Aunque pálida fue de color rosa, no muy alta y con larga cabellera, a
menudo decía: No me atrevo. Algo que jamás dijo fue: No quiero.
Iba a buscar
mi Biblia por la noche y enseñaba a leer a su hermanita, alumbrando aquél joven
corazón como alumbra una lámpara tranquila.
En aquel libro santo que venero se
posaban sus ojos de pureza; una estaba allí aprendiendo a leer, y la otra aprendía
allí a pensar.
A la niña incapaz de leer sola, acercaba su frente deliciosa, y
era toda dulzura sus palabras, que parecían ser las de una abuela.
Le decía:
Tú tienes que ser buena, y al demonio jamás se lo nombraba; y vagaban sus manos
por las páginas pasando de Moisés a Salomón, del gran Ciro que vino de la
Persia al terrible Moloc y a Leviatán, del infierno al que baja el buen Jesús al
Eden en que el Diablo serpentea.
Yo escuchaba... ¡Qué júbilo más grande ver
a las dos hermanas ante mí! Se embriagan mis ojos en silencio con aquella dulzura
inexpresable.
Y en el humilde cuarto, los tres solos, como ocultos allí,
donde sentíamos entrar por la ventana muy abierta el aliento del bosque y de
la noche,
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mientras atentas a aquel texto augusto leyendo con fervor sus
corazones, aprendían verdad, bien y justicia, parecíame a mí, gran soñador.
escuchar
unos cantos de alabanza como si aquél fuese un lugar sagrado, y ver entre los
dedos de mis ángeles que el gran libro de Dios se estremecía.
¡Nunca insulteís a la mujer caída! Nadie
sabe que peso la agobió, ni cuántas luchas soportó en la vida, ¡Hasta que al fin
cayó!
¿Quién no ha visto mujeres sin aliento asirse con afán a la virtud, y
resistir el vicio del duro viento con serena actitud?
Gota de agua pendiente
de una rama que el viento agita y hace estremecer; ¡perla que el cáliz de la
flor derrama y que es lodo al caer!
Pero aún puede la gota peregrina su
perdida pureza recobrar, y resurgir del polvo, cristalina, y ante la luz brillar.
Dejad
amar a la mujer caída, dejad al polvo su vital color, porque todo recobra nueva
vida con la luz y el amor.
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