos de la mitología de Putolión, alguno de los habitantes nocturnos de esta comarca, que saliera al paso y me diera señales de vida o de muerte, algo que me sirva de aviso en el cielo o en la tierra, es lo que necesito", cavilaba a la luz del crepúsculo que desaparecía. Mordió el hierro helado de la cuma para darse valor, mientras seguía el caminito que se ensanchaba. Después de casi cuarenta minutos, descubrió un pozo en un quiebre del camino, a partir del cual comenzaba una calle más ancha y céntrica, señal que estaba en los alrededores o en el centro del cantón.
        Creyó ver a Putolión que bebía agua fresca de aquel pozo, convertido en un niño de seis años y acompañado de un perro que jugaba con él. Bien rápido se dio cuenta que el anochecer le había jugado una mala pasada, ya que en realidad lo que encontró al llegar al pozo fue un adolescente en posición de combate que lo tenía apuntado desde hacía varios instantes, parapetado en la boca del pozo. Sintió una alegría inmensa ya que por fin había encontrado a las vanguardias o las retaguardias de aquella tropa loca, esto lo supo al ver el carácter irregular del combatiente que no estaba uniformado ni le había disparado de primas a primeras, como acostumbraba hacer el ejército. Había llegado al final de aquella carrera macabra de relevos, lo demás era presentarse, dar explicaciones, días, horas convenidas, claves y nombres para identificarse.
        Un suspiro de alivio lo acompañó, levantó sus brazos al cielo dando gracias a Alguien allá arriba, pero también indicándole al tirador que desde el pozo lo tenía en la mirilla de su fusil, que iba desarmado y con los brazos en alto en señal de reconciliación.
        Curarén, así se llamaba el cantón al cual había arribado. Encontrar a alguien que lo estaba apuntando con un automático no era nada extraordinario, ya que debido a la guerrita que desde hacía diez años reinaba en la región, era corriente que sus moradores portaran armas de fuego, mientras se movían por los diferentes frentes de batalla, que por tratarse de una guerra irregular, estaban ubicados a lo largo y ancho de aquella montañosa geografía, y podían trasladarse en pocos días de un extremo a otro, sin perder por ello el carácter sangriento de la mascarada bélica, que la política bajo otras condiciones prolongaba en la sicología de los bandos.
        Tiempo atrás los habitantes de Curarén no había previsto que los ritos de la muerte y del mal se sucederían con tal regularidad en el cantón. Por ejemplo, los novenarios, algo tan remoto y sagrado en la época anterior a la guerrita, habían terminado volviéndose cosa diaria en la localidad. Después de las refriegas, quedaban sobre el cantón los muertos en combate que el bando en desbandada del momento dejaba a campo abierto, para una inmensa tumba sin nombre. Era entonces cuando, se trataran de soldados o de guerrilleros, los habitantes del cantón les daban sepultura en el cementerio local, que hubo que agrandar, pues para la guerra del gorila los fabricantes de ataúdes tuvieron tantos clientes como nunca antes.
        En el pasado, cada vez que alguien moría celebraban el novenario y luego los cuarenta días. Según las cuentas y los cuentos de Putolión, ésta era una de las curiosidades más increíbles de los brujos de Curarén, ya que, a pesar de ser reconocidos aliados del mal y de tener pactos de sangre con el diablo, cuando morían, su novenario era de un estricto catolicismo, donde les rezaban con mucha vehemencia y pasión, cual santos. Esta contradicción también la pudo palpar Cirilo en don Francisco Aragón, un sanguinario jefe de los escuadrones armados del país, que sin embargo iba todos los domingos a misa con su impecable traje negro y comulgaba con todas las fuerzas de su alma, a la vista de los demás fieles e infieles. En Curarén, narraba Putolión, durante el novenario, se reúnen nueve días de siete a nueve de la noche en la casa del difunto la mayoría de los brujos viajantes en cáscaras de huevo que son transportados en los cerros y colinas por los ventarrones de octubre, y después de rezar por el eterno descanso del difunto, se entretienen con diversos juegos de azar como el naipe o el chivo. Reparten café, chocolate, chaparro o cuzuza, comidas como marquesote, quesadilla de queso o los deliciosos tamales de gallina o de chancho, o bien tamales de maíz tierno de elote, de queso con frijoles. La muerte, aclarábale Putolión a Cirilo, es algo festivo, pues para ellos es un puente hacia el más allá que, están seguros, es más feliz que la vida en este valle de lágrimas y risas. Para la vela, el difunto pasa toda la noche en su ataúd, se entonan en voz alta los rezos, las oraciones, los ruegos, las plegarias y el último adiós de sus parientes, amigos y enemigos; se juega a los naipes, se bebe, se come y se cuentan anécdotas del difunto o de la región para entretener la velada. En el juego del naipe, las formas preferidas son "el veintidós" y el "treintayuno", que consisten en repartir tres cartas, el ganador es quien logra hacer primero las cantidades señaladas que el nombre del juego indica o cantidades próximas inferiores. También juegan el "canquién" y "la pókar" como aquí son conocidos tan famosos juegos. Para jugar al "chivo", que se juega con dados, haciendo apuestas y "paradas", "carne", "culo" y otras claves, se necesita bastante práctica. Además, este es un juego de azar que se desarrolla donde rueda mucha plata, mucho billete, y también mucha sangre. Famosos son los chiviadores que en una jugada perdieron sus haciendas, sus mujeres y quedaron en la vil calle, contando los focos en los postes de las esquinas, después de haber perdido su fortuna en una noche. Putolión le narró a Cirilo que su hermano Carlos, cuando recibió la herencia de don Nolbo que consistía en una casa y que se la entregaron a él por ser el hermano mayor, se la jugó en la chiviada de una noche; al amanecer estaban sin casa y sin propiedades y lo único que el ganador de la chiviada les dio como consuelo fue un par de camisas nuevas de manta, conocidas en aquella época como "cuturinas" o "carnisas sandino". Los jugadores de chivo por lo general están acurrucados alrededor del petate o de la lona donde hacen rolas los dados y apuestan a las paradas, a veces puede tratarse de una manta fuerte de sacos de harina de costal. Fuman mucho, consumen los famosos cigarrillos "patas de cabras" que son muy fuertes, de tabaco prieto, o bien fuman puros, generalmente catrachos, traídos por los hachineros y los viajeros de las plantaciones de Danlí o Jamaestrán que el teósofo ex dictador cuzcatleco Maximiliano Hernández Martínez, también brujo y pactado, tenía en dichas localidades. Algunos jugadores no fuman, sino que mascan el tabaco, cuando lo hacen, de vez en vez escupen tremendos salivazos color café oscuro penetrante al suelo, producto de la nicotina brava y salvaje. Los brujos jugadores de Curarén y de toda la región andan siempre acompañados de sus guarisamas, corvos o machetes, que se ponen en medio de las piernas cuando juegan. Como están acurrucados, bien se ponen el machete horizontalmente cerca de los muslos, de modo que les sirve de silla, o bien tienen el machete de forma horizontal sobre las piernas, listo para usarlo, lo mismo pueden tenerlo sembrado al lado de la mano con la cual lo manejan. Todos son excelentes maestros en la esgrima del machete, del corvo, de la cuma o de la guarisama, debido a que desde niños han crecido en el ejercicio de los mismos. Lo contrario sucede en las ciudades de Cuzcatlán, donde la mayoría de los habitantes de las zonas pobres es experta en manejar cuchillas de zapatero, llamadas "tiburones", navajas, pinchos, picahielos y cuchillos, conocidos todos estos utensilios quirúrgicos como "la pechetrine" en la jerga cuzcatleca. La fama de macheteros y cuchilleros que persigue a los guanacos por la región centroamericana hasta llegar a Canadá y Alaska, pasando por Australia, París, Moscú, Barcelona y otros lugares, proviene de estas estéticas costumbres. Son famosos los sobrenombres como "Chajazo", "Cuico", "Cuto", "Raleado", "Puyado", "Chachajeado" y otros, que expresan la condición del que ha sido abatido por tales armas blancas. Un poeta guanaco escribió con toda la plenitud de la verdad y el honor que sus paisanos eran y son los reyes de la crónica roja y los primeros en sacar cuchilla. Años después, Cirilo comprobaría con tristeza que esta fama se había corregido y aumentado por el mundo, pues debido a la guerrita, la mayoría de salvacuacos mayores de diez años y menores de ochenta había manejado armas de fuego de cualquier tipo, calibre y nacionalidad, a veces con macabra maestría.
        Cirilo, en otra edad y en los yunai había quedado impresionado cuando una noche por la televisión angelina pasaron un reportaje sobre las bandas citadinas. La más famosa era la de "los cholos", sin embargo, Cirilo pudo ver el nerviosismo del periodista cuando anunció por las cámaras el reportaje sobre la más temida banda del condado, la tristemente célebre "mara salvatrucha", formada por los locotes ex guerrilleros, ex soldados, ex escuadroneros y ex militares guanacos, que hacía temblar hasta las pantallas de la televisión con sólo mencionar su nombre.
        Pero en el Curarén de Putolión, antes de la guerra del gorila que cambió el rostro y el alma del cantón, la mayoría de chiviadores, campesinos únicamente, usaba corvos, machetes, guarisamas o pechetrines, ya que las escuadras o las pistolas eran caras, aparte de quitarle toda la magia al combate a muerte con un enemigo, narró Putolión.
        Año y medio atrás, antes de partir rumbo a Centroamérica, Cirilo y Julio habían conversado con José en la ciudad luz de la vieja Europa, en un intento logrado para coordinar el retorno, que desde los desiertos musulmanes de la Gran Tierra habían añorado. Tantos vacilones se producían debido a que ambos eran bastante reconocibles por un reciente traidor que, luego de haber sido tomado prisionero por el ejército cuzcatleco, estaba permanentemente en el aeropuerto de Comalapa, identificando a sus antiguos compañeros, que retornaban a veces disfrazados o con pasaportes ilegales.
        En el transcurso de una cena, en uno de los tantos cafés, donde Sartre se iba a emborrachar en sus días de juventud, José había conversado y puesto en claro con Julio y Cirilo las dudas no sólo técnicas, derivadas de los traidores e infiltrados, sino las que surgían debido a la montaña, de diferencias táctico-ideológicas entre los insurgentes.
        Ninguno de los tres imaginó aquella tarde de un café parisino del metro La República que, año y medio después, estarían de nuevo juntos en Curarén, la región de los brujos de la que tanto hablaba Cirilo como una sombra que lo perseguía desde su infancia.
        - Ganas de irnos sobran - habló Julio -, la jodida es el Ronco, que nos conoce hasta en frijoles y nos va a poner el dedo. Dicen que lo tienen de oreja en el aeropuerto y que le han dado el grado de teniente, aunque él prefiere que lo sigan llamando "comandante". Ahí se ve la pelazón del loco éste, que quedó con megalomanía y sed de poder después de la traición.
        - Bueno - habló José en tono enfático y seguro -, según mis cálculos, a este cabrón le quedan pocos días,, parece que ya lo tienen chequeado, sólo es cuestión de darle tiempo para que tome confianza y baje la guardia, entonces lo despacharán al otro barrio. Es casi una cuestión de honor hacerlo. En lo que estamos un poco desorientados es en lo de su amiga, ya que siempre que habla en público les agradece a los chafarotes que le hayan ayudado a él y "a mi compañera" dice y esta es la duda que se tiene, pues no se sabe si se trata de Corina, la mujer de él, que cayó o fue capturada hace años. Y como era hija de un general, ahí queda la duda. El Ronco sale a practicar deportes todas las mañanas con una muchacha que se le asimila. Anda siempre rodeado de guardaespaldas como si tuviera la capital por cárcel, en una pálida permanente. Pero ya, tenemos cocinado al niño ése, sólo hay que esperar y darle tiempo al tiempo.
        -¿Qué, el Ronco traicionó? Increíble - reflexionó Julio.
        - Así es - habló José- y por un voto no llegó a ser nuestro jefe máximo ya que él controlaba toda "la metro". Ahí sí que nos hubiéramos ido en la chicagüita.
        -¿Y desde cuándo se sabe que es un traidor? - preguntó Cirilo -. A lo mejor desde siempre y su labor de infiltración fue sólo conocida al final.
        - No, fíjate que no - respondió José -, con él pasó casi lo mismo que con Monteblanco, ya se comprobó que cuando lo capturaron fue que dio las nalguitas.
        -¿Pero cómo? - preguntó indignado Julio  -. ¿Cómo así de fácil con lo duro que aquél era?
        - Se le aculeró el alma y dijo hasta lo que no le estaban preguntando - explicó José -. Ya saben, ustedes que lo conocen mejor, con lo bocón que siempre fue el Ronco. Ese era capaz hasta de celebrar misas cuando nos tomábamos la catedral. Además, ésta era un manera de vengarse de sus enemigos internos.
        - Por ahí está la clave, en su terquedad de querer ser siempre el jefe. Sobresalir a cualquier precio - habló Cirilo -, aunque fuera con el enemigo. Sobaderas. Fenómeno sicológico universal que sucede a todos los jefecillos: el síndrome del poder. Conozco a otro que, luego que le dieron pelo abajo en su pequeña cuota de poder, quedó neurasténico y loco atar.
- Me cago en todos ellos - exclamó José -, empezando por el que ordenó la muerte del poeta Daltónico, que después se les zafó, bajándoles un resto de bolas, y también en los peleles que lo ejecutaron como un bandido y que aún están vivitos y culiando. Son todos unos sobados militaristas, unos chafas al revés.
        - Cuidado con lo que decís cabroncito - le previno Julio - que esos culeros no andan con bromas y no atinan, son macheteros y no hablan mucho, son pocas y malas.
        - Pero esto es ilógico. ¿Por qué en un movimiento que lucha por libertar una nación no se puede ejercer la crítica y a autocrítica? - se preguntó José -. Que unos cabrones locos con el pretexto de que estamos en guerra ajusten cuentas al estilo de la mafia italiana no es razón para quedamos callados.
        - Dicen que en boca cerrada no entra elefante - habló Cirilo -. Y así como están las cosas, para evitar divisiones inútiles, es mejor hacerse el pendejo.
        - 0 quizás que alguno de nosotros, si salimos vivos de todo este despelote, escriba un par de volados sobre este tema - aconsejó José- en alguna noveluca caótica, en medio de un capítulo con diálogos cruzados.
        - De probar, se puede - dijo Cirilo -. La jodida es que, primero, tenemos que estar vivos; segundo, saber escribir; y tercero, tener suerte de que no nos güachen, porque ellos tienen sus comisarios y censores. Todos esos viejitos cerotes que se las dan de poetas revolucionarios son también sus orellanas.
        - No comprendo este fenómeno - reflexionó Julio -, o quizás sí, ya que el caudillismo y la sed ciega de poder corrompe nuestras filas. Conozco a muchos jefecillos que después que los apartan de sus cacicazgos se quedan frustrados, sólo con las ganas. Les cae la maldición gitana.
        -¿Qué carambadas es la maldición gitana? - preguntó José intrigado.
        - Que te cojan, que te guste y que nunca más en tu católica y democrática vida te vuelvan a coger - aclaró el interpelado.
        - Yo me puedo otra versión - dijo Cirilo -, ya que la repetía mucho mi hermano mayor: el que chupa lunes, chupa toda la semana.
        - Bueno - replicó José -, cortemos este parle que ya parecemos viejos areneros.
        - Dicen que en boca cerrada no entra elefante - habló Cirilo -. Y así como están las cosas, para evitar divisiones inútiles, es mejor hacerse el pendejo.
- Quizás tengás razón - continuó Julio -, pero hay que decir las cosas bien puestas, hasta los siquiatras están de acuerdo en esto. Así que, si ya agarramos envión, hay que darle hasta el tope - sugirió Julio.
        - Porque a veces lo cabrón es que te callan con el argumento de que sos agente del enemigo, revisionista, ultraizquierdista, pequeño-burgués, arribista, camaleón que cambia de colores según la ocasión, oportunista, reaccionario, conformista, en fin, con acusarte de algo se arregla todo - adujo José.
        - Puta locos, porque para trinqueteros y zancadilleros somos número uno a nivel mundial - Julio.
        - Baste ver los más famosos descabezados por sus mismos compas - enfatizó Cirilo.
        - Es cierto que esto hiede a estalinismo y a mafia - agregó José -, pero, ¿no será todo tan sólo la expresión de un factor de violencia y anarquía del cuzcatleco medio?
        -¿Vos crees? - preguntó dubitativo Cirilo.
        - Me parece que este es el chanchullo de todo –cerró José.
        -¿De verdad seremos tan bélicos y sobados para llegar a tanto? - interrogó alguien.
        - Por ahí va la onda - José.
        - Sería una gran tragedia - se lamentó Cirilo.
        - Con sus lados buenos y negativos - agregó José.
        - Positivos, porque cuando se comienza una cosa se lleva hasta el final.
        - Y malos, porque en esa carrera no se respetan cabezas - exclamó Julio.
        -¿Crees entonces que el problema de la violencia, el alcoholismo y el machismo son innatos en los cuzcatlecos? - preguntó Cirilo a Julio.
        - Sí, en todo aquél que le toque nacer y mamar en este chiruste de tierra - respondió.
        -A veces hay que morder también - apuntaló José -, chucho no come chucho.
        - Ahí está la cadena dialéctica: pisar porque atrás vienen pisando - Julio.
        - Cada quien libra su cacaxte a pijazo limpio- Cirilo.
        - Lo dijeron el poeta Róckico y el viejito Salarrué - José.
        -¿Si? - preguntaron extrañados Julio y Cirilo.
        - Eso y más: semos malos, guanacos hijosdeputa - les recordó.
        Así habían conversado al aire libre, en aquel café ubicado en la salida del parisino metro de République, aledaño al otro metro Strasburg-Saint Denis, donde planificaban un ansiado retomo, el mismo que los llevaría, año y medio después, hasta las veredas cuzcatlecas que conducen a Curarén, el cantón de los indios brujos, que viajan en cascarones de huevo en medio de los vientos de octubre.

La juventud de una salvaje ausencia

        Ucrania muerta del recuerdo
        "Beso tu boca lejana, jugosa manzana que me habla de amor", tarareó Cirilo una tarde lejana de aquel amanecer, en el tercer piso del hotel, reservado a los miembros de la ópera de Moscú, cuando se levantó a tomar el desayuno con vodka y cerveza Kievskaya, acompañado con manteca de jabalí, la exquisita salat, cebollas, pepinos y tomates frescos, junto con el coro de tenores rusos, contraltos bielorrusos, altos ucranios, baritonos uzbecos y bajos prebálticos, que ensayaban en la joven mañana arias entonadas con sus timbres vocales que daban encanto particular a las canciones propias y extrañas.
        Cirilo, junto con su amigo de parrandas el chocho José, había pasado una noche de broncas y vodka en la ciudad de Vasilkov, distante cuarenta kilómetros de Kiev, de donde retornaron ya de madrugada. En aquel amanecer solitario de primavera se habían emborrachado con los últimos turistas que caminaban ebrios, náufragos de la noche anterior, que resultaron ser los miembros de la famosa ópera del Bolshoi Teatr de Moscú, en gira por la capital ucraniana. Con botellas de champaña de Crimea y vodka de la lejana Siberia habían cerrado la noche y comenzado un nuevo amanecer de la primavera kievita, especialmente colorida por el trinar de una cantidad infinita de pájaros y la vistosidad de los árboles en flor, en la ciudad verde por excelencia. Los entusiastas cantantes, al reconocer que José era centroamericano lo llenaron de preguntas y repreguntas y le sirvieron tragos especiales de vodka, lo mismo hicieron con Cirilo, cuando se dieron cuenta que era un cuzcatleco perdido al otro lado del océano en las calles del encanto de una ciudad europea. Al calor de la charla, entonaron canciones sobre los paisajes centroamericanos como "Adelita", "La Paloma", "La Cucaracha" o españolas como "Granada" "Malagueña", para retomar a Latinoamérica con sonados éxitos de siempre como "Bésame mucho" o "Guantanarnera". Al escuchar estas canciones, que entonadas por aquellos excelentes cantantes adquirían una magia especial, tanto Cirilo como José, su acompañante y colega de estudios, evocaron esa palabra "ayer" que los remitía a sus recuerdos y raíces, que les aceleraba más la sed y el sueño, la fantasía y la audacia de una búsqueda imposible en el quiebre absurdo del libreto académico obligatorio a deletrear.
        Las calles eran inmensas, se podía pasear mucho tiempo por los parques a las orillas de los lagos y ríos de la ciudad, así como por los canales que derivaban del Dniéper que hacían de cierta parte citadina, la Liuvobereschna - que en antiguo ucraniano significa la orilla izquierda del río Dniéper- una pequeña Venecia, en medio del glacial frío de invierno. Desde las arenas del gran río se podían contemplar con claridad y admiración las cúpulas doradas de Pechersky-Lavra, el monasterio ortodoxo donde moraban, en sus catacumbas, las momias centenarias de los monjes eternos, ataviados con sus originales vestimentas olorosas a edad media, a renacimiento, a ortodoxia y dogma. Paralelo, al volver la vista hacia la izquierda, desde las mismas arenas del Dniéper, se observaba el armatoste que en los últimos años, para las olimpíadas, habían edificado a marcha forzada los escultores oficiales: se trataba del monumento a la madre patria, una deforme mole que representaba a una mujer con el vestido largo y una espada de la victoria en la mano derecha. En el centro de Kiev, también se podía contemplar el monumento a la victoria sobre el fascismo, un obelisco inmenso y desnudo, sin ningún ornamento, que los citadinos conocían como "El sueño de un impotente".
        . "Los antiguos sí sabían hacer las cosa?, exclamó un kievita a los oídos de Cirilo, cierta vez que viajaban en el metro sobre el río Dniéper, a través del puente que une dos estaciones del mismo, Hidropark y Dniéper. A mitad del puente, desde los cristales de las ventanas del vagón subterráneo, podían observar y comparar ambos monumentos históricos.
        Fue con la magia y el encanto de las catacumbas que, desde el primer momento, lo cautivó por completo, cuando Cirilo comenzó a seguir las huellas y las señales de su búsqueda en los últimos años y que finalmente lo llevaron hasta Helena.
        Para ese entonces había experimentado la misma sicosis que experimentó cuando realizaba sus viajes por Sudamérica.
        El Cerro de la Muerte, un lugar lluvioso, ubicado en las montañas del sur de Costa Rica, cerca de San Isidro del General, le produjo la misma ansiedad, sobre todo cuando contempló aquellas flores gigantes y salvajes, blancas, rosadas o moradas, llamadas Stellas. En Kiev, cuando traspasó las puertas del monasterio que estaba convertido en museo ateo, oyó esas mismas voces anteriores e interiores que lo invocaban y lo llamaban desde tales geografías, donde creía sentir un epicentro síquico que le transformaba sus sensaciones y comportamientos, y que como un punto de gravedad extrasensorial, lo llenaba de energía y autoconfianza. Su primer recorrido por las catacumbas y túneles de aquella prisión ortodoxa, algo nunca visto, le pareció normal, como si desde siempre hubiera sabido que lo estaban esperando en ese lugar tan lejano del Pulgarcito. El monasterio de los monjes estaroeslavianskij de Pechersky-Lavra, en Kiev, se levanta en la parte más antigua de la ciudad, que es la parte elitista, donde vivía la nomenklatura, la nueva clase de burócratas que el socialismo había creado, y donde ahora vive la clase de los nuevos ricos que surgieron cuando dicho sistema sucumbió. Ahí se encuentra el Consejo de Ministros, situado en uno de los edificios más cuidados de la ciudad, cercano a las dos estaciones más profundas del subterráneo kievita, la Arsenalnaya y la Glavposchtaint; en la misma zona está la redacción de la revista literaria Svesvit, en aquella época dirigida por el poeta Vitali, y el edificio de la Unión de Escritores de Ucrania; más adelante, en el parque Slabutisch, se encuentra el monumento al soldado desconocido y el monasterio ortodoxo; y por el otro lado, aledaño al parque y al monasterio en mención, se ubica el museo de la Gran Guerra Patria, en cuya entrada está ubicada la inmensa matriuschka de aluminio y cemento con una espada en la mano derecha y un escudo en la otra... Todos estos pasajes, callejones, vías y aceras tienen su historia, ya que ellos supieron de la tristeza de un joven extraño, abatido por la vida y el fracaso en plena flor del entusiasmo. Esos lugares cómplices fueron recorridos miles de veces por Cirilo cuando sucedió su última muerte, aquel lance del destino nómada que lo hizo cambiar de metas, que le dio un nuevo rostro, que le cambió la ruta y que lo convirtió en un extranjero para siempre, cuando la guerra del gorila en aquel pequeño punto del mapamundi estalló y se hizo necesario cambiar por completo toda una estrategia de la vida y resignarse a perder el sueño de la paz y la normalidad para trasladarse al otro lado de aquellas estepas, con un cargamento de ilusiones en estado de descomposición.
        Pero no sólo durante la primavera o el verano, también en otras estaciones kievitas de su estancia en las tierras de los maestros del vodka, el frío y la anarquía, la ausencia de su país pesaba, ya que la lluvia seguía chorreando los caminos de Cuzcatlán durante esos años. El invierno ucraniano, por el contrario, seguía empeñándose en prolongar su helor y su leyenda en los cantos de los pájaros negros de la nieve y hacía más difícil el paso de los sueños. La nieve cubría con copos inmensos las aceras y las veredas de nuestra ruta hacia la Academia, a veces caía en forma de agua-nieve desde antes del amanecer y se prolongaba todo el día. El vodka, sorbido a pausas al comienzo de una nueva jornada, nos dejaba cierto sabor acre y además un terrible malestar en el estómago que se traducía en un ardor molesto que luego, conforme el alcohol actuaba sobre el organismo, se convertía en placidez y bienestar. Por las calles aledañas a la residencia estudiantil transitaba toda clase de personajes ajenos a nuestra vida. Eramos un mundo aparte, ya que pertenecíamos a la casta de los extraños, hecho que nos convertía en forasteros y en sospechosos potenciales de todo, pero que abría las puertas de nuevas amistades con los curiosos y los intrépidos que rozaban el hilo del riesgo y caminaban sobre una cuerda floja, desafiando el rito vertical del tabú. Cuando llegue de nuevo la noche y en otras ciudades del destino tenga que llorar o celebrar mi desgracia o mi felicidad, habré de recordar esos días iniciales en la nieve, cuando ingresé en el universo de lo parco, lo estoico, lo eterno y lo intenso: cuando besé, por ejemplo, los labios carmesí de mujeres ofreciendo amores mortales e inmortales, y cuando me hundí con toda mi rabia autodestructora y mi pasión tercermundista en sexos hambrientos que trataban de calmar mi mal de patria, mi sed de país, de mis sueños de desterrado.

Un cronotópico vaivén

        Esos días trataba de exorcizarlos Cirilo a través de la escritura, sobreviviente como era de aquel tiempo fugaz aunque actual. Un eterno presente donde seguían existiendo con sus particularidades los integrantes de aquellas historias imprudentes: tenían vida propia, crecían, se reproducían y actuaban como entes autónomos. Lo único que tenía que hacer Cirilo era dejar testimonio de aquellas voces de fantasmas que lo arrullaban, dejar que hablaran por sí mismos, ésto bastaba para que tomaran vida y echaran a correr por el mundo. "Y si todo esto", se decía Cirilo, "se pudiera traducir a una prosa no necesariamente estricta, ya tendría suficiente para sentirme satisfecho, y habría cumplido una parte de mi rol, terminar la obra que dejaron pendientes los poetas de La Cebolla Púrpura. Su recuerdo.
        Sus lugares. Sus bares de mala muerte y buena estrella en el Valle de las Hamacas, donde odiaron y amaron, combatieron y murieron... Es posible que escribiendo sin orden lógico, como dentro de un infinito agujero negro vagabundo del cosmos, donde a pesar de todo existe el calor y la energía, puedan ellos en determinado momento emerger y tomar vida, y que en niveles específicos de apreciación y densidad, sigan existiendo en un instante inmortal. Este aspecto tan sólido como oscuro impulsó a Cirilo a escribir en prosa desordenada narraciones lineales, paralelas, perpendiculares, verticales circulares y horizontales, donde se daba vida a las diferentes personas y lugares: el Valle de las Hamacas con sus héroes y villanos que dejaron de existir, pero que dentro de un infinito islote logrado a partir del relato, intermitentes como estrellas o nebulosas lejanas, aparecían o desaparecían en el tiempo y la distancia; una crónica de los tiempos modernos escrita por un maniático nieto del siglo y abuelo peripatético del próximo milenio, con el objeto de perpetuar
        el amor de los poetas decapitados y los bohemios apátridas con su testimonio particular de aquella historia: 41 ellos están y existen como esos agujeros negros en el orden universal, en el gran caos, tienen vida propia aunque indefinida en un chronotopos inaudito, existen sin saber cómo, dónde, cuándo y por qué, y. en terminales latitudes salen a flote con su propia atmósfera: ahí donde la relatividad del tiempo y la energía es más honda y eterna, ahí donde la física cuántica es el mejor pasto nutriticio del azar y la teoría de las probabilidades heroica y fundadora. Eso serían, pensó una tarde europea al otro lado de la historia, "los recuerdos de aquellos orfebres de la palabra y la metáfora, coincidiendo en un punto único, formando una propia gravedad y atmósfera, un universo particular dentro del gran desorden cósmico de la novela: un punto globalizador o un centro de rotación para todos esos lugares y personas, que en un determinado segundo, sólo uno, coinciden en mis contramemorias de cínico sobreviviente".
        (Y ahora, sentado sobre el taburete mágico pipil de unas memorias, en el cofre sagrado de una revelación, intento poner sobre gastadas cuartillas los antirrecuerdos que coexisten en la demencia de mis sueños y tormentos. Intento hacer coincidir tantas cosas sin tener la posibilidad de redactar el informe final, darle una forma adecuada y acabada, aunque lo importante no sea ese informe de ciegos, sordos y mudos, sino la acción exorcizante de expulsar los demonios y los dioses, las penas y las lágrimas de cocodrilo que nunca se enseñan, los días aciagos de delirium tremens, los de la victoria o los de mi derrota cuando anduve perdido bajo las tempestades y la nieve de otros cielos e imperios, y la única bandera que me sirvió de fortaleza irreductible fue el espíritu de mi tribu que allá, aún en los días tristes y desesperados, siempre estuvo en el centro del corazón del cielo, iluminándome, animándome a levantarme y continuar la marcha forzada, a seguir adelante a pesar de los trompezones y las quebraderas de hocico. Por ello, no se hizo necesario que me suicidara como tantas veces lo planeé, ni que me transformara en un ángel converso o en un renegado, en un santo o un demonio. Lo estrictamente necesario fue sobrevivir, pasar a cubierto la tempestad para dar el testimonio de voces que quedaron a mitad del camino con una expresión semielaborada o con una ilusión lejana como una estrella cautivante, donde algún día habrá de resucitar la utopía. Por esto, valió la pena morir como viví y vi . vi . r como morí. Al final quedará sólo un soplo, porque como en el tango, eso es la vida, un silbido concentrado en esta memoria caótica sin principio ni fin, donde se reúnen las lágrimas y las risas de los fantasmas y los vivos de aquella epopeya tercermundista escrita con desenfado por la realidad inmediata: con ponderables personajes que se dejan ir por la memoria como quien agoniza y se olvida de todos sus crímenes, como quien tira los dados de su suerte en un barco azotado por las tempestades, a campo traviesa y si . n orden lógico, sobre estas páginas por ejemplo, que sin descanso se van llenando y rebalsando de ellos: personajes que se aglutinan, se rebelan, se sublevan y se van por los capítulos, las líneas, entrelíneas, los subcapítulos y apartados, formando una existencia autónoma. Al final termino narrando una narración dentro de otras narraciones, hilvanando una hilvanación, metido en un cuento dentro de un cuento, en una novela dentro de muchas novelas, en una vida dentro de otras vidas, en una muerte dentro de otras muertes: el intento de mantener a lo largo y ancho del relato un eterno presente prisionero en un constante origen.
        Todo es caótico, un Big-bang de retardo que genera universos menores y espacios y atmósferas independientes, donde se practica y se teoriza dentro de la última frontera del muro del tiempo y los sentidos están cerca del Inicio, de la última aventura del conocimiento humano: la muerte; ahí, en ese eterno instante, se procrea, se odia y se ama, se destrona y se corona, se muere y se retorna al útero materno, se sufre y se goza, se resucita y se vuelve a morir, y así hasta un infinito sin tiempo o hasta un presente sin infinito ... )
        Este era el esquema, la mole básica y total de la narración, el intento de mantener a lo largo y ancho de la misma un eterno retorno dentro de un tiempo imaginario, sostener el relato en una perpetua iniciación bajo latitudes paralelas y circunstancias de los mismos seres, bares, amores, historias y cosas. Una apocalipsis en miniatura, pero total. Los personajes se recrean dentro del autor y el protagonista busca otro episodio para sus próximas vidas, encarnado tal vez en el mismo escritor maníaco que teclea su historia en cuartillas descuadernadas y sin hilación; los capítulos y los lugares son de esta forma esos tiempos y espacios que habitan y conforman los agujeros negros de un cosmos narrativo: aparecen y desaparecen sin dejar ningún rastro, nada certifica que alguna vez hayan existido, si acaso, fueron solamente un fuego relativo que se consumió en algún cambio de velocidad intermedia, algo mortal y mutante que pudo coincidir en un segundo eterno y discordar en millones de años luz. Este fenómeno, quería ser su novela caótica, su Cuenta Larga, su leyenda: ese segundo en el cual todos los personajes de Cuzcatlán coincidieron fuera del espacio y el tiempo racional; ese segundo mágico de vida y fuego, previo al aniquilamiento total.
        Con estos pensamientos donde su memoria era la única fuente que servía como punto de referencia, Cirilo había logrado crear sus personajes que terminaron confundiéndose en la narración sin diferenciar vivos de muertos, jóvenes de viejos, inteligentes de geniales, tontos de imbéciles, en un código pipil de los tiempos modernos tal como existieron en los años de la Iniciación cuando moraban, como salvajes primitivos, en la prehistoria, antes de la guerra del gorila.
        Aunque después de 15 mil millones de años llegue no solamente el fin del mundo, sino el fin del universo, según un parco científico inglés, cuando se produzca un Big-bang al revés, que descoordinará toda noción ortodoxa del tiempo y del espacio y que nos hará viajar a través del tiempo perdido y recobrado, en la intensidad de una explosión destructora y salvadora, porque así como el tiempo es producto de una lógica humana, nunca podremos saber con toda exactitud si el pasado es realmente el pasado y el futuro el presente, dónde está la realidad, la fantasía, la ficción y la verdad de las apariencias.
        Al romper con esta ortodoxa y escolástica medición del muro del tiempo en la narración, se habrá encontrado el Santo Grial de esa búsqueda de años: ese minuto hechizado donde todos, por un instante, coexistimos y convivimos. Porque los personajes se presentan fugaces, sin características especiales, fantasmales: susurros en la ciudad centroeuropea, donde un mitómano trataba de darle un último retoque a todo aquel retablo de las imprudencias, donde quedaban fotografiados para siempre los mismos protagonistas que huían en busca de autor, se saltaban los capítulos sin orden alguno, aparecían burlescos por las entrelíneas, se esfumaban y luego se presentaban al cabo de varias páginas o capítulos, según lo dictara la mente enferma del autor: tenían tanta similitud con esas estrellas que desaparecen de pronto de los teleobjetivos y las cámaras espaciales sin dejar ningún rastro, que luego, al cabo de muchas hojas o años luz, vuelven a surgir en el firmamento, emitiendo sus destellos en el momento de apagarse o de volver a revivir. Nada certifica que alguna vez hayan existido, todo habla en favor de su aniquilación y se las confunde con alguna ilusión o con alguna locura momentánea del observador o del escritor, todo indica que nunca fueron materia. Pero así como todo habla en contra de sus existencias, todo habla a favor de que el universo en realidad es eso, algo relativo: un eterno instante que la magia cósmica del azar hace posible.
        Estas reflexiones lo llevarían a resolver el problema cronotópico de la trama narradora anti-espacial y anti-temporal en la que estaba embarcado. Coordinar el objetivo final en la novela para que desembocara en un sólo segundo conciliador y concentrado, aunque sus personajes, geografías y tiempos discordaran en todo. Era el núcleo de su narración. La búsqueda de ese segundo encantado, donde sus personajes coexistieran eternamente: por un momento tener el mismo pulso, la misma circulación sanguínea, respirar el mismo aire, vivir en el mismo país, beber la misma cerveza, sorber el mismo café caliente, saborear la misma tierra, tener la misma energía y la misma capacidad para combatir. Tan sólo un eterno segundo, como un suspiro en la agonía final, como una narración terca y constante que se transforme en el punto totalizador, donde todos nacen y mueren; un brillante punto anarquizante como apocalíptica estrella que aún titila, aunque en un tiempo futuro ese brillo anuncie su explosión autodestructora, un Big-bang al revés. Una gran excursión o un gran viaje a la búsqueda de un tiempo heroico o de un itáquico Cuzcatlán, porque, en definitiva, lo importante no es Itaca ni la búsqueda de un tiempo imposible, sino el viaje hacia ese segundo hechizado.

La lluvia del Valle de las Hamacas

        Después de una intensa juerga en los bares de La Praviana, Cirilo amaneció con el malestar de la goma de la noche última. Habían consumido más de cuatro botellas de Tick-tack en el bar El Paraíso, ubicado en la intersección de la Tercera Calle Poniente y la Segunda Avenida Norte. "Esta es la verdadera esquina de la muerte", había afirmado uno de los participantes en la beba, ya que todas las noches se recogía una cantidad considerable de muertos, balaceados, puyados y heridos en dicha zona, conocida como el Viet-Nam guanaco debido a sus escándalos sangrientos. Cerca de El Paraíso se encontraba El Faro, local trepidante y el más concurrido de toda la zona; en éste habían dos conjuntos musicales, un combo y un mariachi, que amenizaban la noche entera. Frecuentado por criminales, homosexuales, estafadores, prostitutas, ladrones, burócratas, militares de menor rango, poetas prófugos de la justicia, actores y pintores, este era el local en el que Cirilo había prometido basarse para escribir la comedia humana de los años setenta del Valle. (Años después, mientras Cirilo agonizaba entre la magia y la maldición del extranjero, escuchaba esas canciones de bajo fondo, de lunas rotas y de estrellas pálidas reflejadas en los charcos que dejaba la lluvia del Valle. Esas vivencias fueron las marcas iniciales que como tatuaje de secta ultrasecreta llevaba en el corazón: si había sobrevivido la temporada en el infierno de La Praviana podía sobrevivir peores tempestades bajo cualquier cielo del mundo.)
|        La noche anterior, se había ido de parranda con Jimmy y el Chele Góngora después de haber vendido todos, absolutamente todos los ejemplares de la revista en los diferentes colegios capitalinos. Fue tanta la alegría y el entusiasmo de los noveles poetas, que decidieron ir a celebrarlo con un par de tragos al bar donde hacía seis años la Jura le había echado el guante al poeta Daltónico.
        En el interior del bar encontraron al viejo Ulises, dictándole unos poemas a su joven amanuense el poeta Paquito Rivera.
        - Puetas jóvenes aún - los saludó el Viejo Ulises, que era un auténtico César cuando bebía.
        - Llegamos a la mera hora cuando suenan los tiros argumentó Jimmy al darse cuenta que la presencia del Viejo Ulises le daba de por sí, un carácter imperial a la próxima borrachera de esa noche.
        - Y esto no es nada - explicó el Chele Góngora -, no tardará en caer el loco Castrorrorro que recién acaba de patear el alambre ya que el gran amor de su vida, su alma y su mujer, Wé-Wé, le ha dado un tremendo cortón.
        A lo lejos, un combo amenizaba en la calle el baile zapateado de unos borrachos que danzaban un xuc. o algo parecido.
        - Otro que no tardará en caer es Chamba Suárez, pero aquél anda celebrando los últimos quetzales de un premio chapín que le dieron.
        - Bueno, juega, va pelota - abrió la ronda Cirilo.
        - Niña Eva, sírvanos una botelluca de Tick-tack y un par de coca-colas - ordenó Jimmy.
        - No sean sátiros ni sacrílegos puetas - espetóles el Viejo Ulises -, cómo pretender mezclar con coca-cola algo tan sacro, este néctar de los dioses extraído de la caña de azúcar.
        - Tiene razón el Viejo - añadió Paquito el cuentero -, mejor pidamos un surtido de boquitas, sopa de jaibas, canutos de caña, semillas de paterna con limón y sal, un par de pupusas de queso con loroco, enchiladas con aguacate o jocotes verdes tiernos.
        - Diacuervo - aceptó Jimmy.
        El rock, la música barriobajera y los sonidos de las cinqueras, que lejanos se escuchaban, amenizaban el resto del paisaje.
        Ese mismo día, bajo los almendros del Parque Infantil, había sucedido una extraña, pero no por ello verídica historia: Putolión, que se dirigía a recoger del Kindergarten a su niña más pequeña, había escuchado en sus adentros, en lo más profundo de su ser, las voces de la infancia que en el oriente de Cuzcatlán los indios brujos de Curarén le susurraban, sobre todo cuando iba de visita al cantón en compañía de su tío Jorge, el brujo, y de don Urbano, el maestro de brujos. Cierto es que de su lejana infancia no quedaban sino restos de recuerdos, desagradables la mayoría, pero esa ansiedad y esa nostalgia por aquel infierno en tono menor, lo habían estimulado a razonar y con ecuánime espíritu sobre los susurros que el viento de octubre hacía más audibles en el Parque Infantil.
        "Son las mismas voces del silencio de los indios brujos de Curarén y de Upatoro que viajan por el mundo metidos en cáscaras de huevo transportadas por el viento", recapacitó.
        En efecto, sin que ninguno de los transeúntes que Putolión encontraba a su paso lo sospechara, los gemidos y las voces suaves de los brujos ancestrales de Upatoro, Curarén y Lislique, llegaban por arte de magia a acariciar sus oídos. "Algo extraordinario pasará esta noche, conmigo o alguien cercano" pensó en sus adentros. Sus corazonadas siempre lo ponían alerta. La sensación que en esos momentos lo recorrió, fue la misma que en la infancia lo había abrazado, en momentos tan estremecedores como la noche cuando lo jugó el Cadejo Negro o la tarde cuando vio al Diablo convertido en un inocente animal apresado en la trampa caza-conejos que él había fabricado en el patio de la casa del tío Jorge el brujo, en Polorós.
        Ahora, cuando la mañana placentera era mecida por los alisios que en forma de vientos de octubre azotan el Valle de las Hamacas, poco después que ha pasado el esplendor del invierno, volvía a sentirse transportado a las tierras lejanas y tristes de su infancia, debido a esa sensación de sicosis general, de curiosidad, de encanto y cautivación, que los susurros de los brujos despertaban en sus oídos.
        En medio de aquel parque donde se oía el chillar de las urracas, junto con el piar de los dichososfuí o de los jilgueros, una visión en forma de ventarrón arremolinado que se sucedió en su entorno más inmediato recorrió el pequeño atajo del parque, a esas horas extrañamente solitario, para terminar de rodear y de abarcar por completo a Putolión. El, que en esa época contaba sus 45 años de existencia, se sintió transportado a los años de su más lejana infancia en el oriente de Cuzcatlán, cuando en compañía de su tío Jorge iba de visita a Curarén, el cantón de los indios brujos que viajan en cáscaras de huevo transportados por el viento o a la ciudad luminosa de Yoro, cerca de la costa atlántica, para ver la lluvia de peces. En esos momentos recordó con mayor precisión a don Urbano, el maestro de brujos que se zambullía en La Pozona, una piscina natural muy profunda, donde pasaba hasta nueve horas bajo de agua, sondeando los misterios inaccesibles de la poza y conversando con otros habitantes de dicha región como El Cadejo Blanco, La Ciguanaba, El Padre sin Cabeza, El Justo Juez de la Noche o, en última instancia, con el Caballero Limpio, Luzbel, El Angel Exilado.
        De repente, entre el ventarrón arremolinado que lo envolvía en aquel parque infantil tan solitario, Putolión pudo ver numerosas cáscaras de huevo de tamaño natural como escapadas de un relato de ciencia ficción, que caían sobre la tierra engramada.
        Cerró los ojos. En esos instantes recordó la frase mágica para vencer el miedo que su tío Jorge le había enseñado en la infancia.
        "Jesús que fuerte venís, pero es más grande mi Dios y la Santísima Trinidad, entre medio de los dos", pudo exclamar rechinando los dientes.
        Cuando abrió los ojos, sintióse despertar de un sueño, largo y azaroso, y creyó haber retrocedido hasta la infancia de alguna de sus vidas anteriores. Un agradable sopor de autoconfianza lo invadió.
        - Estoy muy cansado, este sueño tan largo y pesado ha agotado todas mis fuerzas - exclamó para sí mismo.
        - Es el sueño de la vida - le respondió un susurro, proveniente de don Urbano, el maestro de brujos, que en esos momentos le pasó la mano suave por la frente.
        Al instante, Putolión recobró cierta tranquilidad, tan intensa y profunda que quiso dejarse hundir en la misma para todo el resto de sus vidas. Con esas mismas manos con las cuales don Urbano le daba tranquilidad, el maestro de brujos cazaba las lechuzas, los búhos, los tecolotes y las palomas blancas en el oriente del país, los viernes por la noche o los martes al mediodía, rezando cuatro padrenuestros al revés y tres avemarías al derecho, luego de lo cual extendía sus manos al aire donde llegaban a posarse con tranquilidad las enormes lechuzas silvestres del oriente de Cuzcatlán.
        - También venimos cansados - hemos cruzado todo el oriente de Cuzcatlán para poder llegar hasta el Valle de las Hamacas.
        - Es un viaje duro, sobre todo por la contaminación del aire en el valle – observó Putolión -. Por mi parte, a pesar que han pasado los años, no tengo nada nuevo que contar, es como si mi existencia hubiese transcurrido en vano.
        - No es cierto - espetó don Pedro, el brujo de los chiviadores y los enamorados, el brujo que hacía posible lo imposible -, has hecho algo digno sólo del más valiente de todos nuestros discípulos.
        - ¿Si? - exclamó extrañado -. No he realizado odisea alguna.
        - La has hecho - hablóle el susurro proveniente de don Urbano, el maestro de brujos.
        - Lo dicen para ridiculizarme - dijo Putolión -, no en balde son espíritus burlones.
        - Has sobrevivido - espetó uno de los brujos.
        Comprendió en esos instantes que el haber transitado todos aquellos paisajes incómodos de su vida, donde había conocido el retablo de las pasiones humanas más bajas, podía catalogarlo como un esfuerzo personal realizado por su constancia y tesón, una victoria mínima, suya, particular, aunque careciera de la fama y la gloria de las grandes hazañas.
        Sobre el paisaje singular sobresalía el edificio de la Corte de Cuentas, ubicado en dirección al centro del Valle de las Hamacas, lo cual le daba a su visión una atmósfera de extraña premonición.
        "De seguro estoy alucinando", se dijo. Le parecía imposible que los indios brujos de aquella tribu lejana de su infancia estuvieran presentes.
        - No se trata de ningún sueño. Hemos viajado tanto únicamente para conversar contigo - habló un susurro que Putolión identificó como el perteneciente a don Pedro. Al instante lo vio de cuerpo completo, de unos sesenta años, blanco, pelo canoso rubio, ojos azules, delgado y de mediana estatura, fumando su eterno cigarrillo "pata de cabra".
        Putolión recobró una confianza singular al ver al don Pedro de su lejana infancia, era el mismo señor amable que ahora se presentaba. Recordó como un dulce sueño que don Pedro realizaba las más difíciles tareas frente a él, que tenía diez años, para demostrarle que todo era posible, que bastaba, dominar y educar la voluntad para realizar los imposibles, las utopías, los nuncajamáses.
        Una tarde, luego de haber derribado un árbol de conacaste empapado en lluvia, lo quiso aserrar para formar un par de tablones, tarea que le pareció difícil, ya que la madera del conacaste es de por sí muy fibrosa e hilachosa y además estaba empapado en lluvia. Putolión recordaría durante el resto de sus días, que don Pedro le había tomado el serrucho de sus manos infantiles y luego de haber pasado más de cinco horas serruchando el árbol caído, había presentado ante sus ojos incrédulos dos hermosos tablones de conacaste que logró aserrar.
        "Lo hice para demostrarte que todo es posible en esta vida para una persona", le repitió con vehemencia. Estas palabras habían quedado impregnadas en el pensamiento de Putolión y le habían servido de aliciente en las tormentas y naufragios de su irregular ruta.
        Don Pedro, al notar que Putolión lo había reconocido, con sus dedos hizo una señal en el cielo y al instante comenzó a caer una leve lluvia sobre el Parque Infantil, la cual no era molesta, ya que se encontraban bajo un almendro que con su copa frondosa los defendía.
        El tío Jorge, que en realidad era casi un padre para Putolión, ya que al quedar huérfano éste después de la muerte de don Nolbo, lo había acogido en su casa, se ladeó un poco el sombrero café de pelo que usaba, el mismo que solía ponerse para ir al pueblo los domingos, y con el tono de voz ronca que lo caracterizaba exclamó:
        - Dos cosas nos han traído hasta el Valle de las Hamacas. La primera de ellas es algo muy doloroso y triste, la segunda es lo contrario.
        Aquellas cabalísticas palabras desconcertaron a Putolión, quien se había dado cuenta que ese conversatorio con los miembros de la tribu de brujos de Curarén no se trataba de ninguna alucinación. El tío Jorge, con su sombrero de pelo que hacía más penetrante su mirada, vestía una camisa a cuadros azul blanca con rayas horizontales negras y un pantalón caqui. Era alto, aindiado, con la nariz aguileña y la boca bien formada, regular de complexión, aunque más bien flaco; de su presencia sobresalía la mirada de lince, la mirada más sagaz y fulminante que Putolión alguna vez conociera. Famoso en el oriente de Cuzcatlán porque acostumbraba raptar a las mujeres más hermosas de la comarca o por pelear a brazo partido con tres o cuatro parejas de guardias que lo perseguían, ya que siempre tenía cuentas pendientes con la justicia de los hombres, como estupro, adulterio, rapto, ofensas al honor de los más distinguidos caciques de la región. El tío Jorge, pactado y brujo, tenía sus secretos para encantar a las mujeres guapas, según recuerda Putolión; sabía sus oraciones; fumaba como el más fiel amigo de Satanás cuando inspirado recitaba "La prueba del puro", la oración mágica del Cigarro Padre, para atraer a las mujeres bellas y confundir a sus enemigos.
        - No comprendo del todo, pero me gustaría saber por qué soy el elegido - preguntó Putolión.
        - Porque eres de los nuestros - oyó el murmullo de don Urbano, el maestro de brujos -, perteneces a nuestra camada.
        Comprendió que no podía. hacer otra cosa que escuchar las profecías de los brujos.
        - La primera revelación es desagradable - habló don Urbano -, se trata de la guerra del gorila, en la cual se gastarán muchísimos años y vidas de Cuzcatlán.
        Putolión, que ya respiraba los aires premonitorios de los descontentos sociales del país, no se mostró extrañado e hizo una leve inclinación de cabeza en señal de resignación.
        - Que Él nos dé fuerzas para aceptar las tragedias que no podemos cambiar de rumbo; que nos dé fe y resignación para aceptar las fatalidades que no podemos desviar a un cauce justo - exclamó.
        - La segunda nueva, es una fiesta interminable, una reunión jubilosa más allá de la vida y la muerte, que tendrá como invitados a los protagonistas singulares de este tiempo, vivos o muertos, para exorcizar la tragedia de Cuzcatlán.
        - Será una reunión similar a la que esta noche tendrá tu hijo Cirilo con los poetas de La Cebolla Púrpura en La Praviana y en El Paraíso - le aclararon los brujos terminando así el singular conversatorio.
        Un ventarrón que se arremolinó cerca de los sauces llorones, donde los brujos habían aparecido momentos antes, se hizo muy intenso, y Putolión vio cómo las figuras de los indios brujos de Curarén desaparecían en el cielo del Valle de las Hamacas. La lluvia siguió cayendo, esta vez un poco más recia, y las cáscaras de huevo en las que viajaban los magos indios se hicieron cada vez más pequeñas hasta desaparecer en la distancia.
        Esa misma noche, en El Paraíso, El Chele Góngora, el poeta Jimmy Suárez y Cirilo se sentaban en una mesa alegre con el viejo Ulises, quien era un auténtico César cuando bebía, y con el poeta Paquito Rivera, su discípulo. Pidieron una botánica de Tick-táck con boquitas exquisitas, servidas por don Adán, el copropietario del edénico bar. El otro propietario no sabían si era Dios o su esposa, la niña Eva, que preparaba en la cocina, con una receta propia de un Lázaro, la maravillosa sopa de garrobo levantamuertos.

El otro encuentro

        Era el año doce de su ausencia. Cirilo seguía aún entre los vivos. El Valle de las Hamacas y sus poetas de La Cebolla Púrpura, La Masacuata, Piedra y Siglo y otros, habían pasado a la historia.
        Estaba en pleno apogeo la guerra del gorila en Cuzcatlán. Cirilo había emigrado, por azar e ironías del destino; se había convertido en un beduino internacional, en un gitano universal, sin casa fija y sin raíces. Como un perro que huye de su propia sombra y de su angustia, había vivido los últimos años a salto de mata por el mundo; la astucia y la ley de la selva eran los instrumentos inseparables para su tribu en aquel convivio con habitantes, climas, personas, costumbres, tradiciones y culturas extraños. Era un peregrino intercultural y un nómada universal. La tristeza o la pasión, en aquellos helados paisajes donde se enterró, eran un lujo que no podía darse, preocupado como estaba en resolver el asalto diario de la vida.
        Era el año doce de su ausencia y, cosa extraña para él mismo, aún seguía entre los vivos. Pudo entonces, dentro de su itinerario y dentro de la lógica, aterrizar una vez más en la tierra de las infinitas posibilidades: llevaba tres o siete muertes en sus espaldas, sobrevividas a pulso limpio. Muchas cicatrices, invisibles las más. Varias escaramuzas con la muerte y la locura. Pequeñas y largas estancias en el infierno. Ostracismo. Había vivido a puño limpio; había vencido la muerte con golpes de mano oportunos; había asumido al azar, si es que lo hubo, con la reserva de quien conoce de antemano su guión en esta opereta macabra de un carnaval de máscaras universal. Era diciembre, y era en Los Angeles.
        El clima friolento le recordó una primavera romana o praguense.
        Cuando aterrizó, luego de un vuelo por medio mundo, pudo constatar la alegría que predominaba en el Hall principal del aeropuerto: aquel caos de fin de año que formaban los pasajeros amontonados y los vuelos retrasados o desviados, le ponían más adrenalina a los encuentros y desencuentros: risas, llantos, abrazos, despedidas, anhelos cumplidos, sueños realizados.
        Aquel diciembre, increíble, le recordó a Cirilo su peregrinaje por ríos, taigas, montañas, mares, desiertos, ciudades y megápolis de la aldea mundial. En el Hall encantado del aeropuerto cosmopolita, Babel de la modernidad, lo esperaba, en la persona de su hermana, una ventana hacia el pasado, ese ayer vehemente que lo acompañaba como amuleto y buena estrella en su peregrinar. Cuando se abrazaron y se reencontraron desde la lejana infancia, hablaron de todo el rosario de obstáculos y equivocaciones de horarios que habían galopado uno tras otro junto a su vuelo desde el viejo mundo en aquel nuevo año...
        Los limoneros del huerto, en la vieja heredad, en los territorios de una infancia eterna, seguirían floreciendo junto al cacarear de las gallinas indias y los gallos pintos en el patio de la casa... Y un caminante de siniestros paisajes llegaba finalmente hasta el aroma y las raíces del cariño... Recordé la lejanía de mi ruta, cuando el amor de la tribu y el recuerdo de los volcanes brujos sirvieron de trinchera para burlar el suicidio y el olvido europeo en el que decidí enterrarme después de jugar a la ruleta rusa - con mala suerte -, en un sangriento baile de disfraces, en un carnaval donde las máscaras terminaron confundiéndose. En cambio tú conocías mis territorios secretos, mis rostros y mis rastros criminales y angelicales, los jardines violentos de unas primaverales calles donde moraban Dragoncita y otros mitos de mi anterior vida: por ello, hermana de los ángeles, siempre creíste - aun durante mi prolongada y famosa muerte- que resucitaría de entre los difuntos para llegar hasta aquella cita aquel año, aquel día y en aquel lugar. Siempre dejastes una oportunidad para la esperanza de un retorno desde la muerte y la locura, desde el olvido y el encierro: esto lo repetías hasta cansarte, mientras el humo de los cigarrillos, el sabor a cerveza rubia y el aroma a whisky derramado inundaban la ventilación del bar en el Hall areoporteño... Te hablé de una Araña europea que en su místico racionalismo creía haber encontrado la piedra filosofal de mi salvación, poblándome con sus planes y sus brillantes ideas con los cuales lograba destruir de tiempo en tiempo mi universo personal y la paz de mi retiro. Con dificultad lograba rehacerlo cada vez que ella partía, para después de nuevo aniquilarlo cuando, buscando apasionado su aroma de hembra en celo, la admitía en mi cuartucho de extranjero amargado con el mundo... Sabías, hermana de aquel paraíso infantil, desde siempre, que la Estrella Gélida de la Mañana - aquella Estrella de la Dicha Cautivante - portaba en mi identidad sus mundos subterráneos, y que la fe en esa cita contigo, para ese año, ese día y ese lugar, fue lo que me sostuvo la última vez que quemé todas mis naves..
        Era el año doce de su ausencia y la guerra del gorila ardía. Cirilo se encontraba en Los Angeles después de haber cruzado por quinimil vez el Atlántico. En el centro de la urbe cosmopolita encontró de nuevo - paradoja de las paradejas - las huellas de su tribu. El parque McArthur, con su legión de vagos, maleantes, buscafortunas y aventureros, todos procedentes de Cuzcatlán, reflejaba la desolación de esos años. El desempleo y el abandono de sus visitantes cuajaba en la situación trágica del pulgarcito en guerra. La Alvarado Street, del barrio cuzcatleco de Los Angeles, era un muestrario de esa tristeza. Sin embargo, la música barriobajera y playera de La Praviana y las fiestas de bajos fondos del Valle de las Hamacas se oía inconfundible por las calles del Cuzcatlán Town en las pupuserías, los cafés y las tiendas. La región de El Piojito, el almacén que da nombre a la misma era una copia en miniatura del país trasladado, piedra a piedra, átomo por átomo, desde las montañas, las veredas, las ciudades y los pueblos de Centroamérica, al pleno corazón angelino, con sus más disímiles señas de identidad: los mangos Twist, las pupusas de queso, de loroco, de chicharrón, la horchata, el fresco de tamarindo, las minutas, los jocotes en miel de vieja, los nances, las torrejas, los nuégados, el chilate, los pasteles con curtido, los paleteros y las vendedoras de fruta helada que en el doble fondo de su carrito llevan un pucho de droga para revender, aparte de su infaltable pechetrine. Ahí se encuentran también las locatarias del Calvario, de ANTEL y del centro, como por arte de magia, vendiendo baratijas, jabón de cuche, hule sacado de las llantas Michelin para sostener los calzones y calzoncillos hechos de sacos de harina, condones Margarita, cacahuetes, maní, garrapiñadas, Hot-dogs con carne de gato y de chucho, así como chaparro anisado: el centro de Alvarado Street y de El Piojito, también es Cuzcatlán.
        En cada esquina de Los Angeles, Cirilo vio a sus compatriotas buscándose la vida con mil artimañas: vendiendo mariguana, cocaína, crack o consumiéndolos; ofreciendo repuestos robados de carros, submarinos y portaaviones; buscando cualquier trabajo, los "hacelotodo" del poema daltónico: desde un secuestro o la edificación de un castillo de hadas, hasta la realización de otras siete maravillas. "Le dan una singular dinámica a la ciudad", reflexionó Cirilo, quien como un duende la recorría.
        Durante su estancia, caminando por aquella urbe como un Amadís aguacatero, buscando los reinos de Califa, pletóricos de oro y vino, en el año doce de su ausencia, acaeció el originalísimo Gran Encuentro con Paquito Rivera, el poeta Super-viviente de La Cebolla Púrpura y de la guerra del gorila. El coetáneo de los años de farra en el Valle de las Hamacas, cuando se podía beber macanudamente toda la noche en La Praviana, sin temer el estado de sitio, la ley marcial o los escuadroncitos diestros.
        Paquito Rivera era el discípulo del viejo de los Masís, Ulises.
        Cirilo lo reconoció de inmediato. A pesar de que estaba más gastado, más yusco, con calvicie en estado inicial y gordo - en resumen, hecho una piltrafa después de veinte años de juventud -, su voz y sus finos modales eran los mismos de aquel muchacho precoz y curioso de hacía dos décadas en el Valle de las Hamacas.
        - Increíble, su rostro me recuerda mucho a un viejo amigo ya muerto - confesó Paquito al dependiente de la tienda, donde sucedió el encuentro casual, estupefacto, pero al mismo tiempo observándolo con mucha curiosidad.
        - Hay siete caras conocidas en el mundo - dijo resignado, sin quitar la vista de encima a Cirilo.
        Este tomó una decisión instantánea y se abocó a él. Le dijo su nombre, el lugar natal, cómo se llamaba su maestro del Valle de las Hamacas, el viejo trovador César, quién además era un Ulises cuando bebía, donde había vivido su primera juventud y otros detalles que lo identificaron como un Lázaro guanaco. Paquito, el poeta Superviviente, reaccionó sorprendido, con evidentes muestras de alegría.
        - Te hemos dado por muerto - dijo el Viviente-super Paquito -, incluso hemos celebrado actos fúnebres y homenajes póstumos a Jimmy, al Chele Góngora, a ti y a otros hermanos poetas caídos. Tu nombre, junto con varios miles, está en una placa conmemorando a los muertos de la guerra del gorila.
        Cirilo esbozó una amarga sonrisa, no era la primera vez que lanzaba esa risa irónica, pues siempre que alguien constataba estupefacto que él seguía entre los vivos, echaba labio de ella.
        Paquito, incrédulo aún, lo invitó a un café para celebrar su resurrección. Entraron al local más cercano, El pollo loco y, luego de tomar en el autoservicio dos tazas de café negro, se sentaron en la esquina, donde un ventanal de vidrio daba a la calle. En las afueras, varios paisanos ofrecían a los peatones a precios de melollevo toda una gama de bagatelas necesarias para los inmigrantes ilegales, como tarjetas sociales, green cards o micas, permisos de trabajo, permisos de residencia permanente, cartas telefónicas o cheques al portador, todo, por supuesto falsos. Charlaron intensamente, mezclando sueños, utopías y tragedias de la última década salvatrucha. El poeta Paquito le habló de su novela, "El círculo de los elegidos", donde eran descritos magistralmente los personajes y los sucesos del universo de aquellos años iniciáticos en el Valle de las Hamacas, en el café El Porvenir de la niña Irene, en El Skimo, la cafetería del Hotel del Centro o en los lupanares de La Praviana.
        Hablaron con afán y sin descanso de todo el mundo, muertos y supervivientes, de aquellos años dé guaro, rosas y violencia.
        - Por cierto - comunicó Paquito -, Dago, el miembro del Grupo y amigo del alma de Jimmy, vive aquí en Los Angeles y se dedica al ocultismo.
        A Cirilo, esta alegre noticia le demostró que, como en las concepciones heraklianas o en las cíclicas ideas temporales de los mayas y aztecas, la historia se repite en un tiempo circular. Se llega, tarde o temprano, al punto de partida, al perpetuo presente de la Cuenta Larga de los eternos mayas. Como esos criminales que siempre retornan al lugar de sus milagros. De fracaso en fracaso o de triunfo en triunfo, esto no cuenta, lo importante es que la vida se transmuta y transmigra con su caravana de recuerdos y vivencias. El éxito o la derrota sólo son pequeños adornos barrocos en este viaje supersónico a diferentes velocidades y tiempos, con diferentes paisajes y personas. Y aunque el azar no sea más que el lado hambriento de la necesidad, y la necesidad, tan sólo la tentación de ejercer la libertad, se vive y se muere sin pausa y sin descanso, como quien tira los dados de su suerte sobre el tapete de la vida, en algún barco perdido por la tempestad de los mares.
        Cirilo escuchaba con atención de labios del poeta Paquito el peregrinaje de la tribu, entonces lo invadieron telúricas emociones, sobre todo cuando habló de Dago, el escultor guanaco, porque ello implicaba hacer un viaje hasta sus más remotos orígenes: hasta los años de "La Banda" consumidos en La Praviana, El Porvenir, El Paraisal, El Skimo, en las exposiciones de CREDISA, del Jardín del Arte, El Lutecia, El Alcázar o bien en Las Conchas Julia. Recordaba los recitales de esa época, llenos de anarquía, con la voz incendiaria del poeta Jimmy y con los llamamientos de aquellos jóvenes rabiosos para tomar las armas y dinamitar el orden oligárquico; los días de los guardias nacionales de la poesía, los amaneceres y las noches cuando aprendieron, guiados por los grandes maestros de la clandestinidad y de la magia, a luchar y a ser inmortales: donde yo viva, tú vivirás, donde yo exista jamás habrá muerte, donde yo caiga, tú renacerás...
        En esos instantes, cuando Paquito el Viviente-super le narraba con lágrimas que nunca había deseado emigrar de los atardeceres y del arco iris de las cuatro del Valle de las Hamacas, comprendió la tragedia de su generación: la muerte o el exilio, la locura o la lucha, éstas eran las únicas alternativas de un póquer macabro, puestas como barajas trucadas sobre el tapete de la vida. Cirilo retornó a aquel mundo encantado, a medida que Paquito le nombraba, como en un alfabeto esotérico, los signos y los nombres de la tragedia cuzcatleca: retornó, envuelto en sahumerio de copal, humo de tabaco mascado y brebaje de floripondio, como los viejos brujos viajeros del oriente del país, al punto de partida o final: al inicio del Círculo. Cuando despertó Dago el del Grupo, "La Banda " todavía estaba allí.
        De esta forma original, Cirilo encontró en Los Angeles los rastros de Dago el escultor y los restos del Grupo. Dago era doctor en ocultismo, muy querido por los valientes jóvenes bardos, tenorios y músicos aprendices de brujos. El y sus cómplices, como el Super-viviente Paquito y otros vates, teatreros, pintores, escultores, barbudos, magos y similares, vivían en esa ciudad un exilio momentáneo luego de haber escapado del hambre y la muerte de la guerra del gorila. Sus rastros transmigratorios los encontró en Alvarado Street, la calle aledaña a El Piojito, el almacén de baratijas. Frente al mismo está ubicado el parque McArthur, donde abundan los tamarindos, los tamales, los vagos, las pulseras, los "millonarios", los borrachos, los drogadictos, los desilusionados, los tristes y los más alegres del mundo.
        Dago, los poetas y músicos sobrevivientes tenían una cofradía cultural "La Praviana en el recuerdo". Celebraban exposiciones, recitales y cenas benéficas que eran pretextos para resucitar tiempos ¡dos. Ahí, en nostálgicas sesiones, apasionados poetas o músicos como "Los emperadores del xuc", hacían charranganear guitarras o marimbas hasta arrancar lágrimas o risas al público. Los jóvenes literatos, bardos de fina sensibilidad, leían versos melancólicos, aromados de alcohol, mariguana y tristeza, verdaderos monólogos con sus fantasmas y demonios que aún seguían habitando y combatiendo allá lejos, en una patria descalza y chorreada, donde batía la mar del sur.
        Debido a esta atmósfera, durante su estancia transmigratoria en Los Angeles, casi se le hizo posible a Cirilo encontrar a la vuelta de cualquier esquina de la vida o de El Piojito, al barbudo Jimmy y escuchar sus encendidas defensas de Bakunin y Malatesta, o leer sus versos cargados de disparos colectivos y de sonetos fechados en martes o en Marte. Dos o tres veces lo confundió, en medio de la masa anónima, con otros transeúntes, hasta caer en la cuenta de que era cierto, que toda su historia de poeta valiente pertenecía a las posibilidades de una guerra, donde se muere o se sobrevive. Esto lo comprendió después de escuchar el testimonio de Dago sobre la última noche del poeta Jimmy. Dago el escultor había salvado su vida por un pelo, al llegar unos segundos más tarde al café El Bella Nápoles, esa lejana noche en el Valle de las Hamacas, cuando la muerte en un violento tarot de espadas, les puso una cita definitiva en la flor de la vida y de la juventud.
Una mañana de borrachos, drogos y ángeles, al filo de un nuevo año, Cirilo llegó a la conclusión de que Rigoberto Góngora y el resto de poetas caídos como Jimmy, Cherna, Foncho, Nelson, Chito, Vallejo, así como el César Ulises, habían sobrevivido. Era ilógico que tantos en tan poco tiempo desaparecieran. La fe ciega que lo conducía por los callejones de mala muerte de Los Angeles esa madrugada, lo impulsaba a redactar aquel final de partida con los brujos y los poetas.
        Un pequeño huracán, similar al que producían los vientos de octubre en su infancia, rodeó esa madrugada a Cirilo, que caminaba embebido en sus reflexiones, en la esquina formada por Union Avenue y Pico Street, uno de los cruces donde se amontonan los guanacos desempleados en busca de trabajo por el día. En un costado de la misma está ubicada una gasolinera y enfrente el Banco de California; es muy frecuentada debido a la parada de buses allí situada. Estos se dirigen al Town y la parada queda en sus aceras laterales. Cirilo vio esa madrugada, como escapados de una película rodada en el Hollywood cercano, diferentes cascarones de huevo que, cual platillos voladores en miniatura, descendían con el pequeño remolino de un ventarrón inesperado y violento que surgió de improviso. Por extrañas asociaciones y recuerdos, vinculados con Putolión y sus años de niño huérfano, Cirilo pensó con cariño en la leyenda de los brujos de Curarén, que viajan por el mundo metidos en cáscaras de huevo transportados por el viento. Sin embargo, para su estupefacción e incredulidad, ahí estaban los mismos, en medio de] remolino que poco a poco se desvaneció. De entre la neblina que produjo el ventarrón, aparecieron dos campesinos del oriente de Cuzcatlán.
        - Te hemos buscado por todo el mundo - habló don Urbano, el maestro de brujos que, aun sin presentarse, pudo ser reconocido inmediatamente por Cirilo de acuerdo a la descripción detallada que de él le había hecho Putolión, en las charlas del anochecer de su niñez.
        - Todos los nuncas se llegan. Al fin podemos cerrar esta etapa violenta y fúnebre de Cuzcatlán - acotó el tío Jorge, el brujo que era el padre adoptivo de Putolión y, por lo tanto, su abuelo.
        - A pesar de que nunca hemos conversado personalmente, ustedes me han acompañado en mi peregrinaje universal, con su calor y su fuerza, gracias a los cuales he podido disfrutar paraísos, sobrevivir infiernos y resucitar de entre las cenizas - les habló en tono natural Cirilo quien, desconcertado por la reciente aparición, la había tomado luego como algo natural. El conversatorio con los brujos de Curarén se desarrollaba como una charla común de viejos amigos.
        - Eres un verdadero hijo del corazón de nuestros volcanes - dijo don Urbano, el maestro de brujos -, por eso, aunque lejos de nuestro sol y de nuestros dioses, nuestro fuego y nuestra savia te han dado las fuerzas y la vocación necesarios.
        - Así sea en la vida como en la muerte: que nunca me fallen mis raíces - exclamó Cirilo a sus interlocutores, en un tono de petición y de ritual iniciático.
        - Así sea - contestó don Urbano -. El motivo de nuestra visita es comunicarte una invitación que tienes, al margen del tiempo y del espacio, a una fiesta de gala en Cuzcatlán, con los poetas y coetáneos de la prehistoria de la guerra del gorila.
        - Algo imposible, ya que la mayoría de ellos han muerto. Sobrevivimos dos o tres dispersos por el mundo, rumiando el recuerdo de aquellos tiempos.
        - Olvídate del tiempo, de la guerra, del pasado y del futuro. La fiesta de gala a la que estás invitado se realiza fuera del tiempo, en otra dimensión y latitud. Ahí donde se vive un eterno presente, el verdadero tiempo sin tiempo de nuestros ancestros y herederos, encontrarás a todos tus amigos, muertos y vivos - le informó el tío Jorge, el brujo raptador de las mujeres más guapas del oriente de Cuzcatlán. Cirilo no dudó de aquellas palabras, por muy ¡lógicas que sonaran.
        - Todo es posible si existe más cariño que odio - habló don Urbano, el maestro de brujos -, nada es posible si reniegas de tu pasado.
        En esos momentos, mientras la madrugada clareaba y sobre Los Angeles se sentía el habitual movimiento de autos, personas y quioscos que comenzaban sus actividades, se sucedió de nuevo un pequeño ventarrón que envolvió a Cirilo y a sus acompañantes en una nube volátil que, confundida con el bullicio del nuevo día, desapareció a los pocos momentos con los brujos de Curarén. Cirilo, a solas con sus pensamientos y en la esquina de la bocacalle angelina, quiso creer que todo había sido una proyección de su inconsciente y de sus deseos: los brujos, el recuerdo de sus hermanos de letras asesinados en la guerra del gorila, la fiesta de gala al final de la historia a la que lo habían invitado. Siguió caminando por las calles angelinas, muy pensativo. Vio en su dedo anular izquierdo aquel anillo con una piedra ónice que le serviría en el futuro para deshacerse de tormentas y desgracias como un pararrayo mágico -. Era un regalo de los brujos guanacos y la confirmación de que no estaba soñando.
        Ese mismo día, previo a su partida, se había reunido con los restos de "La Banda" residentes en Los Angeles. Al verlos: poetas y pintores, magos y teatreros, casi se le hizo creíble poder encontrar entre ellos al barbudo Jimmy y al Chele Góngora. "Parece que le hicieron una jugarreta magistral a la muerte. Eso: no se murieron", pensó Cirilo al sentir su magia en el lenguaje de los nuevos bardos y su misma musicalidad en los versos libres y de poesía de ruptura que escuchaba.
        Al comentar esto con Dago y con Paquito, comenzaron a recordar a los amigos muertos.
        - Como decía Jimmy, lo importante no es el cantante, sino la canción - acotó Dago.
        - Aunque en el Pulgarcito estemos un poco agrios con el mundo - repitió Paquito la frase que el Chele Góngora había escrito hacía veinte años en El Porvenir de la gorda Irene.
        - Sí - contestó Cirilo a los artistas guanacos reunidos esa noche -, si me pusieran a elegir de nuevo, en este Otro Inicio, volvería, como en Aquel Entonces, a escoger la misma vida, los mismos cheros, la misma La Praviana, la misma primavera, las mismas tormentas y los mismos naufragios hasta ahora sobrevividos.
        Esa misma noche, al filo de un nuevo azar concurrente, Cirilo subía al supersónico que lo trasladaría al otro lado del Atlántico, hasta sus noches y sus días de meditación en aquellas solitarias lejanías.

La juventud de una salvaje ausencia

        Por las tardes Cirilo bajaba por el centro de la ciudad y se dirigía a casa de la Araña Mayor. Ahí, con el contacto de su piel y sus palabras se olvidaba de la vida y los problemas y poblaba su universo con las sinrazones que Araña le susurraba al oído en la medialuz del cuarto, escuchando tríos de violines y, en plena desnudez, se entregaba con los ojos cerrados. Ella le pertenecía para esa época y ese inmundo tiempo, en todas sus dimensiones. El coñac derramado, así corno el humo de los cigarros caribeños que fumaba como un poseso, le ayudaban a descargar la adrenalina restante, después de amarla durante horas enteras hasta penetrar en el otro lado de su piel, en una expedición a la región subcutánea de ambos. Este viaje catalizador, que el amor y sus variantes proponía en aquella etapa de su existencia, había contagiado a Cirilo de un virus asesino que le borraba la memoria, el pasado, sus raíces. Perdido en la fastuosa brillantez de aquellas ciudades del encanto, habíase vuelto un aventurero de pura cepa, un pirata de los tiempos modernos navegando en los maremagnos, o recorriendo desiertos a campo traviesa, siempre en plan de fuga y en permanente estado de alerta, a la espera del disparo en la frente que lo hiciera ingresar en la más plena libertad, que para él representaba la muerte, o en un túnel del tiempo desembocando en los territorios de su primera juventud.
        Helena en cambio - la habitante de aquel paraíso en tono menor de su estancia en las frías y lejanas tierras de un socialismo caricaturesco que terminó desintegrándose sin pena ni gloria, producto de una guerra que nunca se libró -, era alta, rubia, su perfil clásico insinuaba las huellas de sus antepasados grecos y crimeos, piel blanca como las mañanas tibias de esas primaveras del amor, de figura delgada y con una provocadoras caderas que despertaban el hambre sexual de cuantos la rodeaban. Tenía veinte años, amaba a Pushkín y le recitaba de memoria "La hija del capitán"; su sonrisa hechizada constituía el elixir de la felicidad que un Cirilo sonámbulo y perdidamente enamorado de sus ojos inteligentes, había encontrado. El, a mitad de sus veinticinco años, era el extranjero más típico, debido a su mediana estatura y su pelo negro sobresaliente en la rubia muchedumbre del centro de la ciudad, la calle Kreschatik. Su manera de pensar era atípica en aquellas latitudes y su filosofía de la vida con menos razón y más imaginación, era singular. De complexión fuerte, portando una barba retrasada de tres días que, junto al humo de sus cigarros, le daban aspecto de clochard, gitano, bohemio o disidente, Cirilo nadaba en un océano de dudas y añoranzas por su tierra fantasma. Hacía siglos que no pisaba el suelo natal, el compromiso académico que lo obligaba a vivir en esas heladas estepas, también lo había salvado de la orgía de sangre y del festín canibalesco de su lejana aldea. Estar lejos de sus volcanes era tan triste. Sin embargo, la egoísta satisfacción de haber escapado con vida del huracán le servía de contrapeso tranquilizador. La sensación de encontrarse en un naufragio largo lo sumía en períodos alucinantes y le creaba rabia y frustración, tan lejos como estaba de su medio, bajo el cielo de Ucrania, viendo caer la nieve, sumido en la felicidad más absoluta con la presencia de Helena y a salvo de las hienas cuzcatlecas.
        Aquella tarde del trece de enero, fecha del año nuevo ortodoxo, se había citado en el centro de Kiev, en la esquina que formaba la Sakssaganskaya Ulitza y el Prospekt Universiteta, donde estaba ubicado La Habana, establecimiento que era una isla en la ciudad. Allí, Cirilo compraba cigarrillos, cigarros y tabaco cubanos, periódicos y revistas en español, y además, ron, café y chocolates. Este aroma de su lejano continente, que se aspiraba en el interior de la tienda, era un respiradero vivificante que lo hacía tomar contacto en la distancia con sus fantasmas y su tribu.
        Antes de acudir a la cita, Cirilo había pasado por la redacción del Literaturnaya Ukraina el periódico de la Unión de Escritores, cobrando los escasos honorarios de sus últimos artículos y crónicas, escritos en memoria de sus hermanos de La Cebolla Púrpura, el poeta Jimmy y el Chele Góngora. Cirilo rumiaba junto con los chiclets Adams que aún conservaba, pequeñas historias y leyendas de Curarén, las que narraba pormenorizadas para satisfacer la curiosidad de Helena y para mantener en la distancia, un vínculo mágico con sus raíces. Las oficinas donde Cirilo cobraba sus magros derechos de autor, estaban en los bajos de la redacción del periódico. Ahí, en la cafetería aledaña, saludaba siempre a los jóvenes y viejos poetas ucranianos, con los que de vez en cuando, como ese memorable día con el poeta Dimitri Onkovich, tomaba copas de vodka y vino. Muchas veces encontró en los pasillos de la misma redacción al poeta Vitali Karótich, quien pese a ser un escritor consagrado conservaba la humildad y la alegría campechanas, así como una eterna sonrisa a flor de labio que encontraba en Cirilo un buen receptor. Varias veces le pidió colaboraciones para la revista Vsevsit, cosa que Cirilo hizo con agrado, escribiendo una serie de artículos sobre su lectura de los clásicos rusos y ucranianos como Taras Schevchenko, Gogol, Dostoyewsky y Tolstoi.
        Después de largos minutos de espera llegó Helena e ingresaron a La Habana. Cirilo compró diversas marcas de cigarros y cigarrillos que esa semana habían llegado a Kiev, procedentes de la isla, a través del Mar Negro y Estambul. Adquirió los famosos H. Upman, muy especiales debido a la dulzura de su papel y lo fuerte de su tabaco, también los Montecristo y Regalías el Cuño. Aprovechó, con los recientes escasos honorarios de autor del tercer mundo, en una ciudad del socialismo utópico, para comprar varias cajas de cigarros Partagás, Montecristo, Churchill, así como Corona y Romeo, y Julieta. Esta reserva de tabaco le servía para suplir su soledad cuando se encontraba en las ciudades de Europa occidental, aparte de economizar enormes cantidades de dinero fuerte en occidente. Helena aprovechó aquel instante de frenesí derrochador tabaquero de Cirilo, para recomendarle el tabaco ruso más popular, la Majorka, que se fumaba en pipa. Era terriblemente fuerte y de mala calidad. No obstante, para complacerla, compró dos paquetes de aquel tabaco que lo vendían envuelto en papel kraft.
        La vida de Cirilo en aquellas circunstancias rezumaba cinismo, ironía, picaresca al estilo del Lazarillo, elevada al exponente potencial más alto, y además, según le había insinuado José, hasta ciertos visos de bandolerismo y bajos fondos. Lejos de sus sueños, al otro lado del mundo, donde un naufragio absurdo lo había lanzado, la alternativa era continuar viviendo a golpe limpio, con su original sello y estilo, convertirse en fin, en un raro, en aquella lejanía. El hilo matriz que lo vinculaba a ese universo extraño era el sexo divino de Helena y las intensas sesiones de erotismo y pasión que disfrutaban en la eternidad de esas encantadas ciudades, en el paraíso jubiloso del goce sensual y el delirio amoroso.
        Durante ese mismo año, en una perdida ciudad y en una perdida calle, había leído en la prensa internacional la trágica noticia del asesinato de Jimmy en el Valle de las Hamacas. El Bella Nápoles, el café del centro, donde había sido secuestrado por los miembros del escuadroncito diestro en compañía de su fotógrafo, había sido escenario impertérrito de esa desgracia nacional. Al día siguiente había aparecido torturado, macheteado y quemado en las afueras de la ciudad, cerca de San Antonio Abad, relataba la crónica periodística que Cirilo leyó esa tarde negra en casi todos los idiomas del mundo. Esa vez se fue en busca de los bares de mala muerte de la ciudad, de los antros clandestinos y los barrios bajos, y con una botella de champaña rojo de Crimea, el Krimskoye, y otra de vodka de Siberia, el Stolishnoye, se había embrutecido en compañía de otros perdidos y perdedores que encontró naufragando en la oscuridad de una noche ciega y de charcos donde la luna se reflejaba como en un espejo quebrado en mil pedazos. Ya cerca de esa madrugada traidora de un mes de julio que comenzaba, encontró la oportunidad adecuada para llorar por sus hermanos de poesía, por sus caídas y derrotas, pero esto lo hizo en su soledad cerca de aquel amanecer kievita, acompañado de un último trago de vino rojo que sobrevivía en la petaca de cuero, donde almacenaba su reserva de alcohol. Sabía que se trataban de unas lágrimas de cocodrilo, pero era lo menos que podía hacer, en su cinismo trágico y su lejanía real.
    Ese día de enero Helena pidió a Cirilo que la acompañara hasta la iglesia de Nikolai Ugodnik, ubicada frente al Jardín Botánico y cerca de la Universidad Roja. Al llegar al templo no pudieron alcanzar el altar mayor porque se encontraba repleto de asistentes a la ceremonia del año nuevo ortodoxo. Helena le comunicó que el objetivo de tal visita era una petición al todopoderoso santo ruso-ortodoxo, san Nicolás, por su pequeño país lejano de lagos y volcanes.
    - Debo de encender una vela y, a falta de rezar porque no puedo, guardar silencio – le susurró al oído mientras adquiría una pequeña vela y daba a la anciana que las ofrecía un pequeño óbolo.
    - Sea - replicó Cirilo- Que Dios y el diablo nos ayuden, ya que la tragedia de mi patria es tan compleja.
    Nevaba. Los copos caían como bolas de algodón en las calles y se amontonaban en las orillas de las aceras, formando pequeñas cordilleras en miniatura. La ventaja de las nevadas era que el viento desaparecería y se sucedía entonces un frío más aceptable, debido al amparo de los abrigos de fino cuero, que al no estar acompañado de un viento hiriente, era muy placentero.
    - Este frío y esta nieve siempre me harán pensar en ti y en tu tierra - confesó.
    - En cambio, a mí me recuerdan al Cáucaso y sus montañas dilectas para esquiar - respondió Helena.
    El interior de la iglesia estaba repleto. Los sacerdotes ortodoxos, todos portando luengas rigurosas barbas, entonaban con roncas voces los diferentes villancicos que el coro de creyentes, ubicado en un lugar apartado de la iglesia, se encargaba de secundar. Los iconos se encontraban en las paredes principales, hasta ellos se acercaban los creyentes, limpiaban con un pañuelo blanco el vidrio protector de los cuadros sacros y luego los besaban. Los iconos más frecuentados eran los de Nikolai Ugodnik, de Santa Sofía y del hermano Néstor, la momia de éste último se encontraba en las catacumbas de Pechersky Lavra en la región dniéprita de la ciudad.
    Con aquella atmósfera religiosa renacieron en Cirilo los deseos intensos del sexo de Helena, ya que el aroma de los cirios y de las flores blancas del altar, así como los murmullos y las oraciones conformaban un olor y una sensación que despertaban su instinto de animal en celo. Por una extraña y esquizofrénica asociación recordó los cuentos de camino real que Putolión le narraba en su infancia y recapacitó sobre sus responsabilidades académicas. El resultado fue una especie de sicosis controlada que la nieve aumentó y le dio dimensiones narcotizantes a su siquis. Esa noche, al llegar a casa de Helena, la sodomizó violentamente hasta que los gemidos dolorosos de ella se convirtieron en placenteros sollozos. Cuando ella hubo traspasado aquel umbral del dolor al gozo, Cirilo pudo sentirse al fin satisfecho y prolongó durante mucho tiempo el íntimo contacto. Y a pesar de que la nieve seguía cayendo, las estrellas de la noche polar lo acompañaron en sus reflexiones posteriores esa noche, mientras fumaba el eterno cigarro Partagás, y en la irracional ausencia, pensaba en el poeta Jimmy, asesinado en la otra orilla del espanto.

    Para aquel fin de año ortodoxo en la nieve kievita habían  transcurrido ya muchos años desde la fecha memorable cuando los miembros de La Cebolla Púrpura se habían citado en el café El Porvenir de la gorda propietaria, la niña Irene. Cirilo había naufragado en otro mundo con una historia equivocada. Sus hermanos de letras habían muerto en el fragor de la guerra civil. La fe ciega en el poder de la poesía fue la única luz en aquel laberinto que dio a Cirilo la pausa y la sensatez necesarias para salir de aquel impase. El cantón Matasanos, donde vivía el Chele Góngora y aquella cita con el poeta Jimmy en el café del centro, en las tardes de lluvia, cuando el arco iris de las cuatro aparecía después de escampar sobre el Valle de las Hamacas, eran parte del sueño perdido que seguía llevando en su amarga sonrisa. El humo de los cigarrillos y cigarros centroamericanos que dejaba a su paso por las calles y parques de la ciudad, le ayudaba a disimular recuerdos, muertes y amistades que naufragaron, sueños y episodios de unas tardes de poesía y hambre en Cuzcatlán y la mar del sur, evocados como trozo de film mal desarrollado. Durante ese trece de enero de un nuevo ano era feliz y se encontraba en compañía de un sueño, pero su vida pertenecía a los recuerdos confundidos en aquel humo amargo y penetrante que inundaba la alcoba. La región del humo y de las sombras, ésa era su verdadera patria, a pesar de que los ¡conos de los beatos extranjeros y la cálida pasión humana de aquella despampanante hembra lo cobijaran con sus auras de santidad y sexo.

El arco iris de las cuatro en Cuzcatlán

    Llovía. Cirilo se dirigió al café del centro, El Porvenir. Bajo el sobaco ilustrado llevaba la sartreana novela y un puñado de poemas. El temporal duraba ya dos días seguidos. La revista, con el mismo nombre del grupo, La Cebolla Púrpura, hacía sólo dos semanas que había sido editada en la Imprenta Ramírez de San Vicente. El tiraje, aunque modesto, era suficiente para inundar los cenáculos y cafés olorosos a discusiones literarias y tabaco consumido mezclado con mariguana. En los cafés del centro El Skimo y El Bella Nápoles por las tardes y en los bares de La Praviana, El Lutecia, El Alcázar, El Paraisal o El Faro por las noches y madrugadas, los poetas jóvenes y viejos discutían de política, de la inmortalidad de la iguana o de la filosofía del aguacate.
    Fumando un gastado cigarrillo, eterna cabulla que lo acompañaba como sombra sarcástica por las estaciones de su vida, Cirilo subió al autobús de la ruta cuatro, cerca de su casa en el Pasaje Las Azucenas, y emprendió su rutinario viaje a la semilla, su viaje al café de la niña Irene, donde lo estarían esperando Rigo, Jimmy y Paquito con los últimos retoques al diagramado del próximo número de la revista.
    Lucía una camisa cuadriculada, semejando un tablero de ajedrez, con la falda de fuera; un pantalón de pana gastado, rondando la noble condición entre harapo y prenda de lujo; unos anteojos dorados graduados - que recién había comprado en la óptica La Joya, ubicada en los bajos del Edificio Salamandra del almacén Goldtree & Liebes; iba rasurado y oloroso a loción de naranja lima. Tenía el cabello negro y largo; de mediana estatura, un poco gordo y de complexión recia, calzaba unos zapatos del ejército que un amigo de curso compraba en el almacén de la Policía Nacional; usaba un reloj fosforescente y portaba un paraguas corto y automático color negro.
    Era la estampa representativa de un joven medio del Valle de las Hamacas, pequeño-burgués o aspirante a serlo un día, con una amante mayor que él dos años, aunque sin novia oficial, y miembro de la dirección de la revista literaria más reciente del país. Creía en el poder de la poesía, en la literatura y en los poemas de ruptura que aquellos jóvenes bélicos durante ese invierno escribían contra el orden sacrosanto y sus hierofantes.
    Era principios de agosto, en la época de lluvia llamada invierno, que dura seis meses - desde mayo a octubre- en Cuzcatlán, y cuando se celebra la principal fiesta nacional, la de El Salvador del, Mundo, patrón de la ciudad capital y del país, con una feria que dura una semana. Ese año, "la feria de agosto" tenía lugar en los terrenos aledaños al Parque Infantil, cerca de la Corte de Cuentas, donde se construía el Centro de Gobierno.
    Llegando a las proximidades del Mercado Cuartel Quemado, Cirilo - que venía sentado en un asiento anexo a la ventana trasera del autobús- hizo un pequeño esfuerzo para halar el cordón que conectaba con el timbre del autobús e indicar al motorista que se bajaba en la siguiente parada. Anexo estaba el parquecito San José y frente a él el edificio de la Lotería Nacional de Beneficencia, cerca del bachillerato en música del Centro Nacional de Artes. En el parquecito San José se encontraba la iglesia del mismo nombre, y el Colegio Salvadoreño Alemán.
    Se bajó del autobús en el parquecito. Ahí se erigía imponente la estatua del doctor y presbítero José Matías Delgado - el prócer y padre de la patria, y por ende, tatarabuelo de los cuzcatlecos -, ataviado con sotana, gorro clerical y con el dedo índice levantado hacia el cielo. La proverbial nariz y su rechoncha faz hacían patente su estampa de pícaro gachupín. Sobre la cabeza de la estatua, los pájaros y las palomas de Castilla echaban sus cagaditas. El paisaje de lluvia y tristeza del Valle de las Hamacas quedaba complementado con una música de guitarra de palo o de una marimba de medianoche, escuchada en la soledad citadina de los poetas jóvenes de esas época, cazadores furtivos de ilusiones.
    Escuchó el bullicio de muchedumbre, procedente de una algarabía en forma de manifestación popular que recorría el centro de la ciudad. Se trataba del desfile bufo, una carnavalesca parodia organizada por los estudiantes, que atravesaba durante esas fiestas el centro de la ciudad con caricaturas políticas, críticas y picantes observaciones. Distinguió cerca del Lutecia las avanzadillas del desfile. Eran las canillitas que corrían por las aceras vendiendo La Jodarria, el periódico del desfile. Ese año, en su plana de redacción y bajo diferentes seudónimos, aparecían el Chele Góngora y Foncho Hernández, así como Kijadurías. Los estudiantes iban repartiendo Kickapú, un aguardiente capaz de emborrachar hasta a la estatua del padre de la patria, que era fabricado en la Facultad de Ciencias Químicas. Su fórmula era muy sencilla: zangolote (agua y alcohol de noventa grados) más jugo de naranja concentrado y azúcar; pero el verdadero secreto de tal química era dejar en el sacro líquido por tres días consecutivos cáscaras de patata despidiendo su summum, que volvía mortal el efecto embriagador de la bebida. (Siglos después, gracias a esta fórmula guanaca, Cirilo alcanzaría notoriedad y gloria en los círculos alcohólicos de la Estrella Gélida.) Los estudiantes que venían adelante cruzados modernos de Mariajuana y Chepetoño -, iban formando espacio libre en las calles para conservar cierto orden en la marcha del desfile. Para esto se valían eficazmente de unas varas con las que mantenían a raya a los curiosos y cuya punta estaba levemente untada de una materia chocolatosa y húmeda, que el afectado por la misma comprobada al instante que se trataba de la mismísima mierda. Uno de los dirigentes y principales agitadores del desfile era el Lic. Luis Bidela, en esa época un notable poeta picapedrero del siglo. Cirilo, a una distancia prudente, pudo contemplarlo; había publicado en La Pájara Pinta ese año, su célebre poema "Escrito en un metro de París" testimonio de su estadía en la ciudad luz, y esa tarde quedó fotografiado en el recuerdo de Cirilo, ya que venía con un megáfono en las manos y dirigía un compás musical con un irónico estribillo que hacía perder los estribos a la policía cuzcatleca; "Diez policías a un estudiante / lo cachimbeahan / sobre la tela de una araña / y como vieron que resistía / fueron a llamar a otro cuilio. / Once tiras aun estudiante/ lo cachimbeaban / sobre la tela de una araña / y como vieron que resistía/ fueron a llamar a un chafarote..." y así sucesivamente ad infinitum.
    Lo más vistoso del desfile lo constituían las carrozas. Eran tarimas ornamentadas grotescamente, donde estaban representados los políticos y funcionarios gubernamentales.
    Cirilo compró un ejemplar de La Jodarria. Encontró, entre los artículos y líneas irónicas de la publicación, las siguientes perlas:
    El muy leal, cabal, fenomenal, excepcional, super-genial, super-sensual, super-social, super-tradicional, super-emocional, es nada menos que el vato musical y trompudo, el cholero local de los gringos, el dueño de unos bigotes de cucaracha tísica, el Bello Arturo Armando Molote, quien con sus viajes de desgobierno móvil en un helicóptero de hojalata agarra carreta de ser El Gran Pensante, mientras que la generala aspirante a la guayaba, Berta Gomero, en Casa Presidencial a toda la mara le rola el tamal. Esto lo afirmamos de una manera muy formal, formol, en guaroestimol de guanaco-guacamol. El farol, farolín, farolazo, farolando como la Toña P. de Galindo y sus grititos cuando los chafas le meten el pipito (el pirulín-pirulá) en el chiquirín y exclama con los ojos en blanco, ¡Vaya si no me gusta dar el culito! Noticias: El Chele Miérdano tiene una finca en Los Planes y se enmariguana con su marabunta hippy-cuilia-jura jefeada por Ricardo Humanoide... Este país sigue comiendo la que enterró el gato por tener un presupuesto alto para mantener a tanto chafarote y el de salud y educación en cambio importa un comino. La mera verdura colorada es que los gorilas son los monigotes de la oligarquía, en especial el bigotón Molote; bigotes con una linda trompita que arranca suspiros entre las chafas del estado mayor, pero que aunque El Bello Arturo la vista de seda, trompa se queda, parecida a elástico de calzón de vieja zorra enchintada. Solución: que el Bello Arturo y su trompis se vaya con su onda de mamón cholerón del sistema oligárquico y como dice la canción a desalambrar a desalambrar este sistema cabrón con mechas y hierros, por huevos o por candelas de dinamita... Puta muchachos, necesitamos un tapiz para no quedarnos roncos, aunque las expresiones de las chamacas y las mamayitas para con nosotros nos estimulan ya que son de papis para arriba, después que han leído estas líneas santulonas y sinceras que estos cabronzotes y cachimbonazos escriben, sus seguros y jodarrias servidores siempre fieles y felices, con el cráneo a los pies de vuestras espléndidas osamentas mamazotas, ustedes mismas que cuando nos ven en la calle con el desfile bufo y la jodarria andante suspiran como pétalos de rosa enmielados añorando las picadas de los chupamieles y las abejas, muchachitas, mamayitas, acabaditas de diosas les prometemos cuando al final de este desfile nos vayamos a echar un palito con una quemadita... Pero por supuesto de sol.
    "Aquí sí se pasaron los muy estrategas", exclamó Cirilo al leer la hoja sacra. "Dialtiro se nota el estilo masacuatesco y cebolludo de Foncho Hernández y del Chele Rigo. Cualquier cholero del cni, por ejemplo Geño Orantes, con sólo comparar las revistas poéticas y La Jodarria, cae en la cuenta de que se trata de los mismos redactores", recapacitó y levantó la vista para ver el desfile de carrozas que pasaba frente a sus ojos. Pudo ver a Raúl Chamagua, el creador del legendario nombre purpuresco del grupo, bajo los efectos de un reciente viaje de ácido lisérgico y Kickapú, que venía al frente del desfile bufo portando una pancarta con la caricatura de María Elena Luna encuerada y en la posición del torito, mientras el pelón bastardo, alias el Señor Presidente, se la empacallaba, asimismo con una cita referente a su condición de putilla oligárquica que los chafas se rolaban. El espectro del Chele Rigo era muy patente en varios artículos que podían leerse en el pasquín estudiantil.
    "Esto sólo puede ser escrito por un degenerado o por un ángel", oyó que comentaba un profesor universitario a un colega a sus espaldas. "0 por un ángel degenerado", se contestó interiormente Cirilo al instante. En una de las carrozas del desfile bufo pudo ver al Ché-Pibe, un estudiante aútico de ingeniería, que iba bailando un mambo disfrazado de cerote, es decir de excremento humano, en una gran bacinica de cartón encima de la tarima de un camión de carga. Sobre las espaldas del Ché-Pibe se leía la frase contundente: Waldo Chávez Me Das Asco. Seguía a dicha carroza otra, donde Cirilo reconoció al Chino Castillo, un líder de la secundaria, que venía simulando hacerle el amor a un calvo que veía la televisión durante el sodomita acto sexual, en clara referencia al Ministro de Educación de la época.
    En medio de La Jodarria, en la sección ”Vida social", leyó. "¿Ya saben quién es el nuevo damo del poeta David Escoba Qué Lindo Culito? Pues nada menos que el Marqués Mendes de Oza, el director de La Iguana en Flor de Izote y en Alguaske, esto, según los chambres del imbécil de Quique Castro y de la bazofia intelectualoide del Ministerio". Esta frase tan ingeniosa como célebre, que probablemente había sido escrita por el mediocre discípulo de Jacobo Weisserfeld, el Br. Guido Oveja, se prometió Cirilo guardarla para la posteridad de alguna antología alternativa. Guido Oveja, un aborto deforme del profesor Waisserfeld, que, en su desprecio a los jóvenes poetas los tildaba como "el poetariado", pasaría a la posteridad en la novela de Cirilo como el redactor mejicano de una sección anti-poética de chambres.
    El aspecto burlesco del desfile adquirió tintes trágicos cuando empezaron a caer en medio de la multitud las primeras bombas lacrimógenas que la policía y la guardia, aparecidas sorpresivamente en las esquinas aledañas, comenzaron a lanzar sobre los bufos. Cirilo, sin mucho esfuerzo, cruzó un par de calles al mismo tiempo que doblaba cuidadosamente y con esmero el ejemplar de La Jodarria y se lo escondía en los bolsillos. Después de ganar la Biblioteca Nacional y el Ministerio de Educación llegó a El Porvenir, célebre. por las medias tazas que su dueña, la niña Irene, vendía a mitad del precio normal a los poetas pobres del Valle. Encontró en el interior al Viejo Masís embebido en la lectura de Poemas de la pata coja, que un chileno de visita por esos días, Jaime Quezada, le había regalado. Al lado del Viejo César estaba su amanuense, el poeta Paquito Rivera. El café tenía dos mesas con cuatro sillas y otra con dos sillas al rincón; un mostrador con una pequeña vitrina, donde estaban los distintos comestibles que se ofrecían: panes con huevo, con frijoles, con queso, además de las reposterías y el pan dulce, la semita alta mieluda y la semita pachita, las quesadillas de queso, la porosa, las peperechas, los queiques, las chachamas, los turrones y las empanadas. A veces, la niña Irene ofrecía tamales de elote, de carne de gallina, de res o de carne de tunco, los sábados y domingos. En diciembre, en El Porvenir se podían saborear los panes con pavo, adobados, con lechuga y rodajas de tomate.
    La media taza de café costaba quince centavos, la taza completa veinticinco, peseta. El platillo especial era el de frijoles fritos con crema, acompañado de tortillas de maíz molido, el pan diario de los cuzcatlecos. Este era el preferido del poeta Jimmy. La cafetería tenía un movido trajín de clientes, la mayoría agentes vendedores de algo; periodistas como don Chico Aragón y don Mamerto; poetas mariguaneros, borrachos, drogos, terroristas, benditos y malditos; profesores desempleados; estudiantes universitarios; vendedores de la lotería; así como pintores de brocha gorda y fina: el viejo Ulises y los Crespos. El viejo César estaba
    acompañado del Chele Góngora, del Masís menor, Alejandro, y del poeta Paquito, su secretario y amanuense. Tenía sobre la mesa los cadáveres de seis Regias, la cerveza gigante y económica, cuyo envase daba cuatro vasos. Rigo se levantó de la mesa para saludar a Cirilo, y al mismo tiempo le pidió que cuidara de su asiento, acto seguido, se dirigió a una esquinita escondida de un edificio en construcción cercano al almacén Omnisport, para orinar. "Algo que nadie puede hacer por mi", les dijo, parodiando el famoso poema Róckico. Sobre su mesa, la niña Irene había puesto una pailada de pepitorias y chicharrones fritos, como boquitas. Tenían abierta la ventana que daba a la calle y el leve sol de las dos de la tarde se filtraba a media luz por la misma, opacado por la llovizna.
    - Demasiado temprano para ir ya en la recta final de la borrachera diaria - observó Cirilo al tiempo que encendía un cigarrillo Delta de la cajetilla agonizante en la mesa poética, y pedía otra Regia para entrar en calor.
    - Acordáme que después me tengo que ir a güeviar Sobre héroes y tumbas de la librería de don Kurt para feriarlo mañana con el poeta Neto Ayala - le pidió Rigo a Cirilo.
    Este puso discretamente sobre la mesa el ejemplar de La Jodarria, junto con la cajetilla nueva de cigarrillos Embajadores, "la del equipo", como él acostumbraba decir. El Chele Rigo, en un momento de nerviosismo, después de haber tomado un trago de cerveza, de haber aspirado el humo de su cigarrillo y de haber visto La Jodarria, se arrancó el pelo rubio que tenía en el lunar de su mejilla izquierda. Este acto resumía su nerviosismo e impaciencia. En instantánea reacción le preguntó:
    -¿De dónde has sacado ese ejemplar?
    -¿Recién lo compré en el desfile bufo?
    -¿Desfile bufo? - preguntó asombrado -. Creí que era mañana.
    - Pues no, ahorita está en lo mejor de la tronadera, ya que los ruidos como de año nuevo que se oyen son bombas y balas que la cuilia deja ir contra los manifestantes a tres cuadras de acá - explicó Cirilo.
    - Hoy si levanté las que no eran - se recriminó Rigo y la mara debe de estar super-encachimbada porque ni me asomé este día, se me fue el pájaro por estar chupando con los poetas.
    - El que iba en tremendo ondón portando una vistosa pancarta de la Marlene Luna encuerada y empacallada es Raúl Chamagua - informó Cirilo.
    - Puta, a ver si por lo menos controlo a Foncho Hernández para que no me agüeve después diciendo que soy indisciplinado - agregó Góngora y acto seguido se marchó sin ton ni son de la cafetería.
    - Hay los güevos - dijóles mientras se amarraba los zapatos y salía a la calle en dirección a la tronadera que aunque lejana, se escuchaba nítidamente.
    La llovizna había amainado un poco. La ciudad estaba envuelta en el bullicio lejano y en la confusión de gritos, bombas y balazos que provenían del centro.
    - Pasado mañana es "La bajada del Señor" - recordó Ulises - y pensar que estas fiestas han sido negras para mí, ni tan siquiera una mudada de "gallo" he podido estrenar se lamentó.
    - La culpa la tiene el bendito guaro - dijo Paquito -, ya que en esto su vida se parece a la catedral metropolitana: sólo tomados pasan.
    - No me joda Paquito –contestó Ulises -, usted podrá saber mucho inglés y ser muy estudiado, pero en lo que respecta a la poesía y la vida, todavía es usted un mono cagado y en pañales, así que cállese y déjeme seguir chupando. El trago, pese a ser una tragedia, es la válvula de escape que me sirve para poder subsistir y no recurrir a un vulgar suicidio.
    -¿Por qué? - preguntó Cirilo -. ¿Por qué, habiendo otras formas más positivas de autodestruirse? Por ejemplo, ingresando en la clandestinidad política o yéndose a rodar tierra por el mundo.
    - Me gustaría - recapacitó Ulises amargado -, pero no puedo. No me veo como poeta soldado en las filas revolucionarias, ni mucho menos como poeta trotamundos por mares y montañas. Para otros dieron lana las vicuñas - les recordó, citando un clásico cuzcatleco.
    - En este invierno, macho de la muerte, cuántos nos hemos de comer las uñas --- complementó el joven poeta River, en su justo rol de amanuense y aprendiz de brujo.
    - Tiene razón el Viejo Ulises --observó Jimmy -, al menos es sincero y tiene claro qué puede y qué no puede hacer como poeta.
    - Por eso se irá al cielo con todo y ropa cuando se nos muera de una de las santas papalinas que acostumbra agarrar - cerró Cirilo.
    - Hasta mucho se habrá tardado - argumentó Jimmy -, ya que el promedio de vida del cuzcatleco contemporáneo es de treinta y nueve años y el Viejo ya pasa de los cincuenta. Eso y con el agravante de ser bohemio y bolito "pata de cama". Hasta un milagro es que todavía esté vivito y chupando.
    - Tampoco es para tanto - les recordó el Viejo -, no exageren también; no olviden que tengo contacto directo con los supremos poderes que dominan Cuzcatlán.
    - Has sobrevivido a tus célebres compañeros de beba Orlando Fresedo, al Poeta Salvaje Toño Gamero y hasta a Mario Arenales.
    - Cuestión de vivencia y suerte. Me ayuda mucho leer a los grandes novelistas gringos y a los poetas chinos de la antigüedad, para quitarme las gomas morales después de cada zumba y fusilar mi tristeza de poeta solitario.
         Lástima que no escribas sobre esos poderes sobrenaturales que te iluminan el coco - dijo Jimmy -. Les bajarías los humos a los poetastros oficiales de izquierda, centro y derecha, incluidos los ultras de cada bando.
        - No merecen la pena - acotó César Ulises el Bebedor -. Sería como gastar pólvora en zopes. Tengo un billete supersónico de medio milenio a la posteridad - recalcó a los poetas de La Cebolla Púrpura -. Si para entonces, dentro de quinientos años, mis cuentos y poemas todavía son actuales y leídos, habré cumplido mi misión en este Valle de lágrimas y de carcajadas.
        - Qué humilde este Viejo Calabiuza y Cachimbón. De tanto leer a Li Po, el poeta chino que era sabio, mago y niño al mismo tiempo, hasta nos salió filósofo - advirtió Cirilo -, aunque la mera verdá es que no anda del todo despistado: nadie, hoy por hoy, por muy vergoncito que se las tire, tiene la última palabra. Si acaso, dentro de cincuenta o de cien años. A mí en lo personal, la inmortalidad no me preocupa, hay cosas más importantes que hacer en vez de perder el tiempo masturbándose el coco.
        - Má, esa paja ni vos mismo te la tragás - le espetó Jimmy -, ahí si que nos querés entuturutar.
        - Pero así está la cosa, sin darle tantas volteretas – Cirilo -, clara y pelada.
        El diálogo; que amenazaba en convertirse en discusión acalorada, continuaba en el interior del café. La figura gruesa de su propietaria, la niña Irene, se hacía patente. Lucía un vestido floreado, morado y rojo, así como un delantal blanco con dos bolsas grandes en cada costado. Era blanca, menuda; el pelo semicano, con un peinado "permanente", junto a su gruesa figura, le daba un aspecto de verdadera matrona guanaca y una atmósfera hogareña al El Porvenir.
        En una cinquera lejana escuchaban desde hacía varios minutos la voz débil de "Los Vikings", el conjunto usuluteco de moda, que interpretaba canciones como "A la vera del camino", "Me contaron por ay", "Cien mujeres" o "La última canción". También, a medida que las cervezas desfilaban y la charla se volvía intensa, escucharon cercanos la tronazón de las bombas y los balazos, así como los gritos y la tropelía de los estudiantes que huían de las fuerzas del orden en plena labor represora, disolviendo a sangre y fuego la multitud carnavalesca del desfile bufo. Cerca de la cafetería de los poetas, cruzaron en estampida los primeros estudiantes fugitivos. Algunos, al ver que el café estaba abierto, buscaron refugio en su interior. La niña Irene cerró de inmediato la puerta, echó aldaba a la misma y para rematar, le puso una tremenda tranca que sellaba las dos puertas de la entrada.
        El viejo Ulises preguntó extrañado a los estudiantes fugitivos por el origen de tanto despelote. Cuando se lo explicaron, lanzó una frase de descontento y rabia, y, al instante, también una desparpajante carcajada.
- Lo que son las cosas en este país de mierda: la cuilia y la guardia de la oligarquía son demasiado cuadradas para aceptar la jodarria del desfile bufo. Ya cagamos fuego si esto sigue así, la cosa se va a poner color de hormiga, ya le tocaron los güevos al tigre estos malditos, nos va a llevar el diablo en una matazón infernal - profetizó rabioso el Viejo César, pintor de brocha gorda y poeta bebedor, mientras tomaba cerveza con la plana mayor de La Cebolla Púrpura aquel año de la prehistoria, cuando la guerra del gorila estaba a las puertas del infierno cuzcatleco.

La invitación

(Góngora)

        Aquellos días serán recuerdos como pasados por el agua clara del ayer, cuya característica será, no el sabor de la vida o la poesía, sino el carácter anecdótico de tu derrota. Escucha: mientras vagaba con mi insurrección solitaria por los volcanes y montes de la región con mi soledad a cuestas, tu andabas perdido al otro lado del mundo, embarcado en carnavales y en fiestas europeas que te hablaban del amor como de una canción azul que se prolongaba en tus pasos falsos, tus días enemigos, tus sueños traidores, tus delirios de grandeza y tus fracasos tragicómicos. Déjame decirte que la música que salía de aquellos carnavales venecianos, alemanes, parisinos o kievitas, donde se esfumaba momentáneamente la tristeza y donde esquivabas la muerte que desde siempre cargabas, te traerían el recuerdo de tus hermanos poetas que en Valle de las Hamacas seguían escribiendo sus poemas bajo la lluvia, mientras se alimentaban con maná del infierno, con alcohol, mariguana, hongos alucinantes, heroína, peyote o mezcalina salvadores de un cielo definitivo al final de la locura y la adicción. El cáncer que el aire cuzcatleco oloroso a pólvora y a guerra próxima emanaba, también envenenaba el alma y la mirada dulce de los gorriones y pichones pecho-amarillos que se posaban después de escampar en los sauces llorones aledaños a la facultad de derecho, frente al cafetín de AGEUS, donde otros perdidos transaban sus puchos de monte, ácido y hongos, para iluminarme en medio de aquella edad de las cavernas.
        Para después de la historia, cuando de verdad la historia. con "H" mayúscula esté del todo muerta, cuando los cantos que con tanta pasión entonastes hayan sido sobrepasados por la realidad y la razón, para cuando te encuentres al otro lado del sueño y de la magia, Cirilo sobreviviente por un azar absurdo, no te olvides de tus hermanos, que murieron en la flor de la juventud y la poesía, que murieron puros, quizás porque como bien lo afirma esa cita cínica, no les quedó tiempo de corromperse, y porque los elegidos de los dioses y de la violencia, mueren jóvenes. Para entonces, cuando hayas retornado de aquel viaje, los recordarás como a extraños habitantes de un mundo raro. Su recuerdo te sabrá a vino añejo mal digerido, a cicatriz permanente en el pozo de la soledad y en una interminable caída al vacío. Alguien, quizás, en esa europea soledad y en ese retiro monástico que te habrías de construir, cantará desde un gastado disco "Destino fatal" o acaso en los autobuses de los numerosos congresos donde participes, oirás en las caseteras de una elegante motorista oficial, una misma canción de tu edad de las cavernas que te partirá el alma al otro lado del mundo y del recuerdo. Para ese entonces, ya habrás dejado de pertenecer a los nuestros y estarás en el alba extranjera, recordando nuestros himnos como los cantos de una tribu mágica situada más allá de la geografía y del tiempo, en otra edad quimérica, bajo otra piel y otra máscara. No vayas a creer que te guardamos rencor ni que te odiamos por haberte extranjerizado hasta la médula y por haber olvidado tu sangre pipil. Al contrario, nos sabrá a ironía pálida o a sonrisa espesa, el saberte extranjero como el que más, en esos cafés parisinos o en esas vías romanas donde tanto soñamos vernos envueltos un día después de la gloria, en esos congresos fastuosos europeos, llenos de académicos y genios de pacotilla, donde también deseamos ser protagonistas de primera fila para la edad inmortal de la hormiga o del cangrejo, aunque el futuro sea pospuesto en el calendario maya de nuestra juventud. Y quizás yo, Rigoberto Góngora, el poeta campesino que tú conocistes, el que te reclutó para enrolarte en misiones imposibles y en causas perdidas de antemano, el que te enseñó a deletrear el futuro y el pasado en las nubes de mayo, tenga una petición para ti en esos días de rosa y delirios: no te olvides de echarte un buen vergazo de trago puro y guanaco a la salú de aquellos días y en recuerdo de la leyenda que iniciamos con nuestra historia de amor después de la muerte; no te olvides de garrapatear en borrosas e ilegibles páginas, la historia escrita con sangre y risa que desde los atardeceres hambrientos y calamitosos iniciamos en el Valle de las Hamacas, como un inusitado asalto a la lógica y la dialéctica, como un atípico poema clásico convertido en la realidad de nuestras biografías: ahí no deberán faltar Jimmy, Foncho, Chema, Chito, Vallejo, el Viejo Ulises, ni los brujos indios de Curarén, con los cuales Putolión te enseñó a viajar y romper ríos, distancias, ciudades, paisajes y fronteras... Te puedes reír, pero no es necesario que nos llores ni que con lágrimas de cocodrilo trates de justificar tu cobarde ausencia o de demostrar tu perfecta coartada. Todo esto valdrá tan poco y estará tan devaluado. Otros grillos vendrán, otros muchachos entusiastas que tratarán por todos los medios de escalar el cielo y de burlar el infierno que recorristes en una singular romería, pero esto será harina de otro costal y pasto de animales de otro corral... Lo importante es que en tu singular ruta, fuistes el primero que llevastes nuestra original marcha por cielos extraños, sin bajar la guardia. Desde la soberbia y la humildad de nuestra poesía corriente de rompimiento, con nuestra sonrisa amarga en resumen, pero qué le vamos a hacer, en fin sonrisa: porque poner una pica en Flandes te habrá costado sangre, sudor, locura, lágrimas, sonrisas, quimeras y carcajadas.

Manlio el cronista

        Era un atardecer parisino de febrero, la primavera se insinuaba de forma colorida. Aquella voz lejana en el subconsciente que Cirilo había oído y que identificó con la voz del Chele Rigo, lo había acompañado en su ruta singular ese día. Quizás por haber encontrado esa vez sorpresivamente al poeta Armijo en su casa pigallesca. Por extrañas asociaciones, fruto de una inmensa charla, había saltado el recuerdo de Góngora. De la casa de los Armijo se dirigió en metro hasta Odeón, la parada céntrica del metro en pleno Saint-Michel Boulevard, y aledaño a la cual se encontraba el Hotel du College de France, donde Manlio El Cronista estaba hospedado y donde se habían citado previamente para continuar charlando sobre los últimos años de la poesía, la vida, los poetas y la política de Cuzcatlán. Cirilo había escuchado la voz de su hermano poeta muerto en la distancia, conversándole de sus orígenes. París no era ninguna fiesta y los metros atestados de gente angustiada y azotada por la recesión, el desempleo, las hipotecas y la vida dura hacían más patente la torre de marfil desde la cual Cirilo contemplaba su entorno.
Su estado de ánimo cambió cuando estrechó las manos del viejo brujo Manlio, quien con su característico abrazo de oso revoltoso, le transmitió el calor de sus lejanos volcanes y sus géiseres termales en la mar del sur, así como la alegría y el sarcasmo del vivir. "Jodidos, pero contentos", le dijo, resumiendo magistralmente la situación del Pulgarcito de la posguerra.
- He leído con atención la novela inconclusa sobre los poetas de La Cebolla Púrpura que me dejastes ayer - habló.
- Casi la tengo terminada - agregó Cirilo, mientras se sentaba a la par del Cronista en el hall pequeño del hotel e iniciaban una conversación sobre la misma.
- Tenés que dejarle más libertad de acción y de palabra a los poetas, dejar que ellos se expresen con su propia voz. Darles más vida independiente, liberarlos en fin - sugirió.
        - De acuerdo - respondió Cirilo -, aunque la intención es recoger el testimonio de un diálogo caótico que la soledad y la distancia europeos y extranjeros me dictan.
- Bueno, ese es otro pisto, pero cambiale el nombre a Waldo por ejemplo, se insinúa demasiado la intencionalidad.
        - Quizás al ser leída en nuestra aldea, pero ten en cuenta que fuera de la misma, esos nombres no dicen nada y son novelescos – replicó -, el final ya lo tengo en la memoria y en algún lugar de la intuición.
        - Podría ser una fiesta al final de la historia - le aconsejó- por lo que el tema te llevaría forzosamente a contactar de nuevo con todo ese pasado heroico y jocoso que hay que rescatar.
        - Eso caería al pelo para salir del impase y de la prisión formalista que el desarrollo del argumento, concebido dentro de una trama lineal, me impone. Tengo que romper las cadenas de la secuencia lógica en la narración.
- Tenés que hacer más ágiles los diálogos y desterrar la prosa poética, algo que hace un tremendo daño a cualquier novela sólida - siguió comentando, en un lenguaje sencillo que resumaba su experiencia de narrador consagrado. Reinaba un estado del tiempo triste en ese París de febrero; las escarchas del invierno, que se notaban en los arroyos de lluvia y resaca de la noche anterior, le daban un ambiente de melancolía y soledad a la urbe. Luego de charlar sobre la novela en pañales, se encaminaron al café aledaño, en la entrada del metro Sorbonne. Escucharon el rumor de los pajaros parisinos, descubriendo en el interior del mismo el canto triste de las lechuzas cuzcatlecas, a lo lejos, en el cielo distante. Lo nublado del mismo, así como la amenaza de una próxima lluvia, acompañados del café nostálgico que disfrutaban, aumentaban la lejana tristeza de la atmósfera.
        - No me moriré en París, ni un jueves por la tarde, ni con aguacero, ni un día del cual tengo ya el recuerdo - le comentó en tono jocoso Manlio, aplicado en rellenar una nueva libreta con sus direcciones perdidas.
        - Está bien esa desconstrucción de Vallejo y de París resaltó Cirilo -, ya que aquéllos eran otros tiempos, cuando la literatura, a pesar de ser la eterna exilada del festín social, por lo menos tenía voz y voto. Hoy, es ignorada.
        -A causa de los nuevos dioses en los medios de comunicación - reconoció Manlio.
        - Incluso se habla de la muerte de la novela y de la literatura en general.
        - Pero hay que adaptarse a los mismos – recapacitó -, es muy maravilloso, por ejemplo, poder intercomunicarse desde cualquier punto del planeta. Vivimos ya la aldea global y esto es lo más jodido para muchos en el Pulgarcito, nuestra aldea local. No se dan cuenta que en vez de enconcharnos tenemos que expandernos.
        La charla, ajuste de cuentas y balance final del pasado, transcurría en cordial ambiente. Habían recorrido los tópicos escabrosos de la historia nacional en sus últimos años.
        Luego de haber dejado a Manlio de nuevo en el hotel con su cargamento de sueños y sus proyectos pipiles, Cirilo se dirigió al Centro Pompideau, donde la última exposición de Henri Matisse, junto con el excelente ciclo de cine mejicano, eran la mejor coartada para olvidar las penas mayores de ese día.
        Mientras dirigía sus pasos hacia la siguiente estación del metro parisino, Cirilo no había dejado de sentir en sus oídos las voces mágicas de sus amigos poetas, hacía años asesinados en el Valle de las Hamacas. Esta coexistencia entre la realidad y lo onírico era posible ya que Cirilo, a través de un tiempo imaginario, había logrado traspasar - sin perder la ecuanimidad emocional y mental -, esa frontera entre la realidad y el sueño, en un orden heterotemporal. Técnica producto de siglos de recuerdos y de vivencias.
        Sólo milenios después, cuando descifró el encanto de los vientos alisios en los cuales viajan - transportados en cáscaras de huevo - los brujos de Cuzcatlán, comprendió hasta qué punto la magia de los poetas pipiles y de los hechiceros de Curarén había hecho posible tales señales en el cielo y en la tierra.
    Y aunque los avisos de una fiesta de gala al final de la historia, los tuvo Putolión una mañana de ventarrón bajo los sauces llorones del Parque Infantil, no sería sino hasta después de la guerra del gorila, para otro tiempo y en otra geografía, veinte años más tarde, cuando Cirilo sería visitado por los brujos y los curanderos cacaoperas en un barrio de bronca de Los Angeles primero, y por Manlio el brujo Cronista en París después, para recibir la invitación de asistir a esa fiesta final en un lugar fuera del tiempo, la geografía de la poesía y la locura, donde tendría lugar la reunión macabra y sacra de los poetas vivos y muertos, ausentes y presentes del Valle de las Hamacas. Para conformar una leyenda, legado del tiempo y sus máscaras pipiles.

El molino del tiempo

        Sábado por la tarde en el Valle. Ni compañías, ni buenos deseos, ni fuertes presentimientos. Nada ponía en tela de juicio la normalidad de esa noche que se avecinaba. Los carros corrían enloquecidos por la ciudad, ciegos y sin rumbo, ajenos al murmullo de fantasmas que deambulaban en todas las direcciones. No se trata de huracanes que se aproximan, ni de temporales que pasaron o pasarán (hace poco terminó un chaparrón que duró cuatro días y cuatro noches seguidos), se trata de los últimos chillidos que las calandrias, las urracas y los grillos, en el día y la noche, emiten, presagiando el fin de los tiempos modernos, impropio nombre al que podría agregársele el de posmodernos y premodernos. Es el fin de la guerra del gorila y del baño orgiástico de sangre, celebrado durante largos años en aquella región a la orilla de la mar pacífica del sur. La guerra como señal de identidad guanaca.
    Los perros ladran por las aceras donde él dirige sus pasos, no sabe si por sus pisadas o por la premonición sonámbula de esa tarde que empaña el ambiente con ancestrales signos. Los gatos chillan y se lanzan desesperados por los tejados, en endemoniada carrera buscando la oscuridad protectora y el lógico alivio, a tal grado que ha visto caer desde los techos un par de gatos negros y pardos por las calles, no sabe si enloquecidos por su cercanía o porque habrían decidido suicidarse instintivamente, ya que al final de los tiempos se rompe toda lógica de espacio y gravedad y se ingresa en una región semipantanosa e indefinida: la de las sombras, los murciélagos y las pesadillas. Región de los espíritus ancestrales bajo el cielo de cobalto putrefacto del Valle de las Hamacas.
  Se siente invisible, pero el estado de sopor, producto de la suculenta comida de la tarde, le ha hecho más pesada sus reflexiones, le ha retardado sus pisadas por la tierra sucia del Valle, donde retorna después de siglos de ausencia, como un viejo Odiseo, sin la pasión de Circe o de Helena, ni la gloria de haber destruido alguna Troya; como un hijo impródigo que alguna vez juramentó, bajo la lejana nieve, entre improperios y maldiciones a Dios, retomar alguna vez, un día del próximo encanto, a sus remotas playas y sus paseo vespertino le ayuda a clarificar los pensamientos perdidos en su inmensa cabeza negra de indio pipil mestizado con algún resto de sangre ibérica que sus antepasados, como Putolión o don Nolbo, lograron transmitir a la hora de perpetuar sus pasos actuales. Hasta aquí llegaban los descendientes del mundo cuzcatleco, hasta ese día límite de la eternidad, esas solitarias horas, cuando invisible, se desplaza por el Valle mientras ve los rostros de sus habitantes enfrascados en el diario combate por la vida.
        La tarde apacible le recuerda su vida fuera de la tribu; sus alegrías, sueños, pesadillas y derrotas. Desde su deserción en la frontera de los días de crisis, un mosaico de anécdotas del más barriobajero calibre lo persigue. Araña, la mujer que intenta convencerlo que es hora de formalizar su vida, no ha logrado arrancar de sus pensamientos el fatalismo atávico, adosado a un lado carnavalesco, que conforman el carácter sui-géneris de los cuzcatlecos.
        Ha llegado hasta la cafetería de la niña Irene, la misma donde compartió el tiempo poético con Jimmy, Góngora, los Masís, los Crespines, Santana, el Super-vivi. Sin embargo, no ha sentido la necesidad de entrar a tomarse el obligado café vespertino; muy por el contrario, ha cruzado la calle y pasado de largo por la sede de la Logia de los Maestros del Gran Oriente, nido de masones cuzcatlecos, ubicado en las vecindades del almacén deportivo Omnisport, cerca del parque Libertad. Caminando sobre la primera calle poniente llegaría al Hotel del Centro, en cuyos bajos se encuentra El Skimo, donde los poetas de El Porvenir se reúnen al anochecer para discutir de poesía, de revolución, de política e historia: hasta allí han llegado las carcajadas del gordo Sansívar, así como las bromas y la ironía del Pichón, sumadas a la risa eterna de Toño Bonilla, la iracundia de Cirilo, el sarcasmo de Jimmy, la humildad campesina de Góngora y el aire noble de Gilda Lewin, la prima diva cuzcatleca de la posmodemidad. Aparte de ellos también llega Mariluna La Linda, la chica terremoto medio federal empilada con los hongos alucinantes de los potreros de Armenia, en uno de cuyos alucines fue a parar a la plana mayor de la guerrilla cuzcatleca; Gerardo Guzmán, el cantante que recién le ha puesto música a los poemas de Jimmy también se hace presente así como el músico René Quijada Urías, hermano del poeta Alfonso Kijadurías, quien escribiría en esos años locos la memorable crónica sobre la fama infame del famoso. El Skimo, cuyo dueño es el itálico Gino, es un café burgués, con ambiente refrigerado, meseras despampanantes y amables que sirven el café y los postres regados por la sonrisa simpática del atardecer o del anochecer cuzcatleco. Lasker Becker, el periodista chapín, famoso por haber llegado a San Salvador descalzo y sin un cinco, con una mano adelante y otra atrás, que siempre pasa enterrado en sus deudas, sus delirios de grandeza y sus frustraciones políticas, se asoma también para picotear el ya caldeado ambiente. El Marqués Mendez de Oza, director de La Iguana en Flor de Izote y creador genial de toda la subcultura del consumo publicitario que inunda los medios de comunicación, aparece por la cafetería con su aspecto impecable, elegante y garboso, parecido a un personaje imposible de Balzac o de Oscar Wilde. Becker y el Marqués de Oza llegan invariablemente con camisas de tonos subidos, rojo o amarillo intenso. En voz baja se comenta que los dos están a tono con sus colores: rojo en política (el Marqués de Oza ha sido calificado como tonto útil de los rojos por el imbécil de Nando, el cartonista del viejo Viera Altamirano, y Lascker Becker, reptilesco escribidor de tercer orden, es compadre del Chele Miérdano, el candidato del Fudi, el partido del gallo rojo) y amarillo, debido al color escatológico por excelencia.
        En dirección a San Miguelito, esquina opuesta de La Prensa Gráfica, se encuentra La Oficina de Napoleón, un bar notable por sus grandes botas de cerveza que abarcan litro y medio, las auténticas litronas. Ahí llega a emborracharse y a disipar sus penas de amor el pintor y dibujante neurótico Napoleón López, compañero de generación del pintor maldito Ramírez Melara y del escultor caústico Dagoberto Reyes. Cerca queda el chupadero El Palermo del ex futbolista Marilet Montoya, especial por sus boquitas fuertes tipo sopa de patas, de jaiba, de cangrejo y por sus enchiladas mejicanas adobadas de cebolla y tomate. Aledaño está El Ritz, aquí acude la marabunta cuando se está pasando al amanecer de una nueva borrachera; además, a este bar con música mexicana viene la mayoría de pintores cuzcatlecos, en esa época influenciados por el neo-figurativo de José Luis Cuevas luego que pasara Martita Traba dictando una serie de conferencias sobre su plástica. En las madrugadas del Valle, se ve la luz incesante de las brasas de las cocinas improvisadas de La Praviana que usan las vendedoras ambulantes por la noche, que les sirven para calentar el shuco o el chocolate, así como el punche, que los trasnochadores, la mayoría de veces bien borrachos, acostumbran tomar.
        Siguiendo la nocturnal y ebria ruta del Valle, llegarías al legendario Lutecia, atendido por Michael, el mesero de los poetas guanacos a partir de los años cincuenta, cuando la broza de Pepe, Roque, Manlio, Armijo, Pipo y Armano López Muñoz iba ahí a echarse sus talaguashtazos. A partir de entonces, hasta cierta época, el bar permaneció intacto en sus cristales, sus espejos, sus sillas y sus mesas. Allí desfiló la última generación de poetas, pintores y músicos del Valle, meses antes que comenzara la guerra del gorila. El Lutecia contaba entre sus tesoros, poemas escritos en pleno delirium tremens por el Poeta Salvaje Toño Gamero, el mismo que buscaba la saliva y el néctar mágico de las mujeres; del viejo César Ulises que escribía poemas a las muchachas en las escaleras; del Pipo Velado que redactaba sonetos a su lengua quemada por el cáncer y la censura lemusiana; del poeta niño Orlando Fresedo, que le cantaba a las golondrinas y al atardecer del Valle en la desesperación de sus borracheras en busca de amor.
        Una de esas madrugadas mágicas, al salir de El Lutecia, frente al edificio de la nueva Lotería Nacional de Beneficencia, Cirilo armó una batalla campal con el pintoresco Toño Bonilla, haciendo gala del arte marcial del lejano oriente, mezclado con boxeo, patadas de la lucha libre, y usando el método anti-piquetes a los ojos que había inventado para gloria de la lucha libre cuzcatleca el popularísimo Zas I. En aquella memorable pelea imaginaria - un excelente simulacro- lo que llamó la atención de los espectadores y futuros combatientes, todos borrachos trasnochadores y matreros - prostitutas en busca de descanso, lustradores de zapatos, canillitas rumbo a La Prensa Gráfica, homosexuales en busca de pareja, ladrones en estado de acecho, pordioseros e inválidos sin nada que hacer y estudiantes semi-maleantes al borde de la delincuencia- fueron los gritos y las expresiones guturales que le daban un carácter marcial a la contienda simulada. Una especie de poesía estridentista había inaugurado con Bonilla sin darse cuenta, ya que Cirilo, al filo de muchos años y otra vida, habría de oír esos mismos gritos que constituían la poesía sonora, en los recitales de lírica y anarquismo, posmodernismo y descontruccionismo en los salones literarios, las bibliotecas y las librerías, de los labios inspirados de poetas europeos. La batalla imaginaria que él y Bonilla iniciaron terminó - cosa habitual en esos tiempos- en una verdadera batalla campal entre el público espectador, poco después de que comenzaran a volar botellas y a silbar los primeros balazos, así como a chirriar con su chisperío, los primeros corvos y pechetrines.
        Una noche tropical perfecta, esa del Valle y sus poetas locos, borrachos, mariguaneros, guerrilleros, terroristas, diablos, dioses, mártires y ángeles que presintiendo un fin de fiesta, hacían derroche de la alegría y del humor que aún tenían.
        Desde la plazuela Morazán se veían por las madrugadas las luces de las enormes antenas transmisoras. de la televisión nacional o de las radios locales que brillaban en el volcán Quetzaltepec, conocido como El Picacho o El Boquerón, y desde donde se transmitía un tiempo prisionero de gloria y trago fuerte, de parranda, sol y trasnochar ciego de alcoholes. Sobre la falda del mismo, alumbraba el anuncio luminoso de Credisa, lo mismo que las fogatas campesinas de las cortadoras de café, que en medio del frío del Boquerón cantaban con sus guitarras ebrias, mientras tomaban el café de palo e iniciaban en la mañanita el diario recolectar del café.
        Frente a la plazuela "Morazán" está el Teatro Nacional, donde Salomón montó "Persecución y asesinato del Jean Paul Marat" que hizo furor en la dramaturgia cuzcatleca. A la derecha del Teatro está El Alcázar, bar visitado por los poetas, así como el comedor Izalco con sus frijolitos fritos y su carne asada... En las madrugadas, después de consumir los cilindros de Chepe Toño y de Espíritu de Caña en El Lutecia, pasaba el poeta mejicano y cónsul Edmundo Font con un carro VW con diplomáticas, a bordo del cual reiniciaban una nueva borrachera, trasladándose a los puteríos de la Lupe Siqueiros, en Mejicanos, así como en la Troncal del Norte o en la Escalón, ya que la Lupe, dama de coroneles, tenía carta blanca con sus negocios y tramafaces. A Edmundo Font siempre lo acompañaba el poeta Kijadurías y el mago Norman Douglas, el hijo guanaco de Kirk y hermanastro de Michael. El poeta chémico Cuéllar bajaba de la Ciudad Universitaria, rodeado de mediocres y segundones como el Zarco Herrero, con quienes hacía política universitaria en su cueva cultural. Foncho Hernández era más sereno en las noches de farra, no pasaba de la tercera cerveza o del segundo trago, y su pasión era hablar de los surrealistas y de los masacuatos de San Chente. Cirilo lo recuerda siempre escribiendo poemas a los mártires de la izquierda guanaca, a veces casi como una manía, al grado de convertirse en un cronista necrofílico con su santoral revolucionario. Giovani Galeas el Fumador, el miope poetita hijo adoptivo de Jimmy, aparecía por esas noches casi siempre prestando ayuda solidaria a los poetas que se caían de borrachos o que se perdían en sus viajes de ácido, hongos y mariguana; su único vicio era fumar cigarrillos de todo tipo: era capaz de quedarse sin comer con tal de reunir la plata necesaria para adquirir los paquetes americanos de tabaco importado, que él fumaba como lo que era: un poseso prisionero del humo y la nicotina.
        Cirilo, embebido en tales pensamientos y recuerdos, ha continuado su ruta por las calles en mención. Sin entrar en los locales iniciáticos ha imaginado y encontrado con vida a todos sus protagonistas. Inmerso en sus sueños y delirios ha retrocedido en el tiempo y el espacio mientras transita el asfalto del Valle, que es otra ciudad diferente a la de aquellos tiempos, pero sobre la que sigue cayendo la misma lluvia del invierno azul y burlesco, junto a los besos mágicos de un atardecer dados a una desconocida en un tiempo indefinible, que quedó perdido en el sin final de su memoria.
        Los perros ladran con inusitada fiereza, los gatos saltan, las hormigas se esconden y las ratas salen de sus cloacas a inundar los mercados y las plazas para hartarse de carne podrida y salada: este es el signo final que esperaba Cirilo, la señal en la tierra que le fue anunciada por los brujos de Curarén, la fecha mencionada para que el gran encuentro diera comienzo, hora de dirigirse a la fiesta de gala de aquel anecdotario, al otro lado de la lógica y del tiempo... Había retornado del frío, de la muerte y del otro lado del mundo a esa ciudad, luego de haber descubierto las señales invisibles en la arena de Alejandría y las marcas visibles en la taiga del gran oriente. El molino del tiempo, en cuyo laberinto de soledades se había extraviado, llegaba hasta esta selva de cemento iniciático, donde fundó su destino y sus raíces de la eternidad: el Valle de las Hamacas, tal como ahora lo estaba viviendo, era la encarnación anticipada de su recorrido universal. Cirilo, debido a las facultades recibidas de los brujos erramundos de Curarén, tenía los poderes necesarios para darle un final al círculo de tiza, al círculo de fuego y del tiempo que La Cebolla Púrpura había iniciado en la prehistoria del amor, en la posguerra del fútbol, cuando la poesía corriente de ruptura del Chele Góngora y del poeta Jimmy hacía furor en los recitales incendiarios y anárquicos de la literatura guanaca.
        No quiso tampoco dejar de lado los signos de otro gran iniciado, Juan Calabaza, que le fueron transmitidos, mientras él agonizaba, por su voz eterna en la arena de un ebánico mundo, cuando buscando la angola de un neto amigo el barco naufragó luego de haber sido atacado por modernas pirañas y apareció después en las costas doradas de aquel mundo profundo, a las orillas del Atlántico que en línea horizontal bañaba la otra orilla del Brasil: tampoco fue necesario morir de hambre en esa ocasión, cuando sus fuerzas llegaron al límite, pues, para esa fecha de idealismos, sólo el amor de sus hermanos que peleaban y morían en una guerra justa al otro lado del mundo le dio las fuerzas necesarias para retornar a la vida, en la soledad más solitaria del universo, bajo la desesperanza más deprimente y en territorio desconocido.
        Ahora, al acudir a una cita propuesta años atrás, se reencontraba con un destino torcido y variable que, muy en contra de las circunstancias, terminó siendo el suyo, y el reencuentro con sus raíces. Esto lo había llevado esa tarde cercana del anochecer a caminar automáticamente por las calles, plazas y plazuelas donde años atrás había recorrido la vida con sus hermanos de letras, parranda, subversión y muerte... Se presentaba, esa tarde del final del tiempo y de la historia, a la cita que le habían anunciado los brujos de Curarén una mañana de suburbios y reflexiones en Los Angeles, y más tarde Manlio El Cronista en el hotel burgués de un París lluvioso.
        Después de traspasar el parque Libertad y atravesar la catedral en construcción, pasó de largo por el Palacio Nacional y esquivó a los vendedores ambulantes. Un enjambre infinito poblaba el centro del Valle vendiendo todo tipo de chucherías y objetos dispares. Sobrepasó el antiguo edificio de ANTEL, y ya llegando al parque Bolívar en la calle Arce, abordó más allá de toda esperanza un taxi. Le dio una dirección al taxista, que arrancó el vehículo advirtiéndole que tardarían más de lo previsto debido al habitual atasco que a esas horas finales de la jornada prevalecía en la capital. Cirilo no objetó y el chófer emprendió la ruta: no sabía que había ingresado en el molino del tiempo que lo llevaría al final de la historia, al final de la novela y al final de esa cita de Cirilo con los poetas de su tiempo y de su tierra. Al llegar al pasaje Lempa de la colonia Cinco de Noviembre - tal era la predestinada dirección -, el taxista aún no había notado que, habían retrocedido años durante el viaje o a lo mejor avanzado siglos, pues se encontraban al margen del tiempo, en un vacío de siglos y segundos.
        Cirilo, luego de cancelar la cuenta, bajó del taxi, caminó despacio por el callejón del pasaje, pasó de largo por la cancha de basquetbol que se atravesaba en medio del mismo y después de caminar un tiempo prudencial, llegó hasta la puerta metálica del número nueve, donde estaba el timbre anunciador a la par del rótulo familiar de la casa con los apellidos Suárez Quemain, el hogar de la vida y de la muerte, la casa del tiempo, donde terminaba la historia, el cuchitril poético donde Jimmy escribía sus sonetos anarquistas contra las estrellas mariconas y la luna estuprada por los gringos. Tocó el timbre por mera formalidad. Sabía que lo estaban esperando desde siempre y que allí se estaba celebrando la fiesta de gala de la literatura cuzcatleca. En esa misma casa nacían el molino del tiempo y la anti-eternidad, donde orondos dioses creadores soplaban el fuego mágico de la vida a través de la música embriagada de sus ocarinas mayas.

Curarén tiempo sin tiempo

        Le informaron que había llegado a Curarén y que este cantón tan activo y lleno de contrabandistas, refugiados y guerreros, en otra época había sido un triste y anónimo lugar sin vida, alimentado por la leyenda de sus brujos, sus trece casas y la iglesia en construcción. Nadie, ni siquiera el adolescente que lo había apuntado con su fusil mientras Cirilo exploraba la zona en busca del contacto para él y sus compañeros que aguardaban en el maizal de las afueras, le pudo explicar las antiguas leyendas sobre los brujos y sus poderes ocultos que les permitían volar por los aires del mundo, metidos en cáscaras de huevos, o sobre las fiestas arcanas de medianoche que se habían vuelto un secreto a voces por la comarca, ya que en ellas, según relató Putolión en su infancia, se hacían presentes los mitos regionales: el Cadejo Negro, el Cipitío, la Ciguanaba, la Carreta Chillona, el Padre sin cabeza, el Justo Juez de la Noche, que viajaba acompañado de un pájaro que cantaba "Justojuezjustojuezjustojuez", mientras volaba en círculo sobre el magistrado fantasmal; la Mano Peluda, el Cadejo Blanco, los Cangrejos de Oro de la Pozona o las lechuzas en vuelos de medianoche, hipnotizadas por las oraciones de don Urbano, el maestro de brujos, mientras rezaba las oraciones del cielo y del infierno, acompañado de su cigarro de tabaco prieto con el oye pronunciaba "La oración del puro", mientras la bandada de animales huía chillando en las lomas y charrales así como en la montañita aledaña al cerro La Llorona, incluyendo al león del río profundo de la localidad - el Goascorán-, descendiente directo de los leones que a principios de siglo escaparon del circo Ataydeé Hermanos, que en las quebradas iluminadas por la luna emitía sus rugidos y su sed de sangre caliente.
        Nadie le dio señas a Cirilo de estos fenómenos que él conocía por las leyendas que Putolión en su infancia, mientras saboreaban el café de palo en un guacal de morro gastado, le relataba en los anocheceres. Desde su infancia tenía contacto con el anecdotario de Curarén y sus brujos. Frente a él se presentó un miembro de la jefatura local de la guerrilla. Cirilo, aturdido por la original ruta que junto a Julio y José habían recorrido desde aquel lejano café parisino a la entrada del metro Saint-Denis-Strassbourg de hacía dos años hasta ese cantón de los mañanaviernes cuzcatlecos, pasando por Teguy la frontera donde asediaba el general Tomás Caquita y la Montada, explicó a su interlocutor las razones por las cuales habían ido a parar en tal sitio. El jefe rebelde se presentó como capitán de la inteligencia del cantón. Era alto, calvo, fornido, de poca inteligencia aunque él afirmara lo contrario y de una edad definible entre los cuarenta años o algo menos. Se notaba que no procedía de la región, ya que su acento capitalino, así como la tez blanca de su piel y sus ojos achinados, que contrastaban con su calva proverbial, lo desmarcaban de las características étnicas propias de los lugareños.
        - Suerte han tenido de no haber sido guachados durante la ruta loca desde Europa - sintetizó el rebelde capitán calvo. Cirilo le indicó las señas topográficas del maizal donde aguardaban sus noticias Julio y José, mientras le hacía un somero relato internacional de la situación política y económica. La guerra se hacía latente en las calles del poblado. Se podía contemplar la cantidad de refugiados, lisiados y demás componentes de la masa amorfa que constituía la comunidad nómada del cantón: mujeres con niños en los brazos, ancianos envejecidos hasta el límite de las arrugas en sus rostros, perros que ladraban a la luna llena iluminando la noche en medio de un fogón alentador, ancianas que echaban tortillas en los comales de poyetones improvisados donde cocinaban el bastimento y la cena de esa jornada café de palo con frijoles sancochados acompañados de arroz o huevos estrellados, la comida diaria de la región junto con las enormes tortillas de maíz llamadas chengas, y que a diferencia de las tortillas de la capital son gruesas, enormes y sabrosas. Al final de la carretera se veía la silueta ladradora de los perros, y unos bueyes y caballos pastaban en el establo. Al lado, unos ancianos músicos tocaban. Una antigua canción fue reconocida por los sentimientos y el poder evocativo de la memoria de Cirilo. Quizás se trataba de un bolero, una ranchera o un corrido norteño, popularizado con la letra de algún héroe local.
        - De dónde son los cantantes - preguntó el autonombrado capitán.
        - Son los únicos habitantes del cantón que se quedaron después que la guerrita asoló estos lugares – explicó -, quizás por ser tan viejos, y los más encariñados con el poblado. No se mueven del cantón y se han convertido en árbitros de la muerte y la alegría, ya que cuando se producen las retiradas estratégicas o las guindas, se encargan de dar sepultura a los cadáveres de los caídos, soldados o rebeldes. También amenizan cada noche con su música, ya que se saben la mayoría de canciones famosas en la comarca.
        Cirilo oyó en la profundidad de la noche una canción que tomaba vida como por arte de magia. Sus ritmos rústicos eran esbozados por las guitarras y las manos callosas de los brujos de Curarén que tocaban sus instrumentos paseándose por los muros del tiempo.
        Distinguió al calvo capitán dictando los detalles de Julio, José y de él, a una muchacha radista que los transmitía en un código local.
        Lo raro, en el momentáneo alivio de Cirilo, fue la ausencia del telúrico sentimiento preparado desde hacía años para cuando se encontrara en dichas tierras. Quizás debido a la atmósfera bélica y de sacrificio que rodeaba el cantón de los antiguos hechiceros cacaoperas y lolotiques, convertido en los últimos años en campamento de refugiados y base de apoyo para los insurgentes.
        El adolescente que al principio lo había apuntado con su automático se acercó. Era un lugareño de unos diecisiete años, moreno, alto y flaco; pronunciaba con dificultad las eses, pues las convertía en jotas, y aunque para Cirilo no representaba un cambio fonético importante, sí podía en cambio notar la diferencia entre la manera de hablar del lugareño y la del capitán rebelde.
Tenía sed y le pidió algo de beber.
        - Es agua fresca de la montaña - indicó el adolescente al tiempo que vaciaba de un porrón de Nacaorne, adornado en la boca del mismo por una cabeza de gallo multicolor que servía de tapadera al recipiente, un guacal de agua.
        Conversaron de la guerrita y los refugiados, de las condiciones duras que afrontaban desde hacía años, pues los ataques del ejército eran cada vez más frecuentes.
        - Siempre nos dan tiempo de prepararnos --explicó Ramiro, que así se hacía llamar el adolescente -, ya que antes que lleguen al objetivo final de sus ofensivas, nuestros guías e informantes los llevan cortitos y controlados por los caminos y veredas donde se desplazan. Después de las desbandadas, dejan tiradas una cantidad multinacional de armas, desde el G-3 alemán hasta el FAL belga pasando por el M-16 americano y el Galil israelí. También hemos recuperado AK soviéticos y chinos, así como bazookas, morteros y granadas anti-tanque - le informó, con el tono de un experto conocedor del tema y de las armas en cuestión.
        - El mejor negocio de esta guerra sucia es el de las armas – reconoció Ramiro-, sobre todo después que la cosa se puso color de hormiga en la frontera. Hasta los catrachos se han olvidado de pasar con sus famosas "inspecciones", ya que la mayoría de la gente que transita por las veredas solitarias anda bien apertrechada con armas de todo tipo y calibre. El tal general Tomás Caquita, que era el terror de los guanacos que cruzaban la frontera rumbo a la costa atlántica, desapareció del mapa con todo y su guardia fronteriza, la Montada.
        - La guerra, el contrabando de armas y la vida nómada obligatoria deben ser terribles - comentó Cirilo -, es como si hubiesen metido a los habitantes del poblado en camisas de once varas.
        - Tenemos que andar listos como el cangrejo - acotó Ramiro -, sobre todo después de las matazones del río Sumpul y del Mozote. En la capital y las ciudades es diferente, pero en el monte tenemos que andar ojo al cristo con el ejército, si no, nos madrugan y comemos la que enterró el gato. Camarón que se duerme se lo pisan los chimbolos - bromeó.
        La noche había caído. Los susurros de los vientos alisios que venían del Atlántico después de pasar las montañas hondureñas llegaban con el frío que, por estar a campo pelado el cantón, se hacía intenso. Cirilo siguió las señas de Ramiro, quien le indicó con la punta de su automático que se acercara a un fogón, donde de paso pidió dos cafés y siguieron conversando.
        - Mi padre me hablaba mucho de este cantón relatóle, explicando que Putolión procedía de esa región y me lo afamaba por sus brujos que viajaban en el viento y que hipnotizaban a las lechuzas en pleno vuelo de medianoche.
        - Cuentos de camino real. Hace años que no se termina la iglesia del cantón, pero esto se debe al descuido del cura de Polorós, el párroco del lugar, y a la situación bélica.
        -¿Y los mañanaviemes, los brujos de este cantón? - de nuevo Cirilo.
        - Pura bulla y habladurías de viejos pajeros. Lo que no es ningún cuento son las lucecitas que se divisan por las noches cuando se pasa cerca del cantón El Mozote, no muy lejos de acá. Una vez me quedé especialmente para verlas, ya que creí eran luciérnagas o fantasías de caminantes, pero las contemplé con estos ojos que un día se han de comer los gusanos.
        - Producto de las osamentas - argumentó Cirilo - como ahí existe una fosa colectiva, pasa lo mismo que en los cementerios. Debido al fósforo en los huesos de los cadáveres se ve en la noche oscura la luz azulblanquecina de los mismos. Lo sé porque cuando pequeño viví muchos años a la par de un cementerio y podía contemplar todas las noches este fenómeno, que en la infancia era mi pasatiempo favorito - contraargumentó Cirilo.
        - Conozco lo que trata de explicarme, pues lo he comprobado en los cementerios de mi pueblo - habló Ramiro -, pero en El Mozote es diferente, ya que son miles de lucecitas intensas las que se ven desde la distancia, cuando por las noches se baja desde la cuesta La Llorona. Estoy seguro que es el alma en pena de los miles de inocentes asesinados, que ahí relumbra.
        - En pena anda todo el país - agregó Cirilo -, y el mundo también está en pena de ver tanta masacre y brutalidad, aunque para los traficantes de armas este es el negocio de su vida.
        - Aunque los militares no aparentan ser asesinos - le confesó Ramiro- hasta parecen héroes de películas cuando se los ve de cerca, ya que andan bien rasurados y bien presentados. Nadie sospecharía que son unos grandes criminales. Por ejemplo, el coronel Vergas, que aquí es conocido como "Cuchillo largo", por pasar a cuchillo a todos los colaboradores de la guerrilla. Tiene un su dicho donde afirma que los más peligrosos somos los pobladores que ayudamos a la guerrilla. Dice que hay que acabarnos para sacarle el agua al pez. Otro que no parecía era el coronel Castrildo, pero luego que le apiamos su helicóptero y lo capturamos, después de vivir una temporada juntos, terminó hasta de cherada nuestro.
        - Este coronel Vergas es uno de los verdugos más famosos en el mundo, así como el sicópata Davidson y el coronel Monterrojo, todos ellos son chafas integrantes de esa promoción conocida como "La tetona" - interrumpió Cirilo.
        - El coronel Vergas repitió lo de los peces fuera del agua en un mitín de Jocoro; incluso sacó un libro rojo de un tal Mao Se Es Dundo o algo así, un chinito que hizo la revolución en la Conchinchina, y que había escrito que el pueblo era el agua de la guerrilla. Pues este coronel Vergas le ha dado vuelta a la táctica del chino, aplicándola a su manera, arrevesada.
        - Existen en la capital varios centros de adiestramiento ideológico, donde enseñan esas teorías a los gorilas tratando de dar un toque civilizador a su formación. Son dirigidos por gringos y venezolanos y tienen de profesores entre otros a los renegados y traidores que antes fueron jefes rebeldes - acotó Cirilo.
        - Se las dan de instruidos y letrados - de nuevo Ramiro -, ya que a través de los tránsfugas, los gorilas conocen al enemigo, según su lógica. Unos cuantos traidores han sido instructores teóricos, luego de lo cual reciben un pasaporte gringo o venezolano con nueva identidad en pago por sus servicios.
        - Ahí han ido a parar ex jefes como Alejo Monteblanco, el que dirigió un frente de guerra para la inicial ofensiva de enero - recordó en voz alta Cirilo -, también otros como el Ronco, aunque este era un simple parlanchín y revoltoso, así lo conocíamos en la Universidad, pero en los periódicos y la propaganda gobiernista lo llaman comandante Casteplanos, un achinado con la cara inflada y llena de barros.
        Había anochecido ya, mientras el ritmo de la conversación improvisada le daba a Cirilo una sensación inédita de entusiasmo y energía. A la orilla del fogón donde conversaban se había levantado una cocina provisional, donde echaban tortillas y pupusas las mujeres lugareñas. En el aire embrujado de Curarén se oían las voces de los cantantes. La noche se infiltraba más allá de las luciérnagas de la montaña hasta impregnarse en las piedras de cada esquina, donde era combatida, junto con el frío, por los fogones, las guitarras de palo y los bandoleones que despedían canciones de amor y del recuerdo.
        El capitán rebelde, cuya calva era visible a pesar de la oscuridad, se acercó a Cirilo y Ramiro, acompañado de José, Julio y de los otros integrantes de la patrulla rebelde que había ido a buscarlos al maizal descrito por Cirilo. Juntos se dirigían hacia el centro del cantón; habían borrado las dudas y sospechas sobre sus personas. Ahí se iniciaba una reunión general, perceptible por la numerosa gente rumbo a la plaza ubicada frente a la iglesia en construcción.
        - De la que nos hemos salvado - dijo José a Cirilo, reconociéndolo al tiempo que lo abrazaba -, ya que la localidad está a punto de ser atacada por el batallón Atlacatl, los soldados más asesinos, ubicados casi a las puertas del cantón.
        - No sabíamos de esta ofensiva - habló Julio - e imagináte que si seguimos en nuestra ruta hubiéramos ido a parar en las fauces del lobo.
        - Hay que dar gracias a Dios, a la Virgen y al diablo de que se encuentren con vida por lo menos un par de horas más - comentó el capitán rebelde, luego de informarles de la reunión extraordinaria con los pobladores del cantón, donde se les iba a proponer, en vista que se aproximaba un batallón altamente represor y asesino, que se organizaran en la columna guerrillera y se adhirieran a la gran guinda que estaban preparando.
        - No hay de otra muchachos - les dijo- con esta situación sin anuncios de lluvia o de temporal, con seguridad que al amanecer ya estarán en las afueras del cantón con su rabia asesina. ¡Ah! - exclamó el militar rebelde como recordando un lapsus- por la radio recibimos un mensaje de felicitación y bienvenida de un jefe nuestro muy querido que pidió lo identificáramos ante ustedes como "Machete".
        - El mismo "Cachetes" de hace una eternidad de invierno y nieve - recordó José con cariño.
        - Qué bien que todavía esté con vida - comentó Julio.
        - La mala hierba no se muere - dijo irónico Cirilo.
        Constataron la magnitud del peligro que se avecinaba y las atrocidades que el ejército cometía con la población civil. Lo único que tenían a su favor era la rabia y la fe ciega en el triunfo. No había ningún tipo de justificación para las matazones a sangre fría en la población civil que el ejército cometía: fusilamientos sumarios, decapitaciones, violaciones y asesinatos, ahorcamientos, desollación de cuerpos vivos, así como macheteadas totales o parciales del cuerpo de sus víctimas, junto a un sin fin de torturas de lo más recóndito y sórdido que la mente humana puede concebir.
        - Dicen que se emborrachan y se enmariguanan para realizar esas barbaridades - comentó Cirilo.
        - No crean. El pasaje más triste y escabroso de esta tragedia, que algún día habrá de ser descrita para que los siquiatras del futuro analicen la mente humana - informó el capitán rebelde al tiempo que colocaba entre sus piernas su fusil y encendía un cigarro puro Danlí que tenía en la mochila- es que ellos cometen toda esta barbarie sanos y cuerdos, sin drogas.
        - Al ver todo esto hasta los más creyentes se convencen de que, de existir, Dios es un pobre diablo al permitir tales crímenes.
        Se dirigieron al centro del cantón, la placita situada frente a la iglesia en construcción desde hacía siete veces trece años, que los indios brujos habían impedido terminar. Hasta esa repunta mágica del sueño, llegaban sus pasos de argonautas pipiles. Buscaban el vellocino de oro robado por los oligarcas y sus cancerberos gorilas. No lo sabían, pero tampoco les importó el tiempo que tendrían que pasar enrolados en las filas rebeldes, ya que su incorporación era producto de una meditación desarrollada en la soledad del otro lado del mundo, antes de iniciar la travesía a los infiernos y los paraísos del Pulgarcito rojo.
        - Hasta el tope, - les dijo José -, hasta ahí vamos a seguir peleando, aunque sea con las uñas y las piedras que nos queden. Así nos muramos y perdamos esta guerrita o así retomamos un día lejano de este sueño utópico a la tranquilidad de las ciudades y la vida civil de nuestra felicidad.
        - Sed de reencontrar todo el pasado de la tribu. Esto nos alimentará el odio para llegar hasta el tope -  concluyó Julio mientras pedía fuego a Cirilo para encender su cigarrillo "pata de cabra".
        Aquella noche de preparativos de guinda y de conocimiento del terreno, armas nuevas y situaciones imprevisibles, Cirilo, Julio y José iniciaron la irregular vida que la guerrita y la situación política de Cuzcatlán había tenido en los últimos diez años.
        Todo sucedió en Curarén, el cantón de los indios brujos que viajan por el mundo metidos en cascarones de huevo arrastrados por los vientos de octubre de Cuzcatlán, geografía mágica, donde bate la mar del sur.

El café del centro

La Cebolla Púrpura

        Nunca había meditado sobre los inviernos del Valle de las Hamacas. Esta vez quiso hacerlo. Por supuesto que no debería de faltar el celeste marino de los atardeceres después de escamparo cuando recién se ha sorbido el cotidiano café y la quietud de la tarde, sólo interrumpida por la algarabía de la urbe endemoniada con sus claxons y gritos, se transparenta el leve calor de un paisaje provinciano.
        Fumó, como solía, el cigarrillo Embajadores sin filtro, que caía de perlas con el sabor del habitual café. Su pelo negro y largo, así como los lentes graduados y la barba sempiterna, le daban un aire singular en aquella cafetería. Casi siempre lo confundían con los hippies o los mariguaneros de moda que también inundaban el centro de la ciudad, enrumbados en sus viajes de ácido lisérgico o de monte. Sin embargo, él era un apasionado anti-drogo y anti-hippy, fenómenos que consideraba penetración gringa y fuente de alienación cultural e idiomática. Flaco como era y además bajito, la barba que usaba así como su autoritaria y cariñosa voz parecían un mecanismo de defensa para justificar su, debilidad corporal y la miopía, casi ceguera, que lo hacían esclavo de sus lentes culo de botella tan característicos.
        Había conversado con Cirilo y con Góngora sobre el futuro literario de la corriente de ruptura en la cual estaban empilados desde que iniciaran la revista y sus incendiarios recitales. Les había confesado además que su padre era el famoso campeón de box cuzcatleco, Alex Suárez, y que su verdadero nombre de pila, Jimmy, era una muestra de agradecimiento al legendario boxeador norteamericano de color Jimmy Johnson, quien había sido maestro y guía deportivo de su padre.
Habló también de su pasión por Elvis Presley, a quien admiraba porque logró fusionar la música country con ritmos negros como el jazz, el soul, el blues y el Gospels, pero su verdadera flaqueza musical era Beethoven. Gracias a ésta, había sido posible su noviazgo con Thelma, la estudiante de música clásica y ejecutora al piano de la misma, con quien estaba comprometido para casarse el próximo año después de esa charla cotidiana en aquel café del recuerdo. Thelma era rubia, con un cuerpo bien formado, donde resaltaban sus hermosas caderas y una clásica cintura. Su prominente nariz le afeaba el rostro y dejaba en evidencia sus dientes que parecían enterrados en sus rojísimos encías cada vez que reía con espontánea naturalidad y franqueza.
        - Es medio federica, pero tiene un despampanante cuero - comentó en tono de felicitación el Chele Rigo.
        - Pensar que ese tesoro ha ido a parar en manos que ni lo aprecian ni lo merecen - bromeó Cirilo.
        - Bueno malditos, hay que cambiar ese disco rayado. En cuanto a mi poesía, que es lo que está en el tapete de discusión, allá ustedes si la aprueban o no, pero para Thelina es la mejor del mundo y yo soy el mejor escritor de la aldea Cuzcatlán --observó irónico.
        - Cuidado te oye Alvaro El Desleal - recordó Morasán -, aquel está seguro de ser el es-cogido y ex-simio de los dioses y las musas de la literatura nacional.
        - Se salva por genial y loco - acotó Rigo -, aunque sus posiciones políticas, como es habitual entre los poetas, sean lo más disparatadas.
        - Al menos es sincero. Además fue uno de los mejores alumnos de mi padre en las clases de boxeo cuando fue cadete en la Escuela Militar - agregó Jimmy.
        - Le ayudó a ganarse la vida a pijazo limpio. Es antológico el viaje que hizo a Méjico en su juventud, para sufragarse el cual, fue boxeando por todos los rings locales de Centroamérica y México hasta debutar, como coronación final, en la Arena Coliseo del Distrito Federal - recordó con admiración Cirilo tal viaje de Alvaro, según se lo había relatado con detalles el propio Italo López Vallecillos hacía años, en San José.
        - Es un auténtico extraño habitante - dijo Morasán -, de seguro que se va al cielo, no sólo por sus cuentos breves y maravillosos, sino por ese fenomenal viaje espacial en una cuerda de nylon y oro, y por su profética revolución en el país que edificó un castillo de hadas en plena alameda Roosevelt.
        - Enterrado como está, en la ciudad alemana de Constanza, nos sigue dando sorpresas - comentó Jimmy.
        - Dicen que su mujer, la ex esposa de Juan Mario, Helga Castellanos, es la que le escribe todas esas genialidades. Esto lo afirmó medio bolo el Pichónidas, que está enamorado a la distancia de Helga, hace una semana en El Paraisal.
        - Esa es una ficha falsa que le han levantado - contraargumentó Góngora -, hace poco estuvo en Costa Rica un historiador alemán, el doctor Volker Wünderich, y nos explicó el misticismo y el método de trabajo de Alvaro.
        - Bueno, ojalá que le den el Premio Nobel un día de estos - Cirilo.
        - El y el poeta Daltónico son los únicos que tenemos para salir a dominguear en la literatura universal - Jimmy.
        - Sin olvidar a la madre Claudia Lars y al patriarca Salarrué.
        - Por supuesto, ellos son ya clásicos. Salarrué ha revolucionado el idioma español incluso. Esto se sabrá a medida lo vaya descubriendo la crítica internacional.
        - Ha sufrido el pobre - explicó Morasán -, dicen que vino odiando a los árabes después de trabajar en una universidad de Argelia.
        El cafetín y su atardecer después de escampar. Se llamaba El Porvenir y hasta sus mesas viejas y gastadas acudían los más disímiles personajes capitalinos. Una tarde de esas, mientras en la acera frente al Ministerio de Educación el poeta Jimmy esperaba a Thelma, le comentó a Cirilo en tono confidencial sus neurosis y esperanzas. "En cuanto a Thelma, es toda mía en cuerpo y alma. La he gozado como un maniático goza su obsesión poseída sin límite de tiempo: hace una semana la hice 'mujer---, le reveló en tono de chanza, presunción y aclaración. "Vaya malditos, a ver si ahora dicen que no la merezco ni la saboreo", le comentó irónico.
        Cirilo, que captó al instante la señal que Jimmy quería transmitirle, cambió de tema, también en evidente muestra de haber recibido el mensaje. Luego se habían encaminado al El Porvenir que estaba a la vuelta de la esquina del Ministerio. Ahí encontraron a Chico Aragón --el genial reportero que lanzó a la cumbre de la fama a Crespín El Pequeño que había pateado el alambre y orondo, recostado en una mesa esquinera del cafetín, navegaba en su segunda semana de zumba celestial.
        - La niña Irene conoció muy bien al Poeta Salvaje Toño Gamero, famoso por beber zangolote a boca de paisaje les explicó Chico semiborracho, manudón.
        - Otro que aterrizaba por acá de cuando en vez era el poeta-niño Orlando Fresedo, siempre en un eterno acelere y con una crónica pachanga que de seguro debe de estarla siguiendo en el más allá o en sus reencarnaciones - continuó Chico.
        - Qué jodida se pega el trago en los poetas y los artistas guanacos - comentó el Chele Rigo ingresando en el diálogo del cafetín -, dicen que el poeta Róckico está medio dominado por el trago también.
        - Pues cómo qué no - reaccionó Cirilo -, sería un sacrilegio y un pecado imperdonable que no se echara sus cerbatanas estando como está en la capital de la Pi1sener, cerca de U’ Flecku, el chupadero más antiguo del mundo en el Stara Mestá de Praga.
        - Pero el trago es un factor destructivo de nuestra literatura, muchos valores de nuestra cultura se han quedado a mitad del camino por el bendito guaro - concluyó Jimmy.
        - Hay que estar cheles en el tesón de escribir. Esto mismo que ha escrito Aldéf, la italiana de la prensa, hace unos días. Me dice que el escritor es como el músico, tiene que practicar diariamente para estar en forma.
        - Es buena crítica la viejita Aldef, siempre recomienda leer a Colette y desmarcarse de esos dos temas parásitos de todo poeta joven guanaco: la política y el sexo - dijo Jimmy.
- Lo cual es una herencia stalinista de los poetas de la autonombrada generación comprometida. Ha dejado mella, ya que en términos literarios siempre pensamos en sexo y en política dentro de un maniqueísmo dogmático - observó Morasán, quien recién se había sumado a la discusión.
        - Un reto sería escribir algo donde el sexo, el amor y la política no sean lo determinante - arguyó Rigo.
        - Entonces te quedás con el cascarón, pero sin la esencia – Jimmy.
        - Lo contrario es quedarse con el esqueleto, pero sin la carne que le da consistencia- Cirilo.
        - No nos pongamos trampas muchachitos. Las fórmulas funcionan bien poco en la literatura - objetó Morasán.
        - El intringulís de la cuestión, para hablar en poesía de ruptura, está en ponerle coco y saber mover el atole y el elote, como en la canción, al mismo tiempo, pero en diferentes velocidades - aseveró picarescamente Jimmy.
        - No sólo es de soplar y hacer botellas chamacos - Góngora.
        - Son necesarios un montón de factores: disciplina, talento, contactos, suerte, momento adecuado y el azar, entre otros - de nuevo Morasán.
        - Y valor, tener el valor necesario para quemar todas tus naves y embarcarte en la aventura literaria - acotó Cirilo.
        - Tampoco hay que olvidar la fe - habló Jimmy recordando los consejos de Faulkner -, todo escritor tiene que ser fanático de sí mismo.
        - Todo es, resumiendo, - habló la voz ronca de Chico Aragón -, como tocarle los güevos al tigre.
        - Y pensar, malditos, que en ese mismo chanchullo y gran güevo estamos metidos hasta el cuello - cerró Jimmy sarcástico, mientras encendía su pipa de dandy y poeta anarquista.
        El café era triste como una balada invernal maya-pipil. La pobreza de los días sin pan caía como ave de buen agüero y las reuniones al atardecer, después de escampar, eran iluminadas por un arco iris local que aparecía después de las cuatro.

Vaquero del Valle

         Aquella tarde solitaria, no por lluviosa dejaba de ser bastante singular: al café del centro los había invitado un antiguo anarquista español que residía en el Valle de las Hamacas desde la última batalla del Ebro. En un largo peregrinar había terminado en los callejones del Valle de las Hamacas: se trataba de Vaquero, el sibarita capitalino que vestía un traje impecable a todas horas, con un elegante presacorbatas, además de andar siempre con los zapatos bien lustrados y correctamente rasurado, así como emanando un olor a perfume de sándalo o de lavanda, bastante mal conservado.
        - Aparte de ser un sibarita exilado, es un gran estafador - les advirtió la Diva Gilda Lewin, quien llegó al café a consumir la pausa que hacía por las tardes en los ensayos del elenco teatral de Salomón, el judío guanaco descendiente directo del rey Salomón y la reina de Saba, que estaba montando con una heroicidad lindante con la heroína la Dreigroschenoper de un tal Brecht, autor bárbaro y desconocido en el Valle.
        - Vaquero siempre ha sido una persona honorable – replicó el poeta Paquito, escudero del vaquero en mención - Bueno, pues les cuento - confesó Gilda, la Greta Garbo aguacatera -, este viejo descarado me vendió como perfume parisino una mescolanza barata del Calvario que venía en un frasco de Fidji, el célebre perfume galo. Me cobró por la misma un ojo de la cara y ahora con enojarse conmigo porque le reclamo mi pisto ha arreglado todo el viejo sinvergüenza - aclaró la famosa actriz, que aún dejaba percibir en su rostro la belleza de sus años juveniles.
        - Eso demuestra que en circunstancias tan extremas como la pobreza y la asfixia cultural, aún se tienen chispazos geniales para vender ilusiones - Jimmy.
        - Pero son luzasos de rastrero estafador - concluyó
        - Es un caballo este viejo - exclamó Salomón parodiando a la diva.
        - Eso mismo nos dijeron en El Skimo la última vez que nos echaron porque estábamos haciendo mucho desmadre  recordó Gilda.
        - Quiénes son los caballos - preguntó el descendiente de la reina de Saba -, ellos porque los soportan o ustedes porque no dejan a ningún cristiano con vida cuando cae entre sus garras.
        - Tampoco es para tanto - cerró Jimmy.
        Vaquero estaba por llegar. Era un anciano erguido que había pasado los sesenta años. Sus ojos azules reflejaban la sabiduría del sibarita errabundo que a pesar de haber sobrevivido una guerra civil en la madre patria, aún seguían atentos y escrutadores. Era flaco, de estatura normal, con modales finos, vestía elegantemente. Se apoyaba en un bastón de madera labrada, un laurel de los duros, en cuya empeñadura asomaba la cabeza de un satán sonriente con colmillos tipo Drácula y cuernos de pobre diablo. Iba siempre bien afeitado, con las uñas de sus manos armoniosamente recortadas, así como bien depilado de las cejas, los pelos de su nariz aguileña y sus pestañas. Parecía acabado de salir de un salón de belleza de categoría todos los días y a cualquier hora. Usaba pañuelos blancos perfumados y bien planchados, así como una gabardina a tono con el traje que llevara, para protegerse de la lluvia o del leve frío nocturno del Valle. El Chele Góngora sentía irritación hacia él, debido a los últimos comentarios sobre el Viejo Ulises y Jimmy, que un soneto de Vaquero había desatado. El sibarita en mención, Vaquero andarín de profesión y estafador de baja ralea, había publicado en el periódico mundial un soneto irónico, donde les pedía a César Ulises y al poeta Jimmy Suárez, que de verdad terminaran muriéndose, en alusión velada a los poemas dedicados a sus muertes que ambos bardos habían escrito en el susodicho diario, en un arrebato de misticismo y renunciación.
        "Un día moriré, no cabe duda. / Marcharé con mis trapos a otra parte. / Un soneto tal vez, fechado en Marte, / dirá que estuve: fui poesía cruda...” decía entre sus rimas el antológico soneto de Jimmy. César Ulises, más humilde, cerraba su poema con un final memorable: "Muerto ya y cansado de esta frugal vida, /únicamente pido: / una palada de tierra fría en mi ataúd / y después, / el más perfecto olvido".
        -"Que mueran de verdad Jimmy y Ulises". Este fue el final del soneto que Vaquero nos dedicó al Viejo Masís y a mí - exclamó perplejo Jimmy, cuando leyó el discordante poema.
        Uno de los motivos por el que estaban reunidos aquella tarde en el café del centro, era la llegada del polémico Vaquero a fin de comentar su provocador poema.
        Esa tarde no llegó Vaquero. Lo que sí llegó, y muy fuerte, fue un ventarrón que obligó a la niña Irene a cerrar las ventanas del café y a los poetas que vivían en la periferia de la ciudad, a partir rumbo a sus casas, adelantándose a la lluvia que pronto caería.
        Cirilo se fue a parrandear a los bares del centro, a hundirse en su tristeza y su frustración en los locales de mala muerte, donde oía en las cinqueras la música barriobajera que le apuraba la sed de beber y soñar, y el deseo irresistible de la autodestrucción. Jimmy se encaminó al Bachillerato en Artes, rama música, ubicado frente al antiguo edificio de la Lotería. Ahí lo esperaba Thelma todas las tardes a las seis, con su enorme bandoleón, casi siempre acompañada de otros estudiantes del Bachillerato en Artes.
        Góngora partió a su cueva de la quinta calle poniente, "El taller de los vagos", de Manuel Sorto y Norman Douglas. Llevaba siempre bajo el sobaco culto' una cantidad interminable de poemas y antipoemas que su prolijidad característica producía diariamente. Iba vestido con una cotona blanca a imitación de las camisas que usaban los campesinos del archipiélago de Solentiname en la comunidad cristiana del poeta Cardenal, y con un pantalón azul de lona acampanado.
        El anochecer en la ciudad se acercaba. Era cuestión de un par de horas para que pasara esa frontera del atardecer y para que Cirilo, Góngora y Jimmy se volvieran a reunir, a eso de las nueve de la noche, en la otra cafetería de los poetas, ubicada en los bajos del hotel capitalino, El Skimo. Ahí siempre tenían la compañía del cuentero Sansívar y de pintores como los Crespines, Ramírez Melara, Dago, Bonilla o el Viejo Ulises que era pintor de brocha gorda. Eran capitaneados por el obeso escultor garrobero, el más temido, debido a su lengua montaraz de aquella singular farándula, Dago. La chica terremoto y amante de los hongos mágicos, Mariluna. La Linda, aparecía por la medianoche en plan de rumbear y de amanecer en la avenida parrandeando, como el tío Tigre de la popular canción. Gerardo Guzmán, el músico arreglista de los sonetos de Jimmy y otros poetas, preferían partir de El Skimo rumbo al monumento al Salvador del Mundo, concretamente al bebedero La Campana, antes de llegar al cual se hacía una breve escala por el Café Don Pedro, ubicado frente al parque Cuzcatlán.
        - Prefiero La Campana porque está cerca de la funeraria La Auxiliadora, y ahí siempre hay trago y velación, de choto por supuesto - le reveló a Cirilo el susodicho músico una de tantas noches de farra en el bar El Chico aledaño al Floridita del Hotel Nuevo Mundo, como quien revela el preciado secreto de la gallina de los huevos de oro, o un Top Secret valiosísimo.
        Aquella noche del Valle, a pesar de que había llovido profusamente por la tarde, se volvieron a reunir a eso de las nueve en El Skimo, Gino, el itálico propietario del café los invitó a dos rondas de cerveza Suprema, ya que hacía poco había sido publicado un cuento del gordo Sansívar, premiado en un torneo floral local, que tenía como escenario el citadino café.
        Lo que todos recordarían para el resto de sus próximas vidas sería la extraña invitación del poeta Jimmy, prueba de sorpresa y locura, al convocarlos a una fiesta singular, un cóctel literario improvisado, a celebrarse esa misma noche en su casa. No era del todo extraña la invitación, ya que las fiestas en esa época nacían espontáneas y sin premeditación, de acuerdo al estado anímico de los poetas o los pintores, o de acuerdo a los premios y loteriazos literarios y plásticos que de cuando en vez caían entre sus miembros.
        - Tremenda sorpresa, loco - replicó el Chele Góngora- al principio creí que le habías pegado al "gordo" en Casa de Las América, pero aunque no es así, eso no impide que no celebremos aunque sea la alegría de vivir alegres en medio de nuestra poesía para un mundo decadente, como bien lo dices en tu poemario Desde la crisis donde el canto llora.
        - Que también es buen argumento para una pieza de teatro o una novela -comentó Chamba Juárez, que esa noche aún continuaba gastándose los eternos quetzales de un premio chapín que había ganado en una lotería literaria de provincia, y que recién había llegado al cafetín.
        - Una fiesta para recordamos, al otro lado de la muerte, del futuro - exclamó maravillada la Diva Gilda Lewin, también presente en el conversatorio.
        - Una fiesta en el molino del tiempo - aclaró Jimmy en el incesante vaivén circular de Chronos.
        - Claro- advirtió Rigo, embelesado con el temporal tema -. Porque, ¿quién nos certifica que así como podemos acordarnos del pasado, no podamos recordamos también del futuro?
        - El tiempo, por ser una dimensión física - continuó Morasán- tiene un principio, un intermedio y un final. Cómo podemos decir que estamos viviendo el presente, cuando en resumidas cuentas vivimos el pasado - se preguntó.
        - El futuro es el pasado en una enorme rueda, motor del molino del tiempo - Jimmy de nuevo -. Así podemos desterritorializamos de la manera más clásica, infiltramos en los vericuetos de la prehistoria y de la estética futurista y además, quedar para siempre en las páginas de alguna novela caótica, que acaso dentro de veinte años, a tono con un carácter dumásico, alguno de nosotros reescriba.
        - Hasta para entonces estaremos viviendo como en el aire, en una dimensión desconocida o simplemente en las inéditas páginas amarillentas de esa novela en ciemes - arguyó Rigo enérgico.
        - Aunque dejemos de existir y aunque nuestro tiempo terrenal se acabe - lloró Gilda.
        - Sí - confesó finalmente Jimmy -, a una fiesta de ese calibre es a la que están todos invitados. Esta convocatoria a esa singular orgía es el resultado de una charla intensa que hoy por la tarde, antes del anochecer, tuve con Vaquero.
        En efecto, Jimmy se había reunido con Vaquero, el poeta y sibarita español sobreviviente de la batalla del Ebro, esa tarde en la placita del parque Hula-Hula. Mientras caía el reciente anochecer sereno que acabó cobijándolos, el dandy y ácrata reveló a través de Jimmy, su versión personal de la historia de la eternidad y del tiempo. Vaquero, según explicó. Jimmy esa noche en El Skimo, era el poseedor de las últimas rimas indescifrables del Libro de los Muertos; así como también de los arcanos designios del I Ching, el libro de las mutaciones; de las profecías inéditas de Nostradamus; de los rituales del Libro de San Cipriano; de los textos imprevisibles en las páginas del Gran Libro de la Vida así como de una lectura paralela de la Biblia, donde entre otras cosas, según reveló Vaquero al poeta Jimmy ese anochecer, se deletreaban los noventa y nueve nombres secretos e impronunciables de Dios y se encontraban las llaves filosóficas del universo.
        - Barajala más despacio que sigo sin entender - habló Cirilo.
        - En resumen, se trata de una fiesta fuera del tiempo, más allá de la realidad mediata e inmediata, dentro de la rueda de la historia al margen del infinito – explicó Jimmy.
        - Quien comprende todo este barullo, por estar con un pie en la tumba y otro en la gloria, es el viejo Ulises - acotó Rigo.
        - Qué raro - respondió el nominado César, sentado en la mesa de El Skimo acompañado de una cerveza- siento como si estuviéramos ingresando en las fronteras de otra realidad, debido a la extraña y agradable energía y al calor humano que se hace más intenso y acogedor. Es una sensación de esoterismo e iniciación la que se mueve, quizás paralela o hermanada con la misma fuerza, para mí extrasensorial que, después del escampe vespertino cuando sale el arco iris de las cuatro en el cerro San Jacinto, siento que me transmiten desde su punta los por mí llamados poderes supremos del Valle.
        - A lo mejor ese magnetismo y esa gravedad oculta, que no tiene nada que ver con el tiempo, son signos y estados sobrenaturales - opinó el poeta Paquito.
        - Con toda seguridad es eso, pero también la gran goma que se trae el pobre Viejo César Ulises - objetó jocoso el Chele Rigo.
        Sin embargo, por primera vez, después de muchos años, los parroquianos de aquella poética y pintoresca mesa, pensaron con atención en Vaquero, el sibarita español silencioso y elegante que los acompañaba en los atardeceres después de escampar, cuando salía el arco iris de las cuatro en el cielo capitalino. No se encontraba en El Skimo a pesar del anochecer. La ciudad sufrió un par de apagones, cosa normal en esa época de chaparrones y ventarrones. Cerca del parque Hula-Hula vagaba el espectro elegante de Vaquero, conducido por el vistoso bastón con puño androide que lo volvía tan singular. Este sibarita sobreviviente de la guerra civil española poseía las llaves del tiempo, acaso reveladas a él como un favor de la eternidad a su raza - la de los solitarios emigrantes y caminantes- que era la sal y el sol de la tierra. Las estrategias para entrar y salir de la posteridad. Como un duende protector se había relacionado con los poetas del Valle sin dejar entrever el objetivo de su amistad. Sólo hasta el momento en que Jimmy anunciaba la invitación a la fiesta del molino del tiempo, notaron que habían llegado al final de un túnel, donde los estaba esperando una reunión de gala, un carnaval literario en su más pleno sentido, en la casa del tiempo del poeta Jimmy.
        Vaquero, cerca de El Skimo, paseaba su erguida figura y su bastón de madera. Alguien que en aquel anochecer lo hubiese visto de improviso, hubiera jurado que, de existir, era el mismo Satanás en persona, el Angel Exilado, el que caminaba su sarcástica sonrisa a lo largo y ancho del Valle.

El otro encuentro

        La tarde era apacible. Al pisar la grama anexa a las aceras encharcadas con la lluvia diaria, sintió la tristeza del invierno cuzcatleco a plenitud. Un taxi lo había traído hasta la casa del pasaje Lempa, donde Jimmy, a instancias de un sibarita sobreviviente de guerras y naufragios, había convocado para una fiesta de gala.
        Cirilo, en realidad, llegaba veinte años después de las primeras reuniones literarias en el Valle, cuando conoció en la poesía coral del Bachiller Campesino a Jimmy, al Chele Góngora, a Morasán, a Paquito y Masís el Menor, con quienes había fundado una revista y un grupo de poesía corriente de ruptura, al que un genial chispazo del nuevaolero locutor Raúl Chamagua había bautizado como La Cebolla Púrpura.
        Hacía más de una docena de años que el poeta Jimmy había sido secuestrado por las bandas del escuadroncito siniestro en el café El Bella Nápoles, en pleno centro de la capital, una noche trágica, cuando las estrellas se apagaron en el corazón del cielo de Cuzcatlán. Lo habían torturado, macheteado, quemado, y luego su cadáver de poeta valiente había sido abandonado en las afueras de San Antonio Abad, en lo que consideraban un castigo ejemplar. Jimmy, el mejor ejemplo de nuestra Modernidad, fue asesinado en la flor de la vida y de la juventud, sin haber escrito su obra de madurez.
        También hacía más de diez años que el Chele Góngora había caído en combate, mientras la guerra del gorila asolaba aquella punta del planeta donde batía la mar del sur. La leyenda de su tierra tenía varias versiones de su partida: una la atribuía a una bomba de quinientas libras arrojadas por un avión gringo que explotó cerca de su último combate; otra hablaba que había caído cercado en una emboscada de la Guardia Nacional mientras cubría la retirada de sus compañeros; una tercera aseveraba que murió al pisar un campo minado, el mismo campo minado en el que siempre se movió su vida.
        Morasán, el cuentista fundador de la revista y del grupo se había perdido en los vericuetos de su carrera diplomática en el comercio exterior. Sus cuentos se convirtieron en cuentas bancarias, al otro lado de la literatura y sus paradojas, alejado de aquella extinción de las ciconias o las pulgas de un perro llamado Sultán, protagonistas de sus narraciones breves. Cuando sucedió el año fundador, Morasán era delgado - ni por asomo soñó en su futura barriga de burócrata -, de nariz aguileña, alto y moreno, con el peinado tipo Elvis de moda, ya que sobre su frente amplia caía un bucle enrizado y engominado que le daba a su rostro aspecto de caricatura de tabloide dominical.
        El poeta Super-viviente Paquito Rivera emigró al norte, a los yunai de Los Angeles, en la más grande guinda que los guanacos hicieron, la larga marcha a Estados Unidos: más de un millón llegó al país norteño huyendo del hambre y de la guerra. En la misma guinda gigante, popular y prolongada, se enrolaron el escultor Dago, Gerardo Guzmán el Cantor, el poeta Kijadurías y su hermano músico, así como el poeta Alfonso Velis, hermano del otro Foncho, y además un sinfín de peregrinos, pintores, músicos y teatreros que deambulaban a lo largo y ancho de este mundo paradójico y pequeño, consumiéndose en la miseria o la gloria, recordando con la dulzura de la distancia aquellos días del arco iris del Valle antes de la guerra. Peregrinando por el planeta se podían encontrar los restos de aquella generación de artistas de la preguerra y de la guerra que terminaron olvidados, perdidos en el naufragio y las tormentas de la vida, bajo nuevos cielos y banderas, como gitanos rodando a campo traviesa en una ruleta mágica del tiempo, buscando en cada nuevo amanecer las fibras de sueños pasados y las utopías devaluadas por las que ayer daban la vida.
        El ayer. Sí. El legendario ayer con sus pasiones disfrutadas y sus batallas perdidas, en la soledad de un periplo o en el maremágnun de un anochecer mundial. Peregrinaje y ostracismo, sinónimos de soledad y olvido, son la derrota en sí. La derrota de un destino forzado, donde lo principal no es vivir, sino viajar, y lo importante no es alcanzar Itaca, sino el naufragio, el arribo a costas desconocidas.
Los habitantes de ese ayer estaban invitados a la fiesta de gala que los brujos de Curarén, así como Manlio el Cronista le habían anunciado a Cirilo en Los Angeles y en París, en el fin de los tiempos modernos, al margen de la historia. La fiesta tendría lugar esa noche en la casa del poeta Jimmy. Muchos de los invitados estaban muertos desde hacía años, desaparecidos o habían vuelto a resucitar como Góngora, Jimmy, Foncho, Chito, Cherna, Vallejo o Cirilo. El pasado, el presente y el futuro, gracias a la magia pipil y a la eternidad maya de los brujos de Curarén, estaban fundidos en aquella fiesta, una especie de balada en el molino del tiempo, que hacía a los diferentes estadios temporales coincidir en un segundo y discordar en un millón de años.
        Esta había sido la idea tenaz y obsesiva que durante años, en su peregrinaje cósmico, había perseguido a los protagonistas de aquellas jergas y parrandas anteriores a la guerra del gorila, en especial al poeta Super-viviente Paquito en los barrios salvatruchos de Los Angeles, quien había llegado a formular su barroca concepción novelesca de un retablo de los tiempos idos en una noveleta genial, El círculo de los elegidos. La misma idea corroía a Cirilo cuando de casualidad encontró al Superviviente poeta en las calles guanacas de Los Angeles y fue el estímulo vital que lo impulsó a terminar de redactar aquel informe de los tiempos idos y a buscar la fabulosa manera de reunir a los miembros de aquella cofradía bohemia. De haber actuado con la lógica no hubiera terminado nunca su novela. Cuando comprendió que aquel reencuentro sólo era posible en lo irracional, fuera del espacio geográfico, no tuvo otra alternativa que realizarlo en el tiempo imaginario, en aquel maravilloso Molino que una relatividad y un azar concurrente le facilitaban, para que aquellos singulares personajes se reunieran por última vez, veinte años después. Ello fue realizable cuando Cirilo descubrió que la gravedad del espacio no influye en el tiempo; que todo es relativo en el caos universal de esos misteriosos agujeros negros con vida y dimensiones propias, donde todo es posible dentro de una relatividad azarosa. Su plan era escribir unos antirrecuerdos sin orden ni medición. Así le habían salido en su prosa ilógica toda clase de evocaciones, anécdotas, personajes, fechas, días y aventuras sin lograr la coherencia clásica de una estructura novelística. Se salvó de esta trampa técnica cuando comprendió que toda novela es experimentación, que dentro de ésta se podía convocar a una fiesta faustuosa a los poetas de su lejana aldea cultural. Como esos agujeros negros que existen en las galaxias distantes por el universo: con atmósfera y leyes propias y donde todo es relativo, hasta la misma relatividad, había planeado su narración. Era algo tan vago, pero tan consistente como esos misteriosos fenómenos: no se sabe dónde, ni cómo, ni cuánto, ni cuándo, pero son. Ahí, donde la relatividad del tiempo hace posible que una manzana y un planeta tengan la misma densidad y peso. Ahí, donde el azar y la física cuántica desterritorializada hacen posible que dentro de un tiempo imaginario se pueda producir un Big-bang al revés que nos lleve en una implosión regresiva hasta el Big-bang original que, a su vez, en su caótica destrucción originaría un nuevo Big-bang creador: cuando esto suceda, dentro de un tiempo imaginario y sin la gravedad represora de la relatividad, podremos viajar del futuro al pasado y viceversa, recordamos del futuro tan naturalmente como nos recordamos del pasado; regresar, como en ese viaje a la semilla carpenteriano desde nuestro lecho de muerte hasta el útero maternal, donde estaremos siendo de nuevo concebidos. Una temporalidad dad imaginaria, sólo este tipo de dimensión echada al azar de] molino del tiempo, podría hacer posible que los protagonistas de aquellos años de rosa, guaro y felicidad coincidieran por un eterno minuto en el escenario definible de una novela. Aunque después viniera la aniquilación.
        Ese minuto había llegado, Cirilo había arribado por fin hasta esos segundos hechizados aquella vez que tocó la puerta del poeta Jimmy en su casa del pasaje Lempa.
        Le abrió la puerta al Chele Góngora. Tenía entre sus dedos amarillentos un cigarrillo a medio consumir, probablemente de mariguana. Cirilo lo comprobó minutos después ya que Rigo, por estar aspirando profundamente el humo de su porro, no podía hablarle con mucha claridad. Cuando por fin hubo expirado el humo divino, lo recibió con un fuerte abrazo y un apretón de manos.
        - Sos uno de los últimos en llegar. La fiesta hace rato que empezó.
        Acto seguido, Cirilo ingresó en aquella casa al final de la historia, en el Molino del Tiempo, y en el otro lado de la razón, donde se celebraba la fiesta de gala de los artistas de la posguerra de fútbol y la preguerra del gorila, convocada por los brujos indios de Curarén, a quienes pudo distinguir en los rincones fumando, cigarrillos "pata de cabra", unos, otros, los puros Danlí con los que invocaban a sus dioses y demonios, y los más, fumando mariguana.
        Cuando Cirilo hubo entrado del todo, sintió una extraña sensación de ligereza en su cuerpo y en su mente, así como una encantadora seguridad de bienestar y autoconfianza. Era feliz de poder estar de nuevo con sus compañeros de poesía, trago y broncas. Sintió que volaba, volaba, volaba y volaba hasta el fin del mundo en aquella fiesta mágica y jubilosa del pasaje Lempa.
        Había llegado al corazón de sus volcanes, al centro del cielo guanaco. Aunque no lo sabía, ese lugar era el punto exacto donde aquel arco iris de las cuatro de la tarde, que salía después de escampar, terminaba. Había encontrado el comienzo y el fin del arco iris salvatrucho.

La Araña Mayor

        Ella se dirigió hasta la casa de Cirilo. Durante los últimos días, de acuerdo a su carácter caótico y a sus desenfrenados planes, había vuelto a su idea de complementar el preludio onírico y erótico en compañía de Chopin y de la Sinfonía Patética de Tschaikovski, como telón de fondo para sus visitas nocturnas, sus besos a medianoche y el juego sexual sin límites que juntos derrochaban hasta el amanecer. Su idea posesiva del amor, era lo mejor que le pudo haber ocurrido a Cirilo, embebido como estaba en su guerra del tiempo y en sus antirrecuerdos. Araña Mayor personificaba la eternidad del sexo y del amor, esa noche de luces y deseos.
        De mediana estatura, sus ojos azules reflejaban una lasciva singular y una interminable sed sexual que la arrastraba en busca de su amante. Su pelo recién teñido en la peluquería del barrio elegante donde vivía estaba totalmente pelirrojo, rondando la frontera de lo peligroso para los delirios, los deseos y los sueños feudales de Cirilo. Había pasado ya por la felicidad y el entusiasmo y a pesar de su suave voz que clamaba como una gata feliz en las noches de sexo y vino, su figura delgada era la mejor constancia de la pasión ciega que Cirilo sentía por ella, a pesar de su razonamiento europeo y cartesiano, y a pesar de sus rabietas de niña abandonada, cuando le echaba en cara a él su falta de responsabilidad.
        Cirilo lo sabía, sin embargo, aquella lógica donde se confundía el cariño y la pasión de un consumismo vulgar lo dejaban desconcertado. Ya suficiente razón para el asombro tenía, al haber sobrepasado por más de diez años, la verdadera fecha de su muerte, a tal grado que, inmerso en una vida que no estaba planificada en su mente, no sabía qué más podía hacer con aquel tiempo que no le correspondía. Librar aquella batalla temporal y singular que lo llevaría al final de la historia, hasta una fiesta de gala con los brujos y poetas de su aldea, tampoco estaba previsto.
        Aquella noche, la Araña Mayor estaba en el cenit de una primaveral hermosura. El rouge intenso de sus labios, así como el rimmel de sus ojeras, formaban en su rostro de hembra madura el perfecto círculo erótico que despertaba la rabia sexual de Cirilo, sobre todo cuando veía su rostro irónico reflejado en el fondo de los ojos infinitos de araña, como en el fondo de un vaso de vino sin final.
        Sólo entonces se daba por vencido, terminaba abriéndole las puertas de su alma, y dejaba entrar en su universo personal aquella mujer envuelta en un chal de fatalidad y gloria, donde finaban sus motivos terrenales y se sentía transportado al cielo y a las estrellas. Era como abrir todas las vitrinas de la casa de las mil ventanas para que entrara un huracán, y el comienzo de un viejo ritual, donde ella con una alevosía propia, destruía uno por uno todos los órdenes y dimensiones de la última vida de Cirilo, así como también de su cuarto, de su universo personal, de sus planes y sueños.
        Se encontraba en la lejanía de una ausencia legendaria, sobreviviente como era de guerras, entreguerras y posguerras. Aquella sensación de anti-héroe o de escéptico veterano de una odisea menor, le daban la energía para continuar su búsqueda. Sobre todo cuando embebido en sus ilusiones, después de escuchar las eternas canciones de su ayer, elaboraba las más disímiles teorías y ficciones. Había terminado convertido en un eremita de los tiempos modernos, encerrado en su cuarto de emigrante, rumiando recuerdos del mundo antiguo que fue su vida en las calles y los bares de su ciudad lejana. Era un asceta del desierto encementado de la megápolis.
        La amaba, sobre todo por la sorpresa y la ternura de sus brazos y sus piernas, así como por su voz comprensiva y cálida, que bastaban para borrar toda la soledad del mundo en Cirilo. Pasaba noches de ansiedad, mientras soñaba con su cuerpo de diosa del barrio, el mejor elixir para combatir la tristeza y el destierro.
        Sus piernas largas y espumosamente blancas, así como los muslos, bellas armas secretas de su magia azul con lunares escondidos y dispersos, lo transportaban a diferentes territorios de su vida: poseer a la Araña Mayor era recorrer en una galería de espejos todo su pasado sensual; en ella, la última mujer de aquella vida terrenal y pura, Cirilo encontraba sintetizados los diversos e innumerables deseos, sensaciones, placeres y temores anteriores alojados discretamente en su corazón. Era un viaje en tono menor, sobre todo cuando se desnudaba a la luz de una luna intrusa que se infiltraba por la ventana de la buhardilla del cuarto, donde Cirilo rumiaba su emigración, y con los ojos cerrados, se entregaba totalmente.
        Una droga dura, ya que su presencia, su cariño, así como su sed sexual, producían en el organismo de Cirilo las más diversas reacciones químicas, asociadas a las diferentes emanaciones opiáceas y alcohólicas que el cuerpo humano produce normalmente en tiempos de excitación. Un campo de flores sonámbulas que cubría la vida y el universo de sus años emigrantes.
        Pero sobre todo, un compendio de sus sentimientos y pasiones: en la Araña Mayor se resumía el amor y la rabia sexual, la aventura y el cariño, la locura y la muerte, donde siempre había naufragado.
        Amaba sus ojos azules y la rabia infinita de los mismos, cuando se daba cuenta que no podía hacer volver a la edad de la razón a un Cirilo eremita, envuelto en la aventura de buscar el tiempo perdido, de ganarle la guerra a la cordura y de encontrar los rastros primigenios de su tribu extraviada.
        Su sexo era la llave para entrar en un bosque de oníricas ilusiones. Ahí terminaba olvidando días, rutas y metas. Su forma de besar era una iniciación, una forma de transportarlo por los caminos del placer, en un delirio donde el sexo, la pasión y el cariño formaban el cóctel de la alegría de su paraíso privado.
        Admitir a la Araña en su cuarto de extranjero era renunciar a todo el universo que desde su última visita había logrado ordenar. Venía, y con una furia propia de ella, destruía todo aquel orden logrado, como quien destruye un castillo de arena o un palacio de naipes: eso quería ser ella, la verdadera alternativa en aquel mundo de las apariencias y del consumo, donde la verdad monetaria privaba sobre la fantasía proverbial del más prolijo autor. Y no se cansaba de repetírselo: tenía que aprender a ser responsable, a enrolar su vida en el mismo tren de otros normales, a aprovechar de una vez por todas, las grandes oportunidades que la vida tenía reservada a seres como él, que creían a pie juntillas en sus metas, aunque para realizarlas tuvieran que pasar sobre cadáveres.
        Esto nunca le importó a Cirilo, que se consideraba en libertad provisional de la consumación más absoluta: un prisionero de la muerte que estaba de franqueo por la vida un fin de semana. La Araña era una galería de espejos a lo largo del camino donde encontraba, dependiendo de sus estados de ánimo y de recuerdos, las mujeres que había amado y gozado, al otro lado de la razón y la lógica, en ese territorio irracional de donde procedía.
        Siempre había sido reacio a entregarse a los delirios de una mujer; con la Araña lo hacía sin pensarlo dos veces. Quizás por encontrarse en la soledad de una ciudad fría y lejana, donde ella era el aliciente estimulador, droga fuerte que le daba fuerza y voluntad. La amaba, a pesar de que admitirla en su cuarto de emigrante, para los intervalos destructores en los que ella se presentaba, significara aceptar un caos desequilibrador.
        Su sexo ardiente, el sabor salobre de su piel y las huellas de su sombra, así como las palabras emotivas que impregnaban la atmósfera erótica de fin de fiesta, lo hacían un sonámbulo. A ella quería quedar encadenado. No estaba en contra de volverse un esclavo, de perder la cabeza por una mujer encantadora, al fin y al cabo, por estupideces menores y más banales había arriesgado su pellejo, estado a punto de perder la razón y la existencia. Tampoco le importaba saberse perdedor de antemano en algún lance al que la ironía de aquella vida en el extranjero lo pudiera enviar: había vivido siempre bajo ese sentimiento de desolación y alerta permanente, que no le importaba perder la gloria o el infierno. Nunca había ansiado ser un triunfador y tampoco le apetecía el sabor de la dulce venganza. No estaba interesado en un lugar prominente de aquel mundo del orden, la razón y el progreso. Al saberse poseedor de la Araña, se enfrentaba a otra realidad, elixir de la felicidad y la locura.
        Para Cirilo, sobreviviente de hecatombes geográficas y espirituales, la relación con una mujer pragmática, aparte de ser absurda, le daba la posibilidad de escarbar con paciencia los rincones de su ser y de su tiempo.
        Todo era fe y alegría, como esas consignas religiosas centroamericanas que inundan el istmo con sus pastores disciplinados, propagando a los cuatro vientos la buena nueva de un amanecer diferente.
        Cirilo tuvo, durante aquella fecha que pasó relacionado con la Araña, la certeza de estar celebrando su mejor muerte, en la plenitud de la autosatisfacción, alejado de sus volcanes violentos y cercado por neurosis y frustraciones en la añoranza de un tiempo ido. Todo era resultado de un desenlace brutal que cambió los guiones de su vida y de la historia. Hasta la naturaleza de la misma lógica terminó torciéndose, cuando el mundo tomó otro giro, y se sucedió aquel final de partida para la utopía de un planeta en pugna. En búsqueda de una identidad de nómada universal, Cirilo hallaba en su relación con la Araña Mayor --donde lo predominante era el sexo por el sexoargumentos suficientes para esquivar una verdadera explicación a aquel fracaso universal, pues no fue sino hasta pasado algún tiempo, luego que aquellos lares stalinistas de la historia fueron aniquilados, cuando Cirilo comprobó asombrado que, dentro de la más banal lógica, no todos los gatos son pardos de noche.
        Estas cavilaciones asombraban a Cirilo aquella noche primaveral, cuando se encaminaba por los alrededores de su casa, realizando el paseo cotidiano, ritual que repetía todos los días al caer la noche.
        Tenía meses de no saber algo de la Araña Mayor. Aquella mañana había recibido una misiva suya en la cual le comunicaba su arribo para esa noche fresca. No deseaba volver a destruir su universo que, desde la última visita de ella, había construido. Consumía sus días y sus noches en la ardua tarea de encontrar dentro de un tiempo imaginario el minuto embrujado que lo condujera hacia los años del Valle de las Hamacas de su lejana juventud, cuando se reunía con los jóvenes poetas y con los viejos bardos al atardecer en el café del centro.
        En El Porvenir conversaba sobre la poesía y la muerte, sobre la violencia y la revolución beat. De todos ellos no quedó nada, salvo los recuerdos inútiles en su mente distante de aquel barrio juvenil de la poesía. Por ello le parecía prudente describir aquel caos, para que pudieran seguir amando la vida que tanto quisieron, incluso después de muertos. Esta obsesión, así como la posibilidad de conciliar el futuro con el pasado mediante el orden lógico y racional de un naufragio novelesco, lo había impulsado a seguir maniobrando en sus infructuosos intentos estructurales de una narración imposible.
        Si todo fallaba, recurría a los días fundadores, cuando caía la lluvia triste del Valle y en el atardecer, después de escampar, aparecía un arco iris a las cuatro de la tarde, que les servía de oriente en sus polémicas literarias, bien en el local de la niña Irene, donde gozaban de la charla al compás de los sorbos de las medias tazas de café, o en el refrigerio clima de El Skimo, en los bajos del hotel céntrico, donde el italiano dueño, de cuando en vez, cargaba con las rondas siguientes y subsiguientes en aquellas rubias exquisitas, verdaderos placeres vestidos de verde, las sabrosas cerbatanas heladas que los embriagaban. Al calor de las cervezas elaboraban sus teorías de la inmortalidad del cangrejo y de la eternidad de la iguana en medio del humo, sus filosofías del aguacate, con mariguana o mezcalina escarbaban en sus raíces peninsulares, mayas y pipiles. Pero todo esto, cuando Cirilo esperaba la visita de una mujer de la edad de la razón, le pareció tan lejano y absurdo, que no podía colocarle la etiqueta de normal o realizable. ¿Era un intento vano aquella empresa literaria, condenada de antemano al fracaso; una historia dentro del gran caos, una cita final al otro lado del tiempo y de la historia?
        Esa tarde, mientras paseaba por los alrededores de su última residencia y cavilaba sobre los años ¡dos, sobre el tiempo perdido que se había consumido, le pareció que la inmortalidad de la salamandra, ese pequeño animal andrógino que habita la eternidad, era el destino de sus antirrecuerdos.
        Con seguridad que esa vez, cuando de nuevo la Araña Mayor tocara el timbre de la puerta de su casa, la haría entrar sin más. Lo que él deseaba en su soledad de emigrado, era terminar de redactar aquellas cuartillas desordenadas que formaban la narración deslavazada de su novela. Esa noche, mientras esperaba la vidita de la Araña, escuchaba en el gastado tocadiscos añejas canciones que le recordaron el tiempo perdido en la distancia de los años y a un pasado irrecuperable con el que sólo podría tener la posibilidad de encontrarse a la vuelta de muchas páginas y capítulos de su caótico relato.
        El intento totalizador que se proponía con aquel mamotreto --que durante los últimos cinco años había cargado por medio mundo en el fondo de sus maletas en hoteles de paso, aviones supersónicos y trenes de segunda- era la expresión de esa omnimanía, tan frecuente en las tribus carentes de religión y de tradiciones: debido a ello su problemática novelística tomaba las características de un acertijo entre nación y narrración.
        Perdido en estas reflexiones, esperaba de un momento a otro la música del timbre de su casa, anunciando la llegada de la Araña Mayor. Oyó o creyó escuchar sus lejanos pasos, desde la soledad de su cuarto, ya que la calle asfaltada y la acera aledaña adoquinada repetían como un eco burlesco su taconeo.
        Por fin sonó. Cirilo apretó el botón de su interfono que habría automáticamente la puerta de la calle y se dirigió a las entregradas de su casa para esperar a su mitificada amante. Llegó, vestida de negro y rojo, como las tempestades que en otros tiempos lo habían hecho naufragar, pintada con el rouge intenso de siempre y emanando aquel olor egoist de su galo perfume de mujer excitada. Esto último lo supo cuando besó a la Araña, quien a partir de ese momento quedó posesionada de toda la atmósfera erótica y trivial de aquel encuentro. Su perfume penetrante y suave le recordó aquel aroma de tulipanes y rosas que en la infancia solía respirar en las afueras, cuando salían de visita, él y su familia por el campo. Aquel aroma de mujer que la Araña transportaba, despertaba al salvaje que dormía en el interior de Cirilo. No podía ser de otra manera, después de haber conocido con ella todos los peldaños del amor y los escalones del placer sexual y corporal, mientras emborrachado en las esquinas de algún bolero trágico, durante sus visitas, se consumía en días y noches interminables de sexo y muerte. Porque la Araña era también esa sensación de estar consumiéndose en un fuego eterno que perece para prolongarse. Aquella relación era extravagante. Todo por no tener el valor de romper un pasado que como un abalorio de recuerdos encadenaba a la presencia de su porte de hembra en celo, cuyo aroma lo terminaba conquistando, poseyendo, y al final, aniquilando. No era un débil, ello estaba fuera de tema en esa rara relación era aquel deseo de autodestrucción calculada del que gozaba internamente después de planificar en detalles su proceder. Era su sensualidad, así como el aroma que emanaba de su blanco cutis profusamente matizado por leves puntitos cafés que, como islotes pululaban su espalda - lunares caóticos en su dorso y en sus muslos -, los que transportaban a la quinta estación del gozo. Terminaba aborreciendo la razón y los planes elaborados después de largos días y años de meditación, para hundirse en el sexo hambriento y besar los labios carmesí de aquella hija del agua y la anarquía que destrozaba sus días de destierro con las más banales canciones primaverales. Sensualidad y delirio por gozar el rato, olvidando por completo los vientos brujos del más allá ancestral.
        Aquella noche, cuando la Araña Mayor inundó de nuevo su cuarto de emigrante, se sintió de nuevo preso de un remolino, tocando el fondo de aquel pozo de la soledad, donde se consumía tragicómicamente. No supo si esa manera de sentir y de ver la vida y las estrellas esa noche de primavera añadió ingredientes para un tono adecuado a aquel coñac español, Osborne. La Araña lo prefería a la hora de desnudarse a la luz de las estrellas que se infiltraban por la ventana y bajo el amparo cómplice de una luna delirante - espejo roto al otro lado del horizonte -, sorbía aquel licor fuerte como lienzo acogedor de un amor mediocre, a medio pelo entre el placer barriobajero y el bacanal aristocrático. Cuando Araña se desnudaba en la semioscuridad que invadía su parca habitación, el mundo terminaba en un cataclismo menor o en las canciones de los niños que jugaban en la calle aledaña. Todo era magia cuando besaba los pechos tibios y los labios frescos de aquella amazona e ingresaba en un submundo de sexo, pasión sardónica y hedonismo recargado.
        Era necesario recorrer aquel delirio como un ritual medioeval. Así cumplía la parte de su rol en el escenario que ella, con su erotismo y sus delirios de grandeza, le imponía. La Araña Mayor se convertía en una droga dura que abrasaba los sentidos de Cirilo, tan lejos de su tribu, perdido de aquel mundo loco, irracional y nacionalista, arrinconado en la desmemoria de una aldea global, donde las horas de aquellos cafés y de aquellos poetas de su lejana juventud, ya no llegaban. Ni tan siquiera sus voces roncas. Era motivo para emborracharse, como lo haría esa noche acompañado por los recuerdos de sus camaradas muertos al compás de su coñac francés preferido, Remy Martine, mientras poseía como un condenado al pie de la horca a la mujer de sueños temporales, aquella hembra embramada con la cual escapaba buscando los orificios de algún túnel en el tiempo, que lo llevara hacia otra realidad y dimensión, al pasado y al futuro de los días del arco iris.
        Nunca había sido feliz en el sentido clásico de la palabra, razón por la que no tenía deseos de buscarle tres pies al gato; sin embargo, en la comodidad de su nueva residencia, seguía saboreando los tragos de satisfacción que ella, dueña de una tiránica emoción, le brindaba.
        Hasta aquí llegaba el retumbar de las olas de la Mar del Sur de su lejana aldea, que lo acompañó en sus días buenos y malos, junto con los volcanes a cuyo centro le parecía ser transportado cuando se enrolaba en alguna aventura de calibre mayor. El retumbar de aquellas olas y el rugir de esos volcanes, eran amuletos que lo acompañaban. Motivos como humo de copal y leña verde le inyectaban la adrenalina necesaria para seguir caminando su soledad.
Esa noche, cuando la Araña Mayor tomó asiento en la sala de la casa, luego de haber bebido los primeros tragos de coñac, sintió necesidad de un trago de vodka ruso mezclado en algún cóctel original.
        - Con la condición que untes la copa de azúcar y miel negra, adobada con una tajada semipelada de limón y sal - pidió.
        - Por supuesto - contestó Cirilo.
        El momento embriagante que seguía después de cada trago convencía a Cirilo de haber llegado, como muchos de sus coterráneos, al final de la alegría. Luego de los cócteles, al compás de aquella música clásica y vulgar que la Araña y él alternaban, donde se confundían Beethoven o Wagner con Daniel Santos y la voz ronca de Bola de Nieve, la Araña se comenzó a desnudar con los ojos cerrados, despacio, con intervalos medidos.
        Al observarla, comprendió que volvía a reincidir en una entrega total, como esa canción que Javier Solís cantaba desde el viejo cassette luego de haber escuchado La flauta mágica de Mozart, esa entrega que la Araña Mayor iniciaba con su ritual de desvestirse hasta quedar desnuda - "en pelotas, como su madre la parió al mundo", recordó en un rincón de su memoria Cirilo este poema de ruptura del Viejo Masís de hacía siglos -, completamente desnuda en la oscuridad del cuarto, donde vivía su perra vida y sus sueños imposibles.
        La besaba, como besar a una diosa del barrio de bronca, donde se había desarrollado su infancia. A fuerza de caricias terminaba destilando aquel néctar salobre y divino que Cirilo escanciaba como un poseso, para después de besarle los ojos cerrados, sus oídos finos invadidos de música clásica y barriobajera, y luego, después de tenderla en la cama, penetrarla de la forma más lenta posible hasta que el placer de sus besos le indicaran que había llegado al límite. Era entonces cuando, a pesar de encontrarse en la cúspide del gozo, Cirilo comprendía el ritual mortuorio que aquella entrega total de la Araña en la distancia de unos paisajes felices, constituía. No podía dejar de pensar en la barbarie de su aldea, ni de creerse un cínico sobreviviente, que como un buen estafador, gozaba de su buena estrella ahora que los dioses estaban de buenas con él y le enviaban aquel fastuoso ágape. No podía renunciar a la dicha de sus ojos de mujer apasionada y además, comprendía que amándola como esa noche lo hacía, entregaba toda su libertad, que hasta el momento disfrutaba. ¿Era capaz de sostener aquella relación de luces y sombras? ¿Terminaría vasallo de las más banales costumbres, amancebándose para el resto de sus días y sus años a la juventud de aquella mujer que lo empujaba hacia el fuego de la vida, pero también hacia la responsabilidad?
        Nunca lo supo, hasta esa noche, cuando, luego de varios meses, lo poseyó y cuando aceptó, resignado y con la dignidad del buen perdedor, el reto de casarse con ella.- De acuerdo – rindióse -, nos casaremos la próxima primavera del siguiente infierno.Cirilo había llegado al fin de un capítulo de su historia, pero no aquella narración que mezclaba realidad y fantasía en las borrosas páginas del manuscrito encantado. Era un relato ilógico lleno de muertos vivos y recuerdos anárquicos que se iluminaba por las líneas de una verticalidad anexa a la locura, donde el narrador omnisciente derrochaba toda la magia posible, después de haber morado en la choza universal a la que los brujos indios de Curarén lo habían transportado los últimos diecisiete años. Su vida tenía de Ulises, hasta en el ausente número de años coincidían, también bastante de Noé, el sobrevivienete de un diluvio cósmico, pero sobre todo era la expresión de un Lázaro local resucitado de una muerte proverbial. Se le hizo increíble seguir con vida después de haber morado tantas vidas. Sin embargo, no se le notaba, había visto tantas cosas que hubieran hecho morirse de miedo al más valiente y había solventado todos los males posibles, pero al parecer era un extranjero inofensivo y tacitumo más. Y ahora resultaba que la Araña Mayor, la mujer de la razón y la pasión desbocada, había triunfado con sus banales argumentos, y que, como en un final de cuentos de hadas, se casarían, comerían perdices y vivirían felices.
        Sin embargo, era lo suficientemente cuerdo para saber que su verdadera afrenta con la vida, aguardaba emboscada en cualquier esquina del tiempo. Eso. Estaba escrito que él no se iba a morir antes de la verdadera tormenta.
        Final de partida en las puertas del cielo "Nombre que cae al pelo para terminar la novela", meditó Cirilo cuando tecleaba desde su lejanía el capítulo final de aquel relato naufrago que se salvó de la hoguera de las vanidades, y que había cargado en su maleta de viajero durante los últimos cinco años en trenes veloces, hoteles de segunda, ciudades del encanto, aviones supersónicos y noches de soledad y destierro.
        Al entrar aquella noche de mayo en la casa del tiempo del poeta Jimmy, situada en el pasaje Lempa de la colonia Cinco de Noviembre, luego que el taxista lo transportara del centro de la ciudad hasta esa colonia donde se iniciaba la carretera Troncal del Norte, Cirilo tuvo la sensación de ingresar en un profundo sueño, en un túnel maravilloso que rompía las barreras del tiempo y del sonido.

        Pudo comprobarlo cuando vio a los magos de Curarén: al tío Jorge, el brujo; a don Urbano, el maestro de brujos y a don Pedro, el brujo de los chiviadores, los enamorados y los imposibles, en una esquina de la sala amplia y elegante donde se efectuaba la fastuosa recepción. Los vio vestidos con su ropa de dominguear y conversando entre ellos reservadamente. Don Urbano estaba con su infaltable cigarro y don Pedro fumaba los exquisitos cigarrillos "patas de cabra". El tío Jorge - lo sabía Cirilo por boca de Putolión- no fumaba ni bebía, su único vicio eran las mujeres. Famoso en su comarca por raptar a las muchachas hermosas de las casas de familias respetuosas y de los maridos más poderosos de la región. Andaba siempre envuelto en líos con la justicia, usaba su magia para evadir a las parejas de guardias o las batidas de la Policía de Hacienda - la chichera -, que lo buscaban por los montes del oriente de Cuzcatlán, la región de los indios cacaoperas, joatecas, lolotiques o de Nueva Esparta. Don Nolbo, el padre heptígamo de Putolión, debido a su condición de secretario municipal de varios pueblos a la redonda, mantenía informado al tío Jorge de las diferentes órdenes de captura y búsqueda, así como de las muchas acusaciones que pesaban en su contra.
        "Para evadir a sus perseguidores, se convertía en marrano, en perro de agua, en coyote o en caballo chúcaro", le había explicado Putolión a Cirilo. A veces se convertía en fruta, en una mata de plátano o de guineo majoncho, le bastaba para ello hacer uso de sus poderosas oraciones con las cuales invocaba a su aliado, el ángel rebelde Luzbel. Famosa fue la vez que se convirtió en una mata de guineo perico cuando era perseguido por la Guardia. Los agentes de la Benemérita, al ver que lo habían perdido una vez más, hicieron un descanso en la maleza. Ahí notaron la florida mata con un racimo muy vistoso, cortaron varios guineos morados y comenzaron a pelarlos. Tremendo susto se llevaron al darse cuenta que el tío Jorge, conocido como el Brujo, escapaba desnudo casi en medio de sus narices por las veredas aledañas que conducían al río Torola hasta el cual pudo llegar y zambullirse en medio de la balacera que lo perseguía y donde pudo, gracias a sus oraciones de pactado, convertirse en un perro de agua y desaparecer en el fondo del río profundo. Muchas horas, le narró Putolión a Cirilo en su infancia, durante nueve días seguidos, lo habían esperado los guardias y la policía en diferentes lugares del río, próximos al lugar de su desaparición. Pero no salió. "Esta vez sí que se lo tragó el río, porque andaba un anillo de oro verde, que al mar y al río les gusta mucho para dejarlo salir de sus honduras", dijeron las viejas chismosas de la comarca, y lo confirmó el propio don Nolbo, interesado como estaba en echarle polvo y enterrar aquel episodio de su hermano Jorge. Hubiera seguido muerto el tío para siempre, le relató Putolión, de no ser porque la tía Eva recibió una mañana, muchos meses después de aquel rocambolesco episodio, una carta con el matasellos de Yoro, la ciudad del país vecino cerca de la Costa Atlántica, donde el tío Jorge, en compañía de don Urbano, el maestro de brujos, andaba rodando aventuras, entre otras, la de poder ver con sus propios ojos la lluvia de peces que iluminaba aquella ciudad encantada de las lejanas honduras.
        Y ahora, cuando Cirilo había ingresado en la fiesta final del tiempo que era un espejo móvil de la inmortalidad a lo largo de una galería de recuerdos y de años idos, en compañía de Rigo y de otros poetas que se acercaron, pudo distinguir al trío de brujos que, a pesar del tiempo y de la distancia, también se encontraban presentes.
        En el centro de la sala estaba situada una mesa a la que se dirigía toda la columna de comensales que se acercaban y tomaban posiciones para escoger las diferentes especialidades de cada platillo, allí vio a la diva Gilda Lewin, abrazada del cantante de ópera nonualca, actor y pintor, Edo Valenzuela. La mirada de energúmeno que Valenzuela dirigía a su entorno inmediato, se parecía a la expresión de un gato negro afectado de estrabismo que tenía entre sus manos, acariciándole y pasándose el rabo del mismo sobre el ojo inflamado por un "pispelo", al que, según la creencia popular, haría huir aquella sobadera con la cola del menino.
        - También es bueno pasarse el dedo por el ojo enfermo, después que te lo has pasado por el ojo del cutete - le explicó en tono jocoso el poeta Cherna Cuéllar, mientras reía y se empinaba una jarra de cerveza Barrilito.
        - No jodás Chemita - replicó Chamba Juárez, el vate apopense que retornaba de desvelar su busto de poeta laureado en el parque Central de la ciudad chapina de Xelajú, donde era considerado un Virgilio centroamericano -, no estrujés mi poema de amor más querido.
        - Bueno, entonces va pelota, leelo o recitánoslo - lo increpó el Catrín Méndez de Oza, quien tenía un vaso de whisky con hielo y soda en su mano, como correspondía a su rango de aristócrata - porque me imagino que será ese que escribiste en el túnel de tu último delirium tremens - agregó.
        - No seas ponzoñoso Rafa - salió en defensa de Chamba el mago Norman Douglas, el hijo guanaco de Kirk. Douglas, concebido durante una leve escala que el famoso actor había hecho en el Valle de las Hamacas en sus tiempos jóvenes -. Chamba escribe sólo cuando está en sus cabales, y si es un poema de amor, con mucha mayor razón.
        - Bueno, que eche la piedra antes de que eche el zope - susurró Chito Silís, quien venía vestido con un traje café de pana que estaba a tono con su barbado rostro que rimaba con sus lentes dorados-, somos todo oídos.
        - El poema es muy breve - acotó Chamba -, aunque su sabiduría viene desde muy atrás: "Por el ojo del culo de la mujer amada se puede ver la eternidad".
        - Antológico aunque anti-lógico - replicó emocionado Alvaro Desleal, el cuentero breve y maravilloso -. Ya te salvaste Chamba, con esa joya de la literatura mundial pasarás a la gloria y nosotros también por haber sido testigos del momento cuando lo pariste.
        - Yo a la que quisiera es a la Gloria de la esquina de mi casa - dijo el Pichónidas pecho amarillo, que lucía una camisa del mismo color, resplandeciendo como un sol -, está super-sabrosa, tiene unas piernas que es de chuparse los dedos y de chupársela, por supuesto.
        - Este pichón no se compone, siempre de lépero y de teórico - habló Manlio el Cronista, que apareció en la sala del poeta Jimmy con un trago de Cotes du Rhone en la mano -, no puede dejar en paz y para otros a las mujeres guapas que están reservadas para nosotros, los regulares.
        - Agua que no has de beber, déjala correr - explicó Sansívar, a quien el Pichónidas llamaba Nanduque, el gordo cuentero que se acercó al grupo fumando su pipa suiza, obsequio que había recibido hacía muchos años de Cirilo, antes que aquel se fuera a París a emborracharse con otros vagabundos y clochards bajo sus puentes llenos de nieve.
        - El invitado especial de esta noche es el poeta Góngora, quien además de estar cumpliendo años, está cumpliendo con la promesa de revolucionar la forma y el contenido de la poesía pipil con su literatura corriente de ruptura - afirmó a manera de presentación el poeta gigante Foncho Hernández, conocido por sus amigos como el pequeño gigante o como "Calzonasos".
        - Bueno, no venía preparado pero... - intentó explicar el Chele Rigo, haciendo uso al instante de su mano diestra que acercó a su morral chapín, donde tenía una cantidad infinita de páginas, todas garrapateadas por su letra gótica y con la lectura de las cuales amenazaba ocupar el resto de las siguientes horas. El unánime rumor de protesta que los poetas y los brujos dejaron ir, hizo que el Chele Rigo tomara sólo una página, que seleccionó dentro del puñado de poemas que tenía en su bolsón, y la sacó para que se dieran cuenta que se trataba de un poema en prosa.
        - Menos mal - replicó el poeta Jimmy -, nos asustaste cuando vimos que tenías ganas dé leer todos los originales y manuscritos que cargás en tu morral.
        - No locos, es que siempre ando revisando mis cosas - se justificó -. Así estoy al día con las mismas, aunque la jodida es que se me pueden perder todas en alguna moteada que me dé.
        - Sin embargo, el día siguiente tendrías otro pucho de poemas cantarinos - explicó el poeta tecleño Jorge Campos, fabricante de conservas de coco y quebradientes, cocadas y alboroto, dulces de membrillo, chupabesitos e higos, el mismo que en una crónica paranoia creía tener en su estómago un micrófono que transmitía todas sus conversaciones hasta el cuartel central de la oficina de la inteligencia local del Valle de las Hamacas, Es sabido que sos un cuyo con tu poesía, que parís poemas sin tregua, a toda hora.
        - Cuestión de disciplina, en esto hay que estar cheles aclaró Masís el pequeño.
        - Bueno, por lo menos empezá con el título - pidió el viejo Ulises, al tiempo que pedía otro trago.
        -"Eran los días tristes de mi mugre" - les reveló el título en tono confidencial.
        - Cuidado te vas en la de choto y terminás de malcriado en tus poemas pirulí-pirulá como el poeta Chamba Juárez - pidió Montoya I Barra, el músico de "Los Vikings" usulutecos.
        -"Abrir estas páginas no envilece la piedad del lector que duerme a pierna suelta con una bomba en la mano. / Nada es oficial en el área en que nos desenvolvemos, / todo es algo así como un incendio que quema y purifica los timbálicos metales de la rosa. / Madrugadas tristes como aquella en que mi padre lloró y al día siguiente supo que había muerto ......
        - Bastante tétrico el muchacho - comentó Gilda Lewin al tiempo que tomaba de la mesa una enchilada de frijoles fritos con curtido y posaba su otra mano en el hombre y el amor de su vida, Edo Valenzuelo - ojalá que más adelante hable del amor y las golondrinas.
        - El Chele lo que necesita es un vergazo de Chepe Toño para que vea no sólo bombas y muertos en sus poemas, sino también al mismo diablo en persona - exclamó el viejo Ulises, inspirado después de haber tomado varios tragos de cerveza Pi1sener combinados con Jonny Walker o viceversa.
        -"... Sonrisas falsas quebraron el pavimento de mi madre y una cosecha de dientes penetraba en el silencio. / Los humos, el humo, el humeante cigarrillo de las moliendas cercanas a mi pueblo dominan a un campesino dormido y comiendo algo así como soles dorados en su espalda ... /".
        - Se siente en sus poemas ese hálito de la insoportable levedad del ser y de la nada, de la cual habla un poeta centroeuropeo desde sus bares olorosos a cerveza negra - explicó Manlio el Cronista.
        - Desde la primavera praguense, donde Kundera afirmó que sólo tenía que rendir cuentas a Miguel de Cervantes a la hora de escribir todo un nuevo tratado de la novela moderna - les explicó el poeta Daltónico, recordando sus borracheras legendarias en los bares de Mala Straná, la parte vieja de Praga.
        - Sobre todo desde el U’ FIeckú, donde terminabas medianamente ebrio con los estudiantes latinos a los que siempre contentabas el rato enrolándolos en tus róckicos delitos - recordó el poeta Rabino.
        - Bueno, bandoleros somos todos o lo hemos sido alguna vez - reflexionó El Cronista -, lo importante en la anécdota Daltónica de su etapa praguense no es su carácter criminal, sino su aura diabólica, que lo salva de ser echado en el mismo cesto de los vulgares delincuentes.
        - No hay que olvidar que de cosas fuera de la ley se nutre la poesía verdadera - recordó el poeta Rabino -, sino: ¿qué sería de Villón, del conde de Lautréamont o del Marqués de Sade?
        - Tiene razón Roberto - aceptó el poeta Daltónico, quien pese a su enorme nariz, sobresalía por el brillo irónico de sus ojos inteligentes -, basta recordar que el poeta es la mala conciencia dé la sociedad, tal como lo ha resumido en una especie de declaración de principios el maestro Julio Cortázar en París.
        ”Y se creía un hombre arrastrando hasta su cuarto vírgenes húmedas de pan y sexo..." - continuaba leyendo en evidente trance el gongorino poeta de La Cebolla Púrpura.
        - Púchica, a este ya le entró la faceta pornográfica - replicó el actor Juan Calabaza, quien se encontraba en medio de la multitud ilustrada de poetas y brujos -, con tal que no termine hablando de las poses mini-mini-lislis-lirín-tin-tin de las cuales ya el poeta Androsky Flamenco nos habló en sus años de masacuato.
        - No creo, Góngora es un auténtico cebolludo, aunque sus raíces vengan del grupo La Masacuata – afirmó Foncho Hernández con una sonrisa campechana, tan típica en él.
        -”... Y un quiebradientes creía ser también cada noche de boxeo inesperado, o qué sé yo, un cliente mal pagado que al calor de las copas derramaba lágrimas de versos quemantes en un insospechado movimiento de poeta bastardo. / En fin, era un gran amante ......
        - Genial - comentó Paquito el poeta Super-vivi -, con la poesía de ruptura nos colocamos a la vanguardia de las nuevas tendencias continentales y mundiales.
        - Deberíamos de haber convocado al viejo Gallegos Valdés para que escriba algo testimoniando el surgimiento de La Nueva Palabra - acotó el Marqués de Oza.
        - No vino el susodicho ex-simio, pero, sin embargo, pueden contar con mi beneplácito para apadrinar un nuevo movimiento - explicó el viejito Schoffrá Rivas, quien hacía uso de una máscara de oxigeno para facilitar su dificultosa respiración ocasionada por el asma.
        - Aunque ahora sí ya entró en la recta final de todo gran poema - habló la madre Claudia, que apareció procedente del cielo, vestida con una camisa con aves de diversos colores, dibujados sobre la misa, lo que le daba el verdadero aspecto de una pajarera -, sexo, hambre, muerte y guerra, aparte de trago y vino mágico, sólo por hacer esa combinación de elementos poéticos, merece este joven ser tenido como candidato al partenón de los dioses locales de la poesía y la locura. Acuérdense que en la antigüedad, poeta y profeta eran palabras sinónimas.
        -"...Amaba las paletas de palitos Foremost para pintar los ojos verdes de su dueña que le hizo creer con gran acierto en la peluda maledicencia de la embajada cultural de aquel país chiquito, donde vivían las hormigas que picaron muy fuerte e hicieron derramar la sangre de los muertos que en marzo querían reventar la primavera de un año en que los gorilas se hicieron vampiros. / Todos eran bastardos, hasta el sol que desmelechaba sus risas perdidas en el fondo de un barril en el que se destilaban las sobras del ejército ...”
        - Qué fuerza de expresión la del jodido éste - exclamó manudón el poeta Kijadurías portador de una luenga barba y vestía una cotona y pantalón blancos, que realzaban su delgada figura -, por estar tan inspirado en una noche de murmullos y de vaivenes del alma y de la muerte, en una reunión de bardos que al otro lado del tiempo imitan el brindis del bohemio guanaco, merece la gloria de la esquina de la casa del Pichónidas y la fama que también es una dama triste con un solitario corazón.
        - Lo único que le faltaba a Góngora - aclaró Monterrosa Roberto el director de La Masacuata y presidente eterno de la Casa de la Cultura de Zacatecoluca, que se encontraba en tremendo viaje de floripondio y mariguana, en un estado de inspiración casi levítico- porque inmortales ya somos. El mismo Rigo lo ha escrito.
        - Feliz quien como Ulises - suspiró Paquito el Super-vivi, que a pesar de su calva en estado inicial sobresalía de entre el grupo de poetas guanacos, debido a su singular manera de pronunciar la lengua castellana, ya que tenía la virtud de hablar español con el mismo acento que hablaban los gringos y los europeos- y feliz quien como Góngora, en las riadas del placer poético imbuido en el estro alimenticio de la vida al filo de la navaja, le dé forma a esta fuerza telúrica que produce poesía en movimiento, poesía en estado de consternación y transformación mundial.
        - Como todo poeta auténtico de la corriente joven de ruptura - lo saludó desde su mesa, situada en un extremo de la sala de aquella casa, el poeta salvaje Toño Gamero, quien tenía como contrapartida en su mesa a sus hermanos de beba legendarios, los bardos Orlando Fresedo, Lorenzo Castrorrorro y Mario Arenales -, aunque le falte mucho a tu poesía, sobre todo por esa adjetivación exagerada que denota pobreza de lenguaje expresivo antes que fantasía galopante o fuerza de expresión original.
        - Es correcta la observación del poeta salvaje - acotó el poeta Armijo -, porque aunque la poesía de Góngora refleja una búsqueda sincera, no se ha librado de los temas parásitos de la literatura guanaca: sexo, política y muerte.
        - Caer en esta colección de adjetivos es una manera de disfrutar las letras cuzcatlecas - abogó a favor del Gongorino autor Vicente Rosales y Rosales, célebre por haber escrito el primer poema existencialista del Pulgarcito rojo, medio siglo antes que los poetas de las posguerras futuras comenzaran a escarbar en los recónditos antros del ser y nada -. Oyendo sus cantarinos versos, me siento transportado a un mundo mágico, lo cual es ya mucho decir si tenemos en cuenta el universo de brujos guanacos de esta fiesta.
        -"..Todo era temor; aun la pálida canción de la alegría o la novena sinfonía de Beethoven" - concluyó su ronca voz.
        - Cachimbón poeta, has inaugurado La Edad de Oro de la Literatura Guanaca -, le replicó Jimmy desde su mesa, donde fumaba su pintoresca pipa, en compañía de Cirilo. Estaban pendientes de la reacción de los asistentes. Este era el examen que ellos como fuerza generacional tenían que pasar, antes de escalar las próximas eras imaginarias de la Literatura Pipil, donde la poesía, el tiempo y el espacio se fundían en una imagen concurrente.
        - Sólo un Góngora es capaz de esto - explicó Morasán, acompañado de Claribel Felicidad, que aparecía en esos momentos con una serie de atavíos barrocos en sus vestimentas, notables por los colores intensos, así como por los diferentes mosaicos de los dibujos en las mismas, referentes a flores extrañas, animales exóticos, paisajes azules y verdes, donde dominaba un fondo amarillo y personas representadas a la antigua usanza, con aritos y túnicas romanas y medioevales con el fondo del Izalco en erupción dibujado en el centro de su vestido.
        Iban llegando, conforme avanzaba la noche, la mayoría de los orfebres de la palabra en el tiempo de aquella aldea cultural. La sala, suficiente para alojar a unos cien visitantes, estaba concurrida. Los vestidos y los trajes de cada uno de los célebres poetas, dramaturgos y novelistas del pulgarcito, hacían colorida la atmósfera de fiesta, carnaval, poesía y placer. Segundos antes de Claribel, habían llegado el patriarca de la literatura de Cuzcatlán, don Francisco Gavidia, quien antes de ser presentado a los jóvenes poetas, había sido abordado por uno de los grandes de Centroamérica, el poeta Rubén Darío, luego de lo cual se introdujo en aquella especie de asamblea general de la poesía guanaca, al final de la historia y al otro lado de la razón.
        Fuera de la casa del tiempo, donde la historia pasaba desapercibida, las luces de la ciudad iluminaban los alrededores de la colonia Cinco de Noviembre. Era una noche de invierno estrellada y azul. En esta época, la lluvia arrecia en las calles y los techos de las mansiones y villas miserias. Un penetrante olor a humanidad se extendía con su inhumano hedor, con su putridez olorosa a muchedumbre. La violencia, la lluvia y el viento cicatrizaban un pretérito indefinido y ausente, que cambiaba el rostro de la urbe y sus habitantes: sólo de esta forma, en un festín litúrgico, más allá del tiempo y la razón, en la mente diabólica de algún sobreviviente que al otro lado del mundo elaborara sus contramemorias, era posible reunir a todos esos personajes en un segundo electrizado.
        La leyenda, la identidad nacional y la nueva época de aquella tierra de lagos y volcanes, hacía posible olvidar los viejos pánicos de una edad violenta y el relato - en una desordenada crónica - de la frescura y del perfume a Cuzcatlán a la orilla de sus ríos profundos, el Goascorán, el Lempa, el Jiboa o el Paxaco.
        Cirilo no sabía cómo se había desarrollado en su mente aquel original plan que lo condujo a esa cita. Años atrás, mientras naufragaba en el delirio de sus aventuras europeas, al otro lado de la razón, donde el espejo oscuro del deseo y de la vida se confundían, había sido ese reencuentro su mayor anhelo. Por ello, había sido posible que mientras vagaba perdido en el alcohol y embarcado en extranjeros buques fantasmas, guardara en un rincón del alma sus orígenes. Había terminado extranjerizado, oliendo jardines exóticos extraños a sus raíces, convertido en el rara avis de esa sátira de Horacio, lo cual le servía de sonar o radar en su vagamundía: podía ubicarse en la periferia y el centro de los acontecimientos y analizar con otros ojos su entorno inmediato. Sin embargo, con qué ansiedad oía en sus noches de delirio los lejanos nombres de su juventud en los días del arcoiris y en las noches de La Praviana, donde el tintineo de epítetos propios y exóticos, unidos a la jerga capitalina, aumentaban el deseo de autodestrucción. Nombres sagrados que eran signos de identidad, "santos y señas" sólo comprensibles dentro de un contexto propio, tales eran los bares y locales de aquellas noches, como Los Frijolitos Carlota, Las Conchas Julia, El Foco Rojo, El Pájaro Azul, La Cueva de Trucutú, El Sótano, El Cafetal Bar, El Faro, El Nopal, El Oasis, El Palermo, La Oficina de Napoleón, La Campana, El Lutecia, El Gambrinus, El Alcázar, El Skimo, El Corona, El Cisne, El Siete Mares, El Porvenir, La Fogata, El Río Rosa, El Chipil-Inn, El Izalco, El Aguila, El Paraíso, La Barracuda, El Café Americano, El Bella Nápoles, El Ritz, El Floridita, El Café Bruno, El Chalo's, El Café Don Pedro entre otros, sinónimos de cerveza y borracheras, apasionados debates e increíbles viajes de alcohol y otras drogas hasta los orígenes, donde la locura toca con sus mantas blancas las puertas del paraíso y de la eternidad.
        Estos nombres habían perseguido a Cirilo por medio mundo, y con seguridad que también a otros sobrevivientes de aquellos días lejanos, que como él, naufragaban en la tempestad buscando, en los atardeceres de otros puertos, las señas de identidad de aquel tiempo al otro lado de la razón, ese oscuro espejo del método y las buenas costumbres.
        Sobre la ciudad multicolor en noche de invierno esa vez caía una leve lluvia, que los participantes de esa fiesta singular podían observar a través de los ventanales de vidrio del salón gigante de la casa del poeta Jimmy. Esto les recordaba la tristeza de los inviernos azules y pobres, tan característicos del Valle de las Hamacas, cuando la vida, posesa de un tintineo singular, rueda por las aceras y las calles empedradas junto a los riachuelos del chubasco, donde los niños botan sus barcos de papel y sus ilusiones corriente abajo.
        A esa casa seguían llegando en intervalos regulares una cantidad considerable e increíble de visitantes e invitados inauditos, se palpaba la atmósfera ausente de tiempo, así como la sensación sagrada de estar al otro lado de la lógica, más allá de la muerte y de la vida. Autosatisfacción y bienestar interno experimentaban los visitantes al traspasar el umbral de la casa, se sentían entonces poseídos por un sentimiento de tranquilidad y paz interior que los volvía apacibles y los hacía vivir la experiencia de estar volando, o para ser más precisos, levitando. Esta era la idea general campeante entre los asistentes: se sentían dentro de una inmensa nube de alegría, envueltos en diferentes aromas que los embriagaban y los perfumaban con exquisitos olores, tan penetrantes y suaves, que recordaban el olor de la santidad.
        Seguían llegando y presentándose, cada quien según sus diferentes atuendos y con sus particulares manías y extravagancias: los hermanos pintores Crespín con diferentes sombreros de hongo y pipas de haschish; la Chica Terremoto Mariluna La Linda llegó acompañada de su futuro marido, el pintor mejicano corriente realismo mágico Miguel Nacho Briones; García Ponce, el cuevista pintor guanaco, entró saludando a los más callados asistentes, sentados en una mesa apartada de la masa, donde estaban compartiendo otros plásticos como Manuel Elías, el Angel Polanco, el Ceramista Maya Carlos Mejía y el pintor de caballos Efraín Vásquez; Miguel Toño Bonilla en cambio, creador de la escuela ”feísta", se encontraba en tremenda discusión con Gerardo Guzmán y Ramírez Melara. Se hallaban presentes un sin fin de personajes para describir a los cuales se necesitarían miles de páginas, ya que la fauna, la flora y el ateneo cuzcatlecos eran tan dispares que daban para escribir por lo menos tres versiones distintas de la Comedia Humana y otras tantas y diferentes de la Comedia Divina. En resumen, aquella reunión era una comedia humana y divina, un homenaje a la tristeza y a la risa, ya que ellos eran así, de un humor irreverente e inagotable, aunque se encontraran más allá de la vida y de la muerte, en las nubes azules de la inmortalidad.
        Aquella noche, cuando Cirilo tocó la puerta de la casa del poeta Jimmy, había entrado al funeral del tiempo y, luego que Góngora le abriera las puertas, había ingresado al cielo, donde ya décadas atrás, el propio Pipo había escrito que todos los poetas van.
        Una algarabía de los personajes más dispares y multicolores se sucedía con una velocidad en diferentes planos, donde no era posible distinguir lo real de lo ficticio. Esto no era un problema, ya que al haber roto con la novela la barrera del sonido, del tiempo y del espacio, se ponía punto final a la Cuenta Larga que desde ancestrales raíces había transmitido Putolión a Cirilo... Así había resuelto un problema técnico y de contenido que lo asediaba desde el comienzo del relato totalizador, pendiente como estaba del desenlace y de sus protagonistas como padre cariñoso de sus hijos descarriados. Los lógicos devaneos técnicos le habían causado desconcierto y trabajo en los últimos cinco años. Era un sobreviviente cínico, tratando de terminar unas contramemorias de medio mundo, a medio pelo entre la risa y las lágrimas, entre la prosa y la poesía, entre la tragedia y la comedia, entre la ironía y la elegía. Esto lo habían remarcado aquellos poetas de un tiempo muerto, cuando se enfrascaban en interminables discusiones para demostrar la cuadratura del círculo y buscarle diez pies al gato: en aquellas diatribas y controversias, nunca había faltado el sarcasmo, la carcajada y una jubilosa ironía.
        - Si por algo nos salvaremos o nos hundiremos, no será por falta de humor - exclamó en una esquina de la sala Paquito Rivera, el poeta Superviviente.
        El grupo de poetas del cafetín El Porvenir estaba reunido en una mesa similar a las de la cafetería. Cirilo se acercó a ellos. Cada uno tenía una jarra de cerveza, aparte de estar acompañados de una botella de Espíritu de Caña. Sobresalían Alejandro Masís con su figura delgada y con su eterno maletín de agente vendedor, vestido con una camisa amarilla, adornada con mancuernillas de fantasía, a la vez que una cinta negra y brillante, se dejaba ver en la mitad de su camisa, remedando la silueta de una corbata. A la par de Masís, confundiendo sus tragos, sus versos y sus pasiones, encontró a Mijango Mármol, empedernido con la lectura de Los cantos de Maldoror.
        - Esto que estamos bebiendo se llama "submarino" explicó don Chico Aragón, el músico, a Cirilo - y consiste en una jarra de cerveza mezclada con un trago de guaro, de esta forma los toques nos llegan al fondo del alma, al mero cereguete, y nos aceleran nuestra inspiración.
        - Después de esta borrachera estaremos echando dragones o vomitando fuego - aclaró uno de los Crespines.
        - Abran paso que está arribando Dago el escultor - pidió Thelmá Suárez quien, por ser la esposa de Jimmy, oficiaba de anfitriona y presentadora, hecho que rimaba muy bien con su melodiosa voz de cantante de ópera y de rancheras que dan cólera- y viene en un gran viaje de monte ya que sus ojitos parecen de cangrejitos o de tigüacales de tanto que le bailan en sus órbitas. Viene cruzado ya que despide un tremendo patadón a guaro de pueblo.
        - Y qué, poetas del alpiste, ya dieron lana para todos nosotros las vicuñas - preguntó irónico Dago, mientras se quitaba sus lentes negros de carey que usaba y desembolsaba de su matata un garrobo de San Miguel -, traigo este animalito, garrobo o iguana depende del color con que se mire, para que lo cocinen y lo sirvan en alguashte y además para que nos hagan una buena sopa de garrobo levantamuertos.
        - Aquí parió la leona hijos de puta guanacos - exclamó ya medio embriagado el volatinero Meme Sorto, quien a pesar de su palidez de muerto bañado, ingería enormes cantidades, a veces dobles, de whisky y cerveza alemana, la que cargaba por docenas en un cartón de la misma, marca Straesburg.
        - Puro cine la vida de este muchacho genial - agregó en tono comedido Góngora.
        La fiesta continuaba en la casa del tiempo del poeta Jimmy, donde había acudido aquella extraña tropa loca desde todos los rincones de la tierra, del tiempo, de la lógica y de la historia. La morada, ubicada en una misma hilera con otras con las que formaba el susodicho pasaje, estaba rodeada por un pequeño jardín que daba al patio interior y donde se cultivaban flores de todos colores y géneros como rosas, tulipanes, orquídeas, magnolias o nomeolvides. Pintada de color rosado, con su puerta metálica amarilla, se distinguía poco del resto de las ubicadas en la colonia. Era imposible que algún transeúnte sospechara que precisamente ahí, en el pasaje Lempa de su mortalidad, se estuviera celebrando la fiesta del fin del tiempo, la razón y la lógica.
        Habían durado años los preparativos para ella; en ello habían trabajado con todas sus artes buenas y malas, los brujos de Curarén, que viajaron largos años por el mundo, metidos en cáscaras de huevo transportadas por los vientos de octubre convocando a toda aquella diáspora de poetas, pintores, actores y músicos que, desperdigados por el orbe, cantaban, actuaban a los cuatro vientos o contaban a los cuatro lectores, las maravillas y los horrores de aquel pequeño punto del planeta en pie de guerra.
        Transcurría la guerra del gorila, donde muchos de los convocados habían caído, víctimas de la brutalidad bélica o de la frustración, en el exilio exterior o interior y la muerte en vida.
        Fue durante esa época, poco antes del desagüe de aquella guerra inaudita e ilógica, cuando Cirilo, en compañía de José y Julio, sus compañeros de ideas y estudio en las ciudades del encanto europeas, habían planificado un viaje hacia la semilla, desde el otro lado del mundo. En aquella maravillosa aventura, que tuvo como primera escala una reunión de trabajo en un café parisino a las orillas del metro Saint Denis, pusieron todos sus sueños e ilusiones. Antes de llegar a Curarén, había aterrizado en Tegu -, la capital hondureña donde el Chaneque que los tenía que pasar al otro lado de la frontera se terminó rajando, ya que por esos días merodeaba en inspecciones criminales por las zonas limítrofes el general Caquita, conocido en la zona como Tomás Caquita con Cucharita.
        En Curarén, Cirilo, así como sus compañeros de odisea, pudieron encontrar a los brujos que Putolión mencionó en la infancia de Cirilo, cuando a la luz del fogón le relataba sus mitos y leyendas. Habían encontrado los restos de la guerrilla en el cantón que se disponían abandonar, esa misma noche del arribo de los tres argonautas guanacos. Tenían que partir en una guinda, debido a que las tropas de los oligarcas estaban a las puertas del poblado con su rabia criminal y su sed de sangre del pueblo. Cirilo, Julio y José se habían fundido en los siguientes años con la guerra y los combates de aquellas mágicas regiones. Recordarían - años después en la posguerra -, que únicamente se quedaron, durante aquella primera retirada, los indios brujos de Curarén, cuidando del cantón, pues eran los únicos pobladores que no se movían del mismo y servían de músicos y enterradores en aquella locura bélica que expulsó con sus humaredas de tierra quemada y aniquilación total a las últimas golondrinas y lechuzas de los atardeceres y anocheceres mágicos de la región.
        Habían sido días de guerra, pero también de carcajadas y risas, ya que hasta en lo más recóndito del dolor, Cirilo, así como Julio y José podían comprobar que el buen humor se sostenía a pesar de lo trágico de tanta desolación. La muerte, éste era el lado oculto de la epopeya que se escribía con sangre y risas. Cirilo se había consumido en días y noches de amor personal y solitario en aquella guerra del gorila que terminó agotando todas las barreras del tiempo, llenado de desesperanzas y desilusiones hasta su sombra. Se había perdido en una soledad abrazante, donde aparecía su pasado como una cinta de largo metraje, a pausas, en las noches de luna llena, cuando vagaba con su insurrección solitaria y colectiva por los caminos de aquel país de la represión y del sueño.
        Los volcanes en erupción, los lagos azules, las lagunas encantadas, así como los cerros y los cafetales del país, servían de cobertura en las retiradas. También las ciudades, esas junglas de cemento donde se había librado parte de aquella batalla y lance final el último año de la guerra. Jimmy Suárez, así como el poeta campesino Rigoberto Góngora habían caído en diferentes lugares y tiempos, en la guerra del gorila. Por ello, aunque Cirilo había escapado con todo y cartuchera al otro lado del mundo a rumiar en una cínica ausencia aquella irresponsabilidad histórica, se sentía con el deber moral y con el derecho propio de escribir en desordenadas líneas, tal como planteaba hacerlo en aquella caótica novela, la historia, los cuentos y los versos quemantes que sus hermanos de letras no alcanzaron a escribir, ya que murieron en la flor de su vida y juventud, tal como mueren los elegidos de los dioses.
        Aquella reunión de brujos, fiesta de gala de la inmortalidad, donde participaban artistas y magos, era el soplo divino de una eternidad adyacente.
        Las desordenadas líneas de esa novela caótica testimoniaban la muerte del tiempo, que sucedería cuando la reunión completara su quorum y diera comienzo.
        Sobre la mesa central se distinguía el banquete que se ofrecía. Los asistentes se acercaban con sus utensilios de comer y escogían un poco de cada bocado o su plato preferido. Había una gran variedad de platos típicos, lo mismo que Cirilo añoraba en sus años europeos así como otros cuyo recuerdo se alimentó espiritualmente en su destierro. Había distintas sopas que servían de entradas e innumerables boquitas o aperitivos que los visitantes digerían al tiempo que disfrutaban las bebidas variadas. Aparte, en una mesa de caoba especialmente adobada, se ofrecía una gama de drogas y alucinógenos, a disposición del gusto particular. El banquete, por ser amplio y contar con la asistencia de personajes y semidioses, aparte de dioses y demonios, estaba compuesto de varias especialidades. Entre las sopas sobresalían la sopa de jaibas, la sopa de pescado con chipilín, la sopa de res, la sopa de patas conocida como sopa de mondongo levantamuertos, así como la sopa de garrobo, de pollo, de frijoles con pitos, la sopa de consomé de pichón y la sopa de verduras. Los bocadillos o boquitas habían sido preparados por Michel, el barman de El Lutecia, así como por la niña Eva y don Adán, los propietarios de El Paraíso, ubicado en la esquina de la muerte de La Praviana. Sobresalían las enchiladas con queso, aguacate, frijoles y camarones; además, habían canutos de caña cortados, adobando otras frutas como jocotes, mangos tiernos, nances, piñas, semillas de paterna con limón y sal, hojas de jocote tiernas y otros. También se ofrecían como boquitas las pupusas de queso con loroco, revueltas, de chicharrón y queso. A la par de las mismas, los invitados de aquella fiesta del fin del tiempo podían escoger entre los diferentes tamales que se ofrecían: de carne de tunco y de res, de frijoles, tamales pisques, de elote y tamales de gallina.
        Los poetas de El Porvenir, Masís y Paquito el Super-vivi, se habían apoderado de los panes con chumpe adobados con rodajas de tomate grandes y hojas de lechuga, quizás porque habían sido preparados por la niña Irene, la propietaria del café.
        Las bebidas eran innumerables, desde el café con canela, pasando por el café con leche, el café negro, el café con piquete, el café helado y el café americano; también servían chocolate, la bebida de los dioses mayas que se prepara con cacao o con las tabletas de chocolate en forma de tablillas. Los refrescos eran de tamarindo, de carao, la horchata, el agua dulce, la ensalada y el refresco de mamey así como el de chan. Había té helado y caliente, acompañado de una rodaja de limón. Ofrecían también shuco, la bebida de maíz rancio, alguashte y engalanada con chile jalapeño, que se tomaba acompañada de pan francés. Había cantidades interminables de bebidas alcohólicas, aún así, tenían la sospecha de que no alcanzarían para dar abasto a la sed ancestral de los bardos cuzcatlecos. Sobresalían las cervezas de barrilito, así como las-regias, las supremas, las pilseners, y las cervezas de latas europeas. La gama de tragos comprendía el Tick-Tack, el Espíritu de Caña, el Muñeco cinta verde y roja, el Tres Puentes, el ropero conocido como Farolazo, entre otros, aparte de estar presentes los licores clandestinos tradicionales: la cuzuza, el chaparro y la chicha, verdadera trinidad que transportaba a los cielos campesinos a los bardos embriagados en versos populares con olor a muchedumbre. Además se podía contemplar una serie de vodkas, güisquis, rones, coñacs, brandys y vinos extranjeros de renombre que no podían faltar para paliar la sed de los invitados del tiempo.
        - Poetas, que se les convierta en sangre - brindó para todos el dramaturgo Walter Béneke desde el paraíso de los imprudentes.
        - Al fin te olvidastes de aquel chinito samurai que te escoltaba - espetó Rodríguez Ruíz, autor de José Matías destrabado y punto -, nos diste dolores de cabeza con tus ondas orientales, pero merecés estar entre nosotros, aunque nos hayas jodido la vida y la paciencia.
        - A Walter lo salvó su cultura y su visión amplia de las cosas, algo que trajo cierto aire reformador a esta tribu de caníbales culturales - cloqueó Salomón, convertido por arte de vestuario en el Sade clásico, acompañado por una cohorte de mancebos que junto a otras actrices pintarrajeadas al estilo de la época de la revolución francesa, simulaban la tropa loca del asilo de Charenton.
        - Aunque al final te dieron mecha en las más extrañas circunstancias - observó el poeta Paquito.
        - Dicen que fue el viejo panadero el que ordenó que te despacharan al otro barrio, para sacarse la espina de las sangrientas represiones en las huelgas ministeriales - conjeturó Rigo.
        - Bueno, ahí hay mucha tela que cortar – se defendió Béneke -. Para empezar, gracias a mí, indirectamente, se pudieron organizar toda esa retahíla de maishtritos provincianos. Además fundé el bachillerato en artes, donde surgió una marabunta bélica y tirabalas que engrosó las fuerzas rebeldes.
        - La mera verdad es que la muerte de éste no fue producto de rencillas políticas, sino un dramón pasional, dicen que fue un damo de él el que, presa de celos, lo balaceó le confesó el tío Jorge el brujo a Cirilo en el rincón de la casa.
        - Salomón ha venido con traje adecuado a la reunión - cuchicheó al oído de Cirilo otro de los brujos -, lo hemos invitado porque es un gran actor y director teatral, además de ser uno de los pocos, junto con La Trejona, el Bachiller Campesino, el hijo de Kirk Douglas y el Chele Jaén, que impulsaron con verdadera vocación el arte dramático en nuestra aldea. Luego vinieron una serie de grupos como "Los Bayuncos", "El Sol de Risa", "Los Tecolotes", "El Taller de los vagos" y otros más, pero éstos fueron los precursores, descendientes de don Edmundo Barbero.
        - No se olviden de Nanayaca y Chicotrén - observó la Diva Lewin -. Ellos comenzaron las artes escénicas en la radio y la televisión, aunque terminaron ahogados en el populismo bayunco de Aniceto Porsisoca y Paco Funes, así como de los payasos Chocolate, Chirajito y Chispita; sin olvidamos del cómico Albertico, que se pegó un tiro después de anunciar la llegada del partido de los negreros.
        - Béneke inició una reforma positiva para el país a nivel cultural - irrumpió el Chocoluz, acompañado de los danzarines Godofredo Carranza y el Indio de Cuzcatlán José María Aguiluz. A la par de ellos estaba el discípulo salvacuaco de Marcel Marceau, Jaime Olmedo, remedando con una mímica genial al Conde Drácula borracho y al Llanero Solitario agonizante, junto al actor y poeta de los pájaros y los volcanes Juan Agustín Barrera. Olmedo era el alcalde de Oaxaca en México, Barrera el Locutor del Valle.
        - Se puede saber cuándo terminaremos este parloteo sobre los tiempos muertos - interrogó el poeta protestante y neurótico anónimo Julio Santos, quien se presentó acompañado de un brevario bíblico, donde apoyaba su mano derecha, lo cual le daba un aspecto de pastor postor, ya que su pose estereotipada no le añadía naturalidad.
        - Hermano, esto lo sabrás tú, tan cerca de Dios y de la poesía con la que te preocupas todos los días del humano individuo - le contestó su paisano tecleño Jorge Campos desde el rincón donde estaban los poetas de la ciudad fría y su gurú Góchez Sosa.
        En cambio, el poeta nacional Daniel Galíndez presentó esa noche sus obras completas, doscientos tomos de poesía químicamente pura, y además anunció sus intenciones de presentarse en la próxima eternidad como candidato al Nobel. Era un verdadero poeta clásico, por su estatura más alta que la del cuzcatleco medio, y por sus facciones europeas: ojos azules, piel blanca, rubio, chelón en fin, "galán el jodido". Elegante y garboso, acompañaba a la madre Claudia en su conversación. Con seguridad que su poesía pura, cargada de clacisismos bien logrados, pero mal asimilados para su época, de frases bonitas y rebuscadas, estaba alejada de la poesía corriente de ruptura de los cebolludos, sobre todo del Góngora Contemporáneo con sus cantarinos versos. Galíndez, mucha espuma y poco mar, mucho ruido y pocas nueces, tenía sin embargo alma de poeta, por lo que fue elegido por los brujos de Curarén. Las mujeres asistentes se habían dispersado entre el grupo de poetas y musas, actrices y poetisas, así como chicas terremotos, ninfas, nínfulas y otras flores que adobaban con un aroma y deleite especial aquella sala inmortal. Entre las asistentes, Putolión, que apareció junto a los brujos de Curarén iba escuchando de sus labios los diferentes nombres: Matilde Elena, Mayamérica Cortés, Lilian Serpas, Lilian Jiménez, Rocío América, Marisol Guerra Trigueros, La Lemus Simún en traje de campaña, Luisa v. de Bratzler, Julia Díaz, Aldef, Margarita Muñoz, Ana María, Jacinta Escudos, Ivonne Melgar, Ana María Huguet, Astrid Panamá, Mariluna La Linda, y otras más.
        La mesa central del banquete era atendida por la Abuela, la madre del poeta Jimmy, de apellido Quemain, pues procedía por la ex colonia francesa de Martinica, y en sus fracciones de abuela nívea, se notaba con todo esplendor su ascendencia africana, ya que sus rasgos negroides eran patentes. Algo de éstos tenía el poeta Jimmy, sobre todo su nariz achatada y su verba encendida y llena de musicalidad, que recordaba a sus oyentes y contrincantes, esos tam-tam salvajes milenarios que procedían - esta vez lo sabía Cirilo de su atávica inspiración y temperamento del Africa profunda y negra. Había sonado la hora indicada para que aquella fiesta final de los tiempos diera comienzo. Faltando cinco minutos para las cero horas, el poeta Jimmy los convocó.
        - Somos todos los que estamos y estamos todos los que somos - se oyó decir en breve comentario al Bachiller Campesino, cuya triste figura era muy similar a la del célebre caballero cervantino.
         Sobre la mesa del banquete estaban los platos típicos que amenizaban la reunión. Se distinguían los chacalines en alguashte, luego de los cuales venían las mojarras fritas de la bocana del Lempa, la carne de res o de novilla asada, perfecta para una barbacoa acompañada de papas sancochadas, fritas o asadas, así como los diferentes platos de aves, desde gallinas de guinea hasta gallo en chicha, chompipes horneados y pavos cocinados a fuego lento. La carne de tunco, envuelta en empanizados y acompañada de una ensalada con limón y vinagre, era también un plato exquisito a la disposición. Las pacayas sancochadas, así como los rellenos de chile verde y de tomate, constituían capítulo aparte. Lo mismo podía decirse del casamiento, el arroz con frijoles, y de las infinitas variedades de platillos que se podían componer con estos dos alimentos. Como postre estaban los nuégados y el chilate, las torrejas en miel, los jocotes en miel, los papaturros, las quesadillas de queso de Usulután, además de las diferentes semitas, pachita y alta, de las peperechas, las guarachas, la quesadilla porosa, las polveadas, las empanadas de leche, el manjar blanco, el atole de elote, el atole de piña, el arroz en leche regado de canela en polvo y la yuca con chicharrón que habían traído especialmente de la ciudad de Mejicanos, no muy distante de la colonia Cinco de Noviembre.
 
        Aledaña a esta última, se encontraba la colonia Atlacatl, cerca del cuartel general de la Benemérita Guardia Nacional de Cuzcatlán. También cercano estaba el Hospital Psiquiátrico, el manicomio, donde estaban encerrados y cautivos todo tipo de locos, peligrosos y pasivos, maniáticos depresivos y poetas en estado de inspiración, así como asesinos y ángeles, temáticos y lunáticos, que poblaban aquella patria a la orilla de la Mar del Sur. No pocos invitados a la fiesta procedían de aquel centro, los demás invitados procedían de camposantos y de cárceles, así como de mansiones y chozas provincianas y capitalinas. De entre aquel loquerío vecino a la casa del molino del tiempo, los anfitriones habían invitado a un par de famosos y legendarios orates. Poetas y brujos tuvieron la compañía de Carrito, el célebre loco que corría por las calles del Valle de las Hamacas imitando un vehículo automotor, a tal grado que emitía sonidos de claxon y se quedaba parado en los cruces de camino para cambiar de vía, y respetaba como el que más las señales de los semáforos y del tráfico de la capital. Este fabuloso enfermo mental había muerto atropellado por un bus de la ruta trece, cuando en una de sus peripatéticas rutas intentó sobrepasarlo, sin pedir vía ni imitar el claxon del vehículo. La Loca Amparo, era la elegante dama que con su locura brillante y sus bromas encendidas amenizaba y amenazaba la fiesta. El otro demente que asistió, con un aroma singular, era "Chicoandabañate", reconocido loco furioso que cuando oía su sobrenombre lanzaba piedras, insultos y todo lo que tenía a mano contra los cipotes que lo llamaban. Lorenzo Castrorrorro también se encontraba en esta reunión de la velación del tiempo como loco, poeta, brujo y músico. Se había presentado con su libro de cuentos lleno de teorías, la más adecuada de todas que caía como anillo al dedo para aquella ocasión era su célebre "Teoría para lograr la inmortalidad del cangrejo" que le valió el tiquete a la gloria y la fama juntas. Hizo su ingreso a la sala fastuosa, acompañado de su musa y amor de toda la vida, Wé-Wé. Traía bordados en los mosaicos de su camisa blanca innumerables recuerdos en forma de símbolos mayas y quichés, que su mujer le bordaba. En dicha simbología se podían descifrar todos los misterios que aquel novelesco y róckico personaje tenía. Su leyenda, que Cirilo pudo rastrear en la Estrella de la dicha Cautivante, así como en Celeste María, en los bacanales del Mar Negro y en Bulgaria y Bucarest, lo había llevado a escribir una novela de autodestrucción y consumación total, que produjo el efecto milagroso de salvarlo momentáneamente del infierno del alcohol en el que había naufragado, un verdadero viaje al otro lado de la piel, en compañía de Dios y del diablo, para testimoniar la demencia y el amor que como niño mago se despedía de él una noche de tranvías y de trenes locos, cuando se había jugado su destino, su ruta y su último cartucho, en las calles duras del México, D. F. de los sesenta.
 
        - Creeme amor, bien sé que tú no has hecho el sol, pero cuando te desnudas en la oscuridad, amanece más pronto en nuestra alcoba - recitaba a Wé-Wé. la niña del hondo amor.
 
        La mesa mágica, con la que se ingresaba a la realidad anterior y se llegaba al otro lado de la razón, del tiempo, de la lógica y de la muerte, estaba ubicada cerca de la mesa principal. Era atendida por gurús y brujos, bastante reservada. Para acceder a ella era necesario ganar la amistad de sus encargados. Era una mesa iniciática, atendida por el poeta Kijadurías, vestido con un traje blanco que hacía homenaje a la increíble mesa, debido a que su espesa barba, así como sus lentes negros y sus bigotes Emiliano Zapata, le daban el porte excéntrico y simpático de maestro y guía. Había tenido años de entrenamiento en este oficio mágico, ya que durante su largo exilio en Vancouver había sido amigo de los mágicos comedores de opio y había sido sacristán de la iglesia en su parroquia, con cuyo cura lo unía una entrañable hermandad de incienso y de otros olores sagrados. La risa kijaduriesca, tan estentórea como expresiva, manifestaba un leve asomo de tristeza, sólo perceptible por aquel que conociera hasta el fondo de cada línea los versos del más grande poeta guanaco hasta ese entonces. Su humildad y su sensibilidad de gran escritor, le habían abierto las puertas de la casa del tiempo, en la que era considerado un Gran Maestro. Sobre la mesa mágica, en la que estaban depositadas las hierbas sacras con las que se alimentan los iluminados de todos los tiempos, tenía muestrarios que ofrecía a quienes se acercaban a escuchar sus sabios consejos. Tenía mariguana de la buena, la mera cannabis sativus, variedad golden colombiana; ofrecía haschich dé Pakistán y Turquía y pipadas de opio de Duschambe, traídos por Cirilo, de su estancia en Tadjikistán, donde pudo establecer el sagrado contacto; también tenía floripondio del volcán; hongos alucinógenos que Mariluna La Linda le había traído de los potreros de Sonsonate y Armenia; así como Peyote, el mítico vegetal que el pintor Ramírez Melara, en compañía de Toño Bonilla, había traído del país norteño. Había mezcalina, heroína, ácido lisérgico, tabaco y otras drogas menores, en cantidades suficientes para abastecer la fuerte demanda que para esa noche se esperaba, algo lógico y necesario, ya que aquella reunión, celebrada en la locura de una muerte del tiempo, estaba estimulada por los brujos de Curarén, grandes sabios que conocían por experiencia propia todos los secretos de las drogas fuertes, blandas, como era obligación suya, debido a su condición de pactados y heresiarcas.
        No fue sino hasta que comprendieron que se acercaba la hora cero, cuando se comenzaron a oír diferentes especulaciones, comentarios y rumores que trataban de explicar toda aquella algarabía del final del tiempo, en la casa mágica del poeta Jimmy Suárez, más allá de la vida y de la muerte, cuando la guerra del gorila había sido por fin superada y cuando aquella tribu, luego de haber andado dispersa por el mundo, había sido convocada por los magos cuzcatlecos. Durante buena parte de la velada, los músicos brujos, verdaderos torogoces, traídos especialmente del oriente de Cuzcatlán, habían oficiado y ejecutado la más variada melodía y las diferentes canciones que les llegaban al alma y les hacían rodar lágrimas de tristeza y añoranza o que los hacían reír y bailar como trompos locos, embriagados de alegría. En los intervalos, cuando la orquesta hacía la pausa necesaria para tomar un descanso y reponer energías, desde el tocadiscos de Jimmy se oía todo tipo de rocks y cantantes como Elvis entonaban baladas violentas o algún tipo de poesía musical como las ejecutadas por Baez, Bob Dylan, Jim Morrison, los Rollings, además de los conocidos Silvio, Violeta, Pablito, Guerra y Blades. Sin embargo, la verdadera música que regía el ambiente era tocada por la banda en mención. Se trataba de un conjunto de brujos músicos, traído desde Curarén. Eran los únicos que durante la guerra del gorila no habían emigrado del cantón y los únicos que habían sido respetados por los soldados y los rebeldes, ya que eran músicos y enterradores, y cuando uno de los dos bandos salía en retirada del cantón, dejaban olvidados sus muertos sin haberlos enterrado, oficio que asumieron los músicos brujos. La banda, famosa por su música llena de golondrinas, de calandrias, de torogoces, de dichososfuí y de ruiseflores, se llamaba "La Pulum-Pulum". Sus integrantes eran siete y sus instrumentos principales eran dos guitarras, un bandoleón, unas maracas, un acordeón, una marimba y un pito de origen maya hecho con un caracol marino. Su repertorio era variado, tocaban rancheras que daban cólera, boleros de oro, tangos del recuerdo, mambos de reyes, chachachás de chivos, cumbias embriagadoras como la arena de las playas de la mar del sur, así como corridos norteños, baladas con penas de amor, xucs carnavalescos, valses románticos, serenatas para noches de ronda, polkas temperamentales con las que sacaban "El carbonero", así como música folclórica, "El barreño", "Las cortadoras", "El son guanaco", "El torito pinto" y otras, todas producto de la imaginación y de la poesía popular de aquel mágico lugar.
        - De lo único que me acuerdo cuando oigo esta música - explicó Cirilo a los brujos de Curarén- es de doña María de Baratta y ese clásico estudio antropológico, uno de cuyos refranes pude comprobar a lo largo y ancho de este mundo.
        - Ella fue la maestra de Morena Celarié, la Isadora Duncan salvacuaca que murió en circunstancias misteriosas en la Puerta del Diablo de los Planes de Renderos - aclaró Aguiluz a Godofredo Carranza, al oír que nombraban a la etnóloga.
        -¿Cuál es el refrán? - interrogó don Urbano, el maestro de brujos a Cirilo.
        - Se los diré, aunque no deja de ser un poco lépero: "Adelante va la ardilla, más atrás va la cotuza; la mujer de nalgas pachas, tiene larga la pupusa" - citó Cirilo de memoria.
        - Está muy bien logrado ya que sintetiza la picardía, la ironía y la vena de humor popular característicos de nuestra gente – comentó don Urbano.
        - Bueno, hoy si ya se va acercando el momento al que hemos sido convocados - se oyó exclamar a Rolando Costa, otro brujo sacerdote que junto con Kijadurías distribuía las hierbas mágicas, y además helechos sobrenaturales que hablaban de alter-egos extrasensoriales de fantasmas y duendes enloquecidos. Ambos iniciados, también viajeros de taigas y ríos universales, quienes ejercían de una forma sabia su oficio de grandes maestros, comendadores de hierbas divinas.
        Por fin sonó la hora, ésta se sucedió cuando se oyeron cercanas, en medio de un silencio sepulcral, las campanas de la iglesia. Don Rúa, que anunciaban las doce de la noche de aquella fiesta memorable, la señal para que se pasara a otra dimensión, más allá de la muerte y de la vida, al final de la razón y de la lógica, al otro lado del tiempo y la memoria.
Fue el poeta Jimmy, el anfitrión, quien minutos antes había cerrado aquella convocatoria de todos los tiempos y lugares que los brujos de Curarén habían hecho por medio mundo a los invitados, durante los últimos años, gracias a que poseían el don de desplazarse por los cuatro vientos en cascarones de huevo mecidos por los huracanes de Morazán y por las brisas mágicas de Curarén.
         - Quiero inaugurar esta entrada en el molino del tiempo, que es también una forma de matarlo, lo más breve posible para que podamos disfrutar de otra manera de perpetuamos, ahí donde nuestras huellas se prolonguen como los niños de la arena que construyen sus castillos de ilusiones. Pasó la guerra del gorila, pasó la historia, pasó todo lo bueno, lo malo y lo feo que le puede pasar a cualquier tribu legendaria, lo único que nunca pasa, lo eterno y siempre vivo es la poesía y la aventura de escribir nuestra locura. Pasó todo en Cuzcatlán, sin embargo, como en la lógica maya del perpetuo presente, la poesía se quedó para siempre.
        Ya a punto de sonar la última campanada que anunciaba las doce de la noche de aquel viernes trece de mayo de primavera, pudo aún despedirse el poeta Jimmy con aquellas frases mágicas y transcendentales:
        - Lo importante no es el cantante, sino la canción.
        Al pronunciar estas palabras, la casa del tiempo del pasaje Lempa quedó prácticamente desierta ya que un ventarrón fuerte del oriente de Cuzcatlán azotó todo el globo terráqueo en una hecatombe sísmica y aniquilante, como un rayo exterminador, veloz y preciso, que se sucedió a las exactas cero horas de esa noche.
        Alguien que hubiera visto desde un satélite o desde una cápsula espacial aquel planeta durante esos segundos de la nada universal, las cero horas de todos los nunca, a las que estaban convocados los poetas, pintores, músicos y teatreros de Cuzcatlán, se habría dado cuenta que se sucedió en todo el mundo una oscuridad tal que el orbe en su conjunto se hundió en la más completa negrura. Era imposible e innecesario tratar de descifrar desde el espacio aquel lugar donde antes había estado ubicado el planeta tierra, como si de repente todo aquel mundo se hubiese hundido inexplicablemente en una especie de agujero negro, de esos que existen caóticamente en el infinito, sin que nos sea posible detectarlos, ni mucho menos definir su gravedad, su rotación y su traslación, ya que poseen sus propias leyes, mecanismos y movimientos. Esto mismo sucedió aquella noche en la casa del tiempo de la colonia Cinco de Noviembre de aquel país pequeño a las orillas donde bate la mar del sur. Todo el planeta, al sonar la última campanada mundial de la iglesia Don Rúa de la capital cuzcatleca, quedó a oscuras. Los brujos de Curarén habían cumplido su promesa de matar el tiempo, de celebrar aquella fiesta al otro lado de la razón y de reunir en una carnavalesca asamblea a todo el pamaso guanaco.
        Sin embargo, entre toda aquella oscuridad que reinaba en el mundo de esas cero horas, al final del tiempo, alguien que hubiera estado en el éter dentro de una nave interespacial, habría visto con inusitada sorpresa que allá, en medio de aquel mundo que oscureció de repente, sobresalía un brillo y una melodía alegre en el interior de ese agujero negro. Y conforme fuera acercándose en un imaginario viaje desde otra estrella hasta aquel punto luminoso, iría dándose cuenta que llegaba poco a poco hasta el pasaje Lempa del Valle de las Hamacas, donde estaba la casa del tiempo del poeta Jimmy y donde aquella música sencilla interpretada por la 'Pulum-Pulum", abría las puertas del cielo.
        - Hoy si tocamos techo hasta el tope - exclamó admirado, más allá del tiempo y de la muerte, el poeta campesino Rigoberto Góngora -, ya somos inmortales locos, hemos llegado a la extinción del tiempo y al comienzo de la eternidad.
 
        Hannover-París-Berlín-Los Angeles-Guatemala- Atenas-Mykonos-Nueva York-Montreal-Madrid-Barcelona-St. Louis Missouri-Amsterdam-Hannover
 
        Dr. David Hernández

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