MIGUEL HERNÁNDEZ

1910 - 1942

        Nació en Orihuela , Alicante, España. Estudió en un colegio de jesuitas que abandonó por razones económicas. De raíces humildes trabajó repartiendo leche y pastoreando ovejas para subsistir, a su vez leía poesía clásica española.
        Llegó a Madrid en 1930, y consiguió empleo con José María Cossio lo cual le dio la oportunidad de relacionarse con poetas como Pablo Neruda, Rafael Alberti, Luis Cerruda y otros.         Fue durante esta época que decidió afiliarse al Partido Comunista Español, y durante la República, fue un entusiasta militante colaborando en llevar proyectos culturales a las zonas más aisladas de España.
        Durante la Guerra Civil participó activamente, y en 1937, asistió al Congreso internacional de intelectuales antifascistas en Valencia. Pero cuando terminó la guerra se vio oligado a huir, siendo detenido en la frontera portuguesa. Fue procesado y condenado a muerte, pero el nuevo regimen franquista conmutó la pena de muerte por la de 30 años en prisión... no la cumplió, murió de tuberculosis en 1942, en el penal de Ocaña.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 ELEGÍA

 
(En Orihuela, su pueblo y el mío,
se me ha muerto como del rayo Ramón Sije,
a quien tanto quería).
 
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
 
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
 
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
 
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
 
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
 
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
 
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
 
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
 
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
 
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble clavera
y desamordazarte y regresarte.
 
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
 
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
 
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
 
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
 
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
 
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

           

EL HAMBRE

 

Tened presente el hambre: recordad su pasado

turbio de capataces que pagaban en plomo.

Aquel jornal al precio de la sangre cobrado,

con yugos en el alma, con golpes en el lomo.

 

El hambre paseaba sus vacas exprimidas,

sus mujeres resecas, sus devoradas ubres,

sus ávidas quijadas, sus miserables vidas

frente a los comedores y los cuerpos salubres.

 

Los años de abundancia, la saciedad, la hartura

eran sólo de aquellos que se llamaban amos.

Para que venga el pan justo a la dentadura

del hambre de los pobres aquí estoy, aquí estamos.

 

Nosotros no podemos ser ellos, los de en frente,

los que entienden la vida por un botín sangriento:

como los tiburones, voracidad y diente,

panteras deseosas de un mundo siempre hambriento.

 

Años del hambre han sido para el pobre sus años.

Sumaban para el otro su cantidad los panes.

Y el hambre alobadaba sus rapaces rebaños

del cuervos, de tenazas, de lobos, de alacranes.

 

Hambrientamente lucho yo, con todas mis brechas,

cicatrices y heridas; señales y recuerdos

del hambre, contra tantas barrigas satisfechas:

cerdos con un origen pero que el de los cerdos.

 

Por haber engordado tan baja y brutalmente,

más abajo de donde los cerdos se solazan,

seréis atravesados por esta gran corriente

de espigas que llamen, de puños que amenazan.

 

No habéis querido oír con orejas abiertas

el llanto de millones de niños jornaleros.

Ladrabais cuando el hambre llamaba vuestras puertas

a pedir con la boca de los mismo luceros.

 

En cada casa, un odio como una hoguera fosca,

como un tremante toro con los cuernos tremantes,

rompe por los tejados, os cerca y os embosca,

y os destruye a cornadas, perros agonizantes.

 

El hambre es el primero de los conocimientos:

tener hambre es la cosa primera que se aprende.

Y la ferocidad de nuestros sentimientos

allá donde el estómago se origina, se enciende.

 

Uno no es tan humano que no estrangule un día

pájaros sin sentir herida la conciencia:

que no sea capaz de ahogar en nieve fría

palomas que no saben si no es de la inocencia.

 

El animal influye sobre mí con extremo,

la fiera late en todos mis fuerzas, mis pasiones.

a Veces he de hacer un esfuerzo supremo

para callar en mí la voz de los leones.

 

Me enorgullece el título de animal en mi vida,

pero en el animal humano persevero.

Y busco por mi cuerpo lo más puro que anida,

bajo tanta maleza, con su valor primero.

 

Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos

donde la vida habita siniestramente sola.

Reaparece la fiera, recobra sus instintos,

sus patas erizada, sus rencores, su cola.

 

Arroja los estudios y la sabiduría,

y se quita la máscara, la piel de la cultura,

los ojos de la ciencia, la corteza tardía

de los conocimientos que descubre y procura.

 

Entonces sólo sabe del mal, del exterminio.

Inventa gases, lanza motivos destructores,

regresa a la pezuña, retrocede al dominio

del colmillo, y avanza sobre los comedores.

 

Se ejercita en la bestia, y empuña la cuchara

dispuesto a que ninguno se le acerque a la mesa.

Entonces sólo veo sobre el mundo una piara

de tigres, y en mis ojos la visión duele y pesa.

 

Yo no tengo en el alma tanto tigre admitido,

tanto chacal prohijado, que el vino que me toca,

el pan, el día, el hambre no tenga compartido

con otras hambre puestas noblemente en la boca.

 

Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera

hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente.

Yo, animal familiar, con esta sangre obrera

os doy humanidad que mi canción presiente.

 
SINO SANGRIENTO
 
De sangre en sangre vengo
como el mar de ola en ola,
de color de amapola el alma tengo,
de amapola sin suerte es mi destino,
y llego de amapola en amapola
a dar en la cornada de mi sino.
 
Criatura hubo que vino
desde la sementera de la nada,
y vino más de una
bajo el designio de una estrella airada
y en una turbulenta mala luna.
 
Cayó una pincelada
de ensangrentado pie sobre mi vida,
cayó un planeta de azafrán en celo,
cayó una nube roja enfurecida,
cayó un mar malherido, cayó un cielo.
 
Vine con un dolor de cuchillada,
me esperaba un cuchillo a mi venida,
me dieron a mamar leche de tuera,
zumo de espada loca y homicida,
y al sol el ojo abrí por vez primera
y lo que vi primero era una herida
y una desgracia era.
 
Me persigue la sangre, ávida fiera,
desde que fui fundado,
y aun antes de que fuera
proferido, empujado
por mi madre a esta tierra codiciosa
que de los pies me tira y del costado,
y cada vez más fuerte, hacia la fosa.
 
Lucho contra la sangre, me debato
contra tanto zarpazo y tanta vena,
y cada cuerpo que tropiezo y trato
es otro borbotón de sangre, otra cadena.
 
Aunque leves, los dardos de la avena
aumentan las insignias de mi pecho:
en él se dio el amor a la labranza,
y mi alma de barbecho
hondamente ha surcado
de heridas sin remedio ni esperanza
por las ansias de muerte de su arado.
 
Todas las herramientas en mi acecho:
el hacha me ha dejado
recónditas señales;
las piedras, los deseos y los días
cavaron en mi cuerpo manantiales
que sólo se tragaron las arenas
y las melancolías.
 
Son cada vez más grandes las cadenas,
son cada vez más grandes las serpientes,
más grande y más cruel su poderío,
más grandes sus anillos envolventes,
más grande el corazón, más grande el mío.
 
En su alcoba poblada de vacío,
donde sólo concurren las visitas,
el picotazo y el color de un cuervo,
un manojo de cartas y pasiones escritas,
un puñado de sangre y una muerte conservo.
 
¡Ay, sangre fulminante,
ay, trepadora púrpura rugiente,
sentencia a todas horas resonante
bajo el yunque sufrido de mi frente!
 
La sangre me ha parido y me ha hecho preso
la sangre me reduce y me agiganta,
un edificio soy de sangre y yeso
que se derriba él mismo y se levanta
sobre andamios de huesos.
 
Un albañil de sangre, muerto y rojo,
llueve y cuelga su blusa cada día
en los alrededores de mi ojo,
y cada noche con el alma mía,
y hasta con las pestañas lo recojo.
 
Crece la sangre, agranda
la expansión de sus frondas en mi pecho
que álamo desbordante se desmanda
y en varios torvos ríos cae deshecho.
 
Me veo de repente
envuelto en sus coléricos raudales,
y nado contra todos desesperadamente
como contra un fatal torrente de puñales.
 
Me arrastra encarnizada su corriente,
me despedaza, me hunde, me atropella;
quiero apartarme de ella a manotazos,
y se me van los brazos detrás de ella,
y se me van las ansias en los brazos.
 
Me dejaré arrastrar hecho pedazos,
ya que así se lo ordenan a mi vida
la sangre y su marea, los cuerpos
y mi estrella ensangrentada.
 
Seré una sola y dilatada herida
hasta que dilatadamente sea
un cadáver de espuma: viento y nada.

SONETOS

I
 
Guiando un tribunal de tiburones,
como con dos guadañas eclipsadas,
con dos cejas tiznadas y cortadas
de tiznar y cortar los corazones,
 
en el mío has entrado, y en él pones
una red de raíces irritadas
que avariciosamente acaparadas
tiene en su territorio las pasiones.
 
Sal de mi corazón, del que me has hecho
un girasol sumiso y amarillo
al dictamen solar que tu ojo envía:
 
un terrón para sempre insatisfecho,
un pez embotellado y un martillo
harto de golpear en la herrería.
II
 
Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes:
pena que vas, tribulación que vienes,
como el mar de la playa a las arenas.
 
Como e1 mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes
por una noche obscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.
 
Nadie me salvará de este naufragio
si no es tu amor la tabla que procuro,
si no es tu voz el norte que pretendo.
 
Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.

Tamen
 
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