SALARRUÉ

CUENTOS DE BARRO

EL CIRCO

          Se azuló la noche. En medio del solar oscuro, el circo era como una luna desinflada. Parecía la chiche de la noche, onde mama luz el cielo, un chilguete manchaba de norte a sur el espacio y las gotitas zarpiaban el horizonte hasta la oriya del mundo.
        Mito y Lencho, los dos hermanitos, miraban asombrados, por un juraco, cómo aquel siñor que le decían Irineyo Molina, se bía hecho payaso un dos por tres. Taba sentado en un cajón jumándose un puro, y con cara enojosa de hombre. el hoyito se véiya bien que le daba la luz de un carburo en la cara chelosa de harina. Abajo, junto a la goliya plisada, asomaba el cuello prieto de su propio cuero. Más allá, el negro Jackson sembraba una estaca, con una almágana. A cada golpe de juelgo, la estaca se hundía un jeme. Recostado en unos lazos, templados como cuerdas de violón, estaba un volatín.
-Apartáte, baboso.
-Peráte, quiero ver.
-Te vuá zampar una ganchada, Chajazo.
-¡AchísI, sólo vos querés mirar.
-A yo no mián dejado...
-¡Baboso, baboso, ayí entró una piernuda vestidedorado. Sestá componiendo la atadera.
        La cipotada ondeó, como un tumbo de carne; reventó en empujones y se vació sobre la carpa, derrumbando al lado diadentro un rimero de sillas. Se oyeron voces de hombre, furibundas, y pasos amenazadores. La cipotada se dispersó a la carrera, haciendo sonar con sus talones la panza de tambor del descampado, Se confundió entre el güevaso e gente silbando y riendo. Un sapurruco en camiseta, con unos grandes gatos que parecían de madera; salió encachimbado por debajo de la lona, con un acial en la mano. Llegó hasta el andén, mirando de riojo; escupió un salivazo con tabaco, y se metió otragüelta por debajo. Dos o tres chiflidos le condecoraron el fundiyo. El humo de los candiles y de los puestos de pupuseras ponía llanto en los ojos de aquella alegría. La manteca, ricién echada en las sartenas de las pasteleras, se oiba escandalosa, como cuando meya el tren. Las garrafas, en los mostradores de los chinamos, parecían jícamas de vidrio, que se bieran convertido en cocos. El guaro clarito temblaba adentro y dejaba descurrir su tufito embolón.
        Las gentes iban entrando, guasonas, al circo. Daban su tiquete y levantaban la cortinenca de añididos, onde había unas letras que naide entendía, porque naide leyiya en el pueblo.
        Una bandita descosida empezó a sonarse, allí dentro, debajo diaquel gran pañuelo. La buyanga sizo mayor, y las gentes empezaron a codearse por entrar a coger puesto.
        Por tercera vez sonó la campanilla; aquella campanilla que daba güeltegatos de plata en la aljombra de la ansiedad. Un silencio profundo se agachaba, cargado de corazones, como una rama de mango. De una patada se abrió el telón de los secretos; una pelota de colores vino rodando hasta el centro del picadero, y, con un grito de sollozo burlón, el payaso se irguió amelcochado, bonete en mano, con algo de piñata y algo de barrilete. De golpe se descolgó, en el redondel, la cortina de tablitas del aplauso.
        Vestidos a medias y de medias, los volatines y volatinas, en escuadrón, avanzaron marciales, con los brazos cruzados sobre el pecho y sonriendo con sonrisa postiza. Detrás, en dos caballencos ahumados como los del carrusel, que llevaban colas de gallo en la frente, venían las masonas, vestidas de espumesapo y sentadas, con una nalga, en el mero chunchucuyo de los caballos. Cerrando chorizo, iba un chele vestido dentierro, con un chiliyo bien largo; y un viejo bigotudo, jalándole las narices a un pobre oso medio bolo. Más detrás iban los guachis, con cotones de colores llenos de chacaleles. La música sonaba, toda ella, chueca y destemplada, como mocuechumpe.
        En aquel pueblo de niños, sólo los cipotes se bian quedado ajuera. Ispiaban por onde podían, subiéndose algunos hasta las puntas de los cercanos jocotes, contentándose con ver el bailoteo de uno quiotro trapo de color, o el relámpago misterioso de las lentejuelas en las mecidas de los trapecios.
        Los niños ajuera, los grandes adentro. . . El circo era como la felicidá, que se la cogen aquellos que menos la quieren. Los cipotes se conjormaban viendo la alegriya luminosa, por un hoyito, entre tablas y piernas oscuras. Mito y Lencho, los dos hermanitos, se bían retirado dionde bían miradores, porque les taban rompiendo toda la camisa. Sin embargo, cada granizada de aplausos los empujaba de nuevo a la carpa. De chiripa se hallaron un juraquito bajero, que los otros no bían incontrado. Con el dedito inano lo jueron haciendo más grande, y miraban por turnos.
        Cuando más extasiados estaban, mirando, mitá y mitá que la piernuda caminaba sobre el alambre como sobre el viento, un guachi, con una tablita, los cogió de culumbron, soñadores e indefensos. Les dio con todas sus juerzas, el bandido jalacolchones; y ellos, dando alaridos, salieron corriendo y sobándose la nalga, ardida como con plancha caliente. Fueron a contarle a la mama; y la mama, cogiéndolos debajo de sus alas desplumadas, maldijo al miserable:

    
    -¡Disgraciado, quiá de pagarlas un diya en los injiernos!
        Lencho rumió, en su corazon de niño perdonero, aquella frase; y, tras un rato de silencio, preguntó:
       
 -Mama, ¿yen el injierno habrán hoyitos para mirar lo que andan haciendo en el cielo?...

LA HONRA

         Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano.
        La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un tumbo de norte. La Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito; luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban.
        El ojo diagua estaba en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos. Más abajo, entre grupos de güiscoyoles y de ishcacanales, dormían charcos azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían desbarrancado encima de los paredones y en la corriente pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal.
        La Juanita se sentó a descansar: estaba agitada; los pechos -bien ceñidos por el traje- se le querían ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen. Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca unos peñascales verdosos sudaban el día.
        La Juanita sacó un espejo, del tamaño de un colón y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas, se limpió con el delantal la frente sudada y como se quería cuando a solas, se dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la bieran ispiado. Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó a pepenar chirolitas de tempisque para el cinquito.
        La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoció, sintió que el cora­zón se la había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de esca­parse y, sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. El de a caballo, joven y guapo, apuró y pronto es­tuvo a su lado, radiante de oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a la Juana con un galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra.
        Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote aprietado y con una cabeza de huizayote. Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quíen sabe qué, y el tata le bía metido una penquiad'el diablo.
        -¡Babosa! -había oído que le decía-. ¡Habís perdido lonra, que era lúnico que tráibas al mundo! ¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te ejo ir aquel diya; gran babosa!...
        Tacho lloró, porque quería a la Juana como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. El no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizás brillosa, quizás como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a la arena cerca del ojo, y ¡nada!
        -Lonra e la Juana, dende que tata la penquiado -se decía-, ha de ser grande.
        Por fin, al pie de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes.
        -¡Yastuvo! -gritó.
        Levantó el objeto brilloso y se quedó asombrado. -¡Achís! -se dijo-. No sabía yo que lonra juera así...
        Corrió con toda la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido una estaca de noche.
        -¡Tata! -grito el cipote jadeante-: ¡El ido al ojo diagua y el incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!...
        Y puso en la mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha.
        El indio cogió el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con cara de vengador.
        -Pues es cierto... -murmuró. Cerraba la noche.  
EL CONTAGIO
          Después del aguacero de la noche, había clareado gris, mojado, encharcado, invernicio... Venía la mañana en ondas frescas, anegando la oscuridad. Todavía no daban sombra las cosas; las sombras eran diluyentes, borrosas como luz golpeada, como humedad de sal. Se venía el olor jelado del cielo, con algo de amoníaco y algo de ropa limpia. Silbaba., único, un pajarito invisible en un árbol frondoso; silbaba con dulzura de agüita plateada. Las hojas nadaban en los remansos de brisa, como pececitos oscuros. Iba clareando... Y el alma, como los matorrales, estaba empapada de felicidad.
        En la casa de la finca, el patio cuadrado dormía aún. Por el lodito habían pasado los chuchos. Una teja salediza se había quedado contando gotas azules, sobre un charquito que, abajo, bailaba trompos diagua. Salía el humo de la galera, como una parra celestial. Don Nayo, enrollada en la nuca una toalla barbona, venía por el corredor. Con el bastón abría un hoyito, y sembraba una tos; abría un hoyito, y sembraba una tos. Los murciégalos se iban enchutando en las rendijas oscuras del tabanco, como pedradas de noche.
        A lo lejos, lejos; los gallos abrían puertas chillonas. El día se tambaleaba indeciso, bajo la nubazón sucia, como carpa de circo pobre.
        Don Nayo llegó al portón. No podía enderezar la cabeza, porque su nuca estaba paralizada; lo cual le daba un vago aspecto de tortuga mareña. Miró al cielo de reojo; aspiró el olor de los limones; se puso el palo bajo el brazo y llamó aplaudiendo.
-¡Cande!...
        La Cande gritó desde la cocina:
-¡Mandé!...
-Date priesa...
La Cande atravesó el patio dejando su priesa pintada en el suelo. Era quinzona, rubita, gordita, nalgona, chapuda y sonreiba constantemente. Daba la impresión de bañada, dentro del traje pushco y jediondo.
       -¿Qué quiere, tata?
        El viejo le alcanzó la oreja al tanteyo.
        -¡Babosa, no téi dicho que cuando vengás a trer lagua, cerrés bien la palanquera!
        La campaneó tantito y, arreándola, con el palo enarbolado, la siguió hasta el platanar.
        -¡No cierre, animala, espere que salgan las yeguas!: ¿no ve que están allá?...
        Tres yeguas secas estaban olisqueando en la huerta. Sobre las eras de nardos se veían los hoyos de los cascos. Se fueron aculando despacio contra la cerca; y, cuando la Cande les cortó el paso, salíendo del breñal con un chirrión en alto, las tres bestias dieron un respingo nervioso y huyeron por la puerta hacia el potrero. A lo lejos, seguía oyéndose el galope con su patacán, palacán, patacán...
        Había amanecido. El viento madruguero había ido cogiendo cada estrella con dos dedos, soplándolas como mota de ángel, hasta desaparecerlas. Por un descascarado de nubes, se miraba la paré del cielo, ricién untada de azul. Los volcanes bostezaban, en camisón de dormir. Pringaba.
       -Traiga el canasto, Cande. vamos a pepenar los nances y los limones.
        La Cande fue por el canasto. Bajo el limonero, el suelo doraba. Olía a mañana. Daba lástima desarreglar el paisaje enfrutado. Don Nayo y la Cande fueron pepenando, uno a uno, los limones. Más abajo, al haz de un granado, estaba el nance. El suelo aparecía cundido. La ladera había llevado rodando los nances hasta ben lejos. Parecía como si a la planta se le hubiera roto el hilo de un inmenso collar.
       
-Témpapádo el monte, tata.
       -Cuidá de no empuercar el vestido...
       -Afijese que anoche soñé el Contagio...
       -Era un endizuelo así, sapito, con buche y con una cosa feya aquí.
       -¿Onde?
       -Aquí ...
        Seguían cayendo limones, que quedaban medio hundidos en el lodo negro. A orillas de la acequia se oía una fiesta de sanates. Bajo los charrales empezaron a rascar las gallinas, haciendo sonar las hojas marchitas. Los grillos se habían ido consumiendo en el claror.
       
-Mero horrible, el indizuelo; y me chunguiaba..
       -¿Te qué?...
       -Me guasiaba y me chunguiaba, en un cuento como cuarto oscuro... ¡Uy!... Es que comí chacalines...
       -De juro que eso jué...
       -Echeme una mano, tata.
        Don Nayo le ayudó, como pudo, a ponerse el canasto en la cabeza. La Cande lo sostenía con ambas manos; las mechas le caiban por la cara; con un respingo se afirmó, equilibró el espinazo; sacó la puntita roja de la lengua y se alejó hacia la casa, con rítmico andar.
        Don Nayo miraba alejarse a su hija. Pensó: "Es guapa, es güena, la chelona"; se sonrió, con sonrisa de arruga. Los gallos abrían a lo lejos fantásticas puertas; por ellas entró bruscamente un chorro de sol.
        Don Nayo paró a su mujer en la mitad del dormitorio.
       
-Mirá, Lupe -le dijo-, andá con cuidado con la Cande: ya maliseya...
       -¿Eh?...
       -No me gustan tantito, sus caidas diojos, sus pandiadas al pararse. Méi fijado que deja a ratos de moler y se come las uñas; además, le ondeya el pecho como a las palomas. Andá con cuidado, te digo...
       -Dice bien, Nayo; yo también la héi oservado. Se chiqueya, sin querer; se mira nél espejo, cada vez quentra aquí; y, a ratos, da brincos de calofriyo. También no me gustan las cosas que me cuenta. Dice quel otro día, cuando Nicho la tentó jugando, sintió un burbujeyo extraño. Además se le van los ojos, coge juergo a cada rato, le pica la palmelamano.
       -Pa que veyás. Andále con tiento, no se nos descantiye con algún malvado.
       -Decíle al Nicho que no liaga tanta fiesta.
       -Se lo vuá poner en conocimiento a ese infeliz.
        Zarceaba el viento en la Palazón de los conacastes, como en tina guitarra destemplada; el sol entraba ya en la hindidura dialcancía del horizonte. En el cielo, las nubes mostraban choyones desangrados. Las golondrinas inspeccionaban el velamen recién izado de la tarde; en el callar, la tierra daba bordazos de sombra.
        Por el camino venía Don Nayo, lento y tosigoso. La Lupe lo esperaba en la palanquera.
       
-¿Qué lihubo, Nayó? ...
       -Los casaron. Los juí a dejar al terreno. Tán Contentos.
       -¿Le arvertiste a Nicho de lo que te dije?...
       -Más valiera no me bieras dicho jota, miás azorrado con el yerno.
       -¿Eh? ... ¿Por qué?...
       -Cuando lo llamé aparte y le recomendé que la tratara con primor, no fuera ser que se asustara, se echó a rír y me dijo: "No siaflíja por babosadas, esa yés cosa antigua: asigún colijo, la tengo ya empreñada dende hace un mes".
       -¡La Virgen del Martirio!
       -Y parecía que no quebraba un plato ...
       -Güeno, después de todo, arrecuérdese, Nayo, de nosotros, cómo hicimos ...
       -Decís bien, es el Contagio
        La tarde se había perdido a lo lejos, deíando como estela un espuniarajo de estrellas; sobre la arena del mundo, los árboles negros se movían como cangrejos.

LA ZIGUANABA

         Pedro estaba metido dos veces en la noche; una, porque era noctámbulo, y otra, porque era pescador. La noche prieta se había hundido en la poza, y Pedro, metido en el agua hasta la cintura, arronjaba la atarraya. Cuando la malla caiba, los plomos chiflaban al hundirse. Una luz de escurana, luz acerosa y helada, fingía pescados. Hacía frío. Pedro iba recogiendo, re­cogiendo. Algún chiribisco aparecía primero, negrito y puyudo. Pedro se estaba desenredándolo. Su paciencia rimaba con el callar. Las hojas, trabadas, mentían pepescas. Cerca de los plomos venía la plata vivita y coleando. Un pocuyo enhebraba su "¡caballero, caballero!" detrás de la palazón tupida de los huiscoyoles.
Pedro llamó al ayudante. Era el cipote de Natividá.
        -¡Oyó... Tréme la bolsa!
        El cipote se metió al río y empujando el agua con las rodillas, llegó hasta el
pescador y le alargó la matata.
        -¿Cayen, O?
        -¡Sí, O!..., chimbolos y juilines, nomás.
        -¡Ya quizá va maneciendo, 0!...
        Pedro metió la mano llena de luz en la cebadera, mientras miraba las estrellas, con la boca abierta.
        -Ya mero son las cuatro, vos.
        -¡Tá haciendo friyo, O!...
        -Es que está golpiada lagua...
        -¡Sentí que me soplaban la nuca!...
        -¿Eee?...
        -¡Horita!...
        -¡Yastás vos con miedo!... -Me da miedo la Zigua...
        -¡Qué cobija sos, oyó! ¿Quién siasusta por babosadas?
        El cipote temblaba, un poco de frío, un poco de miedo.
        -Monós, oyó; miacaban de soplar otra vuelta ¡Monós, te digo!
        Se puso a gemir. Pedro desenredó, con el ultimo pescado, un poco de alarma.
        -¡No siás cobija, vos; ya no te güelvo a trer!...
        En aquella noche casi oscura, constelada arriba cobardemente, constelada abajo por las escamas de los peces y por el silencioso telar de luz de las luciérnaga, un ruido extraño, estridente como la carcajada de una vieja, puso toques eléctricos de pavor en los nervios de los pescadores. Después, todo quedó mudo. El cipote se había agarrado, temblando, de los brazos de Pedro.
        -¡Agüen, qué fuéso?... ¡Amonós, vos!
        El muchacho lloraba. Pedro se echó la atarraya al hombro; cogió el sombrero que había dejado en la arena, y llevando casi a rastras al cipote, emprendió carrera, vereda arriba. A1 llegar al camino de los llanos, un bostezo azul del día los paró. Clareaba.
-¡Achís, O, ya maneció!...
        El miedo se había deshecho, dulzoso, como un terrón de azúcar en un guacal de agua fresca. Suspiraron.
        -¿Y vos crés en la Zigua, O?
        -Yo no, ¿y vos?
        -¡Yo no creyo! Si querés, vamos a ver qué juéso.
        -Andá vos, aquí tespero.
      El cipote se sentó en una piedra y se puso a chiflarle un son al amanecer. Pedro bajó valientemente al río. Aún quedaban tasajos de noche en los barrancos. Caminó río abajo. Sobre unos peñascos, descubrió un chilamate que tenía una rama desgajada. Era una turria gruesa. El blanco corazón del palo, había queda­do al descubierto y vomitaba hormigas.
        Cuando el muchacho le vio llegar, sonriente le preguntó:
        -¿Qué jué, O?
        -¡Es un palo que siá reido, O!...
 
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