Niño que no ha
encumbrado un barrilete en su vida es como aquel que ha dejado su niñez en
suelo y no ha permitido que se eleve por el espacio de fantasías como es el
remontar una piscucha.
Cuando yo era niño Lito, y
no don Lito, dispuse que antes de ser encumbrador de piscuchas, debería ser
primero fabricante de las mismas. Mi abuelita Catalina me apoyaba, a lo mejor
el cipote traía para ingeniero de aeronaves, decía. Pero me quitó el impulso
cuando deshice el canasto que ocupaban para ir al mercado, en el afán de
conseguir las varitas que hacen la armazón de las cometas. "Mejor que las
compre hechas", dijo la niña Catalina.
Recuerdo que siempre andaba
detrás de las papalotas marca Estrella, que mi abuelita ocupaba para hacer sus
costuras. Y es que en esa época ella vivía de coser ajeno, es decir que las
prendas, en especial las de las mujeres las hacían manos femeninas o
costureras. Abundaban en los barrios los rótulos de "Modas Edith".
Pero ya me salí del tema de
las piscuchas. Nos íbamos a la lomita que quedaba al final de la Calle San
Martín, allí donde casi terminaba el barrio La Vega y empezaban los guayabales
de la finca Letona. Enfrente el cerro de San Jacinto, todavía poblado de
árboles, en especial de mangos, donde los cipotes nos íbamos a saciar la
terrible hambre, comiendo gratuitamente guayabas y mangos. Púchica, ya me volví
a salir del tema de las piscuchas.
Ahí, en las tardes ventosas
de octubre elevábamos nuestras cometas hechas de papel de china y varitas de
castilla que valían cinco centavos. Algunos las echábamos al pleito y como
gallos de pelea le poníamos hojas de afeitar de la marca Gillette a la cola,
según nosotros para que, de esa manera, de un coletazo cortáramos el hilo de la
piscucha adversaria, cosa que nunca pasó más que en nuestra imaginación. Lo que
sí sucedía era la piratería del hilo. Si una piscucha ajena caía en nuestro
territorio, se trataba de rescatar subiéndose hasta los tejados, pero cuando no
se podía, nos conformábamos con recoger el hilo, el cual lo lográbamos tirando
unos gallos, que eran dos piedras amarradas por una cuerda que le tirábamos al
hilo que pasaba por la vecindad. Como no todas las veces acertábamos, los
gallos quedaban trabados en las líneas eléctricas como recuerdo de la época de
las piscuchas. Estos gallos se caían con el tiempo, cuando se podría el hilo.
También le mandábamos
telegramas a San Pedro. Estos eran pedazos de papel periódico que a través de
un hueco, se los poníamos al hilo y "tastasiando" la piscucha los
hacíamos llegar hasta el barrilete. Ganaba el que más telegramas le hacía
llegar.
Y mientras unos encumbraban
la piscucha, otros se deslizaban desde la lomita en pencas de palmera que la
naturaleza nos daba de la finca Letona. En este país no hay nieve para deslizarse
en trineos, pero hay imaginación y zacatales donde las pencas hacen de trineo y
el polvo, de nieve. ¡Otra vez me salí de las piscuchas!
Un día, con los Avilés
decidimos hacer una mega piscucha, es decir una piscucha grandota, la más
grande del mundo.
Trabajamos en el garaje
para hacer nuestro proyecto ultra secreto, conseguimos unas varas de castilla
de por lo menos seis metros de largo y las partimos para hacerlas más delgadas.
Ahorramos para comprar papel, engrudo y sobre todo una pita muy fuerte que aguantara
con la capacidad voladora de la piscucha más grande del mundo. Una tarde,
cuando los vientos eran más fuertes que de costumbre, sacamos la piscuchona y
nos la llevamos al campito, como le decíamos a la lomita. Recuerdo que la niña
Rosa Emilia Navarrete, que hace poco se nos adelantó en el camino que todos
llevamos, no dejó salir a sus hijos porque le tuvo miedo a la piscuchona, dijo
que se podría llevar a sus hijos René y Mauricio, que por más que lloraron para
que los dejar an ir, la niña Rosa no los dejó. Es por eso que ellos no me
pueden desmentir de los que le voy a contar.
La piscuchona rápido empezó
a juguetear con el viento, como si hubiera sido hecha para volar, no había duda
de que se encumbraría y surcaría los cielos del barrio La Vega, tapando el sol
con su inmensa sombra. Empezamos dándole diez metros de cordel, pero la
piscuchona galga de espacio exigía más y más cordel mientras ascendía al
espacio solamente sofrenada por tres cipotes a cual más flacucho.
Cuando se terminó el cordel
y ante la exigencia de la piscuchona, nos quedamos agarrados al pedazo de palo
en que estaba enrollado el cordel. Eduardo Avilés fue el primero que se soltó,
tuvo miedo; después se soltó Calín, dejándome solo en el pleito con el viento y
el espacio. Pero pudo más el cometa y empezó a remontarme por los aires. La
niña Rosa Emilia todavía me regañaba desde la puerta de su casa, todavía
escuché que me gritó: "Cipote perverso, ya le 'buir' a contar a la niña
Tere", mi mamá.
Pero ya no le oí, estaba
muy alto, desde ahí arriba divisé el techo de la iglesia tapizado de varas de
cuete, pues recién habían pasado las fiestas. Me recordé de las estrofas de don
Alfredo: Dos alas, quién tuviera dos alas para el vuelo. Esta tarde en la
lomita el niño Lito las ha tenido.
Un zopilote pasó volando
cerca de mí, como preguntándome el por qué había invadido su espacio. También
me dio miedo, pero más que todo frío, en especial por los pantalones cortos. No
podía respirar por la nariz, la tenía tapada. Busqué a mi ángel de la guarda, pero
no estaba, no lo vi. Al rato se me quitó el frío, sentí calientito, ya
respiraba por la nariz, estaba en mi cama y mi mamá me frotaba con pomada de
mentol. Un angelito me hacía señas detrás de la puerta. Recuerdo que me dijo
que la niña Rosa Emilia había llegado a poner queja.
Nota: pienso encumbrar una
piscucha un día de estos y mandarle un telegrama a la niña Rosa Emilia. El
texto será: Te extrañamos mucho. Firma don Lito y los cheros de La Vega.