La Niña Chole

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        “Decile a la Chus que es una malparida. Y si quiere que se lo diga en su cara, que venga”. Aquello fue lo mejor que le oí. Lo mejor de lo peor. Porque entre barbaridad y barbaridad había siempre un índice de superación.
        Alta, huesudísima, acalaverada, pelilarga, dentifalta, aquella mujer era un artífice de la sandez. Se llamaba Soledad. Soledad....y más; pero en todo el lugar la conocían como la niña Chole. Era una pequeña psicópata del idioma y un monumento viviente a la leperada nacional. Psicópata porque asesinaba las palabras, o con ellas asesinaba cualquier honra, cualquier nombre, cualquier fama. Monumento, porque nunca se volvería a encontrar, en cartilla única, otra galería completa del insulto. Un psicólogo habría aplicado un par de términos para explicar el vicio de aquella mujer: logomanía obsesiva y coprofalia. La gente cotidiana se contentaba con decir: “¡Jesús, que trompa la de esa vieja!”.
         Al parecer, el problema le venía desde niña. La madre, con el afán de que su hija “tuviera roce”, la había matriculado en un colegio de monjas. No la aguantaron. A la directora, una reverenda obesa y circunspecta, le dijo, en sus términos, que tenía un trasero tan grande que de allí no se caía nadie, aunque lo empujaran. A una monja beatísima y adolorida la llamó “querendona asolapada”. A otra la espetó que siempre estaba ojerosa, porque la carcomían las ganas. De modo que, a las tres semanas y media, la expulsaron sin posibilidad de reconsideración. La mamá la llevó a una escuela pública, pero igual: la Soledad era irrecuperable.
        La señora, frustrada en sus intereses por hacer de su hija “una señorita decente”, como pasó lamentándose hasta su muerte, no tuvo más remedio que ponerla al oficio familiar: las tortillas.
“Menos mal que no la puso a peperecha, que si no...” “Callate, mujer, que si te oye, te va a bañar”. “Achís, ¿y no es cierto pues? Si ante esa, hasta la Micoleona se queda pacha. La Micoleona era una meretriz famosa también por sus desboques, pero cuya maledicencia palidecía ante la lengua triunfal de la Soledad: “Que me venga a decir a mí la muy...de la Elena, si no la he visto como gallina asada, con Alejandro, el cuilio”. “Las santitas se hacen esas..., y allá por la estación las vieron bien...” Y así, y así, ad infinitud.
        La niña Chole tenía una hija que llevaba un nombre con vocación de carcajada. Se llamaba Eteljive. “Eteljiveeee, veníiiiii! Y la casi adolescente corría despavorida ante la mirada socarrona de la gente que le obligaba a acordonar la risa para no recibir una letanía de horrores de la mujer. “¿Y vos que mirás gran...? ¿Que nunca has oído nombres?” Y el aludido mejor se apresuraba a guarecerse en la distancia y en el disimulo.
        Más de una vez, la Eteljive agotó la cólera vocinglera de su madre. Un día en que la muchacha no acudió al llamado, por estar prodigándose un atracón erótico con un enamorado en la esquina subrepticia de un templo vecino, la niña Chole ardió en furia. Cuando la muchacha llegó, la recibió con una propina de atrocidades, y le arrimó  a la boca un tasajo de carne asada calientísima. Varios días anduvo la hija con la boca crecida. La gente se vengó: “Ve, hoy la Eteljive, además de tener ese nombre tan feyo, perece pezote”.
        Y es que en el pecho de la Soledad hervía un fuego más abierto que el del comal donde cocía sus tortillas. Mi abuela decía leperadas; pero las exclamaba con sentido de humor y de cariño. En cambio, la Soledad las decía con vocación espinosa y desgarrante. “Es que nació cuando la luna estaba tierna...” “La hicieron, querrás decir. Si hubiera nacido con la luna tierna, hubiera tenido comida la boca, y entonces hubiera sido mejor...” “No. Si dicen que el tata ara bolo, y como del guaro no sale nada bueno...esto es lo que dio“.
        La niña Chole, sin embargo, tenía un enorme detalle positivo: se compadecía de la miseria material extrema. Ella era pobre; pero, para los todavía más pobres, siempre tenía un gesto de misericordia. Por las cercanías de su venta de tortillas, pasaba cotidianamente una media docena de mendigos: Don Polo, que había perdido casa, mujer e hijos en un terremoto; el Cutiniyo que, como decía la gente, era tonto y enano “de nación”; La Carlota y la Rafaila, dos locas pícaras que cada año parían un hijo, sin que nadie supiera de qué padre; y la niña Andrea, una viejita dulce y platinada de quien se comentaba que tenía visiones de la Virgen, tanta era su mansedumbre. “¡No le ha sobrado una tortilla, niña Chole”.  “No, pero esperate. Ya te la voy a echar”. Fíjese que solo me alcanzó para el conqué”. “Tomá estas dos chengas, a lo mejor te caen bien”. Era una de las pocas oportunidades que no soltaba sandeces. Aunque la Carlota, por ejemplo, se fuera hablando maldiciones en su mundo personal-”Vieja talle de culebra”.-la niña Chole sólo alcanzaba a decir: “Pobre diablo. Como se le va a quitar el hanbre si se agila hablando babosadas todo el día”.
        Había otra ocasión en que la niña Soledad medía un poco sus denuedos: cuando aparecía Noé, el papá de la Eteljive. “Ma, hartate esto. No vayan a decir que no te mantengo”. Y el hombre-medio tísico, medio asmático, medio bolo-, devoraba la oferta y desaparecía hasta varios días más adelante. “Este hijueputa sólo viene a que lo maiceye. Después...¡allá con la pacotilla de chichipates!”
        La niña Soledad quizás quería al hombre, porque cuando lo miraba irse se le entristecían los ojos. En más de una ocasión en que se le mojaron las lágrimas y alguna compradora se lo hizo notar, la mujer salió adelante. “Chís. No jodás. Es el humo...Voy a llorar yo por semejante pécora”. “Cada camarón tiene su sacador-explicaba mi abuela-, y Noé es la debilidad de la Chole.
        Cuando le trajeron a Noé con el hígado aniquilado por el alcohol, la niña Chole lo enterró a grito tendido. La clientela del vecindario la acompañó con velas, flores y rezos.
        Nunca volvió a probar varón. “A esa vieja lo que le falta es damo, por eso es tan chuca del hocico”. Y es que Noé no sólo había sido su marido; también había representado a una especie de hijo desvalido al que ella había amado con lástima. “A la que le falta chivo es a esa vieja cabrona. Yo, si lo quisiera tener, lo tendría, porque ganas y huesos no me faltan”. Pero no. Aunque no le faltara nada, se quedó sola el resto de sus días, para hacerle quizás un poco de honor a su nombre.
        La niña Chole vivió bastante, y llegó a ver crecidos a los hijos de la Eteljive. Nunca dejó de echar tortillas. Ni puteadas. La Eteljive no quiso seguir la ruta monomarital de su madre, así que cargó encima con cuanto gañán pudo, hasta que salió embarazada de un mecánico al que le decían “Cutuca”. Cuatro cutuquitos tuvieron, y el segundo le salió lépero. Cuando el cipotillo empezó muy temprano a decir procacidades, mi abuela sentenció: “No lo hurta, lo hereda. Si yo digo mis cuantas atrocidades, esa mujer ya dice “quitá diay”.
 

   

MEMORDIAZ

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