NEFTALÍ REYES BASUALTO
-PABLO NERUDA-
1904 - 1973

POEMA 15

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

POEMA 20

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

TIERRAS OFENDIDAS

Regiones sumergidas
en el interminable martirio, por el inacabable
silencio, pulsos,
de abeja y roca exterminada
tierra que en vez de trigo y trébol
traéis señal de sangre seca y crimen:
caudalosa Galicia, pura como la lluvia,
salada para siempre por las lágrimas:
Extremadura, en cuya orilla augusta
de cielo y aluminio, negro como agujero
de bala, traicionado y herido y destrozado,
Badajoz sin memoria, entre sus hijos muertos
yace mirando un cielo que recuerda:
Málaga arada por la muerte
y perseguida entre los precipicios
hasta que las enloquecidas madres
azotaban la piedra con sus recién nacidos.

Furor, vuelo de luto
y muerte y cólera,
hasta que las lágrimas y el duelo reunidos,
hasta que las palabras y el desmayo y la ira
no son sino un montón de huesos en un camino
y una piedra enterrada por el polvo.

Es tanto, tanta
tumba, tanto martirio, tanto
galope de bestias en las estrellas!
Nada, ni la victoria
borrará el agujero terrible de la sangre:
nada ni el mar, ni el paso
de arena y tiempo, ni el geranio ardiendo
sobre la sepultura.

 

AQUEL HOMBRE

Después Sandino atravesó la selva
y desempeño su pólvora sagrada
contra marinerías bandoleras
en Nueva York crecidas y pegadas:
ardió la tierra, resonó el follaje,
el yanqui no esperó lo que pasaba,
se vestía muy bien para la guerra
brillaban sus zapatos y sus armas
pero por experiencia supo pronto
quienes eran Sandino y Nicaragua.

Todo era tumba de ladrones rubios,
el aire, el árbol, el camino, el agua,
surgían guerrilleros de Sandino
hasta el whisky que se destapaban
y enfermaban de muerte repentina
los gloriosos guerrreros de Luisiana
acostumbrados a colgar los negros
mostrando valentía sobrehumana:
dos mil encapuchados ocupados
en un negro, una soga y una rama;
aquí eran diferentes los negocios,

Sandino acometía y esperaba,
Sandino era la noche que venía
y era la luz del mar que los mataba.
Sandino era una torre de banderas,
Sandino era un fusil con esperanzas.
eran muy diferentes las lecciones,
en West Point era la limpia la enseñanza,
nunca les enseñaron en la escuela
que podría morir el que mataba
los norteamericanos no aprendieron
que amamos nuestra pobre tierra amada
y que defenderemos las banderas
que con dolor y amor creadas,
si no aprendieron ésto en Filadelfia
lo supieron con sangre en Nicaragua
allí esperaba el capitán del pueblo:
Augusto C. Sandino se llamaba
para que nos dé luz y nos dé fuego
en la continuación de sus batallas.

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LA CANCION DE GESTA

LA GESTA

Si el hondo mar callaba sus dolores
las esperanzas levantó la tierra:
éstas desembarcaron en la costa:
eran brazos y puños de pelea:
Fidel Castro con quince de los suyos
y con la libertad bajó a la arena.
La isla estaba oscura como de luto,
pero izaron la luz como la bandera,
no tenían más armas que la aurora
y ésta dormía aún bajo la tierra:
entonces comenzaron en silencio
la lucha y el camino hacia la estrella.
fatigados y ardientes caminaban
por honor y deber hacia la guerra
no tenían más armas que su sangre:
iban desnudos como si nacieran.
y así nació la libertad de Cuba.

 

EL SALVADOR LA MUERTE

En Salvador aún ronda la muerte.
la sangre de los muertos campesinos
no se ha secado, no la seca el tiempo,
no la borra la lluvia en los caminos.
Quince mil fueron los ametrallados.
Martínez se llamaba el asesino.
Desde entonces tomó sabor a sangre
en Salvador la tierra, el pan y el vino
.

 

CONFIESO QUE HE VIVIDO

        Fue en Lota, hace muchos años. Diez mil mineros habían acudido al mitin. La zona del carbón, siempre agitada en su secular pobreza, había llenado de mineros la pla~ za de Lota. Los oradores políticos hablaron largamente.
        Flotaba en el aire caliente del mediodía un olor a carbón y a sal marina. Muy cercano estaba el océano, bajo cuyas aguas se extienden por más de diez kilómetros los túneles sombríos en que aquellos hombres cavaban el carbón.
        Ahora escuchaban a pleno sol. La tribuna era muy alta y desde ella divisaba yo aquel mar de sombreros negros y cascos de mineros. Me tocó hablar el último. Cuando se anunció mi nombre, y mi poema. "Nuevo canto de amor a Stalingrado", pasó algo insólito, una ceremonia que nunca podré olvidar.
       La inmensa muchedumbre, justo al escuchar mi nombre y el título del poema, se descubrió silenciosamente. Se descubrió porque después de aquel lenguaje categórico y político, iba a hablar mi poesía, la poesía. Yo vi, desde la elevada tribuna, aquel inmenso movimiento de sombreros: diez mil manos que bajaban al unísono, en una marejada indescriptible, en un golpe de mar silencioso en una negra espuma de callada reverencia.
Entonces mi poema creció y cobró como nunca su acento de guerra y de liberación.
        Esto otro me pasó en mis años mozos. Yo era aquel poeta estudiantil de capa oscura, flaco y desnutrido como un poeta de ese tiempo. Acababa de publicar Crepusculario y pesaba menos que una pluma negra.
       Entré con mis amigos a un cabaret de mala muerte. Era la época de los tangos y de la matonería rufianesca. De repente se detuvo el baile y el tango se quebró como una copa estrellada contra la pared.
       En el centro de la pista gesticulaban y se insultaban dos famosos hampones. Cuando uno avanzaba para agredir al otro, éste retrocedía, y con él reculaba la multitud filarmónica que se parapetaba detrás de las mesas. Aquello parecía una danza de dos bestias primitivas en un claro de la selva primordial.
        Sin pensarlo mucho me adelanté y los increpé desde mi flacucha debilidad:
        -¡Miserables matones, torvos sujetos, despreciables palomillas, dejen tranquila a la gente que ha venido aquí a bailar y no a presenciar esta comedia!
        Se miraron sorprendidos, como si no fuera cierto lo que escuchaban. El más bajo, que había sido pugilista antes de ser hampón, se dirigió a mí para asesinarme. Y lo hubiera logrado, de no ser por la aparición repentina de un puño certero dio por tierra con el gorila. Era su contenedor que, finalmente, se decidió a pe
        Cuando al campeón derrotado lo sacaban como a un saco, y de las mesa, tendían botellas, y las bailarinas nos sonreían entusiasmadas, el gigantón que dado el golpe de gracia quiso compartir justificadamente el regocijo de la victoria. Pero yo lo apostrofé catoniano:
        -¡Retírate de aquí! ¡Tú eres de la misma calaña!
        Mis minutos de gloria terminaron un poco después. Tras cruzar un es, corredor divisamos una especie de montaña con cintura de pantera que cubría la salida. Era el otro pugilista del hampa, el vencedor golpeado por mis palabras nos interceptaba el paso en custodia de su venganza.
        -Lo estaba esperando- me dijo.
        Con un leve empujón me desvió hacia una puerta, mientras mis amigos corrían, desconcertados. Quedé desamparado frente a mi verdugo. Miré rápidamente qué podría agarrar para defenderme. Nada. No había nada.
        Las pesadas cubiertas de mármol de las mesas, las sillas de hierro, imposibles de levantar. Ni un florero, ni una botella, ni un mísero bastón olvidado.
-Hablemos- dijo el hombre.
        Comprendí la inutilidad de cualquier esfuerzo y pensé que quería examinarnos antes de devorarme, como el tigre frente a un cervatillo. Entendí que toda mi defensa estaba en no delatar el miedo que sentía. Le devolví el empujón que me diera. no logré moverlo un milímetro. Era un muro de piedra.
        De pronto echó la cabeza hacia atrás y sus ojos de fiera cambiaron de expresión.
        -¿Es usted el poeta Pablo Neruda? -dijo.
       -Sí soy. Bajó la cabeza y continuó:
       -¡Qué desgraciado soy! ¡Estoy frente al poeta que tanto admiro y es él me echa en cara lo miserable que soy!
        Y siguió lamentándose con la cabeza tomada entre ambas manos
        -Soy un rufián y el otro que peleó conmigo es un traficante de cocaína. Somos lo más bajo de lo bajo. Pero en mi vida hay una cosa limpia. Es mi novia, el de mi novia. Véala, don Pablito. Mire su retrato. Alguna vez le diré que usted lo tuvo en sus manos. Eso la hará feliz.
        Me alargó la fotografía de una muchacha sonriente.
        -Ella me quiere por usted, don Pablito, por sus versos que hemos aprendido de memoria.
        Y sin más ni más comenzó a recitar:
        -Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira...
        En ese momento se abrió la puerta de un empellón, Eran mis amigos que venían con refuerzos armados. Vi las cabezas que se agolpaban atónicas en la puerta.
        Salí lentamente. El hombre se quedó solo, sin cambiar de actitud, diciendo "por esa vida que arderá en sus venas tendrían que matar las manos mías", derrotado por la poesía.
        El avión del piloto Powers, enviado en misión de espionaje sobre el territorio soviético cayó desde increíble altura. Dos fantásticos proyectiles lo habían alcanzado, lo habían derribado desde sus nubes. Los periodistas corrieron al perdido sitio montañoso desde donde partieron los disparos.
        Los artilleros eran dos muchachos solitarios. En aquel mundo inmenso de abetos, nieves y ríos, comían manzanas, jugaban ajedrez, tocaban acordeón, leían libros y vigilaban. Ellos habían apuntado hacia arriba en defensa, del ancho cielo la patria rusa.
        Los acosaron a interrogaciones.
        -¿Qué comen? ¿Quiénes son sus padres? ¿Les gusta el baile? ¿Qué libros leen?
        Contestando esta última pregunta, uno de los jóvenes artilleros respondió que leían versos y que entre sus poetas favoritos estaban el clásico ruso Pushkin y el chileno Neruda.
        Me sentí infinitamente contento cuando lo supe. Aquel proyectil que subió tan alto, e hizo caer el orgullo tan bajo, llevaba en alguna forma un átomo de mi ardiente poesía.

Tamen

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